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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

25 de agosto de 2017

El Guayabero en la prensa/Faustino Oramas y la jungla del tiempo



Leandro Estupiñán
Tomado de Internet
Los últimos meses fueron para Faustino Orama (El Guayabero) una especie de jungla tupida, de pantano por el que avanzaba cuando se lo permitía el vacilante suelo. El primer indicio de andar por una estepa de desánimo lo dio a su asistente y amigo Cecilio Peña: «No quiero cantar», rezongó. Y Cecilio lo repetía constantemente: «No quiere cantar más». Y agregaba: «Está un poco vago». Lo decía en broma, como para jaranear con el viejo jaranero. Pero Faustino apenas podía escucharlo. Se mantenía inmutable en su sillón, en la sala de su casa, mirando el suelo.
Así lo encontré el pasado verano cuando el trovador cumplía 96 años (o los 103 que le atribuyen). Faustino no estaba ya para hacer bromas. Lo suyo era el dolor interno, el recuerdo que persigue a los seres humanos al final de sus días y su sordera.
Cada día sentado en el sillón, mirando el televisor u oyendo el radio (o haciendo como que veía, como que escuchaba). Intenté hacerle una entrevista, que al final hice, solo que nunca intervino en ella con algo más que discretos monosílabos. Mi suerte fue encontrar, además de Cecilio, a Santana Orama Osorio, primo y músico de la orquesta, un negro divertido, quien palmeó un hombro del viejo trovador para asegurarme: «Este viejo es un sala’o. Es un pillo». Dejaba claro que en su andar por el mundo, en su paso por los bares, El Guayabero había redoblado aquello que en su sangre había de negro y español. Era el rey del doble sentido.
Aprendió a tocar el tres con Pepe Osorio. Trabajó en el conjunto Los Diablos. Luego se aventuró en dispersas controversias mientras trabajaba en un comedor de nombre El Guachinango.
Descendía de una familia longeva. Hasta principios del año pasado se mantuvo en activo. Lo había dicho en una entrevista: «Me tengo que morir divirtiendo al pueblo, esa es la consigna que me hice».
Cada noche lo llevaban a la Casa de la Trova (que lleva su nombre). Lo conducían a la tarima donde le ayudaban a sentarse, a acomodarse, a concentrarse. Entonces, iniciaba los rasgueos en su guitarra y comenzaba a murmurar todas esas canciones por él tantas veces repetidas. A veces, viéndolo, me pregunté cómo pasaban las letras por su cabeza. Porque un día podrían amontonársele las palabras provocando tal embotellamiento en su cerebro que la lengua terminaba trabada, y ese doble sentido podría dejar de ser doble para volverse de un único y claro significado. Pero no le ocurrió. Nunca pudieron vencerle quienes en la ciudad lo acusaban de ser un grosero. «Eso lo piensa usted. No yo», se defendía ante los criterios de que sus canciones estaban pobladas de palabras ofensivas. Se valía del doble sentido y, siempre, del son montuno para enredarnos la lengua con su juego verbal cubanísimo.
Sus letras representan lo que se denomina «tradición trovadoresca», interpretadas en antologías como el caso de Buena Vista Social Club, donde Ibrahím Ferrer cantaba «Candela».
«La yuca de Casimiro», «Mañana me voy pa’ Sibanicú» y «Marieta» lo volvieron tremendamente popular. En Holguín hubo un club donde la gente recordaba sus canciones. En El Rincón de El Guayabero se cantaba, se bailaba, se amaba. La gente hacía todas esas cosas que gusta hacerse en los clubes nocturnos. Pero ha pasado el tiempo. Hoy no existe ese club, y el propio Faustino zumbaba: «Bien que se pasaba allí».
Hermanos y parientes iban a visitarlo porque comprendían que su tío, aunque se movía poco, era historia musical viviente, imagen de una época que parece haber quedado en el olvido: tiempo de esquinas llenas de gente que bebía ron en las cantinas junto a acordes de guitarras. Por todo el Oriente cantó. Después se expandió su música por Cuba. En España tiene zonas donde es una especie de ídolo.
El día de mi visita, El guayabero fue un hombre cortés. Eran pocos quienes acudían a verlo. No se quejó, pero pudo hacerlo. Cecilio lo hacía por él: «En otras provincias se preocupan más». El viejo proverbio del profeta que no lo es en su tierra. En su ciudad natal Faustino era, de tan normal, a veces imperceptible.
Al final, apenas pudo atenderme, y se disculpó por ello. Fue Cecilio quien conversó, quien revivió anécdotas, viejos recuerdos. Pero quería hablarle, oír su voz.
¿Sabe que hasta en Internet pueden encontrarse datos suyos?, le pregunté.
Me mira El Guayabero, con sus clásicos ojos de bóvido, rostro de gente pícara, esa seriedad: «¿Cómo?», pregunta. «Internet, ¿sabe?» «¿Internet?», repite él, calmoso. «Internet», le confirmo yo. «Internet», casi le grita desde su sillón Cecilio. «Internet», murmura él. Parece habernos entendido y averigua: «¿Esa ya se murió?»
Casi un año después, complicado de salud, pero mostrando una increíble resistencia murió en su ciudad natal. Me recordó el suyo, a un velorio del pasado, de esos que alguna vez vi a través de viejas fotografías: bandera cubana, fotos, flores, gente iluminadas levemente, contrastando con la arquitectura antigua del edificio.
Estuvo expuesto por veinticuatro horas en La Periquera, emblemático edificio de la ciudad, frente al parque Mayor General Calixto García. Para verlo (u homenajearlo) cientos de holguineros desfilaron junto al féretro, acompañado por familiares, amigos, su música.
Si algo hay que agradecer de su muerte (porque la muerte también se agradece, a veces) es que mientras duró el sepelio no se escuchaba otra música en los alrededores que su música, la música cubana. Había un ambiente amable, al amparo de una noche suave y húmeda.
A la mañana siguiente, centenares de personas lo acompañaron al cementerio. Un asfalto humano cubrió las calles. Se vieron sombrillas, cámaras y su grupo musical tocando. Había muerto el trovador holguinero más popular y conocido: Faustino Orama (El Guayabero), Premio Nacional de Humorismo, poseedor de múltiples condecoraciones; ese señor bien viejo al que encontré en su casa, cabizbajo, como armando un rompecabezas mental. Parecía un pobre anciano. Sin embargo, sé que, aun sin hablarme, mirándome con unos ojos que parecían pesarle, él (más jodedor que cualquiera) entonaba:
Allí llegó una viejita
que ya contaba setenta
y según sacaba cuenta
decía que era señorita...

El Guayabero en la prensa/Santas palabras de un holguinero singular



Paquita de Armas
Revista La Jiribilla, 2007

Holguineras y holguineros con más de sesenta años recuerdan que antes de 1959 en el parque Calixto García —el más céntrico de aquella ciudad— se daban dos vueltas, una alrededor de unos bancos, en la que paseaban muchachas y muchachos de cierto abolengo, y la otra, más ancha, por la que transitaban pobres y negros. Claro, no faltaba el joven apuesto y pudiente, que detrás de una mulatita o una sirvienta fuera parte de la rueda grande.
Ir al parque entonces —y ahora— ha devenido una suerte de rito: allí se flirtea y también es un lugar de citas de todo tipo. Hoy, por supuesto, no existen vueltas divisorias. Dos amigos de cualquier color pueden quedar en encontrarse en una de sus esquinas, o en un banco específico, para luego seguir la rumba del sábado o el domingo. Y aunque los que más abundan de noche son jóvenes, el Parque que así se le dice al Calixto García, aunque haya muchos más, sirve a las más diversas generaciones de descanso o lugar para refrescar con alguna brisa en tardes tórridas. Fue precisamente en el Parque cuando una noche vi a Faustino Oramas, El Guayabero, vestido con un saco azul oscuro por arriba de la camisa blanca y con su tres tomado por la garganta con su mano grande y negra. Una de mis amigas de la secundaria básica José Martí —racista como una buena cantidad de holguineros— lo señaló y dijo: «Mira ese negro que cree que canta y solo dice groserías».
Si hoy yo dijera que salí en defensa de El Guayabero mentiría. Tampoco lo hice cuando empecé a trabajar a principios de los años setenta en el periódico Ahora, y su presencia dividía las opiniones: tipógrafos, cajistas, impresores y algún periodista lo trataban de artista; los otros decían que todo lo que decía era vulgar y soez, sin ningún aporte cultural.
Cuando fui a estudiar a Santiago de Cuba, en las noches que pasé en                 La Isabelica, centro de reunión de trovadores y poetas, fue que aprehendí a El Guayabero. Todavía tengo intacta la memoria de un día que empatando una canción con otra, nos dieron las cinco de la mañana y la mayoría eran del juglar holguinero, que sin estar presente fue el gran protagonista.
No creo que yo sea una excepción. Pienso que para muchos de mis coterráneos El Guayabero pasó de ser el «negro flaco con doble sentido» al trovador original y raigalmente cubano, que con su picaresca humorística logró enamorarnos de una manera de hacer el son. Mirando hacia atrás me pregunto cuántos sinsabores tuvo que sufrir Oramas antes que fuera reconocido como artista. En Holguín desafió un doble problema: los rezagos racistas de una ciudad nacida entre blancos hacendados españoles, con muy pocos esclavos, y ser intérprete del son, con un doble sentido que en mentes mediocres y mal pensadas hacía que fructificara lo vulgar, sin que lo soez estuviera en las frases de El Guayabero.
Claro que buena parte de su vida la pasó en el camino como típico juglar. De pueblo en pueblo andaba, viviendo de «el cepillo» y con la aventura de acostarse donde lo cogiera la noche. Así tuvo amantes, novias y líos como la trigueña que conoció en Guayabero, casada con un cabo de la policía, y que sirvió para la canción homónima, interpretada años después, en 1960, por Pacho Alonso y que le dio la vuelta al mundo, para alegría de su compositor que ya había perdido su nombre original.
Quizá, como él mismo decía, la interpretación de Pacho le sirvió para ser conocido, pero no fue hasta 1985 que grabara un disco, aunque ya por ese año recibía toda la atención de las autoridades de su Holguín natal. Así, en vida, por suerte, recibió todos los homenajes: medallas, premios, invitaciones y atención individualizada.
Pero creo que el tributo mayor a El Guayabero ha sido el reconocimiento de sus compatriotas que lo han reconocido como suyo desde lustros atrás. Al final la historia hizo justicia y Faustino Orama devino para holguineras y holguineros el hijo brillante y mundialmente conocido, que con humor logró que la música cubana se afianzara en el sitial que merece. Y no por esperado fue menos impresionante su sepelio. Las cámaras enseñaron varias cuadras llenas de personas y otras decenas asomadas en balcones y azoteas, todas —viejas o jóvenes, negras o blancas— diciendo adiós a su juglar, el que les hizo reír y les tomó el pelo por décadas, con ese singular doble sentido dibujado con santas palabras que nunca dieron cabida al mal gusto o lo pedestre.

El Guayabero en la prensa/A El Guayabero, esté donde esté, lo mismo en el cielo que en el infierno



Kaloian Santos Cabreras
Tomado de Internet

Ahora mismo, en algún lugar, don Faustino debe estar dándole dolores de cabeza a «la pelona». Seguro que la muerte, muy señorona ella, debió venerarse ante él cuando vino a buscarlo. Créame, usted, que si había alguien que propinaba a cada rato a la «Parca» un... ¡golpe directo al mentón...! ese era Faustino Orama.
Una vez dijo: «Es la filosofía de la vida. Nadie se escapa. Cuando el tren para en tu puerta, no vale aquello de llévate a mi hermano que está más viejo, o déjame vestirme, a ver si me pelo... Ahí no hay escapatoria. Viene de golpe y porrazo». Así de versado era el hombre. Claro, si sigo enunciando a Faustino Orama de seguro es conocido por pocos; pero si digo «El Guayabero, rey del doble sentido», es aclamado por muchos. ¿Por qué el rey del doble sen-
tido?
Marieta a mí me pidió
tres pesos con disimulo
Y me dijo que me pagaba
con el tiempo y... sin apuros.
O esta que no es tan famosa.
Dos mujeres el otro día,
formaron una gran disputa
Y una le dijo a la otra,
te van a matar por... bruta.
Entonces entre las carcajadas de los presentes El Guayabero le decía al público: «Los mal pensados son ustedes. Santa palabra».
Como parece ser tradición en la mayoría de nuestros trovadores, las canciones salidas de sus liras son poco grabadas. A pesar de contar con cierta fama añeja, Faustino no fue la excepción.
Grabó muy pocos discos, dentro de los que resaltan una recopilación de su obra titulada El Guayabero y El tren de la vida, su última producción. Picando sus ochenta es que algunos sellos, sobre todo EGREM, se empeñan en registrarlo en sus catálogos.
Así quedó fonográficamente en más de una docena de discos de diferentes artistas. Es quizá el legendario Buena Vista Social Club la producción más importante donde se encuentra un tema suyo, «Ay, candela», interpretado por Ibrahím Ferrer: «Faustino Orama y sus compañeros, / necesitan que me apaguen el fuego». También quedó su obra en antologías, entre las que se destacan El gran tesoro de la música cubana. Vol. IV y V; Grandes voces del son cubano. Vol. II; Pacho Alonso y El Guayabero, Cuida’o con el perro y un homenaje de artistas orientales pertenecientes al sello Areíto.
En nuestro Holguín estaba, vivito y todavía algo coleando la última vez que lo vi. Fue hace unos meses, acababa de cumplir los 96 años con que se fue. Se notaba la carga de casi un siglo, pero mantenía su estampa elegante, presidida siempre por su sombrero de pajilla. Para ser sincero más que verlo y visitarlo fue una intrusión de mi parte en una de sus últimas tardes. Luego supe que su estado de salud declinaba y vinieron los ingresos intermitentes hasta que escuché en Radio Reloj: «el emblemático trovador cubano Faustino Oramas falleció a las 06:30 horas de hoy martes 27 de marzo, luego de más de 30 días ingresado en la Sala de Cuidados Intermedios del Hospital Vladímir Ilich Lenin, de su natal Holguín».
Otro intruso fue el que me llevó ante el autor de Como baila Marieta. Era su vecino Leandro Estupiñán, posiblemente uno de los últimos periodistas que lo entrevistó. Curiosa entrevista esa. El periodista llevó bien estudiado su cuestionario y el entrevistado respondió apenas algunos puntos con oraciones cortas, y a otras preguntas a la vez que lanzaba a la desbandada frases incoherentes, pero llenas de humor. Hay un pasaje ya casi famoso sobre Internet.
Mi motivo primero era poder hacerle fotos sin molestarlo mucho. Si se podía, hablaría con él. Porque, vamos, que El Guayabero es de esos bardos que de a poco van quedando. La sesión de fotos pasó sin problemas y las palabras se tradujeron en sus sonrisas. Nos mostró su guitarra nueva, pero rayó su vieja caja con cuerdas, esa llena de pegatinas, la que debe tener tantos años como él. «Ya no quiso cantar y si usted le ponía —así de literal— una guitarra entre las manos, solo lograba del viejo unos pocos acordes. Y que murmurara o, mejor, que cantara dentro de su cerebro la emblemática Marieta», escribe Leo sobre ese día.
También hizo los acordes inspirados en aquella escapada de un pueblo del oriente cubano llamado Guayabero (hoy con el nombre de Mella). Y todo debido a sus ínfulas de Don Juan. Solo que en esa ocasión se atrevió a conquistar a la mujer del cabo de la guardia rural: Trigueñita del alma no me niegues tu amor, / trigueñita del alma dame tu corazón, / nunca pienses que un día/ pueda yo olvidarte. / ¡En Guayabero, mamá, me quieren dar!/ ¡En Guayabero, mamá, me quieren dar!
Se dice que no fue su única conquista, tampoco fue su única canción ni el único romance con una comprometida. Se dice más, tanto que hasta se han llegado a fabular leyendas en su nombre.
Ahora, con su descenso, especulan que eso de los 96 años es solo en el carné de identidad, que en la vida real, el viejo trovador pasó de largo por el siglo y ya le había robado tres años al nuevo. Una muerte nunca es bienvenida pero óigame, El Guayabero las tenía reclaras con ese refrán popular de «vive la vida que es una sola».
Ya lo avizora otro bardo, lo que más joven: «Como dice El Guayabero filósofo popular:/ Oiga, la vida es un pasaje de ida a la eternidad».

El Guayabero en la prensa/Mal pensado de fila



Amado del Pino
Tomado de Internet

Esta no será una crónica con abundancia de recuerdos personales. Nunca entrevisté al genial Faustino Orama, ni creo recordar ninguna conversación con el genial trovador. Si me han llegado algunas anécdotas de primera mano, es porque uno de los hijos de mi amigo —dramaturgo y holguinero— Carlos Jesús García (Carlín) formó parte de la agrupación musical de El Guayabero.
Supe por esa sana vía que aunque su edad fuese tan avanzada y el oído pareciera no responderle en la vida cotidiana, había que estar muy atento para seguir el ritmo de sus improvisaciones.
Ahora que ha muerto, que nos quedamos sin el buen chiste que hubiese sido verlo llegar al centenario, despedir al cantor oriental me desata varias certezas y preocupaciones. El Guayabero representa la quintaesencia de una tradición riquísima de cultura popular, del ingenio criollo que se opone —sobria pero tenazmente— a la retórica o a las fronteras mentales que, de vez en cuando, asoman la cabeza. El mismo nombre que lo inmortalizó ya se sabe que viene de los celos de un guardia rural, un hombre torpe que amenazaba con usar el poder para reprimir al artista. Sí, porque allá en la finca nombrada Guayabero, la ira tenía que ver con unos celos corrientes, pero sospecho que también con la ceguera del torpe, la saña del pretencioso ante los encantos del arte.
Allí le querían «dar», cantó para siempre Faustino, pero salió ileso de esa y de otras trampas y lo que le «dio» su público durante décadas fue amor, aplausos, complicidad.
Ahora recuerdo que una amiga —que andará cerrando con donaire su cincuentena— me contaba que en su adolescencia los muy «finos» (la gente «fista», dirían en mi Tamarindo, «pija», en España) le aconsejaban que se alejara de aquel hombre vulgar que recorría Cuba con su guitarra. El creador genuino siempre insistió en que sus coplas eran ingenuas, que éramos los oyentes o bailadores los mal pensados que las teñíamos de erotismo o picardía. En mi infancia —arrancando los sesenta— la aclaración nos parecía válida pero totalmente de broma. Es decir, parecía claro que el llamado «doble sentido» funcionaba como una forma de hacer sutil la presencia sexual o transgresora, dada con una gracia que la ponía a salvo de los censores a la vez que abría la verja al regocijo de los cómplices admiradores de la danza de Marieta o de cualquiera de esas deliciosas criaturas y situaciones. El Guayabero nos representaba a nosotros los cubanos de a pie: alegres, desenfadados, ardorosos y sí, mal pensados. En este joven siglo  —cuando la grosería tiende a convertir en explícito lo que siempre fue dulcemente picaresco— vuelvo a las coplas del inmortal trovador y vengo a entender mejor sus razones. En la obra de El Guayabero hay, en efecto, ingenuidad, dulzura, candor. Como mismo agredió a santurrones muchas veces, tal vez hoy  funcione como un llamado a la lírica popular, una forma de contrarrestar lo obvio a la hora de comentar un hecho o elevar un elogio cantable al cuerpo de una preciosa negra, que nunca dejará de bailar en nuestros corazones.

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