A partir de datos obtenidos de:
Julio Labrada Enoas (Historiador de Antilla) e Ivonne Pérez Jardines.
Fotos aportadas por: Pedro Silva
Julio Labrada Enoas (Historiador de Antilla) e Ivonne Pérez Jardines.
Fotos aportadas por: Pedro Silva
Amables
lectores esta es una historia absolutamente real que nada tiene que envidiarle
a aquellas imaginerías de Félix B. Caignet al darle vida al más famoso médico
de Cuba, “Albertico Limonta”: Por cierto, la lectura que amablemente ahora
inicias habla de un médico y de otro médico, pero, ni siquiera una fotografía
para conocerle el rostro.
Juvenal
Barocela Ricardo nació en el Esterón, en Cayo Mambí el lejano 18 de junio de
1885, hijo de Aquilino Barocela (Capitán sanitario del Ejército español), y de
Petronila Ricardo.
Niño
todavía, escucha a su padre conversar a su padre, constantemente, con Eduardo Macías, que fue el primer médico que tuvo Sagua de Tánamo.
Ahora
Juvenal ha cumplido sus primeros 15 años. Nada estaba previsto que así
ocurriera, fue una soberana casualidad. Juvenal está en una de sus
acostumbradas visitas al doctor Macías y de pronto llega una paciente. De verla
nada más el médico sabe que será el de ella un parto difícil y necesita alguien
que lo asista. Usted ha preguntado sobre
estos asuntos, le dice Macías, espero
que recuerde lo que le he dicho. Lo recordaba y también los que decían los
libros del padre, que Juvenal ha leído.
Leyendo,
oyendo, así se hizo médico el que nada más alcanzó el título de autodidacto.
Juvenal
Barocela llegó a Antilla por primera vez en 1909, ya había cumplido 24 años de
su edad. Pero no se queda esa vez. Tres años después regresa, allí fija su
residencia y nunca más vuelve a irse. En Antilla muere 64 años después, cuando
ha cumplido 91 años de su edad.
Su primer
trabajo en Antilla es como Inspector de Aduana al frente del Departamento de
Inmigración, y Barocela está más feliz que nunca: desde el puesto que desempeña
tiene acceso a todas las personalidades que en los grandes trasatlánticos
visitan la enorme bahía de Nipe. Y tan valiosos servicios presta que lo
reconocen con un viaje alrededor del mundo, pero él es hombre de ver el mundo
llegar, solo de eso, no de embarcarse por esos rumbos: no acepta el premio pero
lo agradece y sigue leyendo de medicina, que es su pasión.
En la época
de Juvenal Barocela, existían en Antilla dos médicos, Francisco Plá, que es
responsable de comprobar la salud de quienes entran por el puerto, y el Dr
Germany, que atiende a los vecinos. Lamentablemente no hay dentista
(odontólogo). Pero Juvenal había alcanzado experiencia en esa ciencia, y por
otro lado es un sueño que puede realizar, de ahí que instale un gabinete en la
mismísima oficina de Inmigración, donde atiende a viajeros y a vecinos. Y tan
satisfechos están todos que muy pronto el “médico” adquiere fama y una muy
numerosa clientela.
Y cuando
hace falta más que un buen “saca muelas”, Juvenal hace curaciones y hasta actúa
como anestesista.
El 29 de
diciembre de 1918 contrae matrimonio con doña Lutgarda Cross Laffita, mujer
paciente y bondadosa que será la compañera eterna de Barocela y su mejor
enfermera.
Libros siempre tuvo, que leía hasta tarde en la noche. Los temas son varios, biología, anatomía, historia, artes, lenguas extranjeras. Con los marineros que llegan constantemente Barocela consiguió dominar casi a la perfección el inglés, francés, portugués, alemán, noruego y griego.
Donde se
comienza a hablar de quien no se llama “Albertico Limonta”, pero que igual que
aquel de ficción, llegó a ser un notable médico.
Por
necesidad de esta narración llevaremos a Barocela a Cayo Mambí otra vez, antes
de irse definitivamente al pueblo de Antilla. Un día el lector impenitente iba
camino a su casa, y en eso ve un hombre que le estaba pegando brutalmente a un
niño. Juvenal interviene. El hombre está verdaderamente cansado de lo que
considera malacrianzas del chiquillo. Sin pensarlo Juvenal le da la solución
que el padre necesita: si le da el muchacho, dice, él lo educará.
Con el
lloroso crío de la mano vuelve Juvenal a su casa y allí le da comida, hogar y
una esmerada educación durante años. Así Julio Romero, que así se llamó el
muchacho, se convierte en inseparable de Juvenal y con él se muda a Antilla. Uno
en un sillón, el otro en otro: los dos leen sin cansarse y muy pronto el
muchacho se convierte en un eficiente tenedor de libros y comienza a trabajar.
Enterado de
la buena situación en que ahora está su hijo, el padre de Julio Romero va a
Antilla y le reclama a Juvenal que le devuelva el muchacho. Nada puede hacer
ante los derechos del padre, solo verlos ir. Pero al día siguiente Julio
regresó después de fugarse de la casa, y le pide amparo a Barocela. La ley de la
Patria Potestad es tajante y nada dice cuando el padre que reclama al hijo es
un explotador. Si el padre de Julio vuelve, Julio tendrá que irse aunque
ninguno de los dos quiera separarse. Barocela está al borde del desespero y por
eso decide lo que decidió. Esconde a Julio Romero en la bodega de un barco
noruego que mañana se marcha y les pide a unos amigos que cuiden del niño.
Al principio
se carteaban incesantemente, pero la distancia pudo más… cesa el puente que los
unía. Ninguno sabe más del otro por los siguientes 30 años. ¡Treinta
años! (Después que transcurran la ALDEA retomará esta “subtrama”).
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Al gabinete
dental de Juvenal Barocela Ricardo allá en Antilla acudía sin interrupción una
fila pacientes. Este se quejaba que
estaba perdiendo la visión de un ojo y “el médico” le examinaba las encías. Sin
creer que una cosa tuviera que ver con la otra, el paciente se hacía la
radiografía que Juvenal le recetaba y, oh, milagro, el médico había dado con la
causa de la maleza: una muela oculta dentro de la encía estaba provocando la
pérdida de la visión.
Otra vez su
intuición volvió a darle la clave que hasta ese momento nadie en el mundo había
imaginado, pero antes tenía que estar seguro. Y para estarlo Juve (como le
decían en Antilla quienes le querían, esto es, toda la población), pidió al
Hospital del central azucarero Preston que le facilitaran el apéndice de un
operado, entonces extrajo el humor (pus) y, era cierta su hipótesis: el pus del
apéndice era similar en todo al de la piorrea (enfermedad de las encías). Y
entonces fue que con seguridad aconsejó a todos los enfermos de piorrea que se
extirparan el apéndice si es que se querían curar, de eso estaba seguro. Pero
ninguna publicación especializada de la época iba a tomar en serio a un
aficionado, y Barocela guardó su descubrimiento.
Como
comúnmente ocurría en las oficinas de Inmigración del puerto de Antilla, los
doctores Plá y Germani en conversación con Juvenal le hacen saber que el
profesor de la universidad de La Habana y miembro de la Academia de Ciencias de
Paris, doctor Wells, iba a presentar un trabajo sobre la piorrea que,
consideraban ellos que representaría un verdadero triunfo para la medicina y un
gran beneficio para la humanidad. Pidió Juvenal más información y los amigos le
leyeron lo que publicaban en la prensa. Juve oyó atentamente y finalmente le
dijo a sus amigos: “Les aseguro que desafortunadamente el Dr. Welles no
triunfará porque la piorrea no es una enfermedad local sino un síntoma que
produce un estado patológico del organismo…”
Dieciocho
años después desde La Habana el Dr. Plá le envía a Juvenal Barocela desde La
Habana la edición del 15 de febrero de 1930 del
periódico francés Le Siele Medical, en el que aparecía un artículo con
el título: “NOCIONES ETIOLOGICAS NUEVAS SOBRE LA PIORREA ALVEOLO-DENTARIA”, y a
continuación un subtítulo que decía: “La piorrea no es una enfermedad local
sino un sintóma que produce un estado patológico del organismo”. El Dr. Plá
había subrayado el subtítulo y al lado escribió: “Parece que esto lo escribió
usted, Juvenal”.
Una mañana
irrumpieron en el Gabinete Médico de la Oficina de Inmigración del puerto de
Antilla varios hombres que traían un empleado de los ferrocarriles al que un
tren acababa de aplastarle un brazo y una pierna. Juve propuso que llamaran a
uno de los médicos titulares, pero ninguno estaba en el pueblo. Haga algo, le
dicen los desesperados, pero Juvenal Barocela no tenía enfermera alguna a mano,
tampoco sangre para trasfundir al que casi está al morir, y para colmo de males,
el médico no tiene ningún aparato regulador que lo guíe. Pero aún así Juve
amputa la pierna y el brazo con la única ayuda de un amigo del accidentado que
le sujetaba la careta para el anestésico. El hombre se salvó y los amigos
dijeron que fue Dios quien guió al médico al cortar, pero sus colegas dijeron
que fue el inteligente juicio de Juve quien le señaló el lugar exacto.
Otra vez
Juve se ve en la necesidad de socorrer a un hombre herido de catorce machetazos
que casi lo matan. Mandó el médico que pusieran a hervir mucha agua y que le
buscaran sábanas, hilo, aguja y sal. Cuando tuvo todo procedió a realizar la
curación. (¡En una de las heridas tuvo que darle 74 puntos!), pero no era esa
la peor de las heridas, era la peor la que casi abría el cuello y que había
provocado que salieran los tendones y venas y que la oreja pendiera de un hilo…
también esa la cerró el médico y la vendó. Luego mandó que le mantuvieran los vendajes húmedos con sueros
fisiológicos (que él mismo preparó). Asombroso,
dicen, fue comprobar que cuando el médico retiró los vendajes la herida estaba
prácticamente curada.
Cuando llega a Cuba una Comisión con el encargo expreso del Colegio Médico colombiano de visitar a todos los médicos autodidactos para someterlos a exámenes y legalizar sus títulos, (por cierto esta Comisión ya había hecho en otros lugares de América lo que ahora era una oportunidad para los cubanos). Sus amigos sugirieron a Juvenal Barocela que se presentara, ninguno de ellos tenía la menor duda de que saldría con excelentes puntuaciones. Pero Juve creyó que hacerlo era una ostentación y rechazó el ofrecimiento diciendo que “él no había pasado por la Universidad y que por tanto no merecía tener título…”
No solo en
medicina fue Juvenal Barocela Ricardo una genio, sino que también lo fue en
otras ramas: era él quien arreglaba la locomotora que arrastraba los carros de
caña al central cercano.
En la década de 1960 un amigo le comenta a Juve que la nueva dirección del país tenía entre sus planes hacer algunos arreglos en la bahía de Nipe para mejorar la navegación marítima pero que necesitan datos. Es Juvenal Barocela quien aporta los datos que se necesitan de forma minuciosa, detallada… Por cierto, no demoró en llegarle la respuesta de agradecimiento firmada por el comandante Ernesto Che Guevara.
Asimismo Juvenal fue buen farmacéutico. Él mismo creó fórmulas para hacer medicamentos que curaban afecciones dermatológicas. Por cierto, la ALDEA llamó a la farmacia de Antilla y le confirmaron que aún hoy esos preparados se siguen haciendo con la receta dejada por Barocela, quien, también, era experto en la confección de prótesis dentales y de aromáticos perfumes con los que obsequiaba a sus amistades. (Por su modestia nunca patentó ninguno de sus inventos).
Al estudio
de la historia del arte dedicó muchas horas de estudio. Dicen quienes le
conocieron que poseía tal caudal de conocimientos sobre lugares de todo el
mundo como si los hubiera visitado.
La filatelia
era uno de sus entretenimientos. Llegó a poseer 45 mil sellos de varias partes
del mundo y la colección completa de sellos emitidos en Cuba hasta poco antes
de su muerte. También jugaba muy bien al ajedrez, sin embargo nunca aceptó
competir en ninguno de los campeonatos del municipio, pero sí le gustaba ganarle
a todos los campeones municipales.
Con
virtuosismo tocaba la guitarra y el violín, e incluso, ocasionalmente
interpretaba en público piezas con esos instrumentos… Por eso su hogar era
punto obligado de la mayoría de los artistas que visitaban el pueblo: Vicente
Golava, guitarrista español, Luis Suárez, poeta cubano, Sindo Garay, Blanquita
Becerra, Libertad Lamarque (quien estuvo en su casa en 1946), Tito Guisart…
Dicen que su biblioteca era la más copiosa de Antilla, sobre todo de literatura médica, pero también sobre las grandes culturas de la humanidad. Nadie en el pueblo tuvo una colección mayor de Enciclopedias. Y dicen que Juve también poseía objetos de arte muy valiosos, de los que él conocía cada detalle: eran estos objetos figuras de porcelana fina, de maderas preciosas, de bronce, de plata. Incluso, algunas de esas figuras fueron confeccionadas por él mismo. Igual Juve fue un ebanista excelente: por ahí quedan algunos muebles de diferentes estilos por él confeccionados.
Dicen que su biblioteca era la más copiosa de Antilla, sobre todo de literatura médica, pero también sobre las grandes culturas de la humanidad. Nadie en el pueblo tuvo una colección mayor de Enciclopedias. Y dicen que Juve también poseía objetos de arte muy valiosos, de los que él conocía cada detalle: eran estos objetos figuras de porcelana fina, de maderas preciosas, de bronce, de plata. Incluso, algunas de esas figuras fueron confeccionadas por él mismo. Igual Juve fue un ebanista excelente: por ahí quedan algunos muebles de diferentes estilos por él confeccionados.
Y si ya no
fuera suficiente para probar que la ALDEA ha dado con la historia de un muy
singular personaje del que lamentablemente no tiene siquiera una fotografía
para conocerle el rostro, hay más. Juvenal Barocela Ricardo fue un
coleccionista furibundo de relojes, sombreros, lámparas, mesas, sillones,
buroes. Y ya es mucho para alguien, no lo era para el versátil mundo de don Juve,
todavía él consiguió tiempo y talento para la pintura y la caricatura. Esta última
la ejercía en el circulo de sus amigos más allegados.
Donde reaparece el niño maltratado ahora tan médico como Albertico Limonta (y después dicen mal de Félix B. Caignet).
Ya habían pasado más de treinta años desde la última vez en que Juvenal y Jorge se despidieron. Si recuerdan bien el muchacho se había fugado en un barco griego con la ayuda de Juve. Hacía años que no se escribían. Y un buen día invitan a Barocela a una reunión a la que concurrieron altas personalidades de la medicina de diferentes partes del mundo y… oh, milagro!!!. Allí estaba él, Julio, ahora un respetado profesional de la medicina.
Un día
funesto Juvenal se percata de una molestia en la lengua. Podía ser la prótesis
dental que lo estaba lastimando, pensó, y se dedicó a hacerle algunos arreglos.
Pero la molestia persistía. Entonces comenzó a tratarse el mismo: se observó
detenidamente… y lo descubrió que la molestia se la provocaba una afección casi
insignificante. Se aplicó una pincelada con un producto por él mismo creado por
si la afección era el inicio de una tumoración maligna. Con eso tendría, estaba
seguro. Pero la afección creció. Otro cualquiera habría tenido dudas, Juve no. Él
mismo hizo su diagnóstico: Leucoplacia de la lengua, provocada, dijo, por fumar
excesivamente. Mandó a hacer una biopsia y mientras, para ir adelantando, se
autodestruyó todas las papilas y las úlceras. (Era el 31 de diciembre de 1971).
Pero no tuvo
mejoría, con el transcurso del tiempo la molestia crecía. Consulta médicos de
la localidad y no queda satisfecho. Entonces acude al Hospital Lenin, de la
ciudad de Holguín. Le mandan a hacer una nueva biopsia; el diagnóstico es el
mismo hecho dos años atrás por el propio enfermo.
Juve sabía
que no tenía salvación y comienza a hacer los últimos y urgentes actos de su
vida… los libros los dejó con él hasta el final. Cuando estuvo seguro que ese
momento estaba muy cerca, donó su exquisita biblioteca al pueblo de Antilla. El 9 de
junio de 1976 dejó de funcionar la casi perfecta maquinaria de su cerebro. Ese día,
dicen en Antilla, murió el da Vinci del pueblo.