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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

8 de diciembre de 2016

Camayd - Pedro Arias



(Pedro Arias, barítono y fundador de la Ópera Nacional de Cuba)

Raúl siempre me causó la impresión de “un rey moro” que abría todas las puertas, bondadoso siempre, siempre lo daba todo, incluso hasta sus papeles en las obras. Recuerdo que durante una temporada de “La Travista” en que él alternaba con Rosendo Fernández el papel de Germaint, bajo no sé que pretexto, él no cantó y le cedió su interpretación a Hugo Barreiro. Incluso, Raúl recibió muchas críticas porque el público lo estaba esperando a él, pero él prefirió no cantar para que cantara su amigo.
La última vez que lo vi, pocos días antes de su muerte me corrobora esos recuerdos que tengo de él. Yo estaba en el vestíbulo del Dade Country Auditórium de Miami, durante una función de “La del Soto del Parral”, estaba conversando desde hacía un rato con el tenor Armando Pico y de pronto me dice Pico, “Pedro, mira quien llegó”. Me vuelvo y con gran tristeza vi allí a Raúl en una silla de ruedas, conducido por sus familiares. Nos abrazamos efusivamente. Estaba delgado y muy pálido, sin embargo no había perdido su distinción y elegancia de rey moro, vestía un traje deportivo de fino corte y en su mirada tenía ese destello de amor a la vida que siempre le veía.
Durante el primer entreacto nos volvimos a encontrar, rodeados de varios cubanos amantes del género, todos conocedores del trabajo de la Ópera Nacional de Cuba y del Teatro Lírico Rodrigo Prats de Holguín; Raúl en el centro de aquel grupo de entendidos que comentaban la puesta en escena. De pronto él se vira para mi y me dice: “Que va Pedro, no hay otra como la nuestra en Cuba”.
Ese día estaba muy emocionado y me lo dijo, porque había vuelto a ver en escena a Elizabeth Carreño, una admirada soprano que él personalmente había ayudado a formar. Me pidió que le dijera que él estaba llí y ella, al finalizar la obra, enseguida bajó a verlo, pero ya “el rey moro” se había marchado. Se fue antes de que bajara el telón. Ni Elizabeth ni los otros actores pudieron verlo físicamente, sin embargo, él les había dejado un mensaje que fue su despedida fraternal, sincera y dolorosamente definitiva.

Camayd - Angelica Serrú



(Angélica Serrú, profesora y fundadora del Ballet en Holguín)

El día que Raúl recibió el Hacha de Holguín, también le entregaron ese, el más alto símbolo de la provincia, a Angélica Serrú.

Al triunfar la Revolución Raúl y yo, cada uno por su lado, ya habíamos desarrollado un trabajo cultural en Holguín.
Cuando se creó el organismo de Cultura, el doctor Silvio Grave de Peralta, que fue el primero en atender ese frente, enseguida nos localizó a través de Emilia Almaguer, que junto a él fue fundadora del organismo. Gracias a Silvio se pudo crear el Teatro Lírico y la Escuela de Ballet de Holguín.
Aunque Raúl y yo siempre nos quisimos mucho, era aquella una época en que teníamos unos choques tremendos, pero prevalecía, sobre todo, un gran espíritu de colaboración. Me acuerdo de un espectáculo en que con unos tablones habíamos improvisado un tabloncillo para que las niñas de la Escuela bailaran, pero aquello se movía y entonces Raúl y Martín Arranz sujetaban, cada uno, por un lado y la función se dio.
Otro día entro yo al Lírico y estaban ensayando sin pianista y cuando Raúl me ve me da una partitura y me dice: “Corre Angélica, ponte a tocar ahí”. Así vivíamos, pasando mil sacrificios, pero en realidad éramos felicies.
Cuando Raúl y Náyade se casaron yo dirigía el coro de los maestros, que era donde cantaba Náyade, y él me dijo que como regalo de bodas quería que le interpretáramos el “Querubín”, de Chaikovsky; nosotros no lo pensamos mucho y cantamos en la iglesia de San José, donde fue la boda. Fue algo bellísimo, pero mi regalo de bodas a Raúl y Náyade por poco me cuesta caro: los compañeros de la dirección del sindicato, que entonces lo dirigía Julio Reyes y del que era su organizador Ramón Ramón, prácticamente me hicieron un juicio porque ellos no entendían nuestra presencia en la iglesia. Luego Raúl me confesó que él no oyó ni una sola palabra de la ceremonia, concentrado como estaba en aquella música que, en el contexto en el que lo cantamos, era algo impresionante.
La vida me concedió el placer de recibir junto a Raúl numerosos reconocimientos. El más preciado para él, y para mí también, fue el Hacha de Holguín. El fue el primero que me felicitó en aquella noche de alegría y tristeza durante la que yo lloré muchísimo, también me felicitaron Náyade y su hija Nadia.
Hoy quiero recordar cosas alegres y siempre termina una entristeciéndose. Pero voy a contar algo muy simpático: Un día me dice: “Cambio este cassette del Metropolitan por una ensalada de pollo”, porque a él le encantaba como yo cocinaba y sobre todo mi ensaladas de pollo. Y efectivamente, pasamos un día maravilloso en mi casa, conversando en familia y mirando aquel video fabuloso del concierto por el centenario del Metropolitan Opera House. En momentos cuando conversábamos y salían a relucir los viejos tiempos, Raúl siempre me decía: “Angélica, vivimos la época del romanticismo”.

Camayd - Silvio Grave de Peralta



(Silvio Grave de Peralta, Director de Cultura Municipal y principal impulsor del surgimiento del Teatro Lírico holguinero)

Nunca podré olvidar a aquel alumno que, ya en su año final del bachillerato, yo le impartí clases de biología en el colegio de la Iglesia “Los Amigos” de Holguín.
Raúl era un joven progresista, muy interesado en los problemas políticos y sociales; descollaba por su inteligencia, por su desarrollo cultural y por las relaciones humanas, que lo hacían querido en su colectivo. Cómo olvidar aquellos días en que, entre tubos de ensayo y animales disecados, se originaban polémicos debates en los que él participaba activamente. Ya sus valoraciones eran profundas, juiciosas y llenas de objetividad.
Al triunfar la Revolución, desde el cargo que asumí como responsable del trabajo cultural en Holguín, logré integrarlo al quehacer artístico que empezaba a desarrollarse en la ciudad y que él supo aprovechar muy bien al fundar el Teatro; sobre todo, se apoyó en el movimiento coral, de mucho auge entonces. Inicialmente la idea era montar con Yoyita Herce algunas composiciones de zarzuelas conocidas, pero su vocación y creatividad hicieron cada día más extenso el espectro de sus aspiraciones hasta llegar al montaje íntegro de la obra Los gavilanes.
Su acción había logrado la formación de un colectivo apasionado, alegre y emprendedor, al que logró unir una incipiente orquesta acompañante dirigida por el siempre recordado maestro Carlos Avilés. Es asombroso pensar que tidi aquello se hizo sin presupuesto, por voluntariedad total de los participantes, con mucho esfuerzo, sí, pero con un gran cariño. Y el centro de todo aquel movimiento lo asumió Raúl en sus múltiples direcciones, pues inicialmente fue hasta tramoyista.
La puesta en escena de “Los gavilanes” fue la prueba decisiva. El pueblo holguinero delirantemente aplaudió a sus noveles artistas que salieron triunfantes de la prueba.
La etapa siguiente fue muy difícil y solo por la tenacidad, la vocación artística y el amor de Raúl y de su grupo sobrevivió el Teatro Lírico de Holguín, que obtenía mucho éxito en las distintas ciudades orientales que, con gran trabajo y resolviendo enormes dificultades, se visitaron. Raúl brilló como guía aglutinador de su colectivo en aquella difícil etapa y recuerdo, como característica suya, su serenidad, su comprensión, su sacrificio, su proyección futura del grupo y su amor entrañable al arte.


Cuando se nos asignó el primer crédito para constituir oficialmente la compañía, tenía tanta confianza en Raúl que le entregué el insignificante presupuesto para que él tomara las decisiones. Sabiamente contrató a algunos artistas y dejó una módica cantidad para retribuir su trabajo de dirección. Volvió a brillar en aquella ocasión por las estrechas relaciones humanas que mantenía con su colectivo y por el desinterés personal, que era una característica de todos sus actos.
Yo como amigo, como compañero, como holguinero que conocí de cerca los méritos de Raúl, su calidad artística y humana, creo que no hay mejor ejemplo para las nuevas generaciones. Muchas veces conversamos sobre su vida, sus aspiraciones, su trayectoria: era un hombre satisfecho de sí mismo y de la colaboración recibida por todos aquellos que, juntos, logramos tan importante obra en una ciudad del interior del país, donde poco antes no había prácticamente ninguna institución cultural.
Pero, para él, la mayor satisfacción era el cariño que le demostraban los holguineros en todas partes; eso era lo más grande, lo que más apreciaba, porque él sentía un inmenso cariño por éste pueblo, este pueblo heroico y maravilloso que es Holguín.

Camayd - Armando Hart Dávalos



(Armando Hart, ex ministro de Cultura)

Raúl Camayd y Armando Hart
Raúl Camayd es uno de los símbolos más altos de la cultura nacional y, de verdad, que sentí profundamente su pérdida, no ya como Ministro de Cultura, sino como ser humano porque además de ser alguien de mucha importancia, de sus virtudes artísticas, de su carácter de promotor, de su capacidad creadora, era un excelente ser humano.

Camayd - Joaquín González



(Joaquín González. Profesor del Instituto de Segunda Enseñanza, Cuba).

Cuando nos conocimos yo era profesor o catedrático, como se decía entonces, del Instituto de Segunda Enseñaza, hoy preuniversitario, único plantel estatal para esa enseñanza que existía en Holguín. Tenía veintinueve años, por lo que era el profesor más joven en un claustro cuya edad promedio era de cincuenta. Esa circunstancia, unida a que era soltero, que frecuentaba los mismos lugares que mis alumnos y que compartíamos gustos y aficiones, hacía de mi un profesor por quien los alumnos, dentro del debido respeto y la necesaria pero no exagerada distancia, sentían admiración y simpatía.
Estudiaba Raúl, entonces, su último año de bachillerato en el colegio “Los Amigos”, pero los centros privados, como ese, no podían expedir notas ni títulos. Los alumnos tenían que ser examinados por tribunales de profesores que enviaba el Instituto de Segunda Enseñanza y me tocó a mí examinar a Raúl en Física, que siempre ha sido mi especialidad. Era un alumno brillante y brillante fue su examen de aquel día. Pero ocurría lo siguiente: la asignatura se examinaba en dos parciales (algo así como dos semestres), y las notas obtenidas en ambas ocasiones se promediaban y esa era la nota final. El máximo era cien puntos y se necesitaban un sesenta por ciento para poder continuar estudios universitarios. Raúl había obtenido algo así como noventa y siete o noventa y nueve en el primer parcial y yo le estaba calificando el segundo en el cual, indiscutiblemente, tenía el cien. Pero si le ponía esa cifra en el acta tenía que promediar con una cifra impar (noventa y siete o noventa y nueve) lo cual daba una fracción decimal casi imposible de escribir en la pequeña casilla del acta. Para evitar esa complicación estaba dispuesto a darle al joven cantante sólo noventa y nueve puntos, en lugar de los cien que le correspondían, para evitarme lo engorroso de escribir con letras casi ilegibles la fracción decimal en el limitadísimo espacio. Tal decisión no lo perjudicaba porque lo que se escogía era la categoría de “sobresaliente” (o excelente, como es hoy) y en ningún caso la puntuación. Pero en el momento en que iba a escribir el famoso noventa y nueve entra Raúl a mi cubículo, interesado en la nota y al explicarle lo que iba a hacer y por qué exclamó en su típico tono jovial e inolvidable: “Joaquín, déjeme el cien aunque se salga de la casillita”. Y en efecto, le di el cien. El fue un hombre de cien en todo. Y los que le conocimos lo sabemos.

Raúl Camayd con unos amigos



Uno de los lugares más frecuentados en aquellos años era el parque Calixto García, donde se establecían animadas tertulias en las que participaban mis alumnos. Uno de los contertulios en esas inolvidables reuniones informales era Raúl Camayd. Ya yo sentía en esos tiempos interés en acercarme a aquel estudiante, por cierto muy jovial y ocurrente, a quien todos querían y propiciaban su participación en las conversaciones. ¿Cuál era mi interés? Pues mi gusto, en ese entonces ya largamente cultivado, por la música, sobre todo la lírica, y yo conocía, pues tenía fama en determinados círculos, de las dotes de cantante de aquel joven. Mediante nuestro mutuo interés por la música, yo como diletante y él como prometedor cantante, comienza una amistad que duró casi tanto como su corta vida.
Nuestras conversaciones frecuentes se mantenían también fuera de las consabidas tertulias. Hablábamos de música, pero sobre todo de canto. Es cierto, como el mismo contó en algunas entrevistas, ya siendo famoso, que había cantado música popular como solista y también en dúos y tríos. Eso es cierto, y hasta una vez grabó una placa en una de las emisoras de radio holguineras que me llevó un día y escuchamos en el tocadiscos de mi casa. Su pianista acompañante en esos menesteres era Carlos Pérez. El realizaba estas incursiones en la música popular para divertirse y divertir a los amigos porque en realidad él pertenecía a una familia de acomodada economía, pero cuando yo lo conozco, alrededor de 1953, su afición era la Ópera y ya cantaba con magnifica voz arias de ése género, por lo general arias para tenor, porque él y todos los que le escuchábamos creíamos que era tenor. Fue un profesor de canto en La Habana, el bajo Dominicis, quien lo calificara en su cuerda y lo forma como el gran barítono que fue. Era entonces que intercambiábamos discos de ópera que a veces escuchábamos en su casa o en la mía. Yo era un amante de la zarzuela desde que cursaba estudios universitarios en La Habana, donde había visto a las mejores compañías que nos visitaban y le pregunté a Raúl sus criterios sobre el género. Me confesó que no lo conocía, que apenas le había prestado atención, salvo en algunas veladas artísticas que se organizaban en los colegios de Holguín y en las que había cantado cosas como “La mazurca de la sombrilla”, de Luisa Fernanda. Lo cierto es que comencé a interesarlo; le contaba sobre títulos, autores y argumentos de zarzuelas españolas. Como es natural, le hacía escuchar algunos discos y cuando no tenía grabaciones, con mi voz desafinada yo me atrevía a cantarle, (si es que a eso se le podía llamar cantar), partes principales, cuya letra me sabía de memoria, ¡y como nos reíamos al recordarlo! Aunque parezca increíble, por mí conoció las principales arias y dúos de “Los gavilanes”, “Luisa Fernanda”, “La del Soto del Parral” y otras.
 
En el parque Calixto García, frente al teatro, se sentaba a hacer anotaciones o a estudiar los libretos.

Ya más tarde, con su Teatro Lírico encaminado, algunos de sus actores, junto con él, nos reuníamos y yo, a veces, distraídamente, comenzaba a tararear alguna conocida aria y él enseguida me decía: “No, compay, no, que me desafina la compañía”.

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