(Náyade Proenza. Soprano y esposa de Raúl Camayd)
Yo conocí a Raúl en 1962, cuando él estaba formando el
grupo lírico que en ese momento se nutría de jóvenes del movimiento coral de
Holguín, que era muy fuerte. Entonces yo cantaba en el coro del Sindicato de
los Educadores, que dirigía Angélica Serrú y un día se me acerca Raúl y me
dice: “¿Usted quisiera formar parte del grupo que va a hacer Los gavilanes?” Yo
en realidad no sabía quién era él ni de qué me estaba hablando y, honestamente
aquello de “Los gavilanes” tenía para mí un sabor mexicano o algo así. Me río
hoy, pero de verdad fue así. Él me explicó su proyecto y me habló de que
necesitaba una muchacha para el personaje de La Rosaura y que le habían
dicho que yo cantaba bonito. Fui a ver los ensayos en la casa de Graciela
Morales y allí Raúl me cantó algunos pasajes de la zarzuela, que tiene una
música tan linda. Como a mí me gustaba tanto cantar me vinculé enseguida al
grupo aquel de jóvenes que lo mismo ensayábamos allí, en la Colonia Española o en una sala
de la biblioteca pública, porque no teníamos sede.
Ahora yo me doy cuenta de que en aquel momento no éramos
más que unos aficionados, pero con un amor al trabajo que ojalá lo tuvieran
muchos profesionales de hoy en día. Para poder ensayar en el Teatro Infante
teníamos que esperar a las doce de la noche, que era cuando se acababa la
última tanda del cine, y allí estábamos nosotros, hasta las cuatro o cinco de
la madrugada.
Raúl fue el primer maestro que tuvimos. Él había
estudiado música con buenos maestros y nos enseñó a respirar y nos habló de
algo que muchos de nosotros era la primera vez que lo oíamos: “impostación”. Él
sabía muy bien lo que quería y para lograrlo había escogido muy bien las voces,
por eso fue que el grupo enseguida se destacó. En Raúl no se puede separar su
categoría de artista y pedagogo: con mucho tacto, con mucha inteligencia
señalaba los problemas y cómo erradicarlos, porque si algo caracterizaba a Raúl
era la inteligencia: tenía una inteligencia extraordinaria y sabía aprovecharla
en todo momento.
En el año en que comienzo en el Lírico yo había comenzado
a trabajar de maestra en una escuela rural y cuando regresaba de mis clases
iba, primero, a los ensayos del coro y después, por la noche, al ensayo de “Los
gavilanes”. Nunca se me olvida que Raúl tenía que ir con Yoyiya Herce a
buscarme a mi casa y después regresarme a ella, porque mis padres sí que no
entendían.
Raúl había decidido hacer la obra completa, porque al
principio se pensó omitir los pasajes hablados, y también acompañarse con
orquesta. Con su propio dinero alquiló el vestuario en la casa de disfraces
Finzi, de La Habana
y entre él y Rabert empezaron a montar la obra.
El estreno fue un éxito increíble. El Teatro Infante de
entonces tenía varias galerías y todo estaba lleno. Era esa la primera vez que
yo me paraba sola en un escenario y recuerdo todo aquello como un sueño. Sin
dudas que aquella noche del 16 de Noviembre de 1962 ocurrió un verdadero
acontecimiento para Holguín.
En aquella histórica función estaban como espectadores el
maestro Félix Guerrero y la soprano María Remolá, que era entonces su esposa.
Ellos, al finalizar la función, nos felicitaron con mucha emoción y le
auguraron muy buen futuro al grupo y en especial a Raúl, que era el que más
cantaba.
Su “salida de Juan” era insuperable, la gente lo aplaudió
enormemente cuando apareció en escena, porque ya él tenía su público y asimismo
porque todo el mundo sabía que él era el líder del grupo de jóvenes artistas,
el hombre que nos cohesionaba, que a todos nos seducía, porque tenía ese ángel,
ese carisma y esa voz tan especial.
Náyade, Raúl y la muy notable pianista holguinera Graciela Morales, 1973 |
Confieso que entonces yo era una de sus más fervientes
admiradoras. Admiraba al cantante, al barítono, al artista aquel tan gallardo y
por ahí fui admirando al hombre. En la obra, su personaje se enamora de mi
personaje… había un momento en que Juan dice: “Porque la quiero Rosaura, yo la
quiero, la quiero…” Yo sentía que aquel “la quiero” era de verdad. Terminamos
enamorados en el propio escenario y un año después nos casamos en la iglesia de
San José. Mi vida, definitivamente, quedó unida a Raúl y al teatro.
Nuestra boda, por cierto, fue un “Día del Educador”. Me
acuerdo bien porque hubo un acto importante en Holguín y Tolosa, un fotógrafo
que era nuestro amigo, era el que nos iba a hacer las fotos pero estaba
trabajando en ese acto y no pudo venir, entonces otro amigo de Raúl salió a
buscar otro fotógrafo y casualmente se encontró en la calle al que todo el
mundo le dice “El Americano Casals” y fue él quien nos retrató.
Nuestro matrimonio fue muy feliz; hasta en eso él
manifestaba su talento, porque para mantener un matrimonio feliz se necesita
inteligencia y él también era inteligente para eso también y cuidadoso hasta en
los últimos detalles.
Él tenía habilidad para escribirle versitos a las amistades, siempre en broma, como jugando, sin embargo en 1985 escribió para mi estos versos que no son broma, sino algo muy serio, fue el día que cumplimos veintitantos años de casados:
Encontrarte en la mañana,
despedirte en la noche
y cerrar fino broche
que por mi ver y mi modo,
siempre nos daremos todo
sin alardes ni derroche.
Durante muchos años vivimos en la casa de Raúl con sus
padres. El viejo Emilio, (Nayib, como se llamaba en árabe), era muy dado a
sermonear, a dar consejos; la madre, Argelia, muy trabajadora, muy recta, muy
amante de la unidad de la familia. Los dos eran muy apegados a la casa, a los
hijos. Argelia era, además, una maravillosa cocinera, para ella el fogón no
tenía secretos y de ahí viene ese amor de Raúl por la cocina, por reunir a la
familia en torno a esos platos exquisitos del Líbano que él sabía preparar con
una habilidad tremenda; y así como le encantaba la comida mora, le encantaba la
comida española y la criolla.
Él era un libanés puro, hijo de madre y padres libaneses,
pero sin dejar de ser un amante de la cultura árabe, de muchas de sus
tradiciones, era un cubano auténtico, enamorado de lo cubano, e su clima, de
sus alimentos, le encantaban los vegetales y las frutas, el mango, la piña, los
zapotes, las guanábanas, las ciruelas y, como no tomaba bebidas alcohólicas,
tenía delirio por los cítricos, los jugos, también por el guarapo y por un prú
daba cualquier cosa. Él no concebía una buena comida si no había jugos o
refrescos.
Argelia tuvo doce hijos y Raúl era el último y el más
pequeño de estatura; los hermanos, que eran muy fastidiadotes, le decía que él
era lo último de lo último y también “El Enano”, pero con mucho cariño, porque
lo querían mucho y porque, además, Raúl era un niño muy simpático y
sobresaliente: imitaba a Tito Guizart y a Jorge Negrete y desde chiquito
cantaba en las reuniones familiares.
Amaba mucho a Cuba, a su cultura y la prueba es que toda
su familia se fue al Líbano o a los Estados Unidos y él permaneció aquí. Esa
fue una decisión muy dolorosa porque él era muy apegado a sus padres, a sus
hermanos Tato, Alberto…, a Ramón, que fue un verdadero padre para él y se
preocupó por darle una carrera universitaria. Tal vez por eso y porque heredó
ese sentimiento de su familia era tan apegado a nosotras, a mí, a su hija y a
su nieta Diana, con quien tenía locura; y trataba de mantener las tradiciones
de la casa, con mucho amor buscaba la unión, la comunicación de la familia que
le quedaba en Cuba.
Yo te dije que empecé admirándolo como artista, pero la
verdad es que lo seguí admirando siempre, como artista y como mi compañero en
la vida, en el hogar, en esa casa que él quería tanto y que está tan llena de
sus recuerdos.
Tengo la satisfacción de que él, siempre que pudo, inclusive en sus declaraciones públicas, manifestaba admiración por mí, por mi trabajo, por mi condición de maestra. Él decía que yo era mejor maestra que él, cosa incierta, porque él fue quien nos enseñó a todos nosotros y, muy especialmente, a mí que casi todo lo aprendí de él. Raúl significó todo para mí, fue mi compañero, mi ejemplo, mi jefe, mi maestro, ¡todo!