LO ÚLTIMO

La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

28 de abril de 2011

Fantasma - Emerio Medina

I

La fiesta en la Facultad, el título nuevecito con mi nombre en letras doradas, José Ignacio Villafruela Villavicencio, licenciado en Derecho, todo el mundo sonriente, música, bailes, algo de alcohol, el mejor amigo del hombre en cualquiera de sus formas, aunque hay quién dice que es el perro, Eso es porque nunca se han emborrachado bien, doscientos pesos reunidos, las mujeres contentas, se aprietan sin prejuicios, se dejan manosear, las tetas moviéndose, nosotros sin pena ninguna, Que agarro aquí, aprieto allá, todos somos licenciados, abogados entiéndase, doctores en Leyes, las nalgas se mueven delante, los cuerpos sudados, sin ajustadores, el decano también se ha puesto a bailar, alguien pide rumba y le dan rumba, dicen hasta abajo, y hasta abajo todo el mundo, todos abogados, último día del curso, Último día, una rubia se me pega, yo borracho, es Ninette, la del Vedado, la verdadera rubia, toda sudada, Arnoldo la está halando y ella que no, se despega y viene hacia mí, Hasta abajo, dice, y yo hasta abajo, después no puedo subir, ella me hala, sin ajustadores, estamos en verano, pulóveres blancos, me besa en la boca, empiezo a ver claro, Mañana hay una fiesta en mi casa, Mañana entonces, Mañana, están llamando a los graduados, El decano va a decir unas palabras, todo el mundo borracho, Ninette borracha en el descansillo de la escalera, pero no tanto, No tanto. El decano terminó de hablar, llaman para la guagua, Los albergados tienen que irse ya, se va la guagua, Ninette me da un beso, Mañana, me dice. La guagua coge por Línea, el albergue, mi cama está ahí mismo, el título lo pongo en cualquier parte, dormir, dormir, dormir.       

Hubiera dormido toda la noche, toda la noche y el día siguiente, pero no puede ser, algo me despierta, una claridad al lado de la cama, los contornos del cubículo delineándose, los ronquidos de los orientales suenan lejos, y esa luz en el cuarto, miro al piso. No lo puedo creer, me pellizco tres veces, cierro los ojos y los abro despacio, está allí, un hombre, un muerto, porque se ve que está muerto, tirado en un charco de sangre, en esa claridad que deja ver cada detalle, las botas con hebillas brillantes, Nunca las he visto así, los pantalones con tirantes, la camisa blanca manchada de sangre, mangas largas con ribetes de encaje en los puños, un hombre joven, el pelo negro y lacio, el rostro vuelto hacia mí, los ojos cerrados. Tengo que asustarme, y me asusto, pero no tanto como yo mismo quisiera, me levanto de la cama, despacio, hacia el interruptor, el muerto está ahí, el clic tan fuerte, como un chasquido de carne abriéndose, de sangre brotando a chorros, las lámparas tardan en encenderse, parpadean y se hace la luz. El muerto ha desaparecido, ni gota de sangre en el piso, pero hay algo, un pergamino, letras doradas, algo conocido, Qué hace mi título aquí, qué broma es esta, mi título en el lugar del muerto, no recuerdo bien dónde lo puse, se me cayó tal vez cuando entré. El muerto era otra cosa, un fantasma, el alcohol se sube a la cabeza, Juro no tomar más.

Alguien despierta, Qué haces, Ignacio. Qué le voy a decir, vi un fantasma, Estás borracho, acuéstate, Lo vi de verdad, estaba aquí, Un muerto dices, Bien muerto, Por dónde se fue, No lo sé, encendí la luz y desapareció, Tenías que haber visto por dónde, Qué tiene que ver, Ya es tarde, las cuatro, acuéstate que mañana vemos lo del muerto, tienes que recordar por dónde se fue, Te digo que lo vi, estaba aquí mismo, Apaga la luz y no jodas más, para eso tomas. Qué puedo hacer, apago la luz y me siento en la cama con el título apretado sobre el pecho, Un fantasma, quién lo hubiera creído, el primer fantasma de mi vida, dicen que el primero nunca es malo, quién sabe si este se traía algo entre manos.

Todo el mundo sabe del fantasma. Viene mucha gente a ver el cuarto, Un fantasma en el albergue cinco, empiezan a hacer cuentos de cuando la escuela al campo, Vieron un ahorcado en una mata de jobo, una vieja que salía vestida de blanco, una mujer con un gato negro, tantas cosas, toda la mañana en eso, Se ve que son de Holguín, aquí en La Habana no se ven esas cosas. Cómo explicar todo, Yo lo vi, estoy seguro, Estabas borracho, la resaca da eso, Por dónde se fue, Otra vez con lo mismo, qué sé yo por dónde, se fue y ya, me voy a almorzar.

El arroz está duro, y yo pensando en el fantasma, Mucha sal el picadillo, por dónde se iría, Ninette me dijo que la fiesta iba a ser por la tarde, Ir o no ir, si se entera de lo del muerto, Vamos, Ignacio, hay una fiesta en la casa de la rubia, para orientales también, ella no está en eso, Entonces invitó a más gente, no voy a quedarme solo en el cuarto, espérenme que me voy.

Una fiesta es una fiesta. Los padres de Ninette hicieron bien las cosas, comida abundante, gente sencilla, Este es Ignacio, el marqués de Aguas Claras, Por qué marqués, No ven que tiene un nombre de esos, don José Ignacio Villafruela y Villavicencio, Grande de Holguín, sangre directa de los reyes de España, Este muchacho va a ser alguien en Oriente, ya lo verán en los periódicos. Los padres de Ninette son de Santiago, empiezan a preguntar, hace tiempo que no van a Oriente, gente buena de la tierra, han tenido suerte, Ninette nunca lo había dicho, Te lo tenías callado, Mejor dime tú cómo fue eso del fantasma, Qué fantasma, ya alguien te vino con el cuento, Anda chico, dime, No fue nada, estaba tirado allí, desapareció cuando encendí la luz, Por dónde se fue, No sé, todo el mundo pregunta lo mismo, Ay chico, olvídate de eso, vamos para el balcón. Ella me besó en la boca, dijo que era muestra de afecto, Tú siempre me has gustado, Ignacio, Lo dices ahora, ya mañana me voy, No importa, bésame.

En casos así la vida puede cambiar de pronto. No es que no quiera volver a Holguín, pero con una muestra de afecto como esa cualquiera puede tambalearse, Si quieres me quedo, Qué vas a hacer aquí, ni siquiera tienes casa. Ah, claro, la casa, las veinte razones del alquiler, los cuartos estrechísimos, Yo pudiera vivir en un solar de esos, hay unos cuarticos baratos, yo pudiera vivir ahí, Pero yo no, dice Ninette, y con eso queda todo claro.

Hay otras muestras de afecto esta noche, gente llorando y cosas así, Se nos van los orientales, cinco años juntos, regresan a la tierra, todos graduados, Perdóname por decirte guajiro, No importa, eso es lo mejor que tengo, Vuelvan un día por acá, Se van en tren o en avión, Holguín está tan lejos, Vuelvan por acá un día. Ninette está llorando, Te vas mañana, Ignacio, Me voy. Los padres nos despiden en la calle, Ninette triste, yo triste, Adiós, Ignacio, Adiós, Ninette, quién sabe, a lo mejor un día nos vemos.



II

El primer día de trabajo nunca se olvida. Es septiembre y llovizna, el director del bufete dice unas palabras de bienvenida, Un nuevo profesional asume su responsabilidad ante la sociedad y se incorpora a trabajar con nosotros le deseamos éxitos en el trabajo futuro le garantizamos todo el apoyo necesario aquí se va a sentir como en su casa. Por primera vez me dicen Licenciado, me tratan bien, Esta va a ser tu mesa. La oficina no está mal, una ventana con vista al patio, Te gustó La Habana, Me gustó, pero Holguín es mejor, es más limpio, Más limpio, sí, y menos bulla, Más limpio, la bulla es la misma, Vamos a almorzar, Vamos. Dulce felicidad la del que empieza, suerte de principiante dicen cuando Mayelín me sonríe en el comedor, Ella que no se ríe con nadie, le has caído bien, Ignacio.

Mayelín se pasa todo el almuerzo mirándome, habla con alguien y me mira, Eso es tuyo, Ignacio, te lo digo yo, suerte que tienes, muchacho. Hay que ver cómo la gente se preocupa, todo el mundo sabe lo de Mayelín, Viste cómo miraba al nuevo. Ella no está nada mal, mulatica clara de Mayarí, yo con acento habanero, Ignacio, verdad, Ignacio, Te gusta esto, Me gusta, me gusta, me gustas tú. Mayelín sonríe, Todos los hombres son iguales, no pierden el tiempo, Todos los hombres sí, de Mayarí dijiste, De Mayarí, Todas las mujeres son lindas allá, Todas no.

Duermo temprano, demasiadas cosas para un solo día. Una claridad conocida me despierta como a las doce, Será posible, miro al piso y lo veo, mi fantasma conocido, la misma pose, la misma sangre, tan muerto como la primera vez, primero el susto, el corazón latiendo, No te vas a escapar. Valiente Ignacio, nombre de marqués, sangre directa de los reyes, no han visto a un hombre abalanzarse sobre algo, Te tengo, pero nada, el esfuerzo ha sido en vano, se esfumó en el aire. Me pregunto por dónde se fue, debe tener un plan B, eso no falla. Mi madre se asoma, Qué pasa, Ignacio, Nada, vieja, Qué haces en el piso, si está oscuro, muchacho, Nada, vieja, un baile nuevo, Acuéstate, Sí, vieja, hasta mañana.

No se ve dos veces el mismo fantasma, este quiere algo. Mayelín también quiere algo, está esperándome en la entrada del bufete, Hola, Ignacio, Hola. Me besa en la boca y yo como un poste, así de fácil, En Mayarí todas las mujeres son así, Todas no.

No le digo nada del fantasma, va y se asusta y se echa todo a perder, no todas las mujeres te aguantan eso. Un mes saliendo, Esta es mi mamá, Hola cómo está, Esta es Mayelín, De dónde, De Mayarí, va a vivir aquí conmigo, Pero Ignacio, mijo, Ya lo decidí. Qué puede hacer una madre, qué puede hacer.

Un año exacto viviendo juntos, el amor es una bendición, Estoy embarazada, dice Mayelín cuando estamos sentados a la mesa. Yo contento, mi madre también contenta, Bien, niño o niña, Vamos a ver mañana, vamos a ver.

Esta noche ha vuelto el fantasma, Despierta, Mayelín, Déjame dormir, Que hay un muerto aquí, Déjame dormir que tengo turno en el policlínico, Un muerto te digo, No me fastidies. Tengo que enfrentar el problema solo, qué se hace en estos casos, sólo puedo mirar, Qué quieres, como si los muertos hablaran, una hora mirándolo, él allí, bien muerto, Debo hacer algo, enciendo la luz y desaparece.

Vienen noches iguales, Como si no tuviera nada que hacer, se ve que allá el tiempo sobra, las cosas con Mayelín se han puesto agrias, Te pasas la noche dando vueltas por el cuarto, en qué estás tú, yo sin poder explicar, Un fantasma, digo, El único fantasma eres tú, me voy. Mayelín se va de la casa y del bufete, A Mayarí, le dice a la gente, empiezan a mirarme raro, yo sin poder defenderme, a quién le importa mi fantasma, Ella no es para ti, Ignacio, olvídala, Lleva un hijo mío adentro, coño.

Qué te pasa, te veo mal, me dice Jorge en El Níkel, Mi buen amigo Jorge, así que dejaste la universidad, Sí, chico, eso no da nada, En qué estás, Hago lo que puedo, qué tienes, te veo nervioso. Tengo que decirle todo a Jorge. No me jodas chico, así que te inventaste un fantasma para mortificar a tu mujer, Lo mismo dice mi mamá, pero te juro que es verdad. Conozco a una gente, dice Jorge, aquí mismo en Frexes, número tal, dile que vas de parte mía, Yo soy un abogado, coño, yo no puedo, Claro que puedes, o vé a la policía.

Jorge tiene razón, no pierdo nada, cinco pesos, un tabaco y una vela. De parte de quién, dice el hombre, De Jorge, Qué Jorge, El de Nuevo Llano, Ah, Jorge, sí, claro, pasa. Sobre la mesita gira un ventilador, una silla frente a la otra, la vela arde a cubierto del aire pesado y caliente, no es septiembre por gusto, Tú vienes por lo del muerto, Cómo lo supo, Yo lo sé todo, no debes tener miedo, no es un muerto malo, Ah, los hay malos y buenos, qué importa eso si están muertos, qué pueden hacer, Qué es lo que quiere de mí, Tu mujer se fue, Eso quería él, Eso, te necesita a ti solo, no a tu mujer, A mí entonces, para qué, Quiere que lo ayudes, Por qué no me lo dijo, Ellos no hablan mucho, no hablan nunca, Hubiera escrito en la pared, No seas bobo, eso sólo pasa en los cuentos, ellos sólo pueden aparecerse, el resto depende de ti, Qué debo hacer, Eso yo no lo sé, Dijiste que lo sabes todo, Eso no, hay cosas que nadie las sabe, ni siquiera alguien como yo, Estamos en las mismas, No digas eso, tienes que dejarte llevar, Eso qué quiere decir, Los muertos trabajan así, te ponen cosas delante, te ayudan a decidir, deciden por ti a veces, sólo debes hacer lo que él te diga, Cómo me lo va a decir, Ya te lo dije, déjate llevar, las cosas van a ir pasando solas, como accidentes, o como casualidades más bien, tienes que seguir el ritmo, como en un baile, más o menos un baile con un muerto, observa bien los lugares, los escenarios que aparezcan, habrá siempre algún mensaje para ti, Dices que no es malo, No lo es, te lo aseguro, Por qué me escogió a mí, Eso yo no lo sé, lo descubrirás tú mismo.

La conversación me ha abierto la curiosidad. Si es cierto lo que el hombre dice, el fantasma no me dejará tranquilo. Estoy obligado a ayudar, cualquier cosa que sea lo que el muerto quiere de mí.

Hay que ver la forma que tienen los muertos de hacer las cosas, para algo están muertos, y eso de trabajar con las mentes de la gente es algo que merece estudiarse, Cualquier día abren un curso de muertología, cinco años en la universidad, diplomas diferenciados, Muertólogo brillante, pero yo aprendí mi lección en cinco minutos, no sé cómo he venido a dar a la estación de ferrocarriles, El último para La Habana, la lista de espera es de eso, de espera, un hombre me sacude por el brazo, dice que es el administrador, Usted es el pasajero número tal ha ganado un pasaje gratis cortesía de la empresa promociones que se hacen un nuevo estilo de trabajo interesar al público brindar un mejor servicio hacer más con menos todo por el cliente autoplanificación económica dirección por objetivos normas isonuevemil aplicadas al transporte ferroviario no hay que ir al extranjero para aprender aquí lo tiene destino Habana salida a las ocho pe eme totalmente gratis. La gente aplaude, Los cubanos aplauden por cualquier cosa, me pongo colorado, voy colorado por Aricochea, son las diez, no puedo irme para La Habana así como así, Yo tengo un trabajo, eso significa responsabilidad, hay un jefe por el medio, El director al teléfono, Soy yo, Ignacio, Sí, dime, Ignacito, te oigo, Es que tengo que ir a La Habana, es urgente, No te preocupes, si te hace falta dinero, No, dinero no hace falta. Debe haber otro mundo bajo el nuestro, o al lado, Un submundo, diría alguien, líneas paralelas, un espejo invisible donde nuestras acciones encuentran otras acciones en respuesta, leyes metafísicas inimaginables, casas y tiendas iguales a las nuestras, Falta saber si los precios son los mismos, el amor, el dolor, la esperanza, todo tiene allí su lugar adecuado, basta pegar el rostro a los cristales y cerrar los ojos, no es el cristal lo que importa, sino ese cuerpo gaseiforme de que hablan los poetas, los locos y los curanderos, el resplandor y la llovizna puestos a prueba dentro del maletín que ha comprado mi madre, Para qué, vieja, Por si te hace falta viajar de pronto, tú eres un profesional, no vas a ir por ahí hecho un desastre. Entiendo, demasiadas coincidencias, el pasaje gratis, el director tan atento, el maletín, podría escribir un cuento sobre eso, Permiso, al hombre le toca el asiento de la ventanilla, media hora sin hablar, después se presenta, o me presento yo, hablamos, el sueño me vence, aquí cada uno encuentra su propio ritmo, su rostro y su cristal, a mí lo mío, mi fantasma vuelve, Hasta en el tren se me aparece, pero no viene solo, hay otra imagen, o la misma imagen en un close up abierto, el cuerpo es el mismo, y la sangre, pero al lado hay algo nuevo, un gran cuadro de dos por uno, un hombre viejo vestido a la moda de la colonia, un caballero español, barbilla prominente, bigote de Cervantes, peluca de Fernando de Aragón, todo en joyas, la espada guarnecida con diamantes, los ojos azules, la mirada terrible, asusta, despierto.



III

Ninette está en la estación, Cómo supiste que venía, Lo supe, no estás contento, Estoy, y este carro de quién es. El marido de Ninette es alguien, una firma extranjera, buen carro, apartamento en Miramar, Dónde está, Salió urgente para Shanghai, estaremos solos, tienes miedo, Qué te pasa, si llega de pronto, No te preocupes, Los vecinos..., Esto no es Holguín, aquí se conoce más fácil a los amantes que a los maridos. Primera noche juntos, A qué has venido, Ignacio, qué le puedo decir, Vine por un fantasma, Qué fantasma, El mismo de siempre, Tú y tus fantasmas, Vine a trabajar, No hay trabajo en Holguín, Claro que hay, pero necesitaba cambiar de ambiente, Te puedo conseguir algo en una firma, No quiero firmas, quiero trabajar en la construcción. Hasta para mí suena extraño, pero tengo que dejarme llevar, eso fue lo que dijo el hombre de Frexes, eso es lo que hago yo. No eres tan bobo, dice Ninette, Un abogado consigue casa rápido en la construcción, No quiero ir de abogado, Entonces de qué, De albañil, o de ayudante, Estás loco, pero qué les hacen a todos ustedes allá en Oriente. No voy a discutir eso. No hay por qué.

El jefe del contingente me trata bien, habla de la fuerza de trabajo fluctuante y de la necesidad de personal, de la rapidez en las contrataciones y la calidad de los trabajos. Demasiadas molestias por un ayudante de albañil, Esta es tu cuadrilla, todos gente muy seria, estás en buenas manos, muchacho. El jefe de la cuadrilla me pone con la gente de demoliciones, no será por mi físico, Por algo será. Me veo dando mandarriazos en las paredes de una iglesia vieja, No naciste para eso, dice un mulato grande, Te enseñaré cómo es. Los demás miran, toda una semana en eso.

Nos hemos quedado solos el mulato y yo, Vamos a terminar temprano hoy, esta pared se va fácil, ya sabes cómo es. Unos cuantos golpes y..., Oh, milagro, una habitación oculta, Eso no está en el plano, aquí hay gato encerrado, Fantasma encerrado diría yo, Qué quieres decir, Nada, mejor vamos a buscar a los jefes, De jefes nada, esto es entre tú y yo. Lo dice con tanta fuerza que no se puede protestar, además del sólido argumento de la mandarria, Vamos a ver lo que hay aquí. No es gran cosa, sólo unos huesos organizados en forma de esqueleto, Este debe tener como doscientos años, Tú cómo lo sabes, Lo sé, dice el mulato, Quieres el anillo o el crucifijo, No quiero nada, Espera, aquí hay un paquetico. Son papeles envueltos en cuero, el mulato me pone el paquete en el bolsillo, Llévate eso, aunque sea de recuerdo, ahora vamos a buscar  a los jefes.

Otro muerto, dice Ninette, A ti te persiguen los fantasmas, Este es de verdad, Dices que estaba en la iglesia, Sí, un cuarto secreto, Interesante eso. Ninette se mete en el asunto, tiene amistades entre los historiadores, El tipo que hallaste se llama Don Alejandro de Alvarado, se desconocía su paradero, murió en milochocientos veinte, pero no es el que se te aparece dondequiera, Ah, no, cómo lo sabes, Porque el muerto tuyo es joven, y este murió de setenta años, No veo que tengan relación, Ni yo, vamos a comer que ya es tarde.

En La Habana Vieja a Ninette se le ocurre entrar a un museo, Anda, chico, vamos, No estoy para museos hoy. Ella puede ser muy convincente cuando quiere algo, me arrastra hacia el edificio colonial, Ves cuántas cosas, A este yo lo conozco. Ninette se acerca al cuadro, Seguro es algún vecino tuyo, No, en serio, yo he visto antes esos ojos, Si es un cuadro desconocido, dónde puedes haber visto a este hombre, Lo vi en el tren, Dices que este caballero español venía contigo en el tren, no fastidies, Ignacio, Te digo que lo vi en el tren, cuando venía me quedé dormido, vi al fantasma y vi este mismo cuadro. Ninette está perdiendo la paciencia, Voy a buscar ayuda. Al rato vuelve, Vaya, Ignacio, algo aquí está muy raro, Qué pasó, Este hombre del cuadro es don Alejandro de Alvarado, el mismo que encontraste en la iglesia, y otra cosa, Qué cosa, El cuadro lo hizo un primo tuyo, Rubén Villafruela Reyes, Qué dices, yo no tengo ningún primo pintor, ningún primo Rubén, No lo tienes, pero lo tuviste, Cómo es eso, El cuadro fue hecho hace doscientos años, pero no entiendo por qué lo viste en el tren, Yo sí, digo para mí mismo, y saco a Ninette del museo.

Ahora está clara la intención del fantasma, todo se relaciona. No es tan casual el hallazgo de los huesos de don Alejandro, hay algo en el pasado de ese hombre que lo vincula con la muerte del fantasma, Es el fantasma del pintor, y por tanto, de mi primo. Tengo que hallar la relación entre ellos, así sabré lo que se espera de mí, doy vueltas a las ideas en la cabeza, pero es Ninette la que da con la clave. Qué es esto, Ignacio. Me muestra el paquetico de cuero con los papeles, yo lo había puesto en la gaveta, Caramba, se me había olvidado eso, lo encontré en la tumba de don Alejandro, son papeles, No son papeles, Ignacio, son cartas, Cartas, Sí, cartas fechadas en Madrid y en La Habana, en milochocientos catorce, enero, abril, mayo, lo ves, toda una historia policial.

Todo bien sencillo, desde Madrid alguien avisaba a don Alejandro, ...se sospecha de usted por el robo de las joyas, ...cuidado con la policía en La Habana, y cosas así, el ilustre señor era un vulgar ladrón. Seguían las cartas del pintor, ...Atentamente Rubén Villafruela, sobre las pinturas encargadas, acuerdos sobre el precio y plazo de los trabajos, ...absoluta discreción garantizada, el pobre Rubén, sólo estaba haciendo su trabajo, los pintores viven de lo que pintan. Por último, un personaje macabro, Vicente Sartorio, asesino a sueldo, cartas en relación con la eliminación del pintor, ...Proceder o no proceder, espero confirmación, el precio acordado, todo está claro, Alejandro encargó las pinturas de las joyas que él mismo había robado, se supo descubierto, o bajo sospecha, y decidió eliminar al pintor, un posible testigo. Tienes una buena historia ahí, Ignacio, Qué voy a hacer yo con todo esto, Qué vas a hacer, pues proceder, claro, Estás loca, eso pasó hace doscientos años, no voy a revolver ninguna investigación, Tienes que hacerlo, Ignacio, era tu primo, y lo mataron, Lo mataron, sí, qué puedo hacer yo, No lo entiendes, Ignacio, tu pobre primo se te aparece después de doscientos años y te pide ayuda, Estás loca, qué crees que soy, Eres lo que eres, un abogado, el primer abogado de los Villafruela, tu primo esperó todo este tiempo porque no pudo acudir a nadie más, es..., un asunto familiar, eso.

He dicho que Ninette puede ser muy persuasiva, o quizá es realmente un asunto familiar, o tengo miedo de que Rubén no me deje en paz, ...Se abre la sesión del juicio, Nunca pensé tener un primo pintor, en La Habana todo es posible, hasta el proceso contra Don Alejandro de Alvarado, ...la causa número sesenta del año dos mil, sala de lo penal, Se lo merece, ...tribunal popular de Ciudad de La Habana, por el delito de homicidio premeditado, Asesinato entiéndase, ...en la persona de Rubén Villafruela Reyes, de profesión pintor, abogados acérquense...

  

IV

Te vas, Ignacio, Me voy, A Holguín, A Holguín, Volverás un día, Volveré. Pero no será tan pronto, encuentro a Mayelín en mi casa, me está esperando, Qué pasó, mi amor, me vas a perdonar, Perdonar, claro, todo se perdona, Y tu fantasma, Mi fantasma bien, qué bonita te ves con esa barriga, Qué dices, Ignacio, todas las mujeres se ven así, Todas no.


Emerio Medina, el último Cortazar

Por: Leandro Estupiñán Zaldívar

El escritor mayaricero Emerio Medina acaba de obtener el Premio Iberoamericano de cuento Julio Cortázar con su relato Los días del juego. “Es una historia de amor, pero logra buenos ambientes”, me dice mientras caminamos rumbo al Centro de Promoción Literaria Pedro Ortiz. Sucede en Uzbekistán, Tashkent, y acumula experiencias vividas durante su estancia en el Instituto de Automóviles y Carreteras de esa ciudad, a donde se fue a estudiar Ingeniería Mecánica.

“Me gustaron dos cosas: la vegetación… Llegué en verano. Era una ciudad con mucha vegetación, arboledas frondosas. También me impresionaron las luces, ver tanto alumbrado fue espectacular…venía del campo. Ese fue mi primer impacto. Estoy escribiendo una novela sobre eso. Se nombre: Las luces de Tashkent”, dice.


Emerio ganó el Premio de la Ciudad de Holguín, en 2006, con el libro de cuentos Rendez-vous nocturno para espacios abiertos (Ediciones Holguín, 2007), ahora reeditado por el Instituto Cubano del Libro en la colección “La Puerta de Papel”. Su primer libro, Plano secundario (2006), fue incluido en la colección “Comunidad”, de la misma editorial.

“Trabajaba en un contingente de la construcción en La Habana antes de regresar a Mayarí, en el 2002, donde me puse a trabajar de profesor de inglés en el Politécnico. Ahí comienzo a escribir. Dos años después escribí mi primer cuento “La propuesta”, aún inédito. Tengo escritos unos 100 cuentos y cuatro novelas. Prefiero el cuento. Es el reto del narrador. La novela es el pasatiempo. En el cuento me siento bajo presión, cómodo. En la novela me siento más libre, pero prefiero la exigencia del cuento”.

Nacido en Mayarí, Emerio Medina se confiesa un lector voraz desde la infancia. “Aprendí a leer a la edad que aprende a leer cualquier niño. Tenía interés y muy buenos maestros en la escuela primaria rural donde estudié, la Eraides de la Cruz Sánchez, nombre de un mártir local de Franco, la localidad donde se encuentra situada. Fabulaba con las lecturas de Salgari, Julio Verne y Alejandro Dumas. Después, fui a estudiar al IPVCE José Martí, de Holguín. La Vocacional tenía una biblioteca muy grande y podías encontrar desde Dumas hasta Washington Irving, con sus Cuentos de la Alhambra. Quizás, mi avidez por la lectura comienza con La Ilíada, texto de cabecera durante la Enseñanza Media. Pero, sobre todo, con la versión martiana de La Ilíada. La considero una lectura obligatoria para esa edad”.

Cuando supo de la noticia del Cortázar, no pudo evitar el impulso del entusiasmo y se lanzó a un viaje que, quizás utilice alguna vez como material de ficción: llegó a La Habana por carretera, haciendo autostop o, como le decimos en Cuba: “haciendo botella”. Está acostumbrado a tales trances. Los diversos oficios que ha ejercido lo obligan a ser un hombre práctico, que mira la literatura como “el medio más eficaz para decir cómo uno ve el mundo”.

¿Y cómo ve el mundo Emerio Medina? Hay que leer sus textos para saberlo. Al menos, su narración premiada recientemente, Los días del Juego, algo de él pueden decir. La atmósfera es la que vivió en Uzbekistán, cuando aún era un jovenzuelo que se entregaba al mundo, a la lectura gracias al idioma ruso “En ruso, choco con Pushkin. El idioma me abre las puertas de Latinoamérica.”, a la experiencia vital que volcará poco a poco en sus páginas por escribir o escritas.


“Mis habilidades son mirar y oír. Yo miro el mundo. Escribir es mi forma de digerirlo.”, me comenta junto a una estatua de cemento, en el corredor de la Plaza de la Marqueta. Es de tarde y hace calor. La gente pasa por nuestro lado. Emerio viste pulóver y Jean. Parece un hombre común. Y es un hombre común, con la diferencia de que escribe la vida aparentemente normal de sus contemporáneos.

Escuche la entrevista que concedió Emerio Medina a la Radio de la Aldea 




El Muro - Emerio Medina

Todavía lo hacemos. Es un buen trabajo, y se nos paga bien. Ahora, cuando ya nos hemos puesto viejos, ni siquiera preguntamos. Nos levantamos de noche, mis ayudantes y yo, y montamos en el camión. Antes de salir el sol recorremos el muro. Recogemos los cuerpos y los llevamos lejos, hasta los confines de la ciudad, donde está la fosa común. Son las noches de fiesta, de calles llenas y gente alegre. De mesas largas en las plazas, y fiambres abundantes, y comida gratuita. En las celebraciones el muro crece un poco. Unas piedras nuevas en el borde, y los boquetes sellados, y el informe después, bien hecho, con los números exactos y las cuentas claras. Pero nunca hablamos del Proceso. Ya somos viejos, y quisiéramos, a veces, contar lo que hemos visto. Mis ayudantes insisten en hablar. Y yo les digo que cuidado. Este es un buen trabajo. No podemos perderlo.
A veces, junto al muro, se amontonaban los cuerpos. De madrugada, cuando había fiestas en la ciudad. Las fiestas grandes del Día de los Santos Protectores. Las fiestas buenas que duraban hasta el amanecer, con músicos de los barrios bajos que tocaban toda la noche y sudaban sobre sus tarimas de tablas y cartones pintados. Eran fiestas con comida gratis y cerveza en pipas, cerveza dulce y negra que chorreaba de las mangueras y formaba montañas de espuma en las tinas de metal. Eran celebraciones financiadas por alguien poderoso, preparadas con tiempo, organizadas para que todos asistieran. Las calles y las plazas se llenaban de vagabundos y buscadores de suerte, rebuscadores les llamaba la gente. Durante el año se les veía deambular y alimentarse de las sobras. Dormían en los portales, siempre solitarios y asustados, siempre buscando en los latones, bajo las planchas de zinc de los rastros, desatando envoltijos y arrastrando los pies por las aceras.
Cuando había fiestas la ciudad se veía renovada. Las casas se engalanaban con cintas y colgajos de colores. Desde los postes colgaban hasta el suelo los símbolos de la nación, las grandes banderas alargadas como faldones amplios. Se mecían al viento rozando las fachadas, deshaciéndose al paso de la gente, flotando sobre las cabezas con un zumbido de ribetes y festones. Las paredes se cubrían con impresos dorados que hablaban de glorias pasadas o presentes, de mártires lejanos y adalides nuevos, y en las esquinas colgaban, sobre sus soportes de madera, las grandes fotografías de los Padres Fundadores, vivos o muertos, que miraban con un aire de severidad en los ojos, contentos con la veneración de la gente, felices con el respeto bien ganado en los últimos siglos, en alguna guerra que dejara sus huellas en la ciudad y los cubriera de gloria para siempre, eterna gloria, se decía, hasta el final de los tiempos.
Así se dejaba ver en los carteles, junto a los rostros venerados, escrito en letras grandes para el bien común. Para que todos lo supieran. Para que hablaran entre sí y lo contaran a los hijos.
Cuando había fiestas en la ciudad, los rebus-cadores abandonaban sus cubiles y se reunían sin miedo junto a las mesas largas improvisadas con tablones de pino recién cortado, bien provistas con pan y provisiones, que se situaban en las plazas, en los lugares abiertos, lejos de las zonas de exclusión donde los poderosos organizaban sus orgías. Comían hasta llenarse bien, durante toda la noche, sirviéndose de la comida gratis y de la cerveza que espumeaba en las tinas, y antes de salir el sol se les veía desfilar hasta el muro, atiborrados y felices, dispuestos a escalar la pared alta, y en el intento se morían todos y quedaban amontonados en un túmulo grande, apilados como sacos de arena, desmembrados en montones de carne y huesos que a veces sobrepasaba los dos metros.
Era mi turno, entonces. Era mi trabajo.
Era la hora de salir en el camión y retirar los cuerpos. Mis ayudantes me esperaban en el sitio de siempre. Nos íbamos de madrugada por las calles oscuras, nosotros semidormidos todavía, frotándonos las manos agarrotadas por el frío, soplándonos los dedos y las palmas. En la última hora de la noche recorríamos el muro. Lo revisábamos bien. Tanteábamos los rincones con los ojos. Descubríamos cuerpos aislados que yacían mirando hacia la pared de piedras, con los ojos muertos hurgando el borde superior, con las uñas partidas y las manos llenas de sangre y rajaduras, y la cara y las rodillas hinchadas. Los recogíamos a veces en gran número, cuando las fiestas se daban buenas, cuando la comida era abundante y los rebuscadores se llenaban la barriga y se sentían bien, atiborrados y felices, lo suficiente como para ser atraídos por el muro. Caminaban por las calles camufladas con imágenes a color en una procesión difícil de explicar, y la gente les abría paso. Los señalaban con el dedo. Decían a los menores que se fijaran bien, que de individuos como ellos dependía la felicidad de todos. Y para la gente funcionaba bien el Proceso. Para mis ayudantes, y para mí. Lo veíamos como algo natural y necesario. Nos quedábamos mirando la procesión callada después de una noche de comida gratis. Los veíamos caminar hasta el muro y nos alegrábamos por dentro. Eran cosas que hacían sentirse bien a la gente, y a nosotros también. De eso hablábamos a veces, sentados en el camión, haciendo cábalas de cuántos cuerpos deberíamos cargar en el turno, y sacábamos las cuentas del salario y los estímulos.
Los cuerpos formaban montones de hasta dos metros. A veces como mesetas alargadas, y a veces más, como pirámides empinadas al cielo. Las encontrábamos en algún punto específico, y descubríamos, a veces, que el muro había crecido. Nos alegrábamos de ver la piedra nueva que sellaba un boquete en el borde superior de la pared. Así lo escribía yo en el informe de la noche. Un crecimiento en la sección oeste, por ejemplo. Usaba las palabras escogidas para impresionar a los jefes, y ellos seguro se alegraban y me tenían en cuenta. Seguro lo comentaban entre sí en sus reuniones largas, o lo hablarían quizá después de los discursos, cuando se daba a conocer al público el crecimiento del muro y se declaraban otros días de fiesta, otras celebraciones y otros planes.
El muro rodeaba la ciudad. La apretaba en un abrazo rígido. La protegía de la vasta intemperie del mundo. De los peligros de allá afuera, como decía la gente.
Lo construyeron nuestros primeros padres en un tiempo que se perdía en el pasado, y era como un anillo de piedras apiladas, bien unidas en un bloque compacto que sobrepasaba la altura de las casas más altas. Desde abajo se veía su borde irregular, con boquetes visibles desde lejos, y justo allí nacían las piedras en las noches de fiesta, piedras nuevas y brillantes, piedras pulidas y compactas a los ojos más simples, y el muro crecía en los amaneceres, cuando la comida era abundante y los rebus-cadores se morían en buen número, cuando los cuerpos eran suficientes para formar montones de hasta dos metros, a veces más, como pirámides elevadas, cuando las fiestas se daban buenas y los Santos Protectores se sentían alegres y honrados.
Crecí poco a poco, y la gente se alegraba.
Unas cuantas piedras en el año, y boquetes rellenos, y nosotros haciendo los informes. Pero muchas veces ninguna piedra nueva, muchas veces, cuando la comida gratuita no era suficiente. Se consideraba un año malo entonces. Un año de escaseces y planes frustrados, y la gente protestaba y los jefes prometían fiestas nuevas. Con suerte, el muro crecía un poco el año próximo, y las celebraciones eran abundantes, y la gente se sentía bien en la ciudad.
Y con suerte me tocó a mí el trabajo de retirar los cuerpos. Un trabajo bien pagado, sin estudios necesarios, ni demasiados compromisos. Un trabajo simple y bueno, con la posibilidad de ser de los primeros en ver las piedras nuevas, mis ayudantes y yo, cuando descubríamos los boquetes rellenos. Y lo escribía así en todos mis informes, con las palabras bonitas, para que los jefes se alegraran y la ciudad viviera feliz, con una vida próspera, como se nos había prometido siempre.
Así lo predijeron en su tiempo los Padres Fundadores. Los que alertaron sobre los peligros del mundo exterior. Los que dijeron de qué forma debíamos vivir, seguros y confiados dentro del espacio protegido por el muro, sin excepción de más pobres o más ricos. Sin detenernos a examinar categorías intermedias, ni personas de baja condición, como los rebuscadores que buscaban sus sobras en el patio de los mercados.
Y aun para ellos hablaron también los Padres. Por nosotros y por ellos murieron algún día. Quedaron sus imágenes en impresos grandes. Sus recuerdos en los símbolos. Sus memorias en la callada procesión de las madrugadas. Sus semblantes severos en los rebuscadores que se llenaban la barriga con la comida gratis y se morían junto al muro. Se quedaban allí apilados y contentos. Callados y contentos. Muertos y contentos.
Eso decían mis ayudantes. Bueno era morir así, con una muerte dulce, sabiendo que para algo había de servir la muerte. Y servía para quién. Para nosotros servía, y para los habitantes de la ciudad. Los veíamos contentos en las fiestas, seguros de que alguien moriría antes del amanecer, preguntándose cuántos serían, cuántas piedras nuevas nacerían en la pared.
Y nunca nadie se cuestionó el Proceso. Ni la gente de la ciudad, ni nosotros. Nunca nos preguntamos el porqué. Nunca pensamos si todo debía ser así, si en realidad todo valía la pena. Sólo recogíamos los cuerpos. Los contábamos bien. Lo hacíamos sin anotar los nombres. Lo hacíamos seguros, cumpliendo con el trabajo. Esa fue la parte que nos tocó en la vida. Todavía nos toca. Sin preguntarnos nada recogemos los cuerpos. Los apilamos en el camión. Los llevamos hasta la fosa.
Todavía hacemos eso. Ya somos viejos y lo hacemos. Y el muro crece un poco cada año. Muy pocas son las piedras nuevas, en verdad, pero seguras. La gente nos pregunta del Proceso, y nosotros callamos. No tenemos por qué decirlo a nadie. No tenemos que contar las cosas que hemos visto. Eso se nos prohíbe como parte del Contrato. Y nos sentimos bien porque ese es el trabajo. Lo hacemos todo sin hablar porque así se nos exige.
Mis ayudantes me preguntan si deberíamos contarlo todo alguna vez. Para que la gente lo supiera, han dicho a veces. Y yo les digo que cuidado. Les digo, a ver, qué cosa ganaríamos con eso. Qué cosas cambiarían, a ver. Y, dicho así, mis ayudantes se quedan más tranquilos. Cargan los cuerpos al camión sin anotar los nombres. Sin mencionar los apellidos. Sólo contándolos bien porque así es como debe ser. Para que figuren bien los números en los informes, junto a los cuños oficiales y las palabras bonitas que los jefes me enseñaron, las mismas que utilizan para hablar a la gente mientras los rebuscadores esperan el comienzo de las fiestas.
Y nosotros esperamos también, mis ayudantes y yo, y dormimos menos que antes. Dormimos poco, en realidad. Dormimos casi nada. Porque ya somos viejos, y hemos visto demasiadas cosas. No podemos decir que ahora, con los años, ya sabemos la forma en que funciona todo.
Hemos visto caminar a los rebuscadores y apilarse junto al muro. Los hemos visto pelear y morirse tratando de llegar al borde. Los hemos visto amontonarse, a veces, en pirámides de hasta dos metros.
Pero no todos se mueren. Todos no. Alguno logra escalar hasta lo alto, sólo alguno, y pocas veces, cuando las fiestas se dan buenas. Nosotros lo hemos visto todo desde abajo, sentados en el camión, mientras conversamos por la falta de sueño. Desde abajo hemos visto fulgurar sus ojos cuando han logrado mirar al exterior, y hemos visto, desde abajo, el final del Proceso, cuando el cuerpo se convierte en piedra y se sella un boquete sobre el muro.

«Escribiré mientras tenga cosas que responderme, no cosas que preguntarme. Mis preguntas ya están en mí de alguna forma. Los cuentos que escribo son las respuestas»

Entrevista al escritor Emerio Medina

por Xenia Reloba

Escuche la entrevista que Emerio Medina concedió a la Radio de la Aldea
«El Premio Casa le suena a uno en la cabeza. Son años oyendo decir: “Fulano es Premio Casa, tal libro fue Premio Casa”. Se arma algo mágico alrededor. Uno sueña con encontrarse un día en esa posición. Es mucho tiempo acumulando esperanzas que se van sumando. Entonces, llegas a creer que nunca pasará, lo dejas como una quimera, un imposible. Por otra parte, cuando lees la lista de los premiados ―me refiero a los cubanos, que son los que más cerca tengo―, uno dice: “Son grandes escritores, es imposible llegar ahí”.

»Otra cosa es cuando te dicen: “Eres el Premio Casa de este año”. Hay un momento de vacío, como si la sangre se detuviera. Algo extraño pasa y uno baja la cabeza, se dice cosas muy íntimas. Es como un “juicio final”, pero sin el cariz dramático. Por supuesto, estoy muy contento. Este Premio ha sido muy soñado, muy deseado. Quería tenerlo, y ya que está, lo veo no como algo que yo quería, sino como algo que cualquiera desearía tener. Soñar con un Premio Casa durante un tiempo, durante años y verlo hecho realidad, es una cosa aplastante».

A pesar de la profusión de sentimientos que es capaz de hilvanar en apenas unos minutos, Emerio Medina luce sereno después de conocer, con cierta ventaja temporal, que un jurado integrado por Eduardo Becerra (España), Mario Roberto Morales (Guatemala), Sonia Rivera-Valdés (Cuba-EE.UU.) y Anna Lidia Vega Serova (Cuba), eligió por mayoría su libro La bota sobre el toro muerto, como ganador de la categoría de Cuento en la edición 52 del Premio Literario Casa de las Américas.

Gradualmente, el holguinero ―mayariseño, para más certeras señas― se va acomodando a la noticia. Durante su conversación para La Ventana parecía alguien “hecho para estas circunstancias”, aunque su reacción, unas horas después, cuando ante el expectante público su nombre fue anunciado por Rivera-Valdés en los momentos finales del acto de clausura del concurso, lo devolvería a ese estado emocional que apenas puede contenerse.

“Un cubano en la cima del Premio Casa”, diría un titular en la prensa. Emerio, un mayariseño, en la cima del cuento latinoamericano.

Emerio, muchas personas escriben. Pienso que se requiere una buena dosis de atrevimiento para superar esa visión quimérica que tenemos de determinados concursos y presentar una obra. ¿Cómo fue el proceso en tu caso?

—Este libro es muy reciente. Quizás la mitad tiene un par de años y la otra mitad son cuentos muy recientes. Es verdad que mucha gente escribe, y también que una gran cantidad de gente se dedica a revisarse durante años. Normalmente, te pasas un tiempo viendo una y otra vez tus cuentos, porque no estás conforme. Estás buscando otra solución para esa historia, hasta que la ves madura, lista. De alguna forma, tenía este libro listo antes del concurso, tal vez para enero o febrero del año pasado.

»Nunca había mandado un libro al Casa. Soy nuevo en esto, porque escribo hace siete años nada más. Esos primeros libros que escribí, que publiqué, que envié a concursos de pequeño o mediano alcance, me sirvieron para madurar. Cuando este libro estuvo, sentí que también estaba un poco maduro y podía atreverme a enviarlo e, incluso, pensar en que podía ganar algo.

»Por supuesto, ha habido otros concursos, pero este es muy especial. El hecho de decidirse a mandar al Premio Casa suponía que podía soportar la tensión, la presión de un concurso. Uno tiene que entender que un concurso lo gana «alguien». Había muchos libros en competencia, y estamos hablando de la América hispana. Se sabe que unos cuantos escritores enviaron muy buenos textos, pero uno se dice: «Voy a probarme». Salió bien. Lo demás son cosas comunes. Enfrentarte a la noticia, al momento, a la vida misma. Lo que está pasando ahora».

¿Cómo y dónde recibiste la noticia?

Estaba en Santa Clara, invitado por unos amigos escritores. Nos encontrábamos en un café literario, a las 6 de la tarde, y me dice Edelmis Anoceto: “Oye, te están llamando de La Habana”. Yo estaba con unos tragos, cosa muy común en mí. “¿De La Habana? No tengo a nadie en La Habana”. Y me dice: “De la Casa de las Américas”. Entonces caigo: “¿Qué dijiste? ¿Casa de las Américas?”. Me confirma y pienso: “Ay, el concurso Casa de las Américas”. Había logrado olvidarme. A veces quieres hacerlo y no puedes, pero en esos días en Santa Clara todo fue tan mágico que olvidé la tensión. Me dediqué a estar ahí con mis amigos, tomando un poco de ron, hablando de literatura, por supuesto, y pasándola bien. Dentro de ese panorama me llegó la noticia. Entonces tuve mi momento de bajar la cabeza, de sentirme tocado. Cuando pasó, todo fue alegría, hasta que llegué a La Habana. Y aquí estoy.

Emerio Medina recibe el Premio Casa
Supongo que una buena dosis de tensión viene dada por el hecho de que el Premio está asociado con bastante promoción. Se sabe que los jurados están leyendo en Cienfuegos por una semana.

—Hay una cosa con eso. Uno logra quitarse esa presión si logra olvidar que existe. En otros concursos, como no hay divulgación por los medios, sabes que hay un concurso porque tú mandaste un libro, pero el Casa, como tiene una divulgación total, todo el que te conoce te pregunta: “¿Mandaste al Casa?”. Y no sabes qué decir. Ni mi mujer lo sabía que había mandado. No le dije para evitarme la pregunta, porque añade una tensión. Mi hermano me dijo el domingo: “Están dando por la televisión lo del Premio Casa. ¿Mandaste?”. Le respondí que sí, bajitico, al oído, como diciéndole: “Cállate”. La verdad es que lo sabían pocas personas, y por esa parte logré aislarme, evitarme preguntas.

»En Mayarí ya saben que gané porque me localizaron por allí. Además, llamé a mi esposa enseguida porque la idea era regresar para Mayarí hoy por la mañana (jueves, 27 de enero). Anoche la llamé y le dije: “No voy para Oriente, voy para La Habana”. “¿Cómo?”. No le vi la cara, pero me la imagino. Le expliqué: “Escúchame: me gané el Premio Casa”, y así fue como se enteró. Me alegro por ella, por mí, por mi hijo, por mi familia, por mis hermanos, por mi mamá».


Imagino que aguantar la otra presión, la de que todos te sepan ya el ganador del Premio, tampoco será fácil, porque una vez que alguien se gana un reconocimiento de determinado prestigio, este empieza a levitar sobre todo lo que hace de una manera que puede ser benefactora pero también perjudicial. ¿No?

—Tiene doble filo, sí, y a mí me afecta especialmente, porque soy una persona muy poco expuesta. Tengo un mundo muy cerrado. Ya viví una experiencia anterior con el Premio Julio Cortázar, que me enseñó un poco a manejarme. Quizás ahora lo haga mejor, porque aquella vez pasé sofocones tremendos, al punto de enemistarme con mucha gente. Es que se acaba la privacidad, estás más expuesto. Creo que ahora me irá mejor, podré manejarlo con más sobriedad.

Ahora mismo, este libro es prácticamente un desconocido para la mayoría de sus posibles lectores. ¿Nos darías algunas claves? ¿Por dónde van, en general, tus cuentos y, en particular, los de este libro?

—Es una pregunta interesante y una pregunta que me hago: ¿qué busco y adónde quiero llegar con mis cuentos o con mis novelas? Escribiré mientras tenga cosas que responderme, no cosas que preguntarme. Mis preguntas ya están en mí de alguna forma, desde que empezaron a formarse, comencé a ver el mundo, a caminar. Las respuestas a esas preguntas son con lo que trato de meterme. Escribo las cosas para mí. Un cuento que escriba es una respuesta que me doy a una pregunta que tengo sobre una arista determinada del mundo, de la vida, de la ciudad, del hombre. Cada uno de los cuentos del libro es una respuesta a una pregunta que me he hecho durante años.

»En este caso, el libro se llama La bota sobre el toro muerto, y tiene que ver con la muerte. Son trece cuentos y en cada uno se aborda la muerte de una u otra forma, ya sea física, espiritual, el derrumbe de cualquier quimera, la expiación de alguna culpa. Todo eso es muerte y el libro va por ahí. Lo que pasa es que las situaciones se circunscriben a marcos muy diversos. Hay un cuento que ocurre en Siberia, otro en Turquía, en Italia, en Bagdad bajo las bombas. Y en todos los casos el trasfondo es la muerte, o una de sus aristas: la muerte desde la sociedad.

»Hablar de la muerte puede ser muy tétrico, pero también puede ser muy esperanzador, porque uno quisiera responderse un día qué hay detrás, cómo algo puede tener un fin u otro. Esas son las respuestas que me doy, que pueden servirle o no servirle a alguien. A mí me sirvieron. Si, además, eso es literatura, y puede ser entretenida o divertida o reflexiva… pues mejor. Pero esencialmente son respuestas que me doy, un poco de mi mundo interior. De eso va el libro».

Hay una pregunta muy socorrida, pero me gustaría conocer tu opinión sobre este tema: ¿es el cuento un camino hacia la novela o viceversa?

—Es una buena pregunta, aunque es como tú decías, una pregunta vieja. El cuento es un camino hacia el cuento, y la novela es un camino hacia la novela. Uno no escribe cuentos para un día hacer novelas, o novelas para un día hacer poesía, o cuentos para un día hacer ensayos. Decía antes que “¿por qué no, novelas?” porque hasta ahora solo he publicado cuentos. Tengo escritas varias novelas. No las he publicado por una circunstancia muy común: el cuento se me da con más facilidad. Le dedico más tiempo al cuento, más energías, y pienso que dentro del cuento tengo un camino que recorrer. En la novela quizás no. Quizás escriba cien y ninguna sirva.

»El cuento me da una satisfacción personal y disfruto mucho escribirlos. Las novelas que he escrito las escribí porque quería, no me las he impuesto, pero tengo un reto en el cuento porque para mí es la idea más acabada de la narrativa. Para mí es muy fácil expresarme en un cuento, redondear una idea, llegar a un fin. Lo que pasa es que hay un momento en que no te permite hacer cosas que la novela sí. Y quizás un día te replantees la situación, la vida y te digas: “esto es para novelar. Un cuento no me daría para lo que quiero decir”.

»Eso es lo que pasa. Son géneros que tienen su propio camino, su propio destino. Lo que pasa es que el lector puede tener una visión de las cosas. Quizás al lector mis cuentos no le digan las cosas que me dicen a mí. Quizás prefiera leer novelas. Pero para mí son géneros con el mismo valor. Entre los escritores que sigo, que frecuento, figuran más cuentistas que novelistas. Tengo quince o veinte, y hay poetas, novelistas, ensayistas, pero sobre todo cuentistas, porque es algo que me funciona».

En una pregunta anterior me hablabas de las muchas y diversas locaciones de tus cuentos. Me llamó la atención la universalidad. Me gustaría conocer los referentes que te sirven para «montar» historias en esos ámbitos, o ¿quizás la ubicación geográfica no es trascendente? Por otra parte, en este Premio se ha hablado de la identidad como un concepto muchas veces construido desde los Estados para crear una visión «única», uniforme, de los pueblos. En ese sentido, ¿cómo o con qué te identificas: escritor, cubano, mayariseño, alguien de ninguna parte…?

—En una entrevista dije que crecí con una espada de bronce en la mano y un yelmo en la cabeza. Una persona que la leyó la entrevista me hizo una pregunta que no esperaba: “¿Entonces para ti el machete no significa nada?”. Me sorprendió. El machete, por supuesto, tiene su significado para mí, pero la espada, espiritualmente, me responde más cosas. Uno trata de ubicarse en un universo que no tiene locación geográfica. Uno se compone de cosas que ni siquiera imagina que llegaron a su vida hace doscientos años. Precisamente, uno de los temas que toco en mi narrativa es la cuestión de la identidad, pero a partir de componentes. Se acostumbra a decir que el cubano es la mezcla de africano y español, pero hay mucho más ahí: árabe, francés, latino, hasta ruso, americano, caribeño…

»En materia de identidad, no voy a teorizar, pero creo que es importante atender a las diferencias. Estas dan medidas que a veces ni siquiera sospechamos que existen. Sobre todas las cosas está lo humano, que debe dominar en cualquier situación: política, cultural, geográfica. Si una historia no me funciona en las calles de La Habana, y sí en la selva brasileña, entonces ocurrirá en Brasil, y con eso respondo algo que preocupa o atañe al hombre que va por Centro Habana. A veces hay que cambiar las cosas y hacer que la historia funcione. No tiene sentido situarla en las calles Virtudes o Reina porque quiero que refleje la identidad cubana. Da igual si ocurre en Siberia o el desierto de Sahara. No habría cubanos ahí, pero sí seres humanos que como nosotros enfrentan circunstancias y las resuelven. Son las soluciones lo que uno incorpora. La narrativa va por ahí, a buscar resonancias. Donde suene, ahí va la mano del escritor».

Sé que eres ingeniero (mecánico). ¿Cómo pasaste de esa profesión a la escritura?

—Nací en el campo, vivo en el campo y moriré en el campo, pero no soy campesino. Nunca he trabajado la tierra, no tengo vacas, nunca he montado a caballo. Ese tipo de cosas no. Soy un guajiro raro. Mi casa es muy común. Soy un cubano de lo más común, pero tuve la suerte de que hubiera libros en mi casa, y leía desde muchachito.

»Luego, también la suerte quiso que me hiciera ingeniero. Fueron circunstancias familiares, porque mi padre murió, y no tuve respaldo para estudiar idiomas, que era lo que me gustaba. Tuve que irme para Rusia a estudiar ingeniería. En realidad, no me gustaba. La carrera la pasé mal que bien, pero no me hice un buen ingeniero. Después, trabajando, fue cuando me hice ingeniero, me gustó la profesión, me gustó el hierro, la técnica. Hoy soy un ingeniero que escribe. Habrá un momento en que la escritura se irá imponiendo y quizás me dedicaré a escribir el resto de mi vida, o no.

»Mi entorno es muy rural. Imagina cuarenta casas al lado de un río, un platanal, mucho fango. Hay corriente eléctrica, claro, y tengo una computadora, pero no teléfono. Vivo a cuatro kilómetros del pueblo, y voy a pie todos los días… “pallá y pacá”. Me siento bien así.

»Escribo hace siete años, y lo hago con la pasión y el ardor que lleva, pero incorporándolo como oficio. Un día asumes que eres un escritor y te lo vas creyendo. Te tomas en serio, aunque el medio no es favorable. Tengo que enfrentar demasiada agresión, en el sentido de que no tengo la privacidad que hace falta. Normalmente, andas por la calle y quizás conozcas a una o dos personas, pero en mi barrio no: allí hay un abordaje constante que te obliga a interactuar, aunque no quieras.

»Me creé una aureola de tipo duro, de borrachito, no de “bronquero”, que me funciona muy bien. La gente no asocia que ese borrachito sea escritor. Es un mecanismo de defensa. En un momento tuve que incorporar formas de ser que no eran mías, y una de ellas fue el alcohol.

»Esa agresión de la que te hablo a veces es tácita, otras verbal, nunca física, no se trata de eso. Quieres cierta paz, y no la puedes tener porque tienes que atender determinadas cosas. La gente muy cercana, la familia incluso, no entienden que alguien pueda estar escribiendo con tanto trabajo por hacer. Uno está perdiendo el tiempo ahí, en lugar de ponerse a trabajar. “Llevas cuatro horas sentado en la máquina”. Imagínate, antes escribía a mano, a las tres de la mañana, con una caja de cigarros y un vaso de café frío al lado. Mi mamá se levantaba y preguntaba, y qué iba a decirle.

»Hay un momento en que esa situación mejora porque ya uno tiene cierta notoriedad y la gente se amolda a que “ese tipo es escritor”, pero aún así no entienden de qué se trata. Para el común de la gente los libros se hacen en una fábrica. Para escribirlos, hay escritores, y el que escribe está “por allá”. Entonces, tienes que convencerte de que eres escritor, y esa actitud te busca tremenda enemistad con una pila de gente.

»Esa respuesta que te di ahora te hace caer pesado, pedante. “¿Quién se cree que es el guajiro este?”. Para evitártelo, te pones una armadura: botella de ron, tabaco habano, ¿verdad? Es un medio de defensa, y me funcionó porque he encontrado escritores que son como yo, que defienden la misma posición, que no tienen por qué estarse luciendo, o andar con poses.

»Uno llega a convivir en dos mundos: el de los escritores o la gente que sigue estas cosas con seriedad, y el de la gente que te ve como noticia. Nunca coinciden, tienen que coexistir pero no puedes mezclarlos. Estás en una dicotomía y puede que te equivoques, pero vas aprendiendo a sobrellevar esas cosas».

Mencionabas un número de autores a los que sigues. ¿Cuáles, por ejemplo?

—Juan Rulfo es una especie de pasión. Me gustan sus cuentos, Pedro Páramo no tanto. Pero en los cuentos es como si él destilara la palabra y sacara otras nuevas. Así que puedes ponerlo en letras grandes: JUAN RULFO, no ha habido otro cuentista como él. No se trata de que sus cuentos sean buenos o malos, es la forma como los cuenta. Es el primero. Después Cortázar, por supuesto, que me encanta lo que tiene de ruptura, de novedoso. Chéjov, Hemingway, Onetti, Borges, Mark Twain, que a mi juicio es la mejor persona que haya vivido jamás. Habría otros, pero esos son los que ahora pienso que me han alimentado.

»De los cubanos, Carpentier, por lo denso y lo rico de su lenguaje, lo fluido y artístico, por lo que dice y lo que no. Hay un cuento precioso, “Los advertidos”, que es la más hermosa parábola que alguien haya escrito jamás. Sus novelas son grandes, pero los cuentos también».

Confesabas que en el camino te adueñaste de algunas características que no son tuyas. ¿Con cuáles características propias has decidido quedarte, a pesar de la irrupción del mundo en tu ámbito interior? ¿A cuáles te aferras?

—Es que las cosas que he incorporado, como la forma de hablar, el hecho de tomar ron como un tren, están tan dentro de mí que ya no puedo evacuarlas. Se han convertido en parte de mí. Además, siempre he sido un hombre de muchas reservas, en extremo callado. Cuando hablo caigo mal. Soy muy encerrado. Tengo el oído puesto en función de cualquier sonido, no escucho música porque me molesta para escuchar el mundo. Tengo una visión fantástica del mundo. Todo lo resuelvo con una fantasía. Tengo una habilidad increíble para cerrar los ojos e imaginar mundos. Una pasión extrema por el cine. Desde que veo cine, eso me ha hecho mejor en todos los sentidos. Como la literatura, solo que escribo, no hago cine.

»Me pasa esta cosa extrema con los amigos, con los fieles. Y hay algo que nunca he soportado, y que parece una tontería, pero me molesta mucho que alguien pueda mentir. No soporto la pose.

»Le decía a mi esposa que tengo una virtud rara: atiendo la diferencia. Es rara porque generalmente lo que hace la gente es burlarse de la diferencia. Quisiera que el humor de la televisión dejara de burlarse de los defectos de la gente. Son cosas que me molestan de verdad. Me pongo bravo y me voy de la sala.

»Pero me iría para una isla desierta con mi soledad, con mi mundo encerrado, un par de botellas de ron ―para no estar tan solo―. Me han dicho tonto porque a veces me quedo mirando fijo. “¿Qué estás mirando?”. Nada. Me fascina esta imagen de Mark Twain, esa mirada larga, perdida. Hay un cuadro ruso donde hay tres personas mirando a lo lejos. Siento envidia por esa imagen, por alguien que puede mirar lejos, que aunque está viendo lo que tiene delante no le interesa. Me iría a una isla con esa forma de mirar. Me encanta ser así. Y si paso por tonto… perfecto.

Los días del juego - Emerio Medina

En realidad ella podía ser de cualquier país de América o Europa. Tenía los ojos de Sofía Loren y algo de La Gioconda en el rostro. Las suaves curvas del mentón y la nariz le daban un fino aire de duquesa flamenca. El pelo, en cambio, hacía recordar las actrices italianas que yo había visto en las comedias que ponía el cine Saravshán cuando dejaba solos a los muchachos en el Café Molochniy del Skvier de Tashkent y me iba con Dilya Karímova en las tardes de domingo a ver las películas de Adriano Chelentano.

Ella se presentó como empresaria de Milán radicada en Buenos Aires. Dijo que trabajaba en algún asunto de inversiones en la industria inmobiliaria que nunca quedó claro para mí.

–Francesca Risi –dijo, y extendió la mano.

Coincidíamos en el aeropuerto Sheremétievo en una de esas largas jornadas de espera mientras se miran los aviones desde el salón y se busca una forma de matar el tiempo después de haber leído y releído las revistas que el servicio internacional pone al alcance de los viajeros. Ella volaba desde Buenos Aires hacia Roma vía Moscú, y yo había llegado desde Tashkent el día anterior y esperaba mi vuelo a La Habana. Éramos viajeros atrapados en el salón enorme aclimatado con grandes rejillas de impulsión que dejaban caer sobre nosotros un aire templado y disperso, suficiente en el verano ruso que apenas comenzaba.

Yo la había visto salir por la puerta de llegadas y de alguna forma me quedé mirándola, sopesándola con los ojos, tratando de determinar edad y origen. Una parte del juego (y para mí siempre fue un juego desde que Dilya Karímova me confundió con un armenio en el lago Komsomólskoye. Ella tomaba sol en bañadores minúsculos esa tarde. Andaba con una amiga de Oremburgo que había llegado de visita al barrio estudiantil y se fueron las dos al lago. Se quedaron mirándome y hablando por lo bajo. Dilya era una tártara de veintidós años que estudiaba traducción del idioma inglés en la Universidad Estatal de Tashkent) consistía en examinar largamente a la persona y aventurar un juicio aproximado sobre el origen probable. Después se buscaría un tema de conversación y las cosas derivarían hacia un final controlado, hacia unos tragos o una comida gratis, o hacia un regalo que se esperaba con paciencia, dándole vueltas a la persona hasta lograr el fin que se buscaba. El juego solo funcionaba si se tenía esa habilidad de observarlo todo. Mirando a la mujer enseguida supe que no era eslava. No era, por tanto, rusa ni polaca. Acaso búlgara porque se parecía a una muchacha de Sofía que anduvo conmigo en el otoño y tenía los mismos ojos y el pelo similar, ondeado con paciencia en la boutique del hotel Uzbekistán, pero aquella era de la parte de los Balcanes donde alguna vez se asentaron los gitanos, y no debía ser la segunda mujer de la misma región minúscula que me encontrara en el año. Ya había aprendido que esas cosas no pasaban nunca. Aun en una ciudad cosmopolita como Moscú era improbable encontrarse con dos personas de orígenes idénticos. No podía ser, salvo si esas dos personas andaban juntas, y no era el caso. Descarté, por supuesto, a las gitanas búlgaras, y me concentré en la mujer que arrastraba su maleta de viaje y tomaba un jugo de manzanas mientras buscaba con los ojos un lugar para sentarse. Llevaba altos zapatos cerrados y un blusón de borlas ambarinas que la hacía parecer un tanto gruesa. Por las arrugas acentuadas en el cuello quedaba claro que pasaba de cincuenta años. Por la forma en que miraba alrededor se podía saber que estaba sola, por primera vez en territorio ruso, por primera vez expuesta a la contaminación soviética. Movía la cabeza en esa forma vaga de la gente que se disgusta con lo que ve, y lo que ella veía podía no ser totalmente de su agrado. La sobria instalación del aeropuerto estaba lejos del confort que los occidentales exigían en sus países, lejos de los servicios de primera clase y de cualquier asomo del consumismo norteamericano o europeo.

La observación (la comparación) me la hicieron dos periodistas colombianos radicados en España cuyos nombres no recuerdo. Me hablaron de cuanto debe saber un viajero en materia de aeropuertos cuando estábamos sentados en el Skvier de Tashkent, en mi primer verano en una ciudad extraña donde una simple conversación en español con un desconocido se agradecía infinitamente. Tomábamos un refresco a la sombra de las encinas en aquellas magníficas glorietas en forma de cúpulas brillantes que los viejos jardineros uzbecos se encargaban de alistar después de las nieves del invierno. El diálogo en el idioma familiar me había hecho volver la cara y enfrentar al grupo de turistas que bajaba la escalinata del hotel Uzbekistán.

—Todos los aeropuertos no son iguales —dijo uno de los periodistas cuando el tema salió.

Para mí estaba claro que no eran iguales, y lo dije. Hablé de las edificaciones funcionales (las pocas que había visto en alguna escala técnica en Shannon y Odesa, y otras, muy contadas, las del aeropuerto de Tashkent y el viejo Vnúkovo de Moscú, sin hablar de la Terminal de Vuelos de La Habana, por supuesto) concebidas para usos, volúmenes y servicios diferentes. El otro colombiano se me quedó mirando, empujó hacia mí la caja de cigarros Parliament de filtro tubular (claro que nunca había visto cigarros como esos. Lo más común era fumar cigarrillos búlgaros Opal o Stewardess con filtro de esponja, o los Gallant indios que sabían a hierba y se vendían barato en cajetillas crush-proof de colores brillantes, o compraba un paquete de Dunhill International cuando tenía dinero suficiente, o acaso Ronhill, el invento yugoslavo que hacía recordar las finas cajas coloridas de Chesterfield o Pall Mall) y me hizo señas que cogiera uno.

—Tú eres cubano —dijo—. No tienes ni la más puta idea de lo que es un aeropuerto.

El hecho (y es bueno decir que la puta idea debe ser lo primero: todo lo demás puede venir después; la sorpresa, incluso, también forma parte de la idea, y no del hecho en sí, como pudiera pensarse. Tómese, por ejemplo, la nieve: cuando se haya tocado con la mano propia quedará por dentro una suerte de desilusión momentánea, aun cuando se haya esperado ese minuto muchos años y se haya visto miles de metros de película donde los personajes se revuelcan en el hielo como si no tuvieran frío) de ser cubano me excluía abiertamente. Dicho con pocas letras, la puta idea de un aeropuerto moderno de Occidente no podía caber en la cabeza de un habitante del Caribe comunista que veía limitadas sus posibilidades de vuelo a un viaje de estudiante becado en las universidades del Este o del país soviético. Asumí que ese estudiante era yo y me quedó claro que la puta idea no podía caber en mi cabeza. Pero me sirvió la conversación aunque en algún momento los colombianos me parecieran petulantes.

—Ni se te ocurra comparar esa mole de hierro y vigas prefabricadas que es el aeropuerto de Tashkent con un aeropuerto de verdad —seguía diciendo el periodista—. Hay algo en el gusto estético occidental que responde a otras normas. El aeropuerto de París, por ejemplo, es una ciudad pequeña. Nada que ver con las terminales de vuelos que los rusos han levantado en este país enorme. Y el aeropuerto de San Francisco no tiene nada que envidiarle aunque sea más pequeño. Y el de Bogotá tiene la misma clase y el mismo estilo aunque no disponga de tantas comodidades.

Yo recordaba la conversación con los colombianos mirando a la mujer que volvía la cabeza para lanzar miradas de desprecio sobre los asientos y las instalaciones del salón. Yo la veía acercarse y temía que ella pasara de largo y se alejara hasta una distancia inalcanzable, pero quiso la suerte que el puesto libre más cercano estuviera junto a mí. La mujer hizo un giro gracioso sobre el granito del piso, enderezó la maleta y los pasos y vino a sentarse a mi lado. Durante diez minutos esperé que girara la cabeza en mi dirección, que se dignara mirarme y preguntar alguna cosa. En cualquier caso, yo tenía la ventaja del idioma. La gran ventaja. El hecho de hablar ruso con absoluta libertad. Esperaba, por tanto, que la mujer necesitara alguna ayuda en la traducción. Debía necesitarla. No era común que los funcionarios de la aduana pudieran comunicarse en un idioma diferente al inglés. En alemán, acaso, pero los alemanes del Este que viajaban a Moscú odiaban abiertamente al pueblo ruso. Lo culpaban del desarrollo alcanzado por sus vecinos del Oeste. No se mezclaban, por tanto, ni manifestaban nunca la más remota intención de parecer amistosos. Cumplían sus itinerarios con absoluta rigidez para no verse obligados a preguntar nada. Los funcionarios de la aduana, sin embargo, los trataban bien.

—¿Habla español? —le pregunté cuando ya no me quedó más remedio, cuando la leve esperanza de entablar una conversación se diluía con los últimos rayos del sol que empezaban a morir detrás de los cristales del aeropuerto.

La mujer giró la cabeza y me lanzó una mirada gélida, nunca tan fría como las miradas de las matronas uzbecas que veían en cualquier extranjero una amenaza para sus jóvenes muchachas, pero terrible, en cualquier caso, distanciadora y abiertamente hostil. Las suaves curvas del rostro se endurecieron y ya entonces ella perdió el aire de La Gioconda y los ojos de Sofía Loren. Se convirtió rápidamente en una profesora de Mecánica Teórica que yo había tenido en el segundo año, una hebrea gorda de apellido Kleiman que me miraba igual cuando yo no podía resolver sus ecuaciones complejas y ridiculizaba con dos palabras al estudiante amedrentado por sus grandes ojos negros.

Lo que restaba era apartarme. Apartar los ojos y la cara y seguir el juego con otra gente que había entrado al salón, una pareja nórdica (después supe que eran especialistas finlandeses que viajaban hacia los campos de petróleo de Nízhniy Nóvgorod a cumplir con un contrato millonario de la compañía Sievernieftprom) de edad mediana que se sentó cerca y abrió un mapa de Rusia Central. El juego funcionó cuando los oí hablar en su idioma. Descarté a los polacos y a los húngaros y fue fácil abordarlos en inglés. Me alejé de La Gioconda que barría el salón con mirada de Sofía Loren y me fui a tomar café con los escandinavos en el salón del segundo piso. Ya era de noche y la conversación se tornó intensa. Una parte importante del juego (parte fundamental, por si alguien quiere hacer lo mismo) consistía en apartarse de los temas folklóricos (nunca se debía preguntar si les gustaba el país. Esa era una pregunta que predisponía a los extranjeros. Si les gustaba la ciudad y la gente ellos mismos buscarían la oportunidad para decirlo) y concentrarse en aquellos temas de interés general. La profesión, por ejemplo, era el tema mejor.

Lo habíamos comprobado en el Skvier de Tashkent una tarde en que andábamos Landy, Reinaldo Méndez y yo sin un centavo en el bolsillo y mirábamos las piernas de las muchachas que bajaban por el bulevar a tomarse un helado en el Café Molochniy. Landy estudiaba Ingeniería Civil y dominaba muy bien los temas de la construcción. Un grupo de turistas españoles subía a pie desde el restorán Shajtiar. Landy entrevió la oportunidad de hacer el juego (lo había aprendido por su cuenta con alguna armenia del reparto Visokovóltniy que anduvo un tiempo con él en el invierno, una de esas mujeres que solo era posible encontrar en una ciudad de razas mezcladas como Tashkent. Parecía moldeada de manera especial dentro de su cubierta muy poco común de piel canela y grandes ojos verdes, y cantaba las canciones de Alla Pugachova con verdadero sentimiento y con una entrega que la hacía llorar en los momentos más sublimes) era un juego diferente al mío, pero era el mismo juego. Abordamos a los españoles en la esquina de la tienda universal y ellos se mostraron contentos de encontrar hispanohablantes en el centro de Asia. El juego parecía ir bien y los españoles nos invitaron a tomar cerveza cara en la terraza del hotel. Hablábamos del tiempo y las mujeres, de la imposibilidad de comprar cigarros Ducados en ninguna tienda de la ciudad, de la mezcla rara de rusos y tártaros de la estepa, de las adivinadoras gitanas que arrastraban a sus hijos entre las mesas blancas de la terraza, y de tanta gente y tantos rostros diferentes en la calle. Los españoles se mostraban interesados y dispuestos, pero entonces Landy preguntó si les gustaba el país, si habían mirado, por ejemplo, los minaretes de las Cúpulas Azules y las casas de barro del Stariy Gorod, o acaso la mole de concreto del Hotel Cosmos y la extraña maravilla que era el Alaiskiy Bazar, y los españoles nos miraron con recelo y dijeron que todo eso estaba bien. Pero se recogieron un poco y recordaron de pronto que tenían otra excursión planificada a la estación Usbekistánskaya y a la Dirección General del Metro, a donde nosotros, por supuesto, no podíamos ir por tratarse de un acto oficial y otras razones comprensibles.

—España, uno; Cuba, cero —dijo Reinaldo Méndez parafraseando al fútbol.

Esa tarde aprendí que uno debía jugar su propio juego y no dejarse llevar por las reglas de otro. Seguí andando con Landy y con Reinaldo, sin embargo, pero en algún momento los dejaba solos y me iba al barrio estudiantil a buscar a Dilya y pasábamos las tardes de domingo mirando las comedias de Adriano Chelentano en el cine Saravshán.

—Tienes que aprender de Chelentano —decía Dilya—. Ese es un pícaro con suerte. Tienes que aprender de él, y tienes que saber diferenciar los acentos y las inflexiones regionales.

Lo decía por esa extraña mezcla de razas y dialectos que existía en Tashkent. La vieja ciudad uzbeca se había poblado con personas de todas las repúblicas después del terremoto. El ruso funcionaba como idioma común. Los tártaros de Kazán se mezclaron con los kalmucos de Siberia. Los uigures de la frontera se casaron con muchachas de Armenia. Los hebreos de grandes ojos negros habían perdido su castidad ancestral, habían sucumbido a los ofrecimientos de la vida y se habían mezclado con bashkires, con coreanos y con osetios. Los rusos puros ya no eran rusos puros y la ciudad exhibía una agradable visión de piel variada y ojos que miraban desde sus pupilas verdes, azules, negras y color café, todo en una fuerte procesión de lenguas diferentes y costumbres enraizadas que iban cambiando con el tiempo y mezclándose a su vez con la nueva oleada de estudiantes africanos, persas y latinos que llegaba a la ciudad.

—Pero tienes que aprender a diferenciar los acentos —decía Dilya—. Tienes que hablar el idioma tan perfecto y claro como el discurso impoluto de los habitantes de Yunus Abad, que son rusos puros porque llegaron hace poco y no se han mezclado todavía. Y tienes que imitar perfectamente el habla casi gutural de los trabajadores de la estación de descarga del ferrocarril central de Tashkent, que llegaron aquí en los tiempos de la reconstrucción después del terremoto y ya han tenido que variar sus costumbres y su forma de hablar.

La cuestión del idioma era una herramienta fundamental. Dilya Karímova, una tártara de veintidós años que estudiaba idiomas en la universidad, me enseñó eso. Ella hablaba uzbeco, ruso, inglés, tártaro, alemán, moldavo, algo de hebreo, bastante de francés, italiano suficiente, kazajo, persa y español en su variante insular americana. Ella podía discernir entre dos pieles y dos tonalidades de los ojos. Ella tenía ese don extraño que solo abunda en las fronteras y en los lugares que por siglos han servido de puente entre las civilizaciones.

Siendo especialistas del petróleo, los finlandeses se abrieron ante la mención de los campos inexplorados del Altai, los nuevos gasoductos presurizados que atravesaban toda la parte oriental de Siberia, las estaciones de bombeo equipadas con sistemas automáticos de descarga. Ya habíamos consumido bastante (los tres, en una forma abierta y fácil de ordenar cerveza y entremés de jamón sin cuidarse demasiado de quién pagaría por todo) cuando llegó su turno de volar. Me dejaron sus teléfonos y sus vías de contacto. Algo de dinero también, para el café y los cigarros. Era noche avanzada en las llanuras verdes de Podmoscovie. Cuando volví a mi puesto en el salón del primer piso ya el sol comenzaba a iluminar el mundo hacia el oriente. Busqué a La Gioconda entre los pasajeros que dormían en el salón, pero no la vi. Debía estar en el restorán del aeropuerto comiendo hongos con cebollas (plato raro e insípido que los extranjeros perseguían cuando estaban en Rusia). O quizá había decidido pasar la noche en el hotel de tránsito y tomar una ducha y dormir las pocas horas que quedaban hasta que su avión partiera.

Me entretuve tratando de hacer el juego con otros pasajeros. Unos turcos se sentaron cerca y no me hicieron caso. Una pareja de monjes ortodoxos discutían algo en un idioma incomprensible. Me hicieron recordar a un matrimonio que encontré alguna vez bajo las pérgolas del segundo piso del hotel Uzbekistán. Los confundí con rumanos y se pusieron bravos.

—Somos vascos, coño —dijo el hombre, y después dejó claro que estaba hasta los pelos de gente como yo, de jovencitos tártaros que asediaban a los turistas para cambiar rublos rusos por divisas de Occidente. Quizá yo parecía un tártaro (muchas veces la gente me hablaba en tártaro o en uzbeco y cambiaban al ruso cuando descubrían el error. Incluso Dilya me presentaba a sus amigos como un tártaro de las colinas negras de Kazán que hablaba el ruso con el acento inconfundible de la estepa. Dilya decía que no había ninguna diferencia entre un tártaro y yo) O quizá yo parecía un osetio o un afgano. Para mucha gente yo era un afgano cuando andaba con Reinaldo porque hablábamos una lengua incomprensible y Reinaldo era trigueño y tenía la nariz afilada de los persas.

Hubo una noche de diciembre en que un grupo de uzbecos drogados con hatchís nos confundió con afganos en el trolebús. Reinaldo pudo huir por una ventanilla, pero yo pagué las culpas y los muertos de la guerra en aquel país vecino. La invasión soviética terminaba ya. Las tropas regresaban a sus bases del Círculo del Turquestán. Casi todos los soldados eran uzbecos por ser esa república el territorio más cercano a Afganistán. En el camino de regreso fueron hostigados por los talibs desde los campamentos de Kabul hasta la frontera. Muchos soldados murieron al detonar una mina. El deseo de desquitarse se hizo fuerte entre los jóvenes y comenzó en Tashkent una verdadera cacería de afganos. Me cazaron también esa noche de diciembre y me dejaron muerto (casi muerto, chorreando sangre por la nariz y por la boca, con una herida de destornillador o de kinzhal sobre la sien derecha y con suficientes golpes en la cabeza como para mandarme directo al cielo o al infierno) bajo las luces de neón del cine Iskra en el Stariy Górod, la zona vieja, peligrosa, donde vivían los uzbecos en sus casas ancestrales de adobe y tejas, la única parte de la ciudad que sobrevivió al terremoto de 1966. Me dejaron ahogándome en el charco de mi propia sangre mientras oía las risas y los gritos de hiena de mis ejecutores que anunciaban a los vecinos y a la gente la venganza consumada. Me salvé esa noche porque una rusa de cuarenta años pasaba cerca y se detuvo a investigar de quién era el cuerpo que rezumaba sangre en la cuneta. Se llamaba Liubóv, y después supe que era cirujana de Andizhán y pasaba un curso en el Hospital Docente. Me salvó la vida en un lugar donde la gente hacía muy poco caso de un herido (era común encontrar algún alcohólico muerto en un parque de la calle General Usákov o flotando en el agua fría del Canal Anjor, y era común también que la gente se alejara de cualquier evento oscuro, un muerto o un herido de puñal por cuestiones de dinero, una muchacha rusa violada en plena calle por jovencitos tártaros o la simple víctima de una estafa que amaneciera con los hígados por fuera en los jardines delimitados por setos de arándanos de restorán Dom Kinó) y nadie quería meterse en los problemas de nadie.

Y es que el juego a veces se volvía en mi contra y lo que parecía una ventaja terminaba por convertirse en trampa. El juego podía reservar una sorpresa desagradable. El escenario variaba rápidamente y los protagonistas actuaban en consecuencia. Se tomaba una salida imprevista y entonces todo salía mal, con desenlaces imprevisibles y muchas razones para ocultarse un tiempo mientras las cosas se arreglaban. Dilya Karímova me había dicho que tomaba tiempo acostumbrarse y jugar bien.

—Jugar bien, eso es lo importante —decía Dilya cuando estábamos una tarde de primavera avanzada bajo los sauces llorones del parque Yuri Gagarin, cerca del Canal Anjor, cuando me explicaba las diferencias entre el nogal común y el nogal griego, y entre la encina mediterránea y la encina de Israel, y entre los abedules de la taigá, de hojas grandes como la mano de un hombre, y el pobre abedul de la estepa, tan descolorido y mustio en el mejor de los veranos—. Jugar bien significa conocer las cosas. Las posibilidades. Las variantes que pueden surgir en una u otra situación. Saber las diferencias, por ejemplo, entre las hojas caídas de los árboles en el otoño. Determinar si son de roble o de nogal. Apartar el amarillo y el ocre intenso de la encina y admirar el verde muerte del ciprés. Solo así podrás jugar como se debe. Y lo harás. Estoy segura de que lo harás. Uno está obligado a jugar hasta donde se pueda, y, lo más importante, uno tiene que saber en qué momento debe retirarse.

De modo que yo hacía lo mismo por mi cuenta y trataba de sacar mis ventajas de situaciones comunes cuando el hecho de saber jugar se convertía en herramienta para matar el tedio y resolver dinero o beber cerveza gratis en el Skvier de Tashkent. Salía a veces con Reinaldo y con Landy cuando estábamos aburridos en el albergue y el sol brillaba en las hojas de los robles del parque Zhimadar. Mirábamos las frondas del parque desde la ventana y teníamos deseos de ir a comer shashlik de carnero en sus varillas de aluminio, o el palov uzbeco que se cocinaba en grandes ollas de hierro bajo los robles, o quizá un plato de kaurmá-lagmán acompañado con tirillas de blinís y abundante pimienta roja. Desde la ventana veíamos subir el humo entre los robles. Toda la agradable variedad de la cocina uzbeca subía con el humo y nosotros sentíamos ese deseo intenso de ir allá y hacer el juego con los encargados. Pero el parque Zhimadar no era un buen lugar para nosotros por ser retiro habitual de uzbecos puros y de mujeres que vestían sus ropas nacionales y nunca enseñaban las rodillas. El parque Zhimadar no era sitio para extranjeros. Preferíamos el centro de Tashkent porque allá era posible conversar con las muchachas rusas y armenias, o tártaras y bashkiras de las estepas que habían llegado a la ciudad y nos miraban con sus ojos entornados, ligeramente oblicuos, que las hacían parecer seres irreales de piel muy blanca y rasgos orientales tan marcados en el rostro.

—Pero tengo que conseguirme una uzbeca —decía Landy—. Quiero saber de qué están hechas. Necesito saber.

Buscarse una uzbeca no era aconsejable, sin embargo, por la cara que ponían los varones cuando nos descubrían hablando con alguna (hubo casos en que el transgresor se veía acorralado en una esquina, rodeado por un grupo de jovencitos envalentonados que mascullaban sus amenazas en el idioma natal y dejaban asomar las empuñaduras de sus kinzhales bajo la camisa) Era mejor y más seguro entretenerse con las armenias del Cáucaso, con las rusas de pelo largo y rubio, o las tártaras de ojos rasgados y piel blanca, o con las bashkiras de grandes ojos luminosos, ligeramente oblicuos, de mirada extraña y cuerpo absolutamente lampiño, o hacer el juego con los turistas que se hospedaban en el hotel Uzbekistán y salían por las tardes a dar sus vueltas por el bulevar y a tomar cerveza negra en las glorietas del Skvier.

En el Sheremétievo estaba haciendo lo mismo y me sentía bien. Me sentía tranquilo y cómodo mirando los aviones y haciendo ver que no me preocupaba demasiado lo que ocurría alrededor. Pero atendía con los ojos a cualquier movimiento en el salón, a cualquier extranjero que fuera fácil de abordar y que me pagara un trago de coñac o whisky en el bar del aeropuerto, o que se enterneciera con mi triste historia de estudiante cubano obligado a hablar en ruso, alejado de las playas del Caribe hasta una distancia considerable. El juego salía bien si el extranjero se metía la mano en el bolsillo y me daba veinte dólares. No me resultó esa noche con la mujer que tenía los ojos de Sofía Loren. La olvidé por un momento y me concentré en otros pasajeros, pero después de los finlandeses no apareció más nadie. En el salón vacío solo estaban los turcos y la pareja de monjes ortodoxos con sus altos gorros negros y sus anchas cruces plateadas sobre el pecho.

El sol ascendía lentamente sobre los campos verdes de Rusia. Los aduaneros de turno se retiraban ya. Un nuevo grupo debía estar entrando en la mañana. Mi vuelo hacia La Habana había avanzado en la tablilla luminosa del itinerario que anunciaba salidas y llegadas. En cinco horas diría adiós al Sheremétievo y tomaría la ruta de Irlanda del Norte en una línea recta sobre Europa sentado en el salón lleno de gente de un liner IL-72 de la compañía Aeroflot. Llegaría a La Habana quince horas después y durante cuatro meses olvidaría a los tártaros y a los bashkires de ojos oblicuos, a los uzbecos y a Dilya. Olvidaría el juego que aprendí con las muchachas bajo las pérgolas del segundo piso del hotel Uzbekistán. Me sentiría confiado y libre en mi barrio oscuro, lejos del confort occidental, lejos de las varillas de shashlik y de los extranjeros que miraban con desprecio la sobria instalación del aeropuerto. Olvidaría, sobre todo a la mujer con cara de Gioconda que me miró con desdén cuando quise entablar una conversación con ella. Por un momento me había hecho sentir insignificante y aplastado sobre el asiento cómodo del salón, y me había dejado fuera del juego.

Pero el juego no había terminado todavía. El juego recomenzó cuando un oficial de la aduana me tocó en el hombro.

— ¿Tú eres cubano? —preguntó en ruso.

Me pidió acompañarlo a las oficinas de seguridad (me lo pidió en esa forma desenfadada de los rusos más simples, como si hubiera estado conversando con un amigo viejo, con un vecino que pasaba cerca y se le pedía por favor que entrara a tomar el té) Me explicó en el camino que tenían una situación (la palabra situación es tan ambigua que puede ilustrar cualquier evento, sea desagradable o no, sea un hecho simple con ventajas evidentes o sea un suceso más formal, acaso con peligros y amenazas, o acaso con matices llanos y prometedores) y necesitaban un traductor de español. Con sorpresa (o quizá todo fue sin sorpresa, si se atiende a que el problema era común en los extranjeros que viajaban vía Moscú desde las grandes capitales de Occidente y América hacia el Japón o Asia  Oriental, o hacia el Oriente Medio y África, o hacia Roma o Los Balcanes, como en este caso) descubrí que La Gioconda lloraba en uno de los asientos reclinables de la oficina del Oficial Jefe (lo llamaré Vládik, o Vitya, o quizá Seriozha) Los ojos de Sofía Loren aparecían llenos de lágrimas. Se los estrujaba con un pañuelo de seda y levantaba la cabeza para soltar sobre los oficiales largas miradas que variaban del desprecio a la angustia. Vitya (o Vládik, o Seriozha) lo explicó todo.

—Vino a reclamar ¿Te imaginas ese cuadro? A reclamar. Y nosotros aquí, ¿lo ves?, no somos bobos. No somos nada bobos —dijo Vitya en el acento cavernoso de los Urales.

La situación (¿El juego? ¿Acaso no era todo un juego? ¿Acaso no somos todos jugadores y nos toca perder o ganar en algún momento?) era sencilla. La Gioconda había declarado una cierta cantidad de dinero a su entrada al Sheremétievo de Moscú. Los agentes de la Aduana contaron los billetes y asentaron en la declaración el monto en dólares. Solo el monto, sin especificar las denominaciones.

—Cosa de rutina —me explicaba Vitya (¿Vládik? ¿Seriozha? ¿Vanya fumándose un cigarro Prima o Bielomor sin filtro, escupiendo nervioso las virutas de tabaco, dejando ver los dientes amarillos?) —Se escribe la cantidad según el procedimiento, pero no se escriben los números de los billetes ni el desglose por unidades.

La Gioconda (seguía siendo La Gioconda para mí, seguía teniendo los ojos de Sofía Loren aunque estuviera llorando, aunque las lágrimas le rodaran por las mejillas y empañaran su limpia imagen de duquesa flamenca) se había sentado en el salón y había pensado una variante de estafa de aeropuertos (¿No es todo el mismo juego, acaso? ¿No es la misma situación que puede darse en el gabinete de un ministro en México DF, o en las pandillas de los barrios bajos del Bronx, o en la oficina del gerente de un banco suizo, o en un café de Tashkent? ¿No es la idea que antecede al hecho y obliga a actuar cuando uno menos se lo espera?) Esta vez el juego consistía en esconder una parte del dinero y hacer una reclamación formal con muchas lágrimas y mucho teatro aduciendo que los aduaneros le robaron en el conteo de los dólares y solo después (solo después, sentada en el salón, cuando había logrado reponerse de la impresión por el primer contacto con la maldita tierra rusa, cuando se había tomado un refresco de manzanas para alejar el malestar del viaje, cuando había mirado con los ojos propios un pedazo del territorio comunista y había oído por primera vez unas palabras en esa lengua extraña, tan alejada de los tonos graves de cualquier idioma americano o europeo) había contado el dinero con calma (con mucha calma, Dios mío, con mucho aplomo y una serenidad total) y había detectado el problema (¿La situación? ¿El juego? ¿Otra vez el juego haciéndose notar en un evento serio, tan demasiado serio, tan peligroso que podía empañar la imagen de un aeropuerto importante y complicar la vida de las mujeres y los hombres que ejecutaban con rigurosidad marcial la acción tan necesaria?) y por eso recurría a la buena voluntad de los aduaneros que debían, Por favor, Please, Please, Prego, Prego, enmendar su error y devolverle (¿Cuatrocientos dólares americanos? ¿Quinientos quizá?) íntegramente el dinero sustraído antes que los denunciara ante una comisión internacional y publicara un artículo explosivo en cualquier periódico de Occidente (en cualquiera, ¿lo oyeron bien? ¿Tienen idea de lo que puede hacer la prensa en las democracias del mundo libre? ¿No han visto nunca un ministro destituido de su cargo y una empresa millonaria que cerró sus puertas por culpa de una simple nota en el periódico indicado?) de modo que pedía resolver con prontitud el caso al tiempo que agitaba los billetes ante la cara de los oficiales asustados.

Vitya (¿Vládik? ¿Seriozha? ¿Vanya fumándose otro cigarro Prima o Bielomor sin filtro, escupiendo nervioso las virutas de tabaco, dejando ver los dientes amarillos?) había actuado con la sangre fría de un profesional. Ordenó contar el dinero otra vez. Faltaban quinientos dólares en la cartera de La Gioconda. Vitya lanzó lejos el Prima (Bielomor) sin filtro. Dijo Tfú a la manera en que un oficial de la aduana podía decir Tfú cuando descubría que era víctima del juego.

—Pero yo mismo había contado el dinero —me diría después, cuando estábamos sentados en la oficina y tomábamos té verde con bizcochos de arándano que la funcionaria Mashka sirvió en tazas aplastadas— ¿Lo puedes entender? Yo mismo le había contado los billetes. Me veía allí como un idiota cuando ella agitaba el dinero ante mis ojos y amenazaba con denunciar el maltrato ante la prensa occidental, y entonces, mirando las denominaciones, me di cuenta del engaño.

Vitya lo había dicho todo en una sola expiración sonora y ronca. Parecía disfrutar del momento y hacía una pausa para sorber el té y partir un bizcocho con los dientes. Pero me miró de pronto y sonrió ampliamente.

—Veo que no lo entiendes —y Vitya rió otra vez—. Los cubanos solo vienen a Moscú a partir culitos en los albergues mixtos de los politécnicos. ¿No entiendes que los billetes no eran los mismos? Ella los había cambiado por otros que llevaba escondidos. Tenía que llevarlos escondidos. Seguramente se metió en el baño y preparó la operación. No tuvo en cuenta las denominaciones, y ahí mismo, cuando agitaba el dinero frente a mí y amenazaba con denunciarlo todo, se le acabó el maldito juego.

Y después Vitya (¿Vládik? ¿Seriozha? ¿Vanya fumándose un tercer cigarro Prima o Bielomor sin filtro, escupiendo nervioso las virutas de tabaco, dejando ver los dientes amarillos?) me contó que había ordenado a la funcionaria Mashka Grishkova (pómulos ribeteados en carmín, labios de cereza de Pomorie, veintiocho años bien vividos en la aldea Vtúshkino antes de entrar en el servicio aduanero) revisar a La Gioconda con el rigor que precisaba el caso, partes privadas incluidas. La operación (a pesar de las protestas en inglés y español y serias amenazas de denuncia ante organismos internacionales y un lloriqueo final que podía enternecer los ojos fríos de un metropolita) se realizó en un cuarto especial de las oficinas y reveló la existencia de un cinturón escondido bajo el blusón de borlas ambarinas con una suma superior (muy superior) al monto declarado.

—Ahí fue cuando nos hizo falta un traductor ¿Lo ves? Fue ella misma quien nos dijo que había un cubano en el salón. Te describió muy bien. Pero ahora todo está claro. Todo el dinero ha sido confiscado y ella tendrá que buscarse cualquier funcionario de la embajada italiana que interceda. Cualquiera puede hacerlo, no me importa quién. Siempre aparece alguno cuando pasan estas cosas. Ella quedará retenida en el hotel de tránsito hasta que algún diplomático se haga cargo. Perderá su avión y su cita en Milán, pero así es el procedimiento.

Y entonces, por uno de esos azares del juego, (por una de esas situaciones sin solución probable que añaden interés al desenlace y obligan a seguir jugando aunque se sepa de antemano que ya el juego se perdió sin remedio) yo le pedí a Vitya que dejara libre a La Gioconda.

—¿Tú estás loco? —preguntó Vitya después de darle una chupada a cualquier cigarro Prima o Bielomor sin filtro, después que escupió las virutas de tabaco y enseñó los dientes largos y amarillos—. No, de verdad, tú tienes que estar loco. Todos los cubanos tienen que estar locos.

Pero el juego no era una simple suma de causa y consecuencia. Yo lo sabía, y sabía que una conversación inteligente podía derribar las puertas más sólidas. Le dije a Vitya que no perdería nada si se hacía el bobo y desviaba la atención de un caso tan insignificante. Porque (y en eso Vitya me daría la razón un poco después, cuando el juego se puso interesante y Mashka Grishkova repartía otra tanda de té y bizcochos de arándano) la mujer no había hecho nada. Lo había intentado, y eso no se podía negar. Había montado su teatro (¿Su juego? ¿Su mascarada perfectamente realizable, previamente ensayada quizá, perfeccionada hasta convertirse en arte, o quizá improvisada en un momento último y desesperado por razones oscuras, ajenas al razonamiento superficial de un estafador común?) ante las narices de aduaneros experimentados, pero la operación había sido frustrada por el celo y la profesionalidad de los agentes (de Vitya, en primer lugar, que había mostrado el aplomo y la preparación de un oficial verdadero aunque fuera un simple campesino de los Urales sin ambiciones visibles, y lo vi levantar la cabeza y los ojos cuando dije eso), de modo que no había reclamación posible y estaban a mano La Gioconda y el poderoso aparato aduanero del gran país soviético.

—Tú estás loco —dijo Vitya—. Todos los cubanos están locos. Siempre están cargando mercadería barata hacia su isla y uno cree que lo hacen para ayudar al país, pero después te das cuenta que todo lo hacen por una mujer, una que les guiñó los ojos en el Metro y les dio pan con jamonada en el desayuno en cualquier mañana de invierno.

Tuve que aguantar el sermón y decir que sí a todo lo que Vitya mascullaba en su dialecto de los Urales, a veces tan perfecto y claro como el discurso limpio y elegante de los rusos puros del barrio de Yunus Abad, y a veces retorcido y siseante como el habla casi gutural de los trabajadores de la estación de descarga del ferrocarril central de Tashkent. Pero al final el cariz del juego cambió a mi favor (y a favor de la Gioconda, en consecuencia) y Vitya se dejó enternecer y decidió que no ganaba nada con obligar a la mujer a quedarse en tierra por una simple formalidad aduanera.

—Bien —dijo—. Dejaré que se vaya. A fin de cuentas es como tú dices. Aquí no ha pasado nada.

Claro que después (media hora después, cuando La Gioconda y yo conversábamos en el salón como amigos viejos que se hubieran encontrado por accidente y ella retocaba el maquillaje con una mota minúscula y se alistaba para abordar) surgió la idea de regalarle veinte dólares a Vitya. Yo había pensado en esa posibilidad cuando estábamos sentados en la oficina de la aduana y tomábamos el té con bizcochos de arándano que Mashka Grishkova repartía para todos los presentes sin distinción de grados militares, ni edad, ni complexión. Pero no se lo dije a Vitya entonces. No lo quise mencionar porque yo no tenía el dinero. Faltaba conversar con La Gioconda y exponerle el caso. Se lo expuse luego, cuando ella fue puesta en libertad, cuando se le devolvió íntegramente el dinero y ella tomó los dólares escondiendo la mirada, cuando salió por el hueco de la puerta hacia el salón y me buscó entre los asientos con los ojos y arrastró la maleta de viaje hacia el lugar donde yo la esperaba.

—Francesca Risi —dijo, y extendió la mano.

Seguía teniendo los ojos de Sofía Loren y el aire superior de una duquesa flamenca, pero algo en las curvas de su rostro había cambiado. La línea dura de los labios (fuerte expresión que retomaría más tarde, cuando ya estaba a punto de alejarse para siempre de la inhóspita tierra soviética, de los estúpidos aduaneros rusos que no hablaban español y le habían echado a perder el juego) había cedido el paso a una sonrisa incipiente y coqueta. La luz del sol que entraba por los cristales le había devuelto algo del brillo que perdiera en la madrugada cuando lloraba en la oficina de Vitya, y en general ella misma parecía otra. Había cambiado el blusón de borlas ambarinas por una simple yacka de campesina tirolesa, y llevaba sandalias de cuero en lugar de zapatos, y llevaba el pelo anudado sobre la espalda con una cinta de terciopelo azul

—Te quería dar las gracias —dijo en español con un fuerte acento rioplatense que sonaba muy bien en su voz de tonos medios—. Por todo gracias. Por la traducción y por todo lo demás.

Siguiendo las reglas, yo debía omitir cualquier mención sobre el incidente con Vitya y los aduaneros (Dilya me había dicho siempre que las cosas desagradables debían ser olvidadas al momento y no debían jamás ser mencionadas en presencia de los afectados si se quería seguir adelante y ganar el juego). Pero otra vez, por alguna cláusula maldita que obligaba a cambiar las reglas y hacer lo menos aconsejable, le dije a La Gioconda (seguía siendo La Gioconda aunque su aspecto hubiera desmerecido tanto) que no debía darme las gracias por nada, que debía agradecer a la buena voluntad de los funcionarios de la Aduana, que se habían portado bien y merecían una compensación.

— ¿Cuánto? —preguntó ella abriendo el monedero, una cartera minúscula hecha de piel y rematada con láminas doradas en el cierre y los bordes.

Me dio los veinte dólares y me pidió agradecer a los rusos en su nombre. Después pareció olvidar el incidente y empezó a preguntarme cosas personales, alguna información sobre mi vida y mi presencia extraña en un sitio tan remoto. Se asombró cuando le dije que estudiaba ingeniería mecánica en el instituto de automóviles de Tashkent.

— ¿Tashkent? —preguntó—. No conozco ese nombre. En realidad, no conozco nada de Rusia.

Tuve que explicar que la ciudad no estaba en Rusia. Pareció interesarse en la conversación cuando le hablé de Uzbekistán, de las vastas llanuras arenosas del desierto de Kizilkum donde el soleado Tashkent se asentaba por siglos, de la antigua ruta de la seda y la invasión de los tártaros mongoles, de los viajes de Marco Polo y del fuerte terremoto que destruyó la ciudad. Aun así el sitio no le resultaba familiar. No conocía los campos de algodón de Namangán, extensos como praderas nevadas, ni los minaretes de Samarcanda que brillaban bajo el tórrido sol del Asia Central, ni las suaves lipioshkas saladas que se cocían en hornos de piedra en las aldeas del valle de Ferganá, ni los perros-lobo de orejas recortadas que pastoreaban miles de ovejas en las laderas de los montes Chimgán. La antigua casta del doctor Avicena y el poeta Ulugbiék se revelaba ante La Gioconda como una noticia sin importancia y una información sin utilidad adicional.

—Pero conozco Bakú, sin embargo —dijo retocando el maquillaje—. Tuve un amigo que vivió unos años allá. Un ingeniero del petróleo. Me regaló un libro de Yesiénin. ¿Se dice así? Nunca podré pronunciar esos nombres. Un gran poeta ruso, según creo, y nació en Bakú. Debió ser uno más entre tantos poetas, pero se casó con Isadora, y eso ya es algo. Eso lo hace interesante aunque sea ruso.

Yesiénin, claro. Siempre Yesiénin y el hombre que curaba con alcohol la sífilis que recibiera en las estepas de Kirguizia. Dilya me había leído sus versos una tarde bajo los nogales griegos del parque Yuri Gagarin, junto al Anjor. Yo miraba a Dilya desde el suelo y la veía recortarse contra el cielo de Tashkent, contra las luces de la tarde que iba muriendo en el verano, solo unas semanas atrás, cuando le dije que viajaría pronto y ella me respondió que ya había andado conmigo un tiempo suficiente y no le parecía bien que me fuera cuatro meses y la dejara sola.

— ¿Haces vida social allá? —preguntó La Gioconda, y enseguida se lo respondió ella misma—. Lo veo difícil. Será difícil vivir entre todos esos musulmanes mojigatos. Tú tienes cara de cualquier otra cosa. A ver si te casas con la hija de un sultán y le haces diez hijos.

Ella parecía haber olvidado completamente que solo una hora atrás estuvo involucrada en un asunto de contrabando de dólares. Un feo asunto para una mujer como ella. O quizá era un asunto común y ella estaba acostumbrada a montar su teatro en los aeropuertos del mundo, en las terminales aéreas de América y Europa donde seguramente todos los viajeros hacían lo mismo y no había que ruborizarse demasiado por que un agente de la aduana descubriera el engaño.

—Trabajo en el negocio inmobiliario —dijo—. Tengo inversiones en Milán y Buenos Aires. Pero tú eres demasiado joven para entender esas cosas, y yo tengo que irme ya. Quizá nos encontremos otra vez.

Yo también dije que quizá. Un quizá que solo pretendía condescender y seguir el juego, el fino vuelo de las palabras, los tonos y los visos de una conversación que nunca debió tener lugar por ser nosotros tan diferentes y a la vez tan similares. La acompañé hasta la puerta de abordaje y le arrastré la maleta mientras ella volvía los ojos al salón para lanzar miradas de desprecio sobre los asientos y las instalaciones. Ya en la puerta se detuvo y me miró sonriendo con un aire de duquesa. Abrió otra vez el monedero minúsculo, sacó un billete de a cien dólares y lo extendió hacia mí en un acto breve y simple, tan inesperado que abrí la boca y me tardé bastante en levantar el brazo y recoger el dinero.

—Te lo ganaste —dijo—. Te portaste bien. No esperaba encontrar un joven tan bien dispuesto en este lugar remoto.

Pero yo tenía una pregunta que hacerle todavía. Yo le había dado vueltas al asunto y no entendía una parte del juego. Ella volvió a sonreír cuando le pregunté cómo había sabido que yo era cubano.

—Eres muy joven todavía —dijo cuando se alejaba—. Eres tan joven que no podrías darte cuenta de nada.

No entendí a qué se refería, sin embargo, y me quedé mirándola, largamente mirándola, tratando de buscar alguna clave en las palabras mientras ella se alejaba por el pasillo y la amplificación del aeropuerto anunciaba en cuatro idiomas la salida hacia Roma del vuelo de Aeroflot correspondiente a las ocho de la mañana. Estaba seguro de que nunca volvería a verla pero de alguna forma sabía también que me llevaría mucho tiempo olvidar lo que pasó. Levanté la mano y miré el billete al trasluz. La cara del Presidente Lincoln parecía sonreír desde el papel, o de verdad reía, o simplemente le brillaban los ojos con una complicidad silenciosa y calmada que yo lograba descubrir y me obligaba a levantar la cabeza y a mirar otra vez al pasillo por donde había visto desaparecer a La Gioconda. 

Cuatro meses después regresé a Tashkent. Landy había conseguido en el verano a dos uzbecas, dos gemelas idénticas muy jóvenes que se llamaban Shora y Fátima y tenían un apartamento propio en el Visokovóltniy.

—La que quieras es tuya —dijo Landy después que nos presentó en el Café Molóchniy del Skvier de Tashkent, después que las gemelas se pararon a bailar y nos quedamos mirándolas mientras hacían sus giros lentos con una melodía que Alla Pugachova vomitaba en la amplificación—. La que quieras. La que te guste más.

Con eso me quería decir que su juego estaba avanzado, que se había acostado con las dos y no se molestaba en diferenciarlas, y eso era mejor que toda mi historia de La Gioconda y el billete de a cien dólares. Pero yo supe que no lo decía en serio. De alguna manera lo supe. Le habían brillado los ojos con demasiada intensidad cuando le mostré el billete, y se le habían humedecido los labios de una forma que solo podía significar envidia sana. Insistió en que una de las gemelas era mía. Podíamos irnos a beber cerveza al Dom Kinó y gastar un poco de los dólares.

—Nos comemos un kilómetro de varillas de shashlik y después nos vamos al Visokovóltniy a pasar la noche —dijo Landy, y la cara se le alumbró otra vez en esa forma vaga en que la cara se alumbra cuando se ha logrado imponer las condiciones del juego propio.

Pero yo pensaba en Dilya. Yo tenía en la cabeza el prado verde del parque Yuri Gagarin y los sauces llorones del Anjor donde había visto brillar sus ojos ligeramente oblicuos bajo las frondas densas de los nogales griegos. Comenzaba el otoño y el agua estaría fría. El cuerpo de la tártara se sentiría muy bien después de cuatro meses. Besaría sus labios sin pintura y nos meteríamos en el agua del canal a esperar la noche. Le dije a Landy que las gemelas quedarían para después, y antes que dijera cualquier cosa bajé las escaleras y salí a la calle. Desde el balconcillo me gritó que yo era un mal amigo y un traidor. Lo dejé que se desgañitara hasta quedar ronco y tomé un taxi en la esquina más lejana del Skvier de Tashkent.

Soplaba el viento de octubre desde las estepas arenosas. Yo quise besar a Dilya cuando estábamos sentados bajo los sauces. Lo intenté muchas veces y ella apartaba el rostro y seguía peleándome por no haberle escrito en cuatro meses. Amenazaba con marcharse a Oremburgo o a Kazán y buscarse nuevos amigos y nuevas relaciones.

— ¿No sabes que puedo hacerlo? —preguntó—.¿No sabes que puedo irme lejos y dejarte solo con esos amigos tuyos que andan sin rumbo por la ciudad? Claro que lo sabes. Lo sabes bien, y aun así te vas por cuatro meses y te apareces contándome una estúpida historia de aeropuertos.
No tuve más remedio que regalarle los cien dólares a Dilya bajo las encinas y los nogales griegos del Parque Yuri Gagarin. Ella tomó el billete con sus dedos pálidos y lo miró al trasluz contra el cielo gris de Tashkent, y luego sonrió y se dejó besar. Yo besé largamente sus ojos y sus labios junto a los sauces del Anjor mientras el otoño avanzaba indetenible sobre el desierto de Kizilkum y los nogales griegos y las encinas de Israel y los cipreses abigarrados de la estepa perdían definitivamente las hojas y el prado verde se cubría de una alfombra rojo grana, ocre intenso y amarilla.

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