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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

16 de diciembre de 2016

De cuando iba a entrar en erupción un volcán en las inmediaciones de Holguín, Cuba



Es esta la historia de cuando en la cima de uno de los pequeños cerros que rodean Holguín estuvo por nacer un volcán. Fue en 1790 y el cerro en cuestión es el que los vecinos de entonces llamaban El Monigote, que en la actualidad se conoce con el nombre de El Pilón. Ese es el que está hacia el noroeste, al lado de la loma del Fraile.
Dice la leyenda que un amanecer de aquel año distante los vecinos advirtieron que de la cima de El Monigote salía una gran cantidad de humo denso y en espirales. Asustados, lógicamente, los vecinos corrieron hacia la casa de los padres franciscanos que estaba en la actual Plaza San José.
Estatua de Fray Joseph Antonio Alegre subiendo la cruz a la loma holguinera
Para que averiguara lo que estaba ocurriendo, designaron a Fray Joseph Antonio Alegre, más conocido como el Padre Alegría (el mismo que puso la cruz en el cerro del Bayado). Fue el franciscano hasta el Monigote y sacó un libro de rezos y un pequeño hisopo y allí, incesantemente, musitó oraciones y de cuando en cuando dejaba caer algunas gotas de agua bendita. Poco a poco el humo se fue disipando y cuando llegó la mañana siguiente y el sol iluminó la loma, el humo del volcán había desaparecido.
Por los años de 1940 el doctor Oscar Albanés Carballo escribió un libro de leyendas holguineras que, lamentablemente nunca se ha editado y que duerme en los estantes del Departamento de Fondos Raros y Valiosos de la Biblioteca Alex Urquiola… en la página 370, refiriéndose al volcán que casi nació en el Cerro del Monigote, dice: “En ascensiones que hemos hecho en más de  una ocasión al cerro de forma piramidal, junto a la alta elevación del Fraile, hemos observado en su cumbre una cavidad superficial parecida al cráter de un volcán. La esencia de la leyenda, aunque han pasado muchos años, sigue en pie, por unos creída y por otros puesta en dudas”.

Toda la información que se posee del tesoro enterrado por los piratas en las inmediaciones de Gibara, Holguín, Cuba



Según la tradición oral gibareña, en muy un lejano día del siglo XIX, cuando todavía no había surgido el pueblo, a un bodegón situado junto al embarcadero del río Cacoyuguín, llegó un individuo que por la cara se descubría que en sus años de juventud había sido pirata. El raro recién llegado pidió un cuarto donde alojarse y allí estuvo por varias semanas. Lo único que hizo fue caminar por lo alrededores, pero los testigos descubrieron que andaba buscando algo, porque miraba insistentemente entre la manigua; sin embargo, no lo encontró y se preparó para marcharse mañana, al amanecer…
Esa noche fue la única vez que habló largo con el dueño. Lo que sigue es lo que contó: Que hacía muchos años atrás, él con un grupo de piratas, había entrado a la bahía (que, insisto, entonces no se llamaba Gibara) y que habían seguido tierra adentro entrando por el río Cacoyuguín (entonces navegable hasta donde estaba el embarcadero).
Por muchos años uno de los lugares más importantes de la geografía holguinera había sido aquel embarcadero. Como el río era navegable hasta allí, hasta allí llevaban los vecinos sus mercancías y, como los caminos eran intransitables: ir por el río era menos costoso. Por el río seguían hasta la bahía donde entraban en “cambalache” con los piratas.
Dice la tradición que el personaje extraño le confesó al dueño del bodegón que una vez que el barco pirata había llegado hasta el Embarcadero los vecinos, creyendo que los piratas iban en son de guerra, los atacaron. Entonces el barco dio media vuelta y se puso a la fuga, pero los vecinos y unos soldados españoles que acudieron, siguieron tras ellos. Y tan nutrido fue el ataque que el barco pirata se hundió. Los piratas pudieron saltar a tierra y siguiendo el curso del río, a pie se dieron a la fuga. Pero nada más pudieron llegar hasta Casablanca, cerca de Candelaria. Allí los españoles cogieron presos a casi todos los fugitivos, menos al capitán y a dos de sus ayudantes que iban a todo lo que le daban sus pies, llevando un cofre enorme donde llevaban el grande tesoro que habían reunido, robándole a quienes encontraron en el mar.
Dicen que los tres pudieron internarse en la manigua y allá estuvieron casi medio día. Luego el capitán regresó solo y se entregó a los soldados. O sea, que en los maniguales enterraron el tesoro y que luego, el capitán mató a sus ayudantes para que no pudieran delatar el lugar del enterramiento.
El historiador de Gibara, Enrique Doimeadios, que es gran amigo de La Aldea, nos dijo que el extraño que llegó al bodegón de El Embarcadero llevaba un mapa donde se señalaba el lugar exacto del enterramiento del tesoro de los piratas. E igual, nos dijo que todos los viejos que le han hablado de ese asunto coinciden en asegurar  que el que regresó no encontró el tesoro y que sin él se marchó de Cuba.
Precisamente creyendo en esa leyenda, durante el siglo XX gibareño varias personas se dedicaron, insistentemente, a buscar el tesoro de los piratas… pero casi todos los que lo hicieron tuvieron finales trágicos.
Uno de ellos, dice Doimeadios, aparentemente descontrolado de los nervios, se suicidó. Otro se obsesionó con la descabellada idea que los vampiros lo perseguían y por tal motivo pasó sus últimos años con un espejo en la espalda y otro en el pecho, porque, decía, que los vampiros le temían a los espejos y que por eso no lo atacaban.
Asimismo la tradición, que es lo que ha estudiado el historiador de Gibara, dice que el tesoro que los piratas enterraron en Casablanca, cerca de Candelaria, fue encontrado, pero dicen otros que el tesoro sigue allí, esperando a quien lo encuentre. Obviamente que le preguntamos sobre la veracidad de los hechos, sobre todo de la posibilidad que un barco pirata pudiera entrar por el río Cacoyuguín. Dice Enrique Doimeadios que sí pudo ocurrir, incluso, la historia tiene documentos que prueban que en dos ocasiones tropas inglesas entraron por esa vía y atacaron la zona; una en 1739 y la otra en 1745. (Esos ingleses no eran piratas sino militares del ejército de su majestad Británica en guerra con su majestad española…)
Asimismo el historiador da fe de la existencia del embarcadero en Candelaria y también de certifica que en el lugar hubo un bodegón que daba hospedaje a los forasteros que hasta allí llegaban. Ese fue propiedad de la familia gibareña Graña. (La tradición asegura que fue con los Graña con quien conversó el pirata que retornó al lugar). Lo que no puede asegurar el historiador es que en verdad haya existido el misterioso personaje que vino a buscar el tesoro de los piratas. Lo otro que le preguntamos: ¿Ha aparecido algún barco hundido en el río Cacoyuguín?, pues el personaje extraño dijo que los españoles hundieron el barco de los piratas. Sí, nos dijo, a una distancia aproximada de un kilómetro de donde estuvo el embarcadero hay un lugar conocido como “El charco del Pirata”. Los vecinos de ese lugar dicen que en ese charco han encontrado piezas de un barco hundido…
Esta que acabamos de narrar es la leyenda del tesoro de los piratas del caballo blanco… (Y perdón, es que no habíamos dicho que según la tradición, el barco de los piratas se llamaba: EL CABALLO BLANCO).

La leyenda del "Charco del Muerto" del río Jigüe, en Holguín, Cuba



La siguiente imagen muestra el camino que había que seguir para llevar a los difuntos hasta el cementerio municipal de Holguín, y eso que la fotografía es de 1930: pues entonces se podrá imaginar cómo era en el siglo XIX, que es el tiempo en que ocurrió la historia que narramos. 
 
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A mitad del siglo XIX no había funerarias en Holguín, los velorios se hacían en las casas que en vida habían vivido los muertos. Entonces el pueblo era chiquito, delimitado por los dos ríos conocidos: El Jigüe y el Marañón, pero ya estaba construido el Cementerio Municipal, el mismo que todavía sigue en uso al final de la calle Luz y Caballero. Por tanto, y ya se deben haber percatado los que conocen la ciudad, el cementerio estaba en las afueras de la ciudad… Para llegar a él, yendo por la que desde 1902 se llama calle Luz y Caballero, había que cruzar el río Jigüe.
Hoy el Jigüe agoniza, pero en 1850 era un río macho de gran cauce y con algunos farallones. Por eso en los meses de mayo a octubre, que era cuando más llovía, era casi imposible cruzarlo, sobre todo cuando estaba crecido. Y cruzarlo llevando cargas pesadas o de difícil manejo era una temeridad.
Por eso es que muchas veces los cadáveres tuvieron que quedar sin entierro hasta que bajaran las aguas del Jigüe y, a veces, las crecidas demoraban dos o tres días. Por esa novedad es por lo que en 1851, preocupado seriamente el Cabildo, aceptó una Moción del Caballero Regidor, don José Santos Durán, en la que pedía la construcción de un puente sobre el río.
Uno de los párrafos de la petición del Regidor al Cabildo pidiendo el puente, dice: “con frecuencia hemos visto que los cadáveres no han podido ser sepultados por la creciente del río Jigüe y han tenido que permanecer muchas horas próximo a la Necrópolis, en estado de descomposición. Casos como estos son en contra de la salud pública y de necesaria reparación”.
El 16 de julio de 1851 quedó aprobada la Moción y en octubre de 1853 ya estaba al servicio público el puente que no es el mismo que hoy cruzamos los holguineros actuales, porque aquel primero era de madera y el segundo, que es el que sigue en pie, es de concreto, aunque, ahora el Jigue ha disminuido tanto su caudal que ya el dicho puente no hace tanta falta.
Pues bien, amables lectores, la historia que intentamos narrar desde el principio de este post ocurrió antes de que hicieran el primer puente sobre el Jigüe y se titula “El charco del muerto”.
Murió en Holguín en 1850 un tal Marcos Martínez y lo llevaron en andas a enterrar un atardecer en que el Jigüe estaba crecido. Los cuatro hombres que cargaban el ataúd ya estaban a mitad del río cuando uno de ellos puso el pie sobre una piedra movediza y ocurrió lo que es inevitable, perdió el equilibrio, cayó y tras él el ataúd que, al chocar con una piedra, se rompió. El cuerpo del difunto, fuera de la caja, fue arrastrado por la corriente unas cuantas varas más allá, donde había un charco. Allí los dolientes tuvieron que pescar al difunto.
Desde entonces se designó a aquel lugar con el nombre de “Charco del Muerto” y no faltó quien, en noches oscuras, ha creído ver al difunto Marcos Martínez que surge de las aguas con la cara descompuesta, los cabellos crispados y los ojos inyectados de sangre como si maldijeran a los que, por un descuido, dejaron caer el féretro en que iban depositados sus restos.
Hoy ni los infelices guajacones que no sabe la Aldea cómo consiguen sobrevivir en las putrefactas aguas del Jigüe, saben cuál era el Charco donde cayó el muerto.

Cuando por poco se desata en Holguín una guerra entre los padres y sus hijos y viceversa



Esta historia ocurrió cuando todavía el Reparto El Llano, de Holguín, no estaba urbanizado, y aunque hoy cuesta creer que alguna vez no hubo casas allí, no las hubo como se muestra en el siguiente grabado antiguo:
 
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Durante las fiestas para celebrar a San Juan, a San Pedro, a Santiago y a Santa Ana, en Holguín la gente se divertía paseando a caballo. Aún hoy se recuerdan los paseos de 1819, porque casi se desata una guerra de los padres contra los hijos. Ya les vamos a contar.
Todo comenzó desde antes de esa fecha cuando se hizo costumbre en el pueblo que los bandos contrarios comenzaran sus rivalidades: luchaban cada grupo por ser los que presentaban a los mejores caballos, los de más resistencia, rapidez, riqueza en arneses, destreza de los jinetes o belleza de las amazonas. Y en 1819 lo que debía ser una competencia sana terminó en una riña tumultuaria con más de un herido.
Según dice un Acta del Cabildo, lo anterior fue causa para que el Teniente Gobernador don Francisco de Zayas restringiera el espectáculo, porque, según criterio de esta autoridad, aquel había dejado de ser culto y honesto. (Restringir era como en la época se decía que se PROHIBIAN los paseos a caballo).
En tiempos en que no había medios de comunicación masiva así como le cuenta La Aldea, era como se procedía: El 17 de junio de 1820 redactó don Francisco de Zayas un bando en el que decía que quedaban restringidas las carreras de caballo porque los perdedores se vestían de mamarrachos con disfraces, tiznes y caretas, similar a un carnaval, y así, sin que los pudieran reconocer, atacaban a los ganadores...
Salieron los lectores por todas las esquinas y leyeron el bando. Media hora después los jóvenes entregaron al Alcalde Ordinario una instancia suscrita por 120 de los más ricos herederos de Holguín, pidiendo que se restablecieran los paseos a caballo. Pero sus padres, que estaban de acuerdo con la prohibición, entregaron una instancia al Cabildo solicitando se mantuviera el justo y sensato acuerdo.
El 22 de junio de ese año se reunió el Cabildo... y no menos de 500 personas asistieron a la sesión... Demoraron los gobernantes en otros asuntos, y todo estuvo en calma, más cuando se anunció que correspondía debatir la conveniencia o no de suspender los paseos de caballo la expectación fue general. Habló el Teniente Gobernador dando todas las razones que tenía para sostener la prohibición que “traía desgracias”, pero los jóvenes comenzaron a gritar: “Queremos celebrar con intenso regocijo los paseos a caballo”.
Lo repensó don Francisco y finalmente se dio a conocer el Acuerdo, que dice: “Quedan autorizados de nuevo los paseos a caballo, a individuos de ambos sexos, en las vísperas y días de San Juan, San Pedro, Santiago y Santa Ana, desde el amanecer y hasta ponerse el sol, prohibiéndose absolutamente los tiznados y rostros cubiertos con caretas, las andaduras violentas, las diatribas y los insultos” (O sea que la juventud triunfó).
El 24 de junio de 1820, festividad de San Juan, el Teniente Gobernador Zayas, como buen político que era, se agregó a la cabalgata, montando un brioso potro color azabache, de fina andadura y crines de seda. El orden no fue alterado, y así siguieron las carreras de caballo hasta que el paso del tiempo, en su rodar constante, modificó la costumbre.

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