LO ÚLTIMO

La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

24 de septiembre de 2011

Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (V)


SEGUNDO FINAL



La casa se está cayendo. Yo algunas veces quisiera su¬jetarla con las manos y todo, pero sé que se está cayendo, y nada puedo hacer.

Yo miro la casa cayéndose, y pienso que allí fue donde conocí a Celestino, y donde aprendimos a jugar a la marchicha; que allí fue donde ni madre me dio el pri¬mer cintazo, y donde por primera vez me pasó la mano por la cabeza. Que allí fue donde abuelo dijo una vez «Pascuas» y se rió a carcajadas, y yo me puse muy alegre cuando él dijo «Pascuas», y no sé por qué, me dio tanta risa y tanta alegría, que me fui para el rincón del corre-dor, donde crecen las matas de tulipán, y allí, debajo del panal de avispas, me reí y me reí a más no poder. «Pas¬cuas», «Pascuas», «Pascuas». Y me volví a reír a carcajadas y no sentía las avispas, que ya revoloteaban sobre mis orejas. «Pascuas», «Pascuas», «Pascuas».

Y me retorcía en el suelo, de la alegría tan grande.

Y ahora la casa se está cayendo. Si se llega a caer, qué será de esas voces que todavía oigo repetir: «Pascuas», «Pas¬cuas». Qué será de mí, que aún me retuerzo de la alegría, allá en el corredor y debajo de las avispas. Si se cae la casa, el tinajero se hará trizas, y entonces no voy a poder seguir viviendo. Si se cae la casa, el fogón grande, hecho de ce¬niza mojada, también se desmoronará, y entonces yo no voy a poder seguir viviendo. Si se cae la casa, toda la algarabía de mis primos, que vienen para la fiesta de Noche¬buena, se vendría también abajo, y yo no voy a poder se¬guir viviendo. Y lo peor de todo: si se llega a caer la casa, tendríamos que mudarnos para otra, y entonces habría que empezar a nacer de nuevo, y a buscar de nuevo otra palabra que me haga reír a carcajadas. Y a convencer de nuevo a las avispas para que armen un avispero en el corre-dor. Y a hostigar a abuela para que vuelva a tirar el agua dentro del fregadero en el patio, y se haga un fanguero igual que el que hay ahora. Y habría que esperar muchí¬simo tiempo para que el techo se ponga negro de tizne, como está ahora el de nuestra casa, y a lo mejor ni espe¬rando mucho tiempo se pone así como éste. Y si la casa no tiene el techo tiznado yo no quiero vivir en ella. Y si la casa no está llena de rendijas y por cada rendija puedo ver lo mismo que yo veo por éstas, yo no quiero vivir en ella. Y si la casa no tiene unas patas de chivo, colgando junto con unas mazorcas de maíz, del techo, yo tampoco quiero vivir en ella. Y si la casa no tiene una puerta esquina y en la puerta esquina no hay una yagua comida por el come¬jén yo no quiero vivir en ella. Y aun teniendo todas estas cosas: si la casa no tiene un pozo, lleno de culantrillos y de voces, yo nunca viviré en ella... No, no puede haber otra casa que sea como ésta, y que esconda todas las cosas se¬cretas que yo he hecho en ella. La otra será extraña para mí, y yo también le seré extraño.

Y entonces lloro, porque sé que la casa ya no existe más. Pero enseguida dejo de llorar, pues me acuerdo que tendré que mudarme para una casa nueva, que nada sa¬bría de este llanto. Y por lo tanto estoy perdiendo el tiempo.

Veníamos de recoger caimitos cuando mamá, parán¬dose en lo más alto de la arboleda, dijo:

-¡Qué fea se está poniendo la casa! Parece como si se fuera a caer -y se echó a reír.

Yo tiré los caimitos al suelo, y empecé a dar gritos.

-Pero, muchacho, no seas tonto -dijo cariñosa, mi madre, mientras se reía-. ¿No ves que lo que te digo no es más que una bobería que no viene al caso?

Y entramos en la casa, mientras yo me secaba los ojos con la punta del refajo de mamá, pues el vestido lo traía arremangado hasta la cintura, y, como si fuera un serón, venía lleno de caimitos.

La casa está en el suelo; y nosotros recogemos las ta¬blas y las yaguas y las acomodamos, una por una, en su lugar de antes. Las pencas vuelven a ser amarradas con yareyes. Todos trabajamos en la reconstrucción. Yo dirijo la obra. Algunas veces cojo el palo de la escoba y reparto una que otra paliza. Una paliza para mi madre, en el lomo, pues trabaja muy despacio. Otra paliza en la ca¬beza de la abuela cada vez que ésta se para para coger re¬suello. Y la última paliza, más fuerte que las demás, para el viejo, que está encaramado en el techo, y que amarra muy flojo las pencas, y esto puede dar motivo a que al¬gún día la casa se vuelva a caer. Por eso la paliza para el abuelo siempre es la mayor.

Celestino se levantó a medianoche, y no ha vuelto. Yo lo vi levantarse en medio de la oscuridad, y lo lla¬mé bajito para que abuelo no supiera que él estaba dur¬miendo en la casa. Pero no me contestó. Brincó la ven¬tana, y desapareció entre las primeras neblinas. ¡Qué temprano empieza a caer la neblina en estos días! Debe de ser porque ya se acercan los meses de frío; aunque, a la verdad, que aquí nunca hace frío y el invierno pasa y vuelve a pasar y nosotros nos seguimos achicharrando.

Yo fui a seguir a Celestino, pero cuando traté de levan¬tarme, la bruja llegó y, apretándome la mano, me dijo-«Déjate, déjate. Anda, y escribe lo que quiera en los tron¬cos». Eso me dijo la bruja, y yo enseguida me fui que-dando dormido, aunque yo no quería, pero por mucho esfuerzo que hice para ahuyentar al sueño, no lo logré y empecé a bostezar y a bostezar, hasta que vi a la bruja, desapareciendo ante mis ojos, y me dije: ya estoy dor¬mido.

Ahora, que ya es mediodía y Celestino no llega, yo no sé qué hacer. Mamá me ha preguntado por él, y yo no me he atrevido a decirle la verdad, porque yo dudo de mi madre y creo que ella le llevaría el chisme al abuelo para que él vaya hasta donde está Celestino es¬cribiendo y le dé un hachazo por la espalda. Por eso no le digo nada a mi madre, aunque a ella no hay que de¬cirle las cosas para que las sepa, pues se da cuenta de todo. Nada más tengo que mirarla para saber ensegui¬da que ya comprendió lo que no le dije. En verdad que es así, y todavía me acuerdo de la vez que me estaba contando un cuento y empezó a llorar. Yo le pregunté por qué lloraba, y ella me dijo: «No me explico por qué quieres que yo me muera. ¿Es que soy tan mala con¬tigo?». No supe qué decirle. Pero me dijo que si yo es¬taba pensando en que ella se muriera, no era porque yo quería que se muriera, sino porque así yo empezaría a dar gritos, y todo el mundo vendría a oírlos.

-¿Adónde vas? -dijo la bruja.

-A buscar a Celestino.

-Por qué no te quedas quieto.

-No; quiero decirle que abuelo va con el hacha, a cortarle la cabeza.

-Ya tú lo sabes, así que él también.

Abuelo llega, y le clava el hacha en la cabeza a Celes¬tino. Celestino no grita ni dice ni pío. Nada, nada dice. Con el hacha, abriéndole la cabeza, escribe todavía algo en un tronco, y luego baila un poco junto al coro de pri¬mos muertos, que ya aparecen debajo de los gajos de una mata de quiebrahacha. Los primos empiezan a cantarle para que siga bailando. Pero él no sigue. Camina un tiempo por todo el monte. Llega hasta el sao, y desde allí mira para todas las cosas, y me ve a mí, que acabo de sa¬lir de la casa para darle la noticia retrasada. Luego se sienta en una piedra, y empieza (con su manía) a escribir en la tierra con un palo. Pero la tierra está demasiado seca, tan seca, que al fin se da por vencido y se acuesta en ella. Y dice la gente que cuando llegaron ya estaba muerto.

Y dice la gente que cuando llegaron ya estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

¡La gente no sabe nada del mundo!

¡La gente no sabe nada del mundo!, yo llegué hasta donde estaba él acostado, y le dije:

-¿Te duele mucho el hachazo?

-¿Qué hachazo? -dijo él. Y empezamos a hablar como ya estábamos acostumbrados: sin decir ni media palabra.

Por la noche ayudé a Celestino a levantarse y fuimos, caminando muy despacio, hasta la casa.

-Ésta es la casa -dije.

-La casa... -dijo él.

La bruja salió a recibirnos, llorando, desde la puerta de la sala.

-¡Yo te lo dije! -decía la bruja-. ¡Yo te lo dije! -Y, abrazándome, dio muchos gritos bajos y, por fin, desa¬pareció en el aire.

Celestino y yo entramos en la sala. Allí estaba mi ma¬dre muerta.

-Se murió tu madre -dijo el coro de primos.

-¿Qué madre?...

-Tu madre, la que regaba las matas de guanina y de¬cía que eran sandovales.

-¿Y la otra?

-La otra hace tiempo que se tiró al pozo.

-¿Y quiénes nos quedan ahora?

-No lo sabemos, pero es posible que todavía te que¬den algunas que otras madres por ahí, regadas.

-Díganles que ya no vengan.

La sala está repleta. El coro de primos desaparece.

Mi madre relampaguea entre las cuatro velas que ar¬den muy despacio.

¡Avanza! ¡Avanza! Tu madre relampaguea entre las cua¬tro velas que arden muy despacio.

¡Avanza! ¡Avanza! He aquí a tu madre. Qué feliz sue¬ño. Al fin. Al fin tú eres el centro de todas las miradas.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

El coro de primos baja del techo, y llora por ti. Todo el mundo se restriega los ojos, por ti.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Yo avanzo despacio, mi madre me espera muy tran¬quila, dentro de la caja, que, según mi abuela, es de ce¬dro, y por eso le costó carísima.

-¿Es de cedro esta caja?

-Sí, de cedro.

-¿Y costó carísima?

-Carísima costó.

-¿Cuánto?

-Un ojo de la cara.

-¿De quién?

-De tu abuelo.

-¡Pobre abuelo, cómo habrá peleado!

-Muchísimo, figúrate que de la perrá que cogió no ha podido salir del excusado.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Tu madre te espera en la gran caja. Al fin, por una sola vez en la vida, disfrutarás de este momento estelar. La noche es tuya. Las gentes son tuyas. Tu madre es tuya. El tiempo es tuyo.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Todo es tuyo. Esas caras lloran por ti, y te compade¬cen, y te tienen lástima. Hasta tu abuela, que tanto siem¬pre te ha odiado, ha preguntado por ti. «Cómo está el vejigo», dijo, entre refunfuños que trataron de ser ásperos, pero que no pudieron serlo. ¡He aquí tu gran día! ¡He aquí tu gran día!

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

De La Perrera, de Guayacán, de La Potranca, de El Al¬mirante, de Calderón, de Perronales, de Los Lazos, de Au¬ras, de Aguas Claras...; de barrios lejanísimos ha venido la gente, para verte llorar. Llora, no desperdicies esta oportu¬nidad. Todo el mundo se aglomera. Todos se apretujan para verte. A ti, a ti solo. Tú eres el único. ¡Avanza hasta la gran caja que te espera entre las luces parpadeantes!

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

He aquí tu gran triunfo. Todo el mundo te está mi¬rando.

Anda despacio, aprende a disfrutar de este momento exclusivo. Despacio. Saborea el instante. Saboréalo. Sa-bo-ré-a-lo.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Despacio. Que te oigan llorar. Que te cojan lástima. Que al fin digan: «El pobre». Ya te están cogiendo cariño. Ya te están cogiendo cariño.

Ya no lloran por ella, sino por ti.

Ya quisieran ser tu madre.

Ya te adoran.

Disfruta.

Disfruto.

Llora.

Lloro.

Grita.

Grito.

Abrázate a la caja.

Me abrazo a la caja.

Di: «Madre mía, madre mía, no me dejes solo».

-¡Madre mía, madre mía! ¡No me dejes solo!

Ahora llora más fuerte.

Lloro más fuerte. Da un grito.

-¡Ayyyy!

Tírate en el suelo, pero no des tiempo a que la gente vaya a levantarte, levántate tú antes de que ellos lleguen, y di: «Déjenme solo, déjenme solo con ella».

-¡Déjenme solo, déjenme solo con ella!

Pero no dejes que te dejen solo, porque entonces...

-¡No me dejen solo! ¡No me dejen solo! Ya estás frente a la caja.

Ya estoy frente a la caja. Di, despacio y bajito, «¡Madre mía!».

-Madre mía... «Me dejas solo.» «Ahora, para quién he de cargar agua por las tardes.»

-Ahora, para quién he de cargar agua por las tardes. Quédate dormido, sin soltar la caja de los brazos.

Ya duermo. Ha pasado tu tiempo, debemos volver al maizal.

Ha pasado mi tiempo, debo volver al maizal.

Hoy salimos a pasear y, cuando veníamos, abuela me enseñó a descubrir Las Siete Cabrillas, El Arado y La Cruz de Mayo. Celestino también ya conoce el cielo y, sin que abuela se lo dijera, descubrió el Camino de Santiago. Abuela dijo que me iba a cargar un rato porque se¬guro que yo estaba muy cansado. Y me cargó. Pero al poco rato fue ella la que empezó a cansarse. Entonces me puso en el suelo y me dijo: «Dame la mano, no vaya a ser que tropieces con algún troncón». Y seguimos caminando. Llegando ya a la casa yo tropecé con el troncón, y me lo clavé en el estómago. Abuela me sacó el troncón del es¬tómago. Pero ya estaba muerto.

-Yo he tenido la culpa -dijo entonces la abuela, le¬vantándose lo más alto que pudo-. ¡Yo he tenido la culpa, porque no lo traje cargado hasta la casa!

-¡No seas faina! -le dijo el abuelo-. ¡Qué culpa vas a tener tú de que este babieca no sepa dónde pone los pies!

Mi madre dio un maullido enorme, y salió del cuarto.

-¡Lo único que me quedaba, desgraciados! -dijo, y me cogió en sus brazos, arrebatándome de los de la abuela.

-¡Ya para qué vida! -volvió a decir, y salió conmigo muerto para el patio.

Había mucha neblina en el patio. Celestino estaba en¬tre la neblina, y me sonrió cuando me vio pasar, en bra¬zos de mi madre. «Esta noche quemaremos arañas», oí que me decía, con su sonrisa picara, pero no le dije nada, por miedo a que mamá me oyera y sospechara que él an¬daba cerca.

-Sí -le dije yo a Celestino a las dos o tres semanas de aquella noche, pues hasta ese momento mi madre todavía no me había soltado de sus brazos, y, como una loca, ha¬bía caminado todo el monte, y volvió a la casa, ya medio desnuda y con los pies hechos pedazos, soltándome al fin.

Al fin se está acercando la Nochebuena y todos mis primos han venido con sus tías a cuestas. Mis tías son muy escandalosas y no dejan de pelear ni un momento. Pero mis primos son distintos, y, según ellas, siempre las están mortificando. Once son mis tías y más de cincuen¬ta mis primos... ¡Qué de gente en la casa, madre mía! ¡Qué de gente! Ésta va a ser una Nochebuena como po¬cas. Ya los lechones casi están en las púas, y todos juga¬mos y cantamos en la arboleda llena de anones verdes y hormigas rabúas. ¡Qué bueno si siempre fuera Noche¬buena! Así mis primos estarían en casa todo el año. Y yo podría jugar con ellos cada vez que quisiera. Siempre es-taríamos jugando al Matarilerón, o a la marchicha, o al escondido. A cualquier cosa. Pero que ellos estuvieran siempre conmigo. ¡Que no se fueran nunca!... El coro de primos se acerca al coro de primas y «piden la dama». Ahora tenemos que buscarle el oficio.

Qué oficio le pondremos, señor Matarilerile.

Qué oficio le pondremos, señor Matarilerón.

Le pondremos costurera, señor Matarilerile.

Le pondremos costurera, señor Matarilerón.

Ese oficio no le agrada, señor Matarilerile.

Ese oficio no le agrada, señor Matarilerón.

En caballos muy grandes y hechos de palos de úpitos, hemos cabalgado toda la tarde. ¡Pobres caballos: ya de¬ben de estar muertos de cansancio! Mejor será que los lle¬vemos para el potrero.

Celestino y yo echamos a correr sobre los caballos de palo, y los amarramos en el guaninas para que no se pue¬dan escapar, pues estos caballos son medio cerreros toda¬vía, y si uno no los amarra bien se van como si nada. ¡Los muy condenados!

Sobre la mata de cereza tus primas han hecho una casa de tabla. Y juegan. Qué lindas se ven tus primas sobre la gran mata de cereza que parece desgajarse de tanto peso. ¡Míralas! Míralas jugando a la casita. Ahora están encendiendo el fogón. ¡Míralas! Míralas jugar so¬bre la gran tabla y las mesas viejas que han puesto sobre los gajos altísimos. Dicen ellas que la casa es una casa hecha de muchos pisos. Y es verdad. ¡Qué linda y qué alta es la casa de muñeca de tus primas!, donde ellas can¬tan y pelean, barren y cocinan. ¡Míralas! ¡Míralas! Hoy parece que es el día de hacer la visita, pues todas están en el mismo lugar, y hablan, y hablan, y hablan. Ha¬blan de sus hijas, de la enfermedad que cogió una de sus muñecas al tomarse un vaso de leche de chipojo. De la varicela que infesta todas las casas. Para ellas las abe¬jas son los espíritus, y cuando cruza alguna que va a chupar las flores de cereza, ellas se persignan, y mueven los labios, como si de verdad rezaran. ¡Mira! Mira a tus primas allá arriba, jugando a la casita. Hablan y hablan, y una ha puesto a hacer el café y otra ha amarrado un saco de un gajo a otro, y mece a una muñeca que al pa¬recer no quiere dormirse. ¿Será necesario que tú te en¬carames hasta el capullo de la mata de cereza, y le des cuatro nalgadas? Tú eres el padre de esa criatura y debes imponer el respeto. Pero no..., aunque sé que estás loco por subir, no lo puedes hacer. Confórmate con mirarlas desde abajo; tú no eres una niña. «Tú eres un hombrecito y no debes estar jugando siempre con las hembras»... Tú eres un hombrecito...

-¡Zángano! ¡Otra vez con las muchachitas!...

La muñeca sigue llorando y pataleando, y de una gran mecida se desprende de la hamaca y, rodando de gajo en gajo, cae al suelo, lleno de mierdas de gallina, porque en esa mata de cereza también duermen las gallinas. Tú corres hasta donde está la muñeca, y, sin tener en cuenta que te estás cagando las manos, la tomas corriendo y, corriendo con ella cagada, te escondes detrás del mayal. Ahora la meces y la besas. Y al besarla tus labios se em¬barran de mierda de gallina. Pero, ¿quién está cerca de ti para darte un trompón? Nadie. Nadie te observa. Pue¬des hacer lo que te dé la real gana. Nadie te está mirando. Es tu oportunidad.

-Esas mujeres no te saben cuidar como yo sé... ¡Ven, estáte quieta! Estáte quieta conmigo, aquí detrás del ma¬yal. ¡Ven, que nadie te va a pegar! Quédate aquí con¬migo, no le hagas caso a esas turulatas. ¡Ahora estás conmigo aquí, sola! ¡No llores! ¡No llores! Que ya te es¬toy meciendo. ¡Ya te estoy meciendo!

Mécela. Mécela.

-A ver, cállate la boca. ¡Que los muchachos no nos descubran! Que no se enteren que estoy haciendo puer¬cadas con una muñeca de trapo. ¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cá¬llate! No llores...

Mécela. Mécela.

-¡Ya están buscándome! Ya vienen. ¡Debo apurarme!

-Apúrate. Apúrate.

-¡Se están acercando! Como me cojan haciendo esto con una muñeca, me caerán a pedradas.

Se están acercando, como te cojan haciendo eso con una muñeca te van a caer a pedradas. Ciérrate la porta¬ñuela, ya están cerca. Déjalo para otro día. Muchacho, es¬táte tranquilo. Ahí viene la gente...

-A ver: no llores que te voy a mecer. No llores, que nadie nos está mirando. Eso que hizo «fuiiiii» fue una la¬gartija. ¡Las condenadas lagartijas me odian a muerte y no hacen más que joderme! Pero no les hagas caso, no son más que unas lagartijas. ¡A ver! ¡A ver! Ya estamos termi¬nando. ¡Son lagartijas! ¡Lagartijas! ¡Estáte quieta!... ¡La¬gartijas!... ¡Lagartijas!...

Ahí se acerca el grupo de muchachos, y con tu abuelo al frente. Ya vienen. Ya te han visto. ¡Te han cogido ha¬ciendo la cochinada! No importa que hayas terminado: de todos modos ya te vieron. ¡Sal corriendo antes que te cojan! Sal corriendo. Ya no tienes tiempo ni para subirte los pantalones. Sal corriendo. Sal corriendo.

Todos mis primos me han visto. ¡Qué vergüenza! Me muero de la pena. Con qué cara voy a volver a jugar con ellos, y a salir por ahí, a tirarles piedras a los pájaros. ¡Qué vergüenza!... Hasta mi madre sabe la noticia, y tam¬bién viene corriendo hasta donde yo estoy con los panta¬lones arremangados y la muñeca embarada.

-¡Animal! ¡Animal!

Ésa es tu abuela. Oye cómo te está gritando. La muy condenada, te tiene una inquina que no puede verte. Siempre que voy a la cocina me tira agua caliente, y un día por poco me estrella la piedra de pilar los ajos en la cabeza. ¡La muy maldita! Te odia a más no poder.

-¡Puerco!... El otro día me ahogó la gallina americana que ponía un huevo todas las tardes.

-¡So burro! Debiera darte vergüenza. Ya no eres un muchacho.

-¡Zoquete! Espera a que te coja que te voy a capar.

Óyelo, ése es tu abuelo. Él también es de los buenos. Qué odio le tengo a ese viejo maldito. ¡Como si él no hubiera sido quien me enseñó a hacer estas cosas! Sí, él fue, que siempre que iba a bañar las potricas al río, des-pués que las bañaba me ponía a mí a que las sujetara por el freno, mientras él las trasteaba y las volvía a trastear por detrás.

-¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo!

¡Oye a tus primos! Mis condenados primos que tam¬bién hacen puercadas, igual que yo; y una vez mataron a una infeliz chiva... Pero, de todos modos: ¡qué ver¬güenza!, con todo el mundo; porque ya todos lo saben. Y ellos lo hacían siempre en tal forma que no había quien se enterara. ¡Qué vergüenza!, ya todos lo saben, y hasta Celestino lo sabrá también. Él, que nunca ha hecho nin¬guna de estas porquerías. ¡Qué pena! ¡Qué pena! Mejor sería estar capado para que no me entraran esas furias. Eso es lo que debo hacer. En cuanto tenga una oportuni¬dad voy a afilar el cuchillo en la piedra de vueltas y me voy a capar. Eso es lo que harás. Eso es lo que haré. Ya vienen corriendo. Ya te están agarrando. Sal huyendo. Sal huyendo.

-¡Viejo maldito!, a mí sí que no me vas a dar un ha¬chazo.

-¡Párate ahí, desgraciado, no creas que te vas a escapar!

-¡Cójanlo!

-¡Él fue quien ahogó a mi gallina americana!

-¡Que se escapa!

-¡Dios mío!, si va desnudo. ¡Qué vergüenza!

-¡Atájenlo!

-¡Muchacho, que te puedes dar un arañazo en los güevos!

-¡Desgraciado, no me van a ver nunca más el pelo!

-¡Ojalá y te murieras!

-¡Salvaje!

-¡Bruto!

-¡Muchacho!, súbete los pantalones antes de que te des un arañazo.

-¡Achújenle los perros!

-¡Déjenlo!, que si se sale al camino real se lo llevarán preso.

-¡No me van a coger! ¡No me van a coger!

-Tal parece como si tuviera al diablo metido en el cuerpo. ¡Miren cómo dejó a la muñeca!...

-¡Dios mío!...

-¡Ay!, y eso que ustedes no vieron la gallina ameri¬cana que ponía un huevo todos los días...

-Dios te salve, María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendito sea el fruto de tu vientre. Santa María, Madre de Dios. Madre de Dios, madre de Dios, madre de Dios...

-¿Qué pasa?

-Aquí le faltan unas hojas al libro de oraciones.

-¡Virgen Santísima!, quién habrá hecho eso.

-Yo sé quién fue.

-¿Quién?

-No lo digo.

-¡Dilo, si no quieres que te estrelle contra el suelo!

-¿Quién te mandó a arrancarle las hojas al libro de ora¬ciones?

-Yo no sabía que era de oraciones.

-iSi lo que mereces es que te mate a palos! Mira la vergüenza que hemos pasado: invitar a la mujer de Tomásico (que es la única criatura que sabe leer en todo el barrio), tenerla que ir a buscar a caballo, y regalarle dos guanajos, para que leyera el novenario a tu madre, y tú haces eso. ¡Si lo que mereces es que te mate a palos!

-La culpa la tiene el primo, que desde que llegó a esta casa no hace más que enseñarle cochinadas.

-¡Mentira!

-¡Cómo te atreves a desmentir a tu abuela! ¡Coge!»')!. -¡Mentira! -¡Coge!

-¡Celestino no me ha enseñado nada! ¡Todo yo lo sabía desde antes!

-¡Cállate la boca, si no quieres que te la rompa!... Que se me cae la cara de vergüenza al ver que ese come-mierda ha llenado todos los troncos de las matas de ma¬las palabras. Y ya tu abuelo está que no puede más con el dolor de los ríñones, pues se ha tenido que pasar el día tumbando los árboles que ese babieca garabateó...

-¡Eso no es verdad! Lo que él escribe es una poesía...

-¡Qué poesía ni qué carajo!

-¡Poesía, que eso fue lo que él me dijo!

-¡Y tú le haces caso a todo lo que te dice ese sinver¬güenza! ¡Hijo de los Pupos tenía que ser!... Yo bien que se lo dije a tu abuelo cuando el padre de ese degenerado vino a pedir a Carmelina. Yo bien que le dije que esa gente no servía para nada. Pero él, por tal de salir de ella, se la dio. Y ahí tienes el resultado: un muchacho asque¬roso, que no da un golpe, y que lo único que hace es es¬cribir puercadas en las matas. Y ya horita nos asaremos del calor, porque pronto no quedará ni una mata en todo el patio que tu abuelo no haya tenido que tumbar. Ay, si se me cae la cara de vergüenza al pensar que alguien que sepa leer pase por aquí y vea una de esas cochinadas, es¬critas en las matas. ¡Qué pensarán de nosotros!...

-¡Cómo sabes tú lo que él escribe, si tú tampoco sa¬bes leer!...

-Yo no sé, pero la mujer de Tomásico sí sabe; y cuando la llevamos hasta los troncos que Celestino había garabateado, pensando que el pobre muchacho lo que ha¬cía era poner el nombre de su madre muerta... ¡El nombre de su madre muerta!: ni siquiera se acuerda quién era su madre. Sí, señor, así como lo estás oyendo; y, si mal no recuerdo, una de las cosas que leyó la mujer de Tomásico decía: «Quién será mi madre», «Quién será mi madre», «Que la busco en el excusado y no la veo»... ¡Dime, tú!: una mujer que no hacía ni ocho días que es¬taba muerta, y ya él ni se acordaba quién era... ¡Y después decir que la busca en el excusado! ¡Eso es lo último! ¡Buscar a una muerta en el excusado! ¡Como si fuera un mojón!

Los hachazos se oyen ahora más claros. La figura del ancianito Celestino se deja ver de vez en cuando, con¬fundido entre los grandes troncos, escribiendo y escri¬biendo sin cesar. Yo me le acerco y lo miro un momento. Pero enseguida bajo la cabeza, y me siento en el camino para vigilar. Y, afilando bien las orejas, me doy cuenta de que los hachazos se van acercando cada vez más.

Celestino no oye nada. Hace una semana que no des¬cansa ni de día ni de noche, y ni siquiera ha probado un bocado. Yo voy corriendo a la casa y le robo algo de co¬mer a la abuela, y se lo traigo a él. Pero él no me hace ni pizca de caso y como un loco escribe y escribe, y yo me digo: no es posible que sean malas palabras lo que él está poniendo. No puede ser, debe de estar escribiendo algo muy lindo, que la muy yegua de la mujer de Tomásico no entiende, ni yo tampoco, y por eso dice ella que es algo asqueroso. ¡Salvajes!, cuando no entienden algo dicen en¬seguida que es una cosa fea y sucia. ¡Bestias! ¡Bestias! ¡Bestias!... Si yo pudiera por lo menos aprender a escribir la palabra esa: «Bestias». Si la pudiera aprender a garabatear. Si alguien me la enseñara... Ésa es la única que quisiera saber, para empezar a ponerla en todos los troncos, y hasta en los gajos de las matas de guayabas, y hasta en la ceiba que tiene tantas espinas. En todos pondría: «Bestias», «Bestias», «Bestias». Hasta que no quedara ni una sola mata que no tuviera esa palabra garabateada. Y el condenado de abuelo se volvería loco, tumbando árboles y más árboles. Y en cada uno de los que fuera a tumbar, con lo primero que se encontraría sería con la palabra «Bestias». Y siguiera tumbando, y los árboles le siguieran diciendo bestias, hasta que ya no pudiera más, y cayera al suelo, muerto de cansancio... Pero no. Esto no daría re¬sultado, porque el bruto de abuelo es tan burro que, como yo, tampoco sabe ni la o... Pero no importa que yo no entienda lo que Celestino está escribiendo. Yo sé que es una cosa muy linda, que si fuera algo feo mi familia no lo persiguiera.

-¡Ahí viene abuelo, hecho una furia! ¡Vámonos co¬rriendo!

-¿Para dónde?

-Para allá.

-Si por allá es por donde viene.

-Vámonos por este lado.

-Allí también está parado.

-¡Vámonos por aquella esquina!

-Por ella se acerca corriendo. i

-¡Alcemos el vuelo!

-Míralo allá, entre las nubes, con el hacha en las manos.

-¡Qué hacemos!

-Vamos a ver si podemos convencerlo.

-Pero, ¿cómo?

Abuela y abuelo nos han llevado al río.

Pero ellos no quisieron bañarse.

Yo les dije que por qué no se bañaban y ellos me di¬jeron que ya estaban muy viejos para esas cosas, y que nos bañáramos nosotros.

Entonces yo me tiré al agua.

Y nadé junto a mis primos.

Éramos tantos que casi no cabíamos en el río. Y yo me zambullí y fui nadando hasta donde estaba Celestino, y lo empujé al charco hondo.

Celestino se estaba ahogando. Pero yo corrí, y lo salvé.

-No dejes que me ahogue -decía, y me agarraba por el cuello-. ¡No dejes que me ahogue!

Y nadamos hasta la orilla.

Entonces yo lo acosté sobre la yerba, y me fui con los demás primos.

-¿Qué le pasaba a Celestino? -dijo abuela.

-Se estaba ahogando y yo lo salvé -dije yo.

-Qué muchachos estos. ¡Siempre están jugando al ahogado!

Toda la noche la he pasado en vela. Celestino no se siente bien. Pero no quiere decir nada. Aunque de todos modos yo sé que está malo. Las sábanas hierven de la fie¬bre que él tiene, y están empapadas, como si alguien se hubiera orinado en ellas, de tanto que ha sudado.

-Te estás muriendo.

-¡Qué bobería!...

-¿Quieres que te haga un cocimiento de apasote?

-No.

-¿Qué quieres?

-Nada. Me estoy acordando de lo que me dijo el mes de enero.

-¡Madre mía!...

-Tú también te estás acordando, ¿verdad?

-Me estoy casi acordando... Pero todavía no doy con la palabra.

Al fin ha llegado el día de Nochebuena. Me levanto bien temprano y empiezo a dar voces, para que todo el mundo se despierte. La algarabía de mis primos es inter¬minable. Mis tías pelean a voz en cuello, y no saben qué hacer. Todos los muchachos corren de un lado para otro, brincando de cama en cama, dando voces, mientras nos tiramos cosas por la cabeza. Abuela está que echa chis¬pas, pues abuelo está borracho, y no quiere matar los lechones.

-¡Siempre me toca a mí hacerlo todo! ¡Yo soy la es¬clava de esta casa! ¡Ese viejo lo único que sabe hacer es emborracharse, y ya!

-¿Y ya?... -le pregunta una de mis tías, y todas las de¬más se echan a reír. Las muy picaras...

Madre mía, qué alboroto. Qué alegre estoy. Voy co¬rriendo hasta el patio, y me encaramo en lo alto de la mata de ceiba, de un solo brinco... Allí está Celestino, en su nido. «Hoy es día de Nochebuena», le digo. «¿No te alegras?» «Sí, sí, me alegro mucho», me dice. Pero a mí me parece que está muy triste. «No piensas salir hoy del nido.» «No, no voy a salir, pues la paloma no ha vuelto en toda la noche, y yo tengo que quedarme, calentando los huevos...» Estuve muy serio por un momento; pero enseguida doy un salto, suelto la carcajada, y, encaramán¬dome sobre una nube, le digo a Celestino: «Bueno, ya te contaré cómo va la fiesta, y te traeré dulces y todo».

Los lechones ya están en las púas. Abuela asa los tres al mismo tiempo, pues abuelo no ha podido levantarse de la cama (aunque yo creo que él brincó por la ventana y cogió el monte) y mis tías y mis primos están bailando en la sala. ¡Qué linda está hoy mi madre! Ella también está bailando en la sala. ¡Qué linda está hoy mi madre! Se ha quitado ese carapacho negro que siempre lleva a cuestas, y se ha puesto un vestido de flores muy grandes, que parecen hojas de crotos, y baila, mientras un grupo de primos toca en el fondo de un taburete y canta cosas muy alegres. Celestino, algunas veces, se baja del nido, y viene revoloteando hasta mí. Yo soy el único que lo veo llegar, y enseguida lo veo volver a irse, muy serio, y quedo algo preocupado. Pero es tan grande la fiesta, y tanta la algarabía y la risa y el escándalo, que ya casi ol¬vido a Celestino; y solamente cuando lo veo venir sobre el aire, muy silencioso, y posarse sobre uno de mis hom¬bros, me doy cuenta de que él existe, y que está allá arriba, entre las espinas de la mata de ceiba, calentando unos huevos que ni siquiera son suyos... Al fin abuela saca los lechones de las púas, y los pone sobre una yagua. Nosotros nos abalanzamos a ellos. Pero abuela nos sitúa a raya, cogiendo un palo, y nos dice:

-¡Ordénense, si quieren que les dé un pellejo!

Mis tías dejan de bailar. ¡Qué cómico!, todas mis tías bailan solas porque ninguna tiene marido. Es que a ellas no hay hombre que las resista, y las pocas que se casaron, lo hicieron de puro milagro; pero en cuanto los maridos se dieron cuenta de la clase de mujeres que habían cargado: desaparecieron y no dejaron ni el rastro... Aunque, según mi abuela, mis tías están desmaridadas por una maldición que les echó Toña la lavandera, que vivió siempre enamo¬rada de abuelo, y abuela le dio a tomar café embrujado. Y la mujer estiró las patas. Pero antes de morirse, dijo: «Que en tus hijas se ensuelva, desgraciada, este mal que me echaste». Y bien parece que se ensolvió, porque todas andan al garete, sin nadie que las quiera ni mirar.

Ahora están sentados a la mesa. Ya te sirven la co¬mida. Tu madre te quiere mucho, busca la mejor posta para ti. Pero tú no debes comer tanto. Acuérdate que hoy es el Gran Día.

Ahora están todos sentados a la mesa, la hora del gran día ha llegado.

El coro de tías entra, vestido de harapos.

Los duendes han venido en grupos. Y tus primos muertos ya resplandecen, y cobran su forma de siempre.

Tu madre viene peleando desde la cocina, y dice: «Él se comió todo el lechón».

La abuela, que había bebido demasiado vino tinto, se come ahora un trozo de plátano hervido, y cada vez que te mira escupe en el suelo.

Momentos antes de que lleguen las brujas, entra el abuelo, con un pájaro muerto entre las manos.

Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (IV)


Y abuela salió con el cubo en la vara, la vara en el hombro, y las manos puestas en el cuello. Y lo único que oímos fue el «puss» que hizo cuando cayó en el pozo. Pero nada más oímos. Ni siquiera un grito ni nada. Y a mí me mortifica mucho eso de que abuela no gritara antes de estrellarse en el fondo, porque ahora pienso que a lo mejor lo que ella tiró fue una piedra, y anda escondida por ahí en cualquier cueva, y nada más está esperando el momento en que nos quedemos todos dormidos, para venir y cortarnos la ca¬beza. Eso es lo que yo pienso, y ya se lo dije a Celestino, pero él me dijo que no pensara más en esa tontería, y que abuela seguramente estaba en el fondo. Pero yo sigo con mis dudas y cualquier día seco el pozo para ver si es verdad que ella está en el fondo. Por ahora me embrollo siempre la cabeza con las sábanas, aunque haga un calor del diablo y me empape en sudor. Pero muchas veces no me queda tiempo para pensar en que si abuela está viva o está muerta, pues mamá y abuelo (que sí están muy vivos) son más peligrosos que ella, y se pasan el día tratándonos de matar de veinte maneras distintas. Ya ni Celestino ni yo pegamos los ojos en toda la noche, y estamos siempre pen¬sando que en cualquier momento se nos aparece en la puerta abuelo, con el hacha en alto, y nos hace pedacitos.

En estos días ha vuelto de nuevo la gran neblina. Y abuela también ha vuelto. Se nos apareció una tarde, cuando estábamos comiendo; y abuelo al verla dio un grito enorme, como un gato cuando le echan agua hir-viendo en el lomo. Pero abuela le dijo: «No te asustes, cabrón, que sólo soy un espíritu». Y se sentó a la mesa. Y parece que era verdad que era un espíritu, pues no probó ni un bocado de comida. ¡Con lo glotona que era en vida!, tenía que estar bien muerta para no atragantarse de líos de maíz y de plátano hervido. Mi madre no le hizo ni pizca de caso y ni la miró siquiera. «Ni muerta me perdona esta desgraciada», dijo abuela, y salió hecha un humo por la puerta de la cocina. Nosotros seguimos» comiendo. Y abuelo, que ya se había serenado un poco, dijo que era una gran desgracia y que esa mujer no lo de¬jaba tranquilo ni ahora que ya estaba muerta. Después se hizo de noche, y mi madre me obligó a ir al pozo para traer agua y regar las flores.

Todo el mundo ya sabe que Celestino es poeta. La noticia ha corrido por el barrio completo, y ya lo sabe todo el mundo. Mi madre dice que se muere de ver¬güenza y que no saldrá más nunca de la casa, Adolfina dice que ésa era la causa por la que no puede encontrar un marido, y hasta mi abuela-muerta se ha encerrado en la prensa de maíz y dice que de ahí no saldrá ni aunque vuelva a vivir. Al abuelo ya los lecheros no le compran la leche que dan las vacas, y cuando los lecheros pasan por frente a la casa nos tiran piedras y dicen: «Ahí viene la fa¬milia del poeta». Y se van riendo a grandes carcajadas.

Por toda la casa nada más que se oye el mormolleo de mi familia, que confabula y busca la manera de que Ce¬lestino desaparezca.

-Tenemos que matarlo -dice abuelo.

-¡Bestias! -le responde abuela- muerta, solamente por llevarle la contraria, pues enseguida se ríe de medio labio, y dice-: Déjame eso a mí, que yo soy la que tengo más experiencia...

-Tírenlo al pozo -dice mi madre. Y, de pronto, lo único que se oye es su voz que va creciendo y creciendo, y ya nos deja sordos-: Tírenlo al pozo, tírenlo al pozo, ¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

Celestino también ha oído esa voz, que no parece que saliera de la garganta de gente alguna, sino de una bestia horrible, que por mucho que yo imagino su forma, no doy con ella. Y sigo imaginando. Y vuelvo a imaginar. Pero nada... «Tírenlo al pozo.»

«Tírenlo al pozo.»

«Tírenlo al pozo.»

«Tírenlo al pozo.»

Aserrín aserrán

las maderas de san Juan;

los de Juan piden pan,

los de Enrique, alfeñique...

Ya se me olvidó esa canción. Iré hasta donde está mi madre, tejiendo el fondo de un balance, para decirle que me la cuente.

-Mamá, ya se me olvidó el canto del «Aserrín». ¿Por qué no me lo vuelves a contar?

-iQué muchacho!, otra vez con sus ñoñerías. La cul¬pa la tengo yo por haberlo engreído tanto. Ven, sube a mis piernas.

Mamá me ha sentado en sus piernas. Y ha empezado a cantar. Qué buena es mi madre. Todavía a mí me gus¬ta mucho que ella me cante y me cargue, aunque mamá siempre tiene que estar trabajando. Pero, por las noches, yo le echo un lloriqueo, y entonces ella viene hasta donde yo estoy, me pregunta qué me pasa, y, cargán¬dome, me lleva hasta el balance que se mece; y empieza a contarme un cuento... Mientras mamá me balancea en el asiento, y me canta el «Aserrín aserrán», Celestino se va poniendo muy serio, sin levantarse del quicio que está en la puerta de la sala. ¡Pobre Celestino! Él no tie¬ne a nadie que le cante siquiera un «Materilerón», y siempre tiene que dormirse solo, y sin que nadie le pase la mano.

-¿Por qué no cargas a Celestino también, mamá?

-Es que ya él está muy grande.

-No, si todavía es tan chiquito como yo. Míralo.

-Es grandísimo. Duérmete, que ya es tarde.

Según dice la gente, nosotros nos estamos volviendo locos. La única que no cree eso que dicen los demás es mi madre, que todavía me carga de vez en cuando y me hace un cuento y todo. Aunque casi siempre ella se queda dormida antes que yo.

Abuelo ha descubierto algunos troncos de árboles escritos, y se ha puesto muy bravo. «Pamplinas», dice, «al¬gún sanaco ya está escribiendo pamplinas.» Yo no sé, pero debe de haber algo que viene de atrás para que abuelo se ponga tan bravo al ver los árboles garabateados. Si no, ¿por qué se iba a poner así? Sí, debe de haber algo que yo no sé.

-Cárgame -le dije yo a mi madre.

Y entonces ella dijo:

-Vete al diablo, y déjame tranquila.

Yo la miré bien, porque no pensé que ésa fuera mi madre. Y en verdad no era ella, aunque su voz y su cara y su cuerpo eran los mismos. Pero sus pies se habían vuelto dos digas grandes como de alacrán, y de sus ojos salían dos culebras ciegas que me enseñaban la lengua.

-Mamá -dije yo, y las culebras escondieron la lengua pero no dejaron de mirarme.

Celestino está llorando detrás del excusado. Yo voy y le pregunto por qué llora, pero no me responde, y entonces yo no sé qué hacer, y me pongo a llorar también, hasta que abuelo nos descubre y nos dice: «Cabrones, ya están llo¬rando otra vez, ¡si los cojo los voy a colgar!». Celestino y yo echamos a correr, y nos encaramamos en el capullo de la mata de ceiba. Y allá, entre las hojas, nos quedamos muy tranquilos y seguros de que abuelo no nos ha de descu¬brir. Y seguimos llorando bajito, para que nadie se entere.

Del monte vienen las vacas, vestidas de blanco. De blanco las vacas del monte. Vienen.

Hemos dormido la siesta debajo de las yagrumas. Nos despertamos y volvemos a quedarnos dormidos. Así todas las mañanas, las tardes y las noches. Y ahora, que amanece, volvemos a recostarnos. Y ya dormitamos de nuevo.

Cuando estábamos dormidos vino una bruja y nos pinchó con un palo de la escoba. La bruja dijo: «Ya es tarde», y salió volando, montada en su escoba. Yo llamé a Celestino para preguntarle si la había visto, pero cuan-do abrí los ojos, me di cuenta que aún yo estaba dor¬mido, y no pude preguntarle nada.

Vestidas de blanco, todas las vacas en largas hileras, en largas hileras, en largas hileras...

Entonces miré para arriba, y vi a Celestino allá, muy alto, galopando detrás de la bruja. Enjorquetado también en la escoba.

Del monte, del monte...

Todo esto lo sé por un pájaro carpintero que vive en uno de los huecos de la mata de yagruma, y que me lo ha contado todo. Que si no, no me hubiera enterado de nada. El pájaro carpintero me dijo también que pensaba hacer¬le tantos huecos a la mata de yagruma, que iba a llegar un momento en que la mata desaparecería, y entonces él tendría un hueco tan grande que nadie podría ver, y todo el mundo pensaría que él estaba viviendo en el aire.

Yo no supe qué hacer, el pájaro carpintero terminó de hablar. Entonces le pregunté a Celestino qué podría ha¬cer. Y él me dijo: «Mátalo, que lo que ha dicho es malo».

Y matamos al pájaro. Aunque el hueco ya estaba he¬cho antes de que el pájaro nos lo dijera, y no era él quien lo había hecho, ni cosa que se parezca.

«Mañana te compraremos un par de zapatos», dijo mi madre, antes de taparme con las sábanas. Luego estuvo un rato más conmigo, y, al fin, yo me fui quedando dormido, y vi cómo ella se me iba borrando poco a poco de entre los ojos. Entonces se me apareció mi abuela, y me dijo: «Vejigo mal criado, vives como si fueras el Rey de la casa. ¡Ya está bueno!, desde mañana te levantarás bien temprano y saldrás con tu abuelo a buscar los terneros y le ayudarás a ordeñar las vacas, ya que la damisela de tu primo no sirve para nada, y cuando no es una lombriz que vomita, es una diarrea o una fiebre, pero el caso es que nunca puede hacer lo que uno le manda. ¡Desgraciada familia la de nosotros: todos son unos inútiles! La culpa la tuve yo por casarme con el enclenque de tu abuelo.

Y sabes, mañana bien temprano te voy a llamar. ¡Ya está bueno de haraganerías! Si no trabajas no te vamos a dar comida, ni a ti ni a tu madre».

Bien temprano mi madre vino hasta donde yo estaba medio dormido, y me dijo bajito: «Levántate, que ya tu abuelo está preguntando por ti». Entonces yo me le¬vanté y la abracé. Y sentí cómo ella temblaba por den-tro. Pero no le dije nada porque creo que yo también estaba temblando, y si se lo hubiera dicho a lo mejor ella hubiera empezado a llorar. Porque últimamente a mi madre le ha dado por lloriquear. Ahora mismo, que es-toy buscando a un condenado ternero por entre estos derriscaderos, yo sé que mi madre está llorando detrás de la prensa de maíz o recostada al brocal del pozo. Llora mi madre, y yo no sé qué decirle ni qué hacer.

Y lo peor es que si mi abuelo la ve llorar la coge con ella y, hecho una furia, le empieza a dar trompadas en la cara. ¡Condenado ternero, deja que lo encuentre que lo voy a matar a pedradas!

-Mira, mamá, he recogido estos caimitos del monte y te los traigo.

-Qué bueno. Están muy sabrosos.

-Ahí está el comemierda de tu hijo otra vez con esa porquería de frutas. Lo único que haces es llenar la casa de basura. Dile que las bote ahora mismo.

-¡Bótalos!

-No, cómetelos.

-Bota esos caimitos, que ahí viene tu abuelo.

Esta noche no puedo dormir aunque cierre los ojos, y algunas veces hasta me los estrujo con los dedos. Mamá se me ha acercado muchas veces, y me ha dicho: «Bota los caimitos», «bota los caimitos». Luego llega mi abuelo con una soga, y me dice: «Llegó la hora de ahorcar a tu madre. Ven, para que le hagas el nudo».

«Hazme el nudo», dijo mi madre, apareciéndose en el lecho. Ya colgando de la cumbrera.

Luego entró abuelo, con un orinal en la mano. «Bebe, hijo de matojo», dijo.

Y yo bebí.

Abracé entonces a Celestino, y al fin pude quedarme dormido, según cuenta la bruja, que ahora anda conmigo para arriba y para abajo.

-Tú eres lo único que tengo, hijo mío.

-Sí, mamá.

-Debes quererme siempre.

-Sí, mamá.

-Si tú me dejas, no sé qué sería de mí.

-Sí, mamá.

-Tú eres lo único que tengo...

-¡Qué picazón donde no puedo rascarme!...

Ya solamente faltan unos días para las pascuas. Unos días nada más. Entonces vendrán todos mis primos y mis tías. ¡Qué fiesta tan grande! Ese día yo no pienso ir a bus¬car los terneros, aunque abuelo me rompa el lomo a cintazos... La bruja que anda conmigo me ha despertado de un manotazo, y riéndose se ha encaramado en la baranda de la cama. Celestino sigue durmiendo. El pobre. Según parece, anoche estaba muy enfermo, pues no hizo más que quejarse y fue al excusado como seis veces. ¡Qué tris¬teza tan grande me da ver lo flaco que se ha puesto Ce-lestino! Se le pueden contar hasta las costillas. Y eso que algunas veces, por la noche, yo me levanto y robo algo de comer en la cocina, y se lo traigo. Pero nada, él sigue cada día más flaco. ¡Qué tristeza tan grande me da verlo! Ya está en el hueso pelado. La culpa de eso la tiene abuelo, que no lo deja probar ni un bocado, con las mi¬radas que le echa en cuanto él se sienta a la mesa. Sí, por¬que aunque abuelo no le dice a las claras que se vaya y no coma, en cuanto Celestino viene a la mesa él empieza a ponerse furioso. Y tira las cucharas, y deja caer la sopa, y empieza a mirar con rabia a Celestino, como si él tu¬viese la culpa de algo. Y el pobre Celestino, que no sabe nada del mundo, cree que es verdad que él tiene la cul¬pa de algo, y se va llorando para la cocina. Y entonces abuelo dice que ya no aguanta más a «ese muchacho» que no come nada más que para mortificarlo, y con el pre¬texto de que lo hace para que coma, va hasta la cocina y le cae a patadas a Celestino. Mientras abuelo le da pata¬das a Celestino en la cocina, Adolfina canta con la boca cerrada, dice que para que no le salgan arrugas; mi madre llora muy bajo, sin dejar de comer, y abuela pelea con ella y le dice: «Boba, so boba». Entonces yo me quedo muy tranquilo, y oigo de vez en cuando los resoplidos del pobre Celestino, que rueda por el suelo, mientras abuelo lo acribilla a patadas... Siempre que pasa esto (y es todos los días) mis primos muertos comienzan a bajar por el techo; y se sientan a la mesa, y comen mucho, pues dicen que tienen que comerse ahora todo lo que no les dejó comer el abuelo cuando ellos estaban vivos y eran pateados.

El ruido de las patadas de abuelo se confunde con los resoplidos de Celestino.

Ya bajan mis primos muertos.

Abuela le da una trompada a mamá y le dice boba más de cien veces, hasta que, furiosa, le rompe un plato en la cabeza y le tira un poco de harina caliente en los ojos.

La bruja se fue, asustada. Y al verla irse yo sentí un miedo horrible, pues pienso que a lo mejor no vuelve nunca.

Yo creo que lo que tiene Celestino es una tripa reven¬tada por una de las patadas del abuelo, sí, debe de ser esa su enfermedad.

Otra vez la comida y otra vez las patadas. Uno de mis primos muertos me ha mirado, lloriqueando, y me ha di¬cho: «Verraco».

Luego desaparecen todos a una señal. Pero la palabra verraco se ha quedado rascándome los oídos. Verraco. Verraco. Verraco. Verraco. Verraco. Verraco.

Verraco.

Verraco.

Verraco.

Verraco.

Ya sé lo que mi primo quiso decirme con la palabra verraco. Mañana, a la hora de la comida, me pondré de acuerdo con ellos... Celestino se queja esta noche más que nunca. Mañana hablaré con mis primos muertos.

¡Qué alegría!: la bruja me despertó hoy por la mañana con la misma bofetada de siempre.

He descubierto que mi madre ha dejado de hablarme; según me dice la bruja, es que está celosa de Celestino. -Mentira -le digo yo a la bruja. -Sabes que es verdad. -Yo la quiero a ella. -Ella también a ti. -Entonces, ¿por qué no me habla? -Porque sabe que tú quieres más a Celestino.

Ahora, después de tanto tiempo, me doy cuenta que mi madre estaba más loca que una cabra. La pobre, sería por el hambre que pasó, o quizás por la falta de marido; según me ha dicho la bruja, en la mujer eso es terrible. ¡Qué suerte no ser mujer!

Estamos ya en el comedor. Celestino, como siempre, es el último en llegar a la mesa. Abuelo, en cuanto lo ve, empieza a refunfuñar. Celestino se sienta, y abuelo mal¬dice y tira un grajo en mitad de la mesa. Celestino no se atreve a servirse. Abuelo deja caer el plato en el suelo y empieza a pelear con Celestino, porque dice que él tiene la culpa. «¡Condenado muchacho, siempre me confunde!» Celestino se acerca temblando, y recoge los vidrios del suelo. Abuelo le empieza a dar trompadas en la cara. Mi madre está ya con los ojos anegados en lágrimas. Adolfina empieza a cantar. La bruja, como siempre, sale hu¬yendo por el techo. ¡Y ya llegan mis primos muertos!...

Hambrientos más que nunca, revuelven toda la mesa y se lo comen todo, hasta el grajo de abuelo.

Abuelo arrastra, golpeando, a Celestino hasta la co¬cina, y allí le empieza a dar patadas.

El primo que ayer me dijo verraco se me acerca y me lo vuelve a repetir.

-No -digo entonces yo.

-¿Por qué no? -me dicen todos mis primos muertos.

-Porque quiero matar al abuelo.

Todos mis primos dejan de comer, y de un salto co¬gen la gran fuente de barro y me la ponen en la cabeza.

-Coronado estás -dicen, y salen huyendo por el te¬cho-. Esta noche nos veremos.

La fuente de barro cae al suelo y se hace añicos. Abuela empieza a pelearme:

-¡Cómo se te ocurre ponerte una fuente en la cabeza! ¡Puerco! Eso no es ningún sombrero. Ahora nos servire¬mos la comida en un orinal. So comemierda. ¡Si lo que mereces es que te estrelle a golpes!

Y empieza a darme trompadas, sin dejar de maldecir, mientras yo me río y me río a carcajadas.

A cualquiera le daría grima ver la neblina que hay hoy. Desde que amaneció no he podido verme ni las ma¬nos siquiera, y ya horita llega el mediodía. ¡Qué barbari¬dad! Estos tiempos son siempre así. Pero, de todos mo¬dos, a mí me encanta que sean así. Entre la neblina todas las cosas se ponen blancas. Entre esa blancura del aire, Celestino y yo andamos dando tropiezos y nos sujetamos uno de otro para no despeyucarnos contra algún troncón. Hoy será un día de mucho trabajo para Celestino, que cuando hay neblina él escribe más de la cuenta; y algunas veces nos coge la noche en mitad del monte, pues la fie¬bre de la escribidera no lo suelta hasta que ya todo está oscuro y se ha dado dos o tres pinchazos en los dedos con el punzón de garabatear los árboles... También me gusta la neblina porque de esta forma el condenado de mi abuelo no nos puede encontrar tan fácil, como cuando todo está claro, y por lo menos podemos respirar tranquilos, pensando que no tenemos al viejo, hecho una furia, corriendo detrás de nosotros.

Yo, igual que siempre, me he parado en el camino a vi¬gilar, aunque nada vigilo, porque nada veo. Ni siquiera a mí mismo. Y sólo tanteo una gran neblina que algunas ve¬ces chispetea, para volver a cerrarse enseguida, más espesa en toda su blancura. Y sólo oigo el ruido de los pájaros, que cantan a tientas, y se pierden sabrá Dios por qué rum¬bos... El ruido de los pájaros, y el golpear de Celestino en el tronco de las matas. Y ya no me preocupa lo que pueda tardar en escribir esa poesía. Y algunas veces deseo que no termine nunca. Que nos muriéramos los dos y la poesía si-guiera sin terminar. Pienso en eso porque si algún día él termina, no sé qué íbamos a hacer ya, y yo no tendría por qué pararme en mitad del camino, agazapado entre la ne¬blina y cuidándolo. No, ojalá no termines nunca. No te apures, bien suave. Golpea bien suave... Despacio, bien despacio, que ya horita somos unos viejitos y hacemos «zassss». Despacio... Despacio... despacio...

Por fin abuelo nos ha descubierto; veo entre la ne¬blina su hacha echando chispas. Voceo a Celestino para que deje de escribir y salga corriendo. La bruja también echa a correr detrás de mí. Y los tres nos escondemos en¬tre las piedras grandes, que están siempre más allá del río... El sol, que ya se deja entrever, hace que la bruja de¬saparezca poco a poco. ¡Adolfina!, le grito, pues por un momento veo que ella es la bruja y que me ha mirado hasta con un poco de tristeza. Pero ya se disuelve entre la blancura y no sabré nunca si realmente era Adolfina... Abuelo se ve ahora más claro que nunca, encorvado so¬bre los troncos donde Celestino estuvo garabateando. El ruido del hacha es ahora lo único que se oye, hasta que abuelo, muy cansado, se tira sobre un palo y empieza a llorar con grandes gritos, que parecen bufidos... A Celes¬tino también se le salen las lágrimas, y yo miro para arriba, porque quizás esté cayendo un aguacero y no nos hayamos dado cuenta. Si yo pudiera, me acercaría hasta donde se encuentra abuelo y le pasaría la mano por el lomo, pero ¡qué va!, este viejo es más arisco que un perro jíbaro, y nada más hace verme y ya está refunfuñando y peleando. Yo no sé por qué este desgraciado, que parece una ciruela pasa, me tiene tanto odio. Total, yo no tengo la culpa de que Celestino escriba poesías, y no veo nada malo en eso. A lo mejor el viejo lo que tiene es envidia. Pero no. Yo sé que no es envidia, lo que él nos tiene a Celestino y a mí es odio. Sí, yo sé que es odio, odio, por¬que aunque ya somos unos viejitos seguimos teniendo los mismos años que cuando llegamos a la casa, y, como él dice, «no servimos ni para limpiarnos el culo». Sí, eso es lo que pasa: aspiró a que nosotros nos hiciéramos ca¬ballos como él, y nos quedamos potricos... ¡Viejo mal¬dito!, no pienses que nos vas a poner herraduras.

El hacha de abuelo ha alzado el vuelo y se ha clava¬do en la frente de Celestino. Yo trato de zafársela, pero no puedo. Abuelo suelta la carcajada y dice: «O te dejas herrar o no le saco el hacha a ese comemierda». Yo no sé qué hacer, pero al fin digo que sí, me dejo herrar.

Hemos regresado de la siembra del maíz, abuelo nos cargó a Celestino y a mí, y nos trae en sus hombros, mientras nosotros lo pinchamos con una espuela y le da¬mos fuetazos y patadas. Abuelo no dijo nada en todo el camino, y nosotros lo hicimos correr mucho y luego le dijimos que se subiera en lo más alto del cerro de los muertos. Y allá fue con nosotros encima. Luego yo le dije: «Ahora tienes que brincar con nosotros a tu espalda, desde este cerro hasta el otro, y si no lo haces yo te saco los ojos». Abuelo brincó, pero cuando llegó al otro cerro dio un resbalón y se cayó, con nosotros a la espalda. En¬tonces lo amarramos de un almácigo, y con la estrella de la espuela le hicimos «páfata» y le vaciamos los dos ojos. Él no dijo ni ay, y yo le dije canta y él cantó. Luego nos aburrimos y nos fuimos sin hacer ruido. El abuelo, ciego, no pensó que lo habíamos dejado solo, y siguió cantando y cantando... Y dicen que todavía hoy se le oye cantar, mientras camina de una punta del cerro a la otra punta, sin atreverse nunca a cerrar la boca.

-No juegues con las tusas, que son para atizar el fogón.

-Pero si estas tusas están verdes.

-¡Te he dicho que dejes esas tusas ahí!

-Si no juego con las tusas, ¿con qué voy a jugar?

-Con nada. ¡Bobo! No ves que ya eres un viejo para ser tan comemierda.

Soy un viejo. Me han dicho «eres un viejo», y ya soy un viejo. Desde lo más alto de la mata de higuillos las cencerenicas se tiran de cabeza, y, picoteándome, me di¬cen: «Eres viejo», «eres viejo».

¡Soy viejo, qué maravilla, soy un viejo! ¡Viejo!

¡Qué viejo tan viejo, viejo!

Qué viejo viejo viejo viejo...

Qué viejo... Viejo. Qué viejo...

Me fui a bañar en el arroyo y entonces me di cuenta que estaba soñando, y que no era un viejo. Pero al des¬pertar, abuela me clavó un cuchillo en el cuello, y me dijo: «Muérete, viejo, qué esperas».

¡Viejo!

¡Viejo!

¡Viejo!

¡Viejo!

¡Viejo!

Viejo... Soy un viejo, qué alegría tan triste.

Me dieron la noticia ayer por la noche y yo no la quise creer. Esperé a que se hiciera de día; y todavía no había amanecido cuando salí corriendo para el pozo, y a él me asomé, asustado, para ver si era verdad que ya era un viejo. Y en vez de mi cara arrugada y toda llena de huesos, lo que vi fue a un muchacho muy chiquito, que nadaba junto con los guayacones y los pitises, y me lla¬maba muy contento. Pero no me asusté. Me grité de nue-vo, pero tampoco me respondí, y, al fin, me fui poniendo cada vez más pequeño, hasta que me puse del tamaño de las hormigas, y seguí disminuyendo, hasta que me per¬dí en el fondo, y, aunque mucho me asomé desde el bro¬cal, no pude verme... Llegué a la casa y comencé a dar gritos, parado en el fanguero que hacen las aguas que abuela tira desde el fregadero. Mi madre salió corriendo, muy asustada, desde la cocina, y me preguntó:

-¡Quién fue el que te mató ahora! Anda, dime, aun¬que sea una vez, quién fue el que te mató.

-Tú -dije yo entonces para mortificarla-. Tú fuiste, mamá.

Ella me miró, y luego empezó a rezar y a pedir perdón.

-No le hagas caso a ese maldito -dijo entonces mi abuela, que salía del fregadero, con un poco de agua su¬cia para tirarla en el fanguero-. No le hagas caso a ese maldito mentiroso, pues quien lo mató fui yo.

Mi madre se serenó un poco. Y entramos en su cuarto. Es muy raro el cuarto de mi madre. ¡Si ustedes lo vieran!: en él no hay cama ni ventanas. Sólo una piedra, donde mamá tiene siempre una vela encendida, que no alumbra a nadie. Mi madre duerme echada a un rincón junto con un pollo, dos gallos y las gallinas, que la llenan de mierda por la noche, encaramándose sobre ella y todo. Algunas veces, por la noche, cuando salgo corriendo rumbo al excusado, he oído dentro del cuarto de mi ma-dre un grito muy alto, y el escarceo de todos los gallos y las gallinas. He oído esos gritos y esos escarceos, y una vez, nada más, me atreví a asomarme, para ver qué pa¬saba dentro. Me asomé, y miré: mi madre colgaba de lo alto de la cumbrera, y las gallinas, los pollos y los gallos daban saltos y revuelos, tratando de llegar hasta la soga que sujetaba a mi madre por el pescuezo, pero nada, na¬die pudo treparse hasta donde mi madre se balanceaba, toda morada y con los ojos muy abiertos... Yo salí, hecho una centella, para mi cuarto, donde estaba acostado Ce¬lestino, y, de un salto, me tiré en la cama.

-¿Qué pasa? -dijo Celestino.

-¡Mi madre está guindando de la cumbrera!

-¿Qué madre?

-La mía...

-Tendré que despertarte para que te des cuenta que estás soñando.

-Sí, despiértame...

Pero no pudo despertarme. Celestino me golpeó y me volvió a golpear, y nada, yo seguía durmiendo. Y desde entonces creo que no me he vuelto a despertar, porque todavía, por las noches, cuando voy al excusado, siento el grito en el cuarto de mi madre, y aunque muchas veces he tenido deseos de asomarme, el revoloteo de los gallos y las gallinas me dice que para qué, que si me asomo veré lo que ya vi. Entonces salgo corriendo para el cuarto. Y me digo: quién sabe si esta noche Celestino me puede despertar. Pero no lo consigue, le digo que estoy so¬ñando, y él me sacude lo más que puede. Y yo sigo diciéndole que estoy soñando.

Abuela y abuelo han metido todos los trastos en el baúl grande que está detrás de la prensa de maíz. Ahora le pasan una gran cadena al baúl y obligan a mi madre a que lo arrastre. Mi madre delante puja y tira. Abuelo y abuela, detrás, empujan el baúl. Pero mi abuela, siempre tramposa, se encarama a cada rato encima y mi madre tiene que pujar más todavía. Así pasan ya por detrás de la casa, dejan el pozo -donde Adolfina canta con la boca cerrada- y se pierden por todo el sao.

Yo trato de alcanzarlos, pero cada vez están más lejos. Atraviesan las lomas de La Perrera, las sabanas de Aguas Claras; se encaraman ya en los cerros de Gibara... Mien¬tras desaparecen sigo oyendo el humm hummm de Adolfina, que se hace cada vez más alto y claro y que a mí me parece triste.

Regreso guiado por ese sonido.

Adolfina, detrás del pozo, canta, como siempre, con la boca cerrada. Ha preparado una gran mezcla de tierra blanca, agua y limón y se cubre con ella toda la cara.

-¡Adolfina! ¡Adolfina!

Ella no responde. Sin dejar de cantar se cambia ahora de cara con los dedos.

-¡Adolfina! -grito.

Ella se mete los dedos en la mezcla y se hace una boca grande, con un lunar al costado.

-¡Adolfina! ¡Adolfina!

Se vuelve a borrar la cara y se hace una boca chiquita y unos ojos y unas cejas que le cogen toda la frente.

Me acerco.

-Adolfina -digo, tocándola.

Sin dejar de cantar con los labios cerrados, ella se pone ahora una nariz recta y larga y unas orejas de ratón.

Como no me hace caso, meto mis manos en su cara. Mis dedos se hunden en la costra de tierra blanca que se va desmoronando sin que detrás quede nada.

-¡Adolfina! ¡Adolfina!

Pero estoy solo sobre un pequeño fanguero blancuzco que ya ni suena.

Después que todo el mundo desapareció y queda¬mos Celestino y yo solamente en la casa, me ha venido entrando un miedo muy grande. ¡Qué se hicieron la gente! ¡Dónde está todo el mundo! Algunas veces yo me paro en la mitad del camino y espero a que alguien pase para preguntarle por el rumbo que cogió la gente de mi casa. Pero por estos caminos no pasa nadie ya; y cuando pasa alguien no me hace ni gota de caso. ¡Bestias que son todos los que viven en este barrio desgraciado! Ni porque les hablo en buena forma me hacen el menor caso. En¬tonces yo me planto delante del primero que pasa, y le digo: «Oiga, ¿pero usted es sordo?». Pero también tiene que estar ciego, porque yo me revuelco en el suelo y hago mil maromas, para que vea que estoy interesado por algo. Y algunas veces me pongo furioso y les caigo a golpes a los que pasan (que ya cada vez son menos), pero tam¬poco me ponen atención. Y yo grito, brinco y pataleo, y le tiro las piedras a la gente. Pero todavía nadie me ha mi¬rado siquiera. Pero de todos modos yo no pierdo las es¬peranzas. Y sigo vigilando, acá, en mitad del camino, sen¬tado sobre una piedra molestísima, mientras un gran silencio va envolviendo el monte. Sigo esperando a que alguien pase, y aunque no me diga nada de mi familia, por lo menos me mande a la porra, pero que me haga algo.


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