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29 de marzo de 2019

Llego a ser profesor de Yale (memorias de josé Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



Seguí mis estudios, y entre aprietos y alegrías llegué a terminar mi doctorado en 1941. Entonces, tal y como lo había previsto el profesor Lukiens, me nombraron profesor en el Departamento de Español de Yale. Allí me quedé durante toda mi carrera, investigando y enseñando las letras y la cultura hispanoamericanas, siempre tratando de abrirle espacios a estos campos dentro del mundo académico norteamericano.

Al principio encontré bastante resistencia. Recuerdo que la primera vez que fui a una reunión de la Modern LanguageAssociation, en Nueva York, me invitaron a un almuerzo algunos profesores. Yo todavía era estudiante graduado y me sentía muy orgulloso de estar entre las luminarias de la profesión. En eso el profesor Miguel Romera Navarro, un andaluz que enseñaba en la Universidad de Pennsylvania, me preguntó que sobre qué estaba haciendo mi tesis doctoral. Le contesté que sobre la literatura dramática cubana desde sus lejanos orígenes en la colonia hasta el momento actual en la república. Y el profesor declaró categóricamente: “!Pero en Cuba no hay teatro!”. Y agregó con voz tajante: “En Hispanoamérica nunca hubo, ni hay, ni habrá teatro”. Yo apenas logré contener mi ira y le respondí sencillamente: “Rebatir su punto de vista es precisamente el propósito de mi tesis”.

No fue Romera Navarro el único en querer ignorar la literatura hispanoamericana, porque en esa época predominaban los que creían que lo único que valía la pena enseñar era la literatura peninsular. Cuando empezaba yo d eprofesor, hice una visita a la Universidad de Princeton y conocí al renombrado Américo castro. Él me preguntó: “¿Qué enseña?”. Y cuando le contesté, me dice: “¿Literatura hispanoamericana” ¡Pero eso no existe!”. Inmediatamente le digo: “!Entonces yo no existo!”. El hombre era tremendo. Parecía que iba a comerme a pedazos o tirarme a la basura.

Por eso dediqué mi carrera a demostrar no sólo la existencia, sino la importancia de la literatura hispanoamericana. Y como es sabido, mis ideas al fin han triunfado. 


Regreso de visita a Mayarí (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


Después de graduarme en Yale seguí mis estudios literarios en la misma universidad. Al terminar el primer año del programa de doctorado, en 1938, ya tenía un poco de dinero ahorrado y decidí regresar de visita a Mayarí por unas semanas. Me acompañó el compañero del Departamento de Español, Robert McNemey, un irlandés rubio y bonachón que se daba a querer por todo el mundo y tenía muchas ganas de conocer a Cuba.

Imagínate la emoción, mi primera visita después de haber estado ausente seis años. Encontré a mis hermanitos crecidos, pero mi pueblo ahora se había achicado. Yo estaba acostumbrado a ver frente a mi casa el Ayuntamiento, un edificio de cemento de un solo piso, que de niño me parecía muy grande, pero después de ver los edificios de Nueva York y de Boston y las torres de Yale, pues lo encontré muy pequeño y bajito. Y las calles estaban tan calladas, porque casi no había tránsito. Sí, Mayarí era una villa tranquila. Pero eso sí, la gente muy buena, muy cariñosa, muy compenetrada.

Y tuve el gran honor de que durante esa visita me dieran el título de Hijo ilustre de Mayarí. La idea fue de Jonás Galán, que era muy emprendedor. Lo habló con don Humberto Tamayo, con varios de los concejales y con el alcalde, que era el padre de Braulio Lecusac. Hicieron un acto en el Ayuntamiento, en la sala consistorial. El discurso lo hizo un farmacéutico de Santiago, amigo de Jonás Galán. Mis padres asistieron, muy orgullosos. Fue una cosa pequeña pero muy conmovedora.

Lo celebramos no con una, sino con dos fiestas. La juventud de Mayarí aprovechaba cualquier ocasión para tener una reunión bailable en la casa de algún vecino, y a eso le llamaban “un asalto”. Se llamaba así porque no se anunciaba, sino que iban a tu casa y decían: “Venimos a tener un asalto”. Y la persona dueña de la casa se reía y decía: “Sí, cómo no. Ayúdenme a quitar los muebles y darle espacio para que bailen”. Y tus amigos todo lo tenían preparado y se corría la voz de que iba a haber un asalto. El que no lo sabía era el asaltado. A veces traían músicos y otras se bailaba con la música de un tocadiscos, y si la casa asaltada no tenía un buen tocadiscos, pues lo pedían prestado en otra. Se daba un poco de bebida a los que venían y siempre se bailaba. En esta ocasión, además del asalto en mi propia casa, los amigos de mi niñez organizaron otro en El Liceo. Y vino una orquestica, y entonces uno me dice: “Óyeme, a los músicos hay que darles algo”. “¿Qué quieren que les dé?”. “Pues dales una botella de ron”. Y digo: “No, les voy a dar dos botellas de ron”. Y les di dos botellas de ron Bacardí, no del claro, sino del Carta Oro. Estuvieron muy contentos, se dieron unos tragos y empezaron a  tocar y a cantar las canciones del Trío Matamoros, que estaban de moda en su época. Todo el mundo bailó y me felicitó. Y nos divertimos muchísimo.

Después continué el viaje hasta México, y fue mi primera visita a ese país. De regreso a Estados Unidos, en el mismo barco de la Ward Line, que creo se llamaba El Oriente, cuando ya estábamos llegando empezó a soplar un viento fuerte, y me dije: “Aquí va a haber un huracán”, porque estaba así de pesado el tiempo. Y todo el mundo se rió y no me creyeron. Pero al cabo de unas horas nos alcanzó la tormenta, y fue tremenda. Por fin, luchando contra el viento. El barco llegó a Nueva York y se amarró al muelle. Y yo llegué a la Universidad de Yale en medio del famoso huracán del 38, que azotó a New Haven. Dramático regreso al hambiente universitario al que yo me había acostumbrado, porque en el fondo de mi corazón sentía que ese era mi mundo. 


Vacaciones con hambre (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


De todas formas, como yo era uno de los pocos estudiantes becados, no fui completamente parte de ese mundo aristocrático. Es más, después de terminar mi primer año de estudiante, durante las vacaciones de verano yo no tenía ni dinero ni trabajo, y tuve que ir a Nueva York a buscar empleo. Pero no había. Iba a una agencia y decían: “No, no hay nada”. Entonces yo tenía un dinerito limitado para pagar un cuarto que valía ocho dólares a la semana, y para desayunar con un par de huevos fritos y un poco de café con leche, que tenía que durarme hasta la comida, aunque a veces me saltaba el turno y no tenía nada que comer de noche. Y así estuve una semana o dos hasta que se me acabó el último dólar. Entonces pensé: “¿Y ahora qué hago?”.

Afortunadamente, Ann Wood, la novia de José Gómez, había conseguido trabajo en un hotel de lujo en las montañas de Nueva York, el BriarcliffManor, donde la gente rica iba a veranear, y me llamó para decirme que hacía falta alguien que exprimiera las naranjas y pelara las papas. Salí al otro día, tempranito, sin dinero, sin desayunarme, pidiendo "enganches" hasta que llegué al hotel, a veinte o treinta millas de Nueva York. Y cuando llegué, fui a ver a Ann Wood para que me dijera adónde era que tenía que ir, y quién era el jefe, etc. Ella me preguntó: “¿Comiste ya?”. Y digo: “Sí, sí, ya comí”. Y dice: “Tú mientes. Te veo en la c ara que estás desesperado de hambre”. Entonces me hizo un par de huevos revueltos y me dio un poco de leche. Ésa fue una experiencia muy dura: pasarme todo un día sin comer porque no tenía dinero ni lugar donde dormir. Aprendí a tenerle más respeto a los pobres.

Me dieron el puesto de exprimidor de naranjas, y de tantas que exprimí se me empezaron a caer las uñas. Me tuvieron que mandar con un médico, que dijo que era por el ácido de las naranjas, y recomendó que cambiare de puesto. Entonces me dediqué a lavar las pailas y a pelar papas y cebollas, hasta que ya se fue terminando el verano. El jefe de los cocineros, que era un chef famoso, en el otoño se iba con su grupo a la Florida. Y como vio que yo era un joven capaz, me invitó a que fuera con él como cocinero de verduras. Y le dije: “Mire, señor, le agradezco su invitación, pero yo soy estudiante de Yale. Lo único es que soy de los que tienen que pagarse los estudios”. Entonces él me dijo: “Caramba, cuánto respeto siento por usted”. Y desde ese día me invitaba para que aprendiera a jugar golf y lo visitara en su casa. Es decir, pasé de limpiacazuelas a ocupar un lugar de alta consideración.

Luego, cuando regresé a Yale, empecé a trabajar auxiliando al profesor Lukiens. Así empecé a vivir otra vez como estudiante que tenía comida tres veces al día. Pero cuando venían las vacaciones me tocaba volver a almorzar y a comer poco, porque de lo contrario no me alcanzaba para pasar quince días. Y los otros veranos seguía trabajando con el profesor Lukiens, que me pagaba la cuantiosa suma de 50 centavos la hora por la ayuda que le daba. Es decir, que yo pasé mucho trabajo para llegar a ser profesor.


La lujosa vida universitaria (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



Cuando ingresé en Yale en 1934, ésta era una universidad para jóvenes acomodados que tenían todo muy suave y muy sabroso. Se vivía realmente como en la época de los millones, una vida aristocrática y fácil. Imagínate que en el comedor había que ir, con excepción del desayuno, con saco y corbata obligatoriamente, almuerzo y comida. Y las meseras tenían un uniforme de mediodía para servir el almuerzo y otro más vistoso de noche para servir la comida. Los menúes venían ya impresos, con deliciosas comidas. Y si no nos gustaba lo que se ofrecía, podíamos pedir bistec o chuletas de cerdo o de carnero. Si el postre tampoco nos gustaba, teníamos la opción de pedir queso Stilton inglés en vino de oporto. Venía en unos pomitos muy bonitos y nos daban unas galleticas para poner el queso encima.

Recientemente encontré en una libretica con las reglas de los dormitorios. Una era que se podía poner los zapatos por la noche a la puerta, y por la mañana, cuando dos despertábamos, ya alguien los había limpiado por tres dólares el semestre. Y así era todo. Si queríamos que al levantarnos estuviera calentito el cuarto, dejábamos la puerta abierta y por seis dólares el semestre alguien entraba y encendía el fuego de la chimenea. Se vivía en otro mundo, mientras que el resto de América apenas comenzaba a salir de una depresión que había causado muchísima miseria.

Esa vida se terminó cuando vino la Segunda Guerra Mundial. En lugar de las meseras, los cubiertos de plata y vajilla hecha especialmente con als armas de cada colegio, todo cambió. Nos dieron unas bandejas para buscar nuestra comida estilo cafetería, y luego teníamos que recoger los platos sucios y llevarlos a la cocina. Es decir, pasábamos a la vida democrática de una nación que estaba en guerra. Todavía yo era estudiante cuando empezaron esos cambios, porque ya había rumores de que los Estados Unidos tendrían que ingresar a la guerra europea. Además, durante el período de la guerra, hasta el año 1945, Yale se transformó en un colegio militar. Por la mañana el corneta tocaba diana para que los reclutas se despertaran y se pusieran a hacer ejercicios. En esos años a mi me tocó enseñarle español a los soldados. Y después Yale ya no regresó a las costumbres aristocráticas de antaño.


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