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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de marzo de 2019

Regreso de visita a Mayarí (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


Después de graduarme en Yale seguí mis estudios literarios en la misma universidad. Al terminar el primer año del programa de doctorado, en 1938, ya tenía un poco de dinero ahorrado y decidí regresar de visita a Mayarí por unas semanas. Me acompañó el compañero del Departamento de Español, Robert McNemey, un irlandés rubio y bonachón que se daba a querer por todo el mundo y tenía muchas ganas de conocer a Cuba.

Imagínate la emoción, mi primera visita después de haber estado ausente seis años. Encontré a mis hermanitos crecidos, pero mi pueblo ahora se había achicado. Yo estaba acostumbrado a ver frente a mi casa el Ayuntamiento, un edificio de cemento de un solo piso, que de niño me parecía muy grande, pero después de ver los edificios de Nueva York y de Boston y las torres de Yale, pues lo encontré muy pequeño y bajito. Y las calles estaban tan calladas, porque casi no había tránsito. Sí, Mayarí era una villa tranquila. Pero eso sí, la gente muy buena, muy cariñosa, muy compenetrada.

Y tuve el gran honor de que durante esa visita me dieran el título de Hijo ilustre de Mayarí. La idea fue de Jonás Galán, que era muy emprendedor. Lo habló con don Humberto Tamayo, con varios de los concejales y con el alcalde, que era el padre de Braulio Lecusac. Hicieron un acto en el Ayuntamiento, en la sala consistorial. El discurso lo hizo un farmacéutico de Santiago, amigo de Jonás Galán. Mis padres asistieron, muy orgullosos. Fue una cosa pequeña pero muy conmovedora.

Lo celebramos no con una, sino con dos fiestas. La juventud de Mayarí aprovechaba cualquier ocasión para tener una reunión bailable en la casa de algún vecino, y a eso le llamaban “un asalto”. Se llamaba así porque no se anunciaba, sino que iban a tu casa y decían: “Venimos a tener un asalto”. Y la persona dueña de la casa se reía y decía: “Sí, cómo no. Ayúdenme a quitar los muebles y darle espacio para que bailen”. Y tus amigos todo lo tenían preparado y se corría la voz de que iba a haber un asalto. El que no lo sabía era el asaltado. A veces traían músicos y otras se bailaba con la música de un tocadiscos, y si la casa asaltada no tenía un buen tocadiscos, pues lo pedían prestado en otra. Se daba un poco de bebida a los que venían y siempre se bailaba. En esta ocasión, además del asalto en mi propia casa, los amigos de mi niñez organizaron otro en El Liceo. Y vino una orquestica, y entonces uno me dice: “Óyeme, a los músicos hay que darles algo”. “¿Qué quieren que les dé?”. “Pues dales una botella de ron”. Y digo: “No, les voy a dar dos botellas de ron”. Y les di dos botellas de ron Bacardí, no del claro, sino del Carta Oro. Estuvieron muy contentos, se dieron unos tragos y empezaron a  tocar y a cantar las canciones del Trío Matamoros, que estaban de moda en su época. Todo el mundo bailó y me felicitó. Y nos divertimos muchísimo.

Después continué el viaje hasta México, y fue mi primera visita a ese país. De regreso a Estados Unidos, en el mismo barco de la Ward Line, que creo se llamaba El Oriente, cuando ya estábamos llegando empezó a soplar un viento fuerte, y me dije: “Aquí va a haber un huracán”, porque estaba así de pesado el tiempo. Y todo el mundo se rió y no me creyeron. Pero al cabo de unas horas nos alcanzó la tormenta, y fue tremenda. Por fin, luchando contra el viento. El barco llegó a Nueva York y se amarró al muelle. Y yo llegué a la Universidad de Yale en medio del famoso huracán del 38, que azotó a New Haven. Dramático regreso al hambiente universitario al que yo me había acostumbrado, porque en el fondo de mi corazón sentía que ese era mi mundo. 


Vacaciones con hambre (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


De todas formas, como yo era uno de los pocos estudiantes becados, no fui completamente parte de ese mundo aristocrático. Es más, después de terminar mi primer año de estudiante, durante las vacaciones de verano yo no tenía ni dinero ni trabajo, y tuve que ir a Nueva York a buscar empleo. Pero no había. Iba a una agencia y decían: “No, no hay nada”. Entonces yo tenía un dinerito limitado para pagar un cuarto que valía ocho dólares a la semana, y para desayunar con un par de huevos fritos y un poco de café con leche, que tenía que durarme hasta la comida, aunque a veces me saltaba el turno y no tenía nada que comer de noche. Y así estuve una semana o dos hasta que se me acabó el último dólar. Entonces pensé: “¿Y ahora qué hago?”.

Afortunadamente, Ann Wood, la novia de José Gómez, había conseguido trabajo en un hotel de lujo en las montañas de Nueva York, el BriarcliffManor, donde la gente rica iba a veranear, y me llamó para decirme que hacía falta alguien que exprimiera las naranjas y pelara las papas. Salí al otro día, tempranito, sin dinero, sin desayunarme, pidiendo "enganches" hasta que llegué al hotel, a veinte o treinta millas de Nueva York. Y cuando llegué, fui a ver a Ann Wood para que me dijera adónde era que tenía que ir, y quién era el jefe, etc. Ella me preguntó: “¿Comiste ya?”. Y digo: “Sí, sí, ya comí”. Y dice: “Tú mientes. Te veo en la c ara que estás desesperado de hambre”. Entonces me hizo un par de huevos revueltos y me dio un poco de leche. Ésa fue una experiencia muy dura: pasarme todo un día sin comer porque no tenía dinero ni lugar donde dormir. Aprendí a tenerle más respeto a los pobres.

Me dieron el puesto de exprimidor de naranjas, y de tantas que exprimí se me empezaron a caer las uñas. Me tuvieron que mandar con un médico, que dijo que era por el ácido de las naranjas, y recomendó que cambiare de puesto. Entonces me dediqué a lavar las pailas y a pelar papas y cebollas, hasta que ya se fue terminando el verano. El jefe de los cocineros, que era un chef famoso, en el otoño se iba con su grupo a la Florida. Y como vio que yo era un joven capaz, me invitó a que fuera con él como cocinero de verduras. Y le dije: “Mire, señor, le agradezco su invitación, pero yo soy estudiante de Yale. Lo único es que soy de los que tienen que pagarse los estudios”. Entonces él me dijo: “Caramba, cuánto respeto siento por usted”. Y desde ese día me invitaba para que aprendiera a jugar golf y lo visitara en su casa. Es decir, pasé de limpiacazuelas a ocupar un lugar de alta consideración.

Luego, cuando regresé a Yale, empecé a trabajar auxiliando al profesor Lukiens. Así empecé a vivir otra vez como estudiante que tenía comida tres veces al día. Pero cuando venían las vacaciones me tocaba volver a almorzar y a comer poco, porque de lo contrario no me alcanzaba para pasar quince días. Y los otros veranos seguía trabajando con el profesor Lukiens, que me pagaba la cuantiosa suma de 50 centavos la hora por la ayuda que le daba. Es decir, que yo pasé mucho trabajo para llegar a ser profesor.


La lujosa vida universitaria (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



Cuando ingresé en Yale en 1934, ésta era una universidad para jóvenes acomodados que tenían todo muy suave y muy sabroso. Se vivía realmente como en la época de los millones, una vida aristocrática y fácil. Imagínate que en el comedor había que ir, con excepción del desayuno, con saco y corbata obligatoriamente, almuerzo y comida. Y las meseras tenían un uniforme de mediodía para servir el almuerzo y otro más vistoso de noche para servir la comida. Los menúes venían ya impresos, con deliciosas comidas. Y si no nos gustaba lo que se ofrecía, podíamos pedir bistec o chuletas de cerdo o de carnero. Si el postre tampoco nos gustaba, teníamos la opción de pedir queso Stilton inglés en vino de oporto. Venía en unos pomitos muy bonitos y nos daban unas galleticas para poner el queso encima.

Recientemente encontré en una libretica con las reglas de los dormitorios. Una era que se podía poner los zapatos por la noche a la puerta, y por la mañana, cuando dos despertábamos, ya alguien los había limpiado por tres dólares el semestre. Y así era todo. Si queríamos que al levantarnos estuviera calentito el cuarto, dejábamos la puerta abierta y por seis dólares el semestre alguien entraba y encendía el fuego de la chimenea. Se vivía en otro mundo, mientras que el resto de América apenas comenzaba a salir de una depresión que había causado muchísima miseria.

Esa vida se terminó cuando vino la Segunda Guerra Mundial. En lugar de las meseras, los cubiertos de plata y vajilla hecha especialmente con als armas de cada colegio, todo cambió. Nos dieron unas bandejas para buscar nuestra comida estilo cafetería, y luego teníamos que recoger los platos sucios y llevarlos a la cocina. Es decir, pasábamos a la vida democrática de una nación que estaba en guerra. Todavía yo era estudiante cuando empezaron esos cambios, porque ya había rumores de que los Estados Unidos tendrían que ingresar a la guerra europea. Además, durante el período de la guerra, hasta el año 1945, Yale se transformó en un colegio militar. Por la mañana el corneta tocaba diana para que los reclutas se despertaran y se pusieran a hacer ejercicios. En esos años a mi me tocó enseñarle español a los soldados. Y después Yale ya no regresó a las costumbres aristocráticas de antaño.


Ingreso en Yale (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.


El día que llegué a Yale me lo pasé admirando aquellos edificios de estilo gótico, de piedra dura, sólida y permanente, y aquella biblioteca que parece una catedral. Fui caminando de un lado a otro, pero sin fijarme muy bien por dónde iba, sino solamente admirando el tipo de arquitectura. Y por la noche, José Gómez, que ya se había graduado de Mount Hermon y estaba estudiando en Yale, me invitó a que fuera con un par de amigos a comer una piza en un lugar conocido como Pepe´s, donde se dice que hacen las mejores pizas de New Haven. Y junto con las pizas tomamos vino tinto. Como yo no estaba acostumbrado a beber, pues parece que el poquito de vino se me fue a la cabeza y al regresar a Yale no me acordaba dónde estaba mi cuarto. Entonces fuimos a la oficina de la policía universitaria, y mis amigos dijeron que yo acababa de llegar y no me acordaba dónde estaba mi habitación. El policía miró la lista y dijo: “Su habitación está en tal lugar. ¿Sabe ir solo?” “No”. “Bueno, que sus amigos lo lleven. Pero cuérdese, esta es la única vez que lo vamos a ayudar a encontrar su cuarto. La próxima vez lo encuentra usted solo”. Y ese fue mi primer día en la universidad.

Debido a que mis notas eran estupendas me dieron una beca de tipo A, es decir, que pagaba la colegiatura, casa y comida. Además me aproveché del programa Workstudy, en el que los estudiantes podían trabajar ocho horas a la semana para ganar algo extra. En mi primer año trabajé en el comedor, y ya en el segundo, en el Departamento de Español. Y cada vez fui ganando más dinero porque trabajaba más. Así me pagué todos los estudios y obtuve el título de Bachelor of Arts. Lo hice en tres años, porque habiendo perdido seis años después de graduarme en El Cristo, andaba de prisa para terminar la carrera. De tal forma que, aunque era miembro de la clase de 1938, en realidad me gradué en el 37.

Cuando empecé mis estudios ya no era con la idea de estudiar medicina, sino que había resuelto estudiar economía porque mi estancia en Preston durante la Depresión me había convencido de que esa sería la mejor manera de ayudar a mi país. Pero luego cambié de plan por una serie de sucesos inesperados.

Al principio de mi segundo año, la universidad anunció un premio para los diez alumnos que habían terminado el primer año con el mejor expediente, y entre ellos estaba yo. En Mount Hermon hasta declararon un día de fiesta para celebrar mi triunfo. Esa medalla de oro que me otorgaron fue el espaldarazo que me abrió nuevas oportunidades en Yale. Me llamó a su despacho el profesor Frederick B. Lukiens –que era el jefe del Departamento de Español y fue uno de los pioneros en iniciar el estudio de la literatura Latinoamericana en los Estados Unidos- y me invitó a que me especializara en los estudios literarios. Es más, me dijo que si yo continuaba mis estudios como hasta allí lo había hecho, podría tener un futuro muy brillante, pues él estaba convencido de que yo podía llegar a ser profesor de Literatura hispanoamericana en Yale. Acepté entusiasmado su conejo, porque en el fondo siempre estuve muy inclinado a las letras y, además, me di cuenta de que en ese campo podría ser de mayor utilidad a mi patria y mi cultura, que apenas se empezaba a enseñar en las universidades norteamericanas de esa época.

José Juan Arrom
La verdad es que me sorprendía el desconocimiento de Latinoamérica que encontraba constantemente. Por ejemplo, como es de esperar, mis nuevos compañeros notaron mi acento. Entonces yo era un joven muy jovial, me reía mucho y me dijeron en broma: “You look like a laughing Gaucho”. Le dije: “No, yo no tengo nada que ver con los gauchos. Yo soy antillano, no argentino, y en las Antillas no hay gauchos”. Pero siguió siendo siempre así, que confundían una cosa con otra.

Con motivo de Yale Medal que me gané, que tuvo mucha publicidad, me invitaban a dar presentaciones en diversos lugares. Un día vino una señora muy seria y me pidió que fuera a una reunión para hablar de Cuba. Y me dice: “Come withyournativedress”. Y yo dije: “¿Con mi traje nativo?”, en ese caso tendré que ir desnudo”. Ella no entendía, porque creía que los cubanos eran unos indios con taparrabos o sabe Dios qué.

En otra ocasión, cuando un compañero oyó que había estudiado cerca de Santiago de Cuba, me dijo: “I thoughtyouwerefromthePhilippine Island”. Y digo: “No, yo soy cubano”. “Ah, then Manila isnot in Cuba?”. “No, manila está en las Filipinas”. Igual confundían a Manila con Santiago de Cuba y la batalla de Santiago con la de Manila, porque las dos tenían que ver con la guerra del 98.

Hasta me sucedió con un profesor de Química algunos años más tarde. En 1937 hubo una dificultad entre Haití y santo Domingo porque los haitianos se estaban infiltrando por la frontera y Trujillo los mandó a matar brutalmente. Entonces mi colega me dijo: “Óyeme, ¿ya se arregló el problema fronterizo entre Cuba y Puerto Rico?”. Y le contesté: “Sí, ya se resolvió hace varios millones de años porque en el medio hay otra isla y dos estrechos de agua que las separan”. Y así sucesivamente, encontré que se sabía muy poca geografía y ninguna historia.

También me sorprendían los excesos de los prejuicios norteamericanos de la época. Algunas veces yo me sentaba en el comedor de mi colegio, que era Timothy Dwight[1], con dos compañeros que me parecían agradables. Y un día vino otro y me dijo: “Óyeme, José, tú notarás que nosotros nunca nos sentamos contigo cuando te sientas en tal mesa con esos muchachos”. Yo lo había notado pero no sabía por qué. Entonces me explicó: “Porque son judíos, y nosotros no nos sentamos con judíos”. Así vi el antisemitismo por primera vez en mi vida.

En otra ocasión vino de Mayarí el doctor Jonás Galán. Y como había viajado a Yale con otro médico –del color también-, simplemente para saludarme, pues los invité a almorzar en el comedor del colegio. Ese día el encargado del comedor era un estudiante graduado, del Sur. Y vino y me dijo que él no podía servir a dos negros. Entonces le dije: “Es que no se trata de que sean blancos o negros, son dos médicos de mi pueblo que han venido a visitarme”. “No señor, no puede ser”. “Pues sí puede, porque yo soy miembro de este colegio y tengo derecho a invitar a quien yo quiera”. “Pues no será en mi presencia”, respondió. Y se fue, y pusieron a otro para que dirigiera la cosa. Y se sentaron mis invitados y le dieron la comida. Pero fue un escándalo. Eso sería en mi segundo año, en 1935 ó 1936, cuando el racismo en los Estados Unidos era muy fuerte. 




[1] Los collegues de Yale eran dormitorios con sus propios comedores donde además tenían oficinas los profesores afiliados. De estudiante estuve afiliado en Timothy Dwight, y de profesor en SaybrookCollege.

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