(Joaquín González. Profesor del
Instituto de Segunda Enseñanza, Cuba).
Cuando nos conocimos yo era profesor o catedrático, como
se decía entonces, del Instituto de Segunda Enseñaza, hoy preuniversitario,
único plantel estatal para esa enseñanza que existía en Holguín. Tenía
veintinueve años, por lo que era el profesor más joven en un claustro cuya edad
promedio era de cincuenta. Esa circunstancia, unida a que era soltero, que
frecuentaba los mismos lugares que mis alumnos y que compartíamos gustos y aficiones,
hacía de mi un profesor por quien los alumnos, dentro del debido respeto y la
necesaria pero no exagerada distancia, sentían admiración y simpatía.
Estudiaba Raúl, entonces, su último año de bachillerato
en el colegio “Los Amigos”, pero los centros privados, como ese, no podían
expedir notas ni títulos. Los alumnos tenían que ser examinados por tribunales
de profesores que enviaba el Instituto de Segunda Enseñanza y me tocó a mí
examinar a Raúl en Física, que siempre ha sido mi especialidad. Era un alumno
brillante y brillante fue su examen de aquel día. Pero ocurría lo siguiente: la
asignatura se examinaba en dos parciales (algo así como dos semestres), y las
notas obtenidas en ambas ocasiones se promediaban y esa era la nota final. El
máximo era cien puntos y se necesitaban un sesenta por ciento para poder
continuar estudios universitarios. Raúl había obtenido algo así como noventa y
siete o noventa y nueve en el primer parcial y yo le estaba calificando el
segundo en el cual, indiscutiblemente, tenía el cien. Pero si le ponía esa
cifra en el acta tenía que promediar con una cifra impar (noventa y siete o
noventa y nueve) lo cual daba una fracción decimal casi imposible de escribir
en la pequeña casilla del acta. Para evitar esa complicación estaba dispuesto a
darle al joven cantante sólo noventa y nueve puntos, en lugar de los cien que
le correspondían, para evitarme lo engorroso de escribir con letras casi
ilegibles la fracción decimal en el limitadísimo espacio. Tal decisión no lo
perjudicaba porque lo que se escogía era la categoría de “sobresaliente” (o
excelente, como es hoy) y en ningún caso la puntuación. Pero en el momento en
que iba a escribir el famoso noventa y nueve entra Raúl a mi cubículo,
interesado en la nota y al explicarle lo que iba a hacer y por qué exclamó en
su típico tono jovial e inolvidable: “Joaquín, déjeme el cien aunque se salga
de la casillita”. Y en efecto, le di el cien. El fue un hombre de cien en todo.
Y los que le conocimos lo sabemos.
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Raúl Camayd con unos amigos |
Uno de los lugares más frecuentados en aquellos años era
el parque Calixto García, donde se establecían animadas tertulias en las que
participaban mis alumnos. Uno de los contertulios en esas inolvidables
reuniones informales era Raúl Camayd. Ya yo sentía en esos tiempos interés en
acercarme a aquel estudiante, por cierto muy jovial y ocurrente, a quien todos
querían y propiciaban su participación en las conversaciones. ¿Cuál era mi
interés? Pues mi gusto, en ese entonces ya largamente cultivado, por la música,
sobre todo la lírica, y yo conocía, pues tenía fama en determinados círculos,
de las dotes de cantante de aquel joven. Mediante nuestro mutuo interés por la
música, yo como diletante y él como prometedor cantante, comienza una amistad
que duró casi tanto como su corta vida.
Nuestras conversaciones frecuentes se mantenían también
fuera de las consabidas tertulias. Hablábamos de música, pero sobre todo de
canto. Es cierto, como el mismo contó en algunas entrevistas, ya siendo famoso,
que había cantado música popular como solista y también en dúos y tríos. Eso es
cierto, y hasta una vez grabó una placa en una de las emisoras de radio
holguineras que me llevó un día y escuchamos en el tocadiscos de mi casa. Su
pianista acompañante en esos menesteres era Carlos Pérez. El realizaba estas
incursiones en la música popular para divertirse y divertir a los amigos porque
en realidad él pertenecía a una familia de acomodada economía, pero cuando yo
lo conozco, alrededor de 1953, su afición era la Ópera y ya cantaba con
magnifica voz arias de ése género, por lo general arias para tenor, porque él y
todos los que le escuchábamos creíamos que era tenor. Fue un profesor de canto
en La Habana,
el bajo Dominicis, quien lo calificara en su cuerda y lo forma como el gran
barítono que fue. Era entonces que intercambiábamos discos de ópera que a veces
escuchábamos en su casa o en la mía. Yo era un amante de la zarzuela desde que
cursaba estudios universitarios en La
Habana, donde había visto a las mejores compañías que nos
visitaban y le pregunté a Raúl sus criterios sobre el género. Me confesó que no
lo conocía, que apenas le había prestado atención, salvo en algunas veladas
artísticas que se organizaban en los colegios de Holguín y en las que había
cantado cosas como “La mazurca de la sombrilla”, de Luisa Fernanda. Lo cierto
es que comencé a interesarlo; le contaba sobre títulos, autores y argumentos de
zarzuelas españolas. Como es natural, le hacía escuchar algunos discos y cuando
no tenía grabaciones, con mi voz desafinada yo me atrevía a cantarle, (si es
que a eso se le podía llamar cantar), partes principales, cuya letra me sabía
de memoria, ¡y como nos reíamos al recordarlo! Aunque parezca increíble, por mí
conoció las principales arias y dúos de “Los gavilanes”, “Luisa Fernanda”, “La
del Soto del Parral” y otras.
En el parque Calixto García,
frente al teatro, se sentaba a hacer anotaciones o a estudiar los libretos.
Ya más tarde, con su Teatro Lírico encaminado, algunos de
sus actores, junto con él, nos reuníamos y yo, a veces, distraídamente,
comenzaba a tararear alguna conocida aria y él enseguida me decía: “No, compay,
no, que me desafina la compañía”.