LO ÚLTIMO

La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de marzo de 2019

Viejas costumbres de Mayarí (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


Muchas de las costumbres del pueblo eran religiosas, porque era un pueblo católico. Nuestra familia era católica a la manera cubana, que no era tan militante como en otros países. No había ninguno de los que despectivamente llamaban “calambuco”, que era el que iba todos los días a la iglesia. Nos bautizaban, hacíamos la primera comunión, nos casábamos por la iglesia y se hacían misas de difuntos cuando alguno moría, (a mi abuelo se le hicieron muchísimas), pero no era cuestión de ir a misa todos los domingos. Nada de eso.

Mi madre sí, ella era muy devota de la Virgen de la Caridad del Cobre. Había la costumbre, cuando se le pedía algún favor a la virgen, de hacerle la promesa de llevar un hábito especial por un año o dos. El vestuario de la promesa se hacía con una tela basta de rayas azules y grises, y durante ese periodo las mujeres no se podían vestir con sus grandes batas blancas de hilo y encajes, sino con el hábito de la Caridad. Y a mi madre le gustaba hacer promesas y ponerse eso.

Además de las promesas, cuando se moría alguien de la familia, se acostumbraba vestir de lito: zapatos, falda, blusas, todo negro. El luto también tenía su régimen del tiempo que debía llevarse, seis meses o un año. Yo esas cosas nunca las aprendí. Y después del luto se vestían de medio luto, o sea, la ropa era una parte negra y otra parte blanca o de telas blancas con unas florecitas negras. Y también había un tiempo fijo que debía durar. Esa era la tradición.

Otra costumbre era que cuando una señora daba a luz, le mandaban a sus amistades un mensaje, usualmente con el hijo mayor o una criada especial que iba de casa en casa y decía: “Doña Anita, vengo de parte de doña Marina a decirle que tiene otro criadito a quien mandar”, frase que siempre era igual. Y como yo era el mayor, me tocaba ir con el mismo cuentoa todas. Entonces me contestaban: “Ay, cuanto me alegro” y “¿cuándo nació y cuanto pesaba y de qué color tenía el pelo?” y todas esas cosas. Y ya esa señora sabía que al dedicarle el niño tenía ir a visitar a la parturienta. Así que las veinticuatro horas después de anunciado el nacimiento, la parturienta esperaba, muy cómoda en su cama, con el bebé en una cuna a su lado. Y a la que visitaba se le brindaba una copita de aliña'o, o sea, aliñado, una bebida preparada con un buen ron al que se le echaba una especie de cocimiento hecho de hojas de no sé qué, con canela y azúcar. También le echaban ciruelas pasas,  que le daban u gustico muy especial. Y tres o cuatro meses antes de que naciera el niño, se hacían galones o garrafones de aliña'o y se dejaba que se fuera añejando. Entonces cuando las señoras venían decían: “Ay, Marina, que sabroso está tu aliña'o. Cuando yo tenga un hijo, tú me tienes que hacer el aliña'o”, y celebraban el bebé con el aliña'o.

Había muchas costumbres así, muy agradable. Por ejemplo, la de celebrar la Misa del Gallo el 24 de diciembre. Esa noche iban a la misa la mayor parte de los habitantes, especialmente los muchachos y muchachas que iban a mirarse y a hacerse gracia. A las doce “cantaba el gallo”. Entonces había un gran repique de campanas y todo el mundo regresaba a su casa a cenar. La cena tradicional era arroz con pollo y guanajo relleno, y para el otro día, un lechoncito asado. En fin, era una noche de alegría.

No se daban regalos el día de Navidad. Los niños recibían juguetes el seis de enero. Y no se los traía ningún Santa Claus, sino los Reyes Magos que venían en sus camellos desde Belén, por la noche, después que los niños dormían. Teníamos que cortar un poquito de yerba del jardín y ponerlo en los calcetines para cuando llegaran los camellos con hambre. Y al otro día, al despertar, encontrábamos que los camellos se habían comido toda la yerbita, y en cambio habían dejado los juguetes que les habíamos pedido a los Reyes Magos, que son Gaspar, Melchor y Baltazar. Y en la tradición cubana, uno de ellos era negro, otro, aindiado, y otro completamente blanco. Es decir, los tres colores que unidos formaban la población cubana.

Otra tradición de todo el pueblo, que se guardaba estrictamente, era que el Viernes Santo nadie trabajaba. La cocinera tenía comida fría del día anterior para no tener que encender el fuego. No cocinaba. Y la criada de mano no barría la casa, simplemente hacía las camas, y ya. Porque había que ir a misa, y me acuerdo que todos íbamos a la iglesia que estaba a una cuadra larga de donde vivíamos. Seguíamos lamentando la muerte de Jesús hasta el otro día, el Sábado de Gloria.

Y sobre todo, recuerdo las campanas. El campanario de la iglesia de San Gregorio tenía varias campanas. Una gruesa tocaba dobles cuando alguien moría, y durante el entierro se oía la campana doblando. Otra más pequeña tocaba notas más altas que eran de alegría. Y esas eran repiques. Y el Sábado de Gloria, a las diez de la mañana, empezaban a repicar todas las campanas y los niños salíamos a la calle y gritábamos llenos de felicidad: “Cristo ha resucitado” Costumbres antiguas que se conservaron hasta principios del siglo XX que yo viví. Luego, todo eso ha pasado a la historia.


La caridad de mi madre. (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


Mi madre, como toda señora de su clase, se ocupaba de hacer obras de caridad. Tenía una comadre, una amiga íntima, llamada Celia Sigarreta. Celia era la presidente de la Asociación de Damas Católicas y mamá la tesorera. Y quien le llevaba los libros con una letra muy fina, para que no tuviera dificultades, era mi padre. Así que se trataba de un proyecto matrimonial.

Mamá y Celia iban juntas a visitar a la gente pobre que estaba enferma y no tenía con qué pagar las medicinas o le faltaba algo para su comida. Averiguaban lo que sucedía y entonces aprobaban darle limosna. Y eran muy generosas. Por eso a mi madre, que era la que daba el dinero y llevaba las cuentas, la querían muchísimo. Siempre le decían doña Marina, y doña Marina era muy amable con todos. Pero mamá nunca salía sola, porque en esa época las damas no andaban solas por las calles, sino con su criada, o con su marido, o con un hijo o una compañera. Y por eso el día que Panchito murió, me pidió que la acompañara, pues ya yo tendría como diez o doce años.

También recuerdo que en cierta ocasión una pobre campesina, por desdén del novio o por otra razón, se prendió fuego para matarse. Pero en lugar de matarse lo que recibió fue unas quemaduras horribles y la trajeron al pequeño hospitalito, o salón de emergencia que había en el Ayuntamiento. La pobre muchacha vino envuelta en una sábana porque se le había quemado toda la ropa y estaba dando unos gritos tremendos. El médico municipal, que dirigía ese saloncito de primera ayuda, era el doctor José Vinardel, de ascendencia catalana, amigo también de mi familia. Como vivíamos frente al Ayuntamiento, le dijo a mamá: “Mire doña Marina, todo lo que pasa. Esta muchacha está desesperada del dolor y no tiene ni cosa que comer”. Entonces mi madre dijo: “Bueno, yo la voy a ayudar”. Y mandó a la criada que le llevara sábanas limpias y platos para comer, en fin, como a tratarían en un buen hospital. Y Pepe Vinardel muy agradecido. Mi madre fue a ver a la muchacha, habló con ella y le dijo: “Hija, ¿cómo tú has hecho eso? Hay que respetar el cuerpo humano”. Entonces la muchacha le contó todos sus problemas. Mi madre la aconsejó y se hicieron buenas amigas. Así fue curándose y cuando ya estaba repuesta de las quemaduras vino a despedirse. Y yo recuerdo que mi madre la recibió en la sala de espera y la muchacha e lágrimas le daba las gracias y le decía que contara con ella para todo en lo que pudiera ayudarla. Fue una escena muy conmovedora. Y ésa era una de las cosas que hacía mi madre. Sociable, amistosa, generosa, y siempre muy de su casa.


El establecimiento de mi padre en Mayarí (Memorias de josé Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


La tienda de mi padre se llamaba El Navío. Ahora, ¿cómo vino a tener ese nombre? Resulta que cuando papá fue a La Habana a comprar las primeras cantidades de artículos para poner su negocio, empezó en una casa donde le vendieron casi todo lo que necesitaba. Y luego fue a otra casa cuyo dueño era muy amigo de su primo, pero ya le quedaba poco que comprar. Entonces compró todo lo que pudo, y le dijo al dueño: “Mire, yo sé que mi primo lo admira muchísimo a usted, así es que, como yo no he podido comprar más para abrir mi negocio, le voy a poner el mismo nombre del suyo: El Navío”. Y ése fue el nombre con que quedó la casa hasta que cerró por la mudada de mi padre a Holguín, en sus últimos años.

Mi padre conocía a todo el mundo en Mayarí porque por su tienda pasaban desde los campesinos hasta los señores más destacados. El Navío vendía ropa de muchas calidades y precios. Tenía una gran variedad de telas, que venían enrolladas y se vendían por vara. Además, había un sastre que se encargaba de hacerle el traje al que comprara allí la tela. También se vendía alguna ropa hecha, sobre todo camisas, y toda clase de zapatos de hombre y mujer. Y se vendían sombreros de paja italiana, que estaban muy de moda para los jóvenes, y también los que llamaban sombreros de Panamá, que no eran de Panamá, sino del Ecuador, y otros más baratos, preferidos por los campesinos para vestir, en lugar de los de yarey con que trabajaban en el campo. También los había muy finos, que eran los preferidos de los caballeros cubanos para usar con sus trajes blancos hechos de un dril irlandés de hilo al que llamaban dril cien, y que era lo más elegante que uno se podía comprar.

Mi papá siempre saludaba a los que venían a comprar: “Hola, les decía, ¿cómo le va” Algunos le respondían: “Aquí en la lucha”, y los campesinos respondían: “Regularcito, señor, regularcito”. Sus compatriotas españoles lo saludaban muy afectuosamente y a veces comentaban la última noticia de la guerra española en Marruecos, o de la Primera Guerra Mundial. Se sentaban en unos cómodos sillones y se ponían a conversar.


Clubes sociales, Mayarí (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo. 


Colonia española, Mayarí, Holguín, Cuba
En Mayarí había una vida social muy interesante, porque tenía varios clubes socioculturales. La Colonia Española era para los españoles y sus familias, y se hallaba en una casa preciosa con salones de baile. Para los cubanos blancos de la mejor calidad, es decir, médicos, abogados, comerciantes, etc, estaba el Liceo. La gente de color también tenía sus propias sociedades, como el club Le Printemps (La Primavera), y otro que apareció después, el Minerva, al cual pertenecían médicos, abogados y farmacéuticos de color. Además, había un club femenino, que se llamaba Imperio, para las señoras blancas de la “gente bien”, como se decía entonces, y para sus hijos y nietos. Y allí se hacían bailes y rifas y fiestas. Así que para un pueblo tan pequeño, tener tantos clubes prueba la sociabilidad de los habitantes, que querían tener cultura y reuniones y alegría.

Mi padre era socio de la Colonia Española. En esa época, pocos años después de que Cuba se independizara, había un gran número de súbditos españoles, que se quedaron en Mayarí con sus comercios o con sus carreras. Papá se sentía español y cubano, ambas cosas. Sus raíces españolas estaban clarísimas, era súbdito español. pero después vino la Guerra Civil española, y sus hijos eran cubanos y su mujer era cubana, así que, poco a poco, sin hacer ningún acto público ni cambiar ningún documento, vino a sentirse cubano también. Otros socios seguían sintiéndose españoles, pero los hijos ya nos sentíamos cubanos, y estábamos completamente unidos en una sola sociedad.

Mi adre era socia del club Imperio, y también era su tesorera. El club de vez en cuando daba un gran baile donde íbamos muchos jóvenes. Alguna que otra vez, en lugar de estar bailando donde todo el mundo nos viera, nos pasábamos al segundo cuarto y nos dábamos un besito o cualquier cosa. Y entonces un día una señora le dice a mi madre: “Ay, Marina, tú que eres la matrona de este baile, tienes que ver que los muchachos no se excedan en su cariño”. Y mi mamá le respondió: “Mira, yo tengo aquí bailando a dos gallitos, mis hijos. Las mamás de las gallinitas que las cuiden ellas”.


LO MAS POPULAR DE LA ALDEA