Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
Después de graduarme en Yale seguí
mis estudios literarios en la misma universidad. Al terminar el primer año del
programa de doctorado, en 1938, ya tenía un poco de dinero ahorrado y decidí
regresar de visita a Mayarí por unas semanas. Me acompañó el compañero del
Departamento de Español, Robert McNemey, un irlandés rubio y bonachón que se
daba a querer por todo el mundo y tenía muchas ganas de conocer a Cuba.
Imagínate la emoción, mi primera
visita después de haber estado ausente seis años. Encontré a mis hermanitos
crecidos, pero mi pueblo ahora se había achicado. Yo estaba acostumbrado a ver
frente a mi casa el Ayuntamiento, un edificio de cemento de un solo piso, que
de niño me parecía muy grande, pero después de ver los edificios de Nueva York
y de Boston y las torres de Yale, pues lo encontré muy pequeño y bajito. Y las
calles estaban tan calladas, porque casi no había tránsito. Sí, Mayarí era una
villa tranquila. Pero eso sí, la gente muy buena, muy cariñosa, muy
compenetrada.
Y tuve el gran honor de que durante
esa visita me dieran el título de Hijo ilustre de Mayarí. La idea fue de Jonás
Galán, que era muy emprendedor. Lo habló con don Humberto Tamayo, con varios de
los concejales y con el alcalde, que era el padre de Braulio Lecusac. Hicieron
un acto en el Ayuntamiento, en la sala consistorial. El discurso lo hizo un
farmacéutico de Santiago, amigo de Jonás Galán. Mis padres asistieron, muy
orgullosos. Fue una cosa pequeña pero muy conmovedora.
Lo celebramos no con una, sino con
dos fiestas. La juventud de Mayarí aprovechaba cualquier ocasión para tener una
reunión bailable en la casa de algún vecino, y a eso le llamaban “un asalto”.
Se llamaba así porque no se anunciaba, sino que iban a tu casa y decían:
“Venimos a tener un asalto”. Y la persona dueña de la casa se reía y decía:
“Sí, cómo no. Ayúdenme a quitar los muebles y darle espacio para que bailen”. Y
tus amigos todo lo tenían preparado y se corría la voz de que iba a haber un
asalto. El que no lo sabía era el asaltado. A veces traían músicos y otras se
bailaba con la música de un tocadiscos, y si la casa asaltada no tenía un buen
tocadiscos, pues lo pedían prestado en otra. Se daba un poco de bebida a los
que venían y siempre se bailaba. En esta ocasión, además del asalto en mi
propia casa, los amigos de mi niñez organizaron otro en El Liceo. Y vino una
orquestica, y entonces uno me dice: “Óyeme, a los músicos hay que darles algo”.
“¿Qué quieren que les dé?”. “Pues dales una botella de ron”. Y digo: “No, les
voy a dar dos botellas de ron”. Y les di dos botellas de ron Bacardí, no del
claro, sino del Carta Oro. Estuvieron muy contentos, se dieron unos tragos y
empezaron a tocar y a cantar las
canciones del Trío Matamoros, que estaban de moda en su época. Todo el mundo
bailó y me felicitó. Y nos divertimos muchísimo.
Después continué el viaje hasta
México, y fue mi primera visita a ese país. De regreso a Estados Unidos, en el
mismo barco de la Ward Line, que creo se llamaba El Oriente, cuando ya
estábamos llegando empezó a soplar un viento fuerte, y me dije: “Aquí va a
haber un huracán”, porque estaba así de pesado el tiempo. Y todo el mundo se
rió y no me creyeron. Pero al cabo de unas horas nos alcanzó la tormenta, y fue
tremenda. Por fin, luchando contra el viento. El barco llegó a Nueva York y se
amarró al muelle. Y yo llegué a la Universidad de Yale en medio del famoso
huracán del 38, que azotó a New Haven. Dramático regreso al hambiente
universitario al que yo me había acostumbrado, porque en el fondo de mi corazón
sentía que ese era mi mundo.