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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de marzo de 2019

Mi graduación (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



En fin, poco a poco fui terminando los cursos. Llegó la primavera de mi último año, vinieron los exámenes de ingreso a la universidades y salí bastante bien, porque solicité entrada en Harvard, Columbia y Yale, de acuerdo a los consejos que me daban, y las tres universidades me aceptaron. Entonces fui con el decano, y él me dijo: “You are Yale material. Yougoto Yale”. Y el profesor de Inglés, que era precisamente el que dirigía los grupos de debate –donde yo me había destacado- me dijo: “Yo soy graduado de Yale y te voy a llevar”. Reunió a dos o tres muchachos que querían ir y fuimos a conocer a Yale. Y cuando llegué a New Haven quedé deslumbrado. Una universidad con esos imponentes edificios, con esa gran biblioteca que entonces tendría probablemente diez millones de ejemplares, con esos profesores famosos. Y claro, resolví que sí, que quería ingresar en Yale.

Al poco tiempo de regresar a Mount Hermon tuvieron lugar los ejercicios de graduación. Como yo tenía las mejores notas de toda la clase, me tocó ser el valedictorian, el que daba la despedida de su clase. Allí me tenías tú ahora haciendo un discurso en inglés. Lo escribí en español, y lo traduje lo mejor que pide. Pero al ir a pronunciarlo, claro que me salía muy mal. Mountain, yo lo pronunciaba mow-un-tayne. Entonces el profesor me dijo: “No, no. Ven, que te voy a enseñar a pronunciar correctamente”. Y me ayudó y fue un gran éxito, porque yo tenía bastante capacidad para escribir y dar discursos, cosa que había hecho muchísimo en El Cristo.

Y no solamente eso, sino que el día de la graduación, recibí de regalo de la secretaria del decano una billetera, y le dije a mi compañero de cuarto: “Lo que es la vida, hoy que solamente me quedan tres dólares me regalan una billetera”. Lo que no sabía es que ese día me iban a conceder diez premios distintos: el mejor debatiente, el mejor estudiante de Gramática, el mejor químico, en fin, una serie de premios. Y se me llevó la billetera de dinero, porque cada premio traía 25 ó 50 dólares. Así conseguí reunir un par de cientos de dólares con lo cual ingresé en Yale en otoño.


¿Cómo me pagaba el colegio? (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



En Mount Hermon era obligatorio que los estudiantes trabajaran ocho horas a la semana. Algunos lo hacían en la cocina, o en la lavandería, o en las fincas con los animales, pero todos trabajaban. Y los que tenían necesidad, como yo, podían trabajar más horas para ganar dinero. Así me fui pagando los gastos del colegio y de lo que necesitaba, que era la ropa, un par de zapatos, un abrigo para el invierno. Además, durante las vacaciones también me quedaba allí trabajando, porque había que limpiar los edificios. En uno de los veranos estaban haciendo una pileta para poner un tubo de agua, y allí yo di pico y pala, saqué mucha tierra y me gané lo suficiente para vivir durante el invierno. Pero lo que yo ganaba era lo comido por lo servido, es decir, exactamente lo suficiente para no endeudarme.

Al principio no me acostumbraba a hacer esas tareas. Un día, cuando tenía el peor trabajo en la cocina fregando platos, me lamentaba: “¿Adónde he venido a parar yo?”. Entonces me dijo un muchacho que hablaba español: “Mira, ¿tu ves aquel que está allí pelando papas?. Bueno, pies el padre es chairman de no sé que compañía y tiene millones de millones, pero el padre estudió aquí y quiere que su hijo trabaje igual que los demás”. Y me dije: “Bueno, si el hijo de un millonario puede estar peleando cebollas y papas, pues no tiene nada de malo que yo esté fregando platos”. Y así aprendí a ganarme la vida trabajando y estudiando, lo cual me sirvió de mucho cuando fui a la universidad. 

Mount Hermon School (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



José Juan Arrom
Al llegar al puerto de Boston fui directamente a Mount HermonSchool de nuevo. Ingresé en septiembre de 1932, precisamente, y ya comencé otra vida. Ahora era el muchacho que iba a estudiar en los Estados Unidos. Hice dos años más de bachillerato y me gradué con un título norteamericano en la primavera de 1934.

Era un colegio con un estudiantado muy variado, porque había muchos alumnos extranjeros, entre ellos media docena de latinoamericanos. Casi todos éramos cubanos. Estaba José Gómez, de Santa Clara, y un muchacho de La Habana de apellido Fernández. Había otro de Pinar del Río llamado Alfredo Herrera, cuyo padre era un juez de la Corte Suprema de esa provincia. Le decíamos Herrerita y también otras cosas peores porque él creía que era un Hércules; se las daba de ser muy fuerte y le pusimos de apodo Herculito. También estaban otros de Asia y de Europa, y hasta un muchacho musulmán del Medio Oriente, muy buena gente. Pero, sobre todo, predominaban los norteamericanos, casi siempre muy religiosos, porque Mount Hermon había sido fundado por Dwight Moody, un gran predicador del siglo XIX. Así que era un colegio con tendencias religiosas, y algunos de los estudiantes después terminaban haciéndose ministros protestantes.

Yo me sentí muy a gusto en ese colegio. Como había tantos muchachos de todo el mundo, los otros estudiantes me aceptaban como a cualquier otro. Además, me acompañaba mi hermano Roberto, que ya había empezado a estudiar allí también, y se graduó el mismo año que yo.

En Mount Hermon estudié lo necesario para ingresar en una buena universidad, es decir, Literatura inglesa, Química, Física. Repetí las Matemáticas, aunque ya las sabía. Pero me pusieron a estudiar Historia de los Estados Unidos con una señora que no sabía historia y con un texto que no servía para nada. Así que fui a ver al decano para pedir que me cambiara de ese curso. Y él me dijo: “Pero, ¡cómo va usted a decir que el texto está equivocado, si acaba de llegar y sabe poco?”. Le respondí: “No, yo sé bastante de lo que sucedió en Cuba durante la guerra del 98 y de lo que sucedió después. He leído esa parte del libro y está completamente equivocada. Déme mejor otro curso de Inglés”. Al principio dijo que no. Entonces trajeron a José Gómez, que era uno de mis amigos, para que tradujera lo que yo quería decir, porque parece que no había sido bastante claro. El decano insistía en que era muy importante que yo supiera historia y biología. Y le dije: “Pero mire, en Biología yo le había dicho al señor profesor que me interesaba mucho la teoría de la evolución, y me dijo que él no enseñaba esa teoría, sólo la creación del hombre de acuerdo con la Biblia”. No me atreví a sonreír, pero añadí: “Tampoco quiero ese curso”. Entonces el decano me dijo: “usted es el estudiante más independiente que yo he tenido en esta escuela desde que soy decano. Pero si no quiere seguir esos cursos, siga otro de Inglés y uno de Química, que allí no hay ningún dato histórico”. Y le dije: “Bueno, muy bien”.

Aún así pasé trabajos, sobre todo con el idioma, y mientras tanto, tenía que vérmelas con el diccionario. Recuerdo que cuando seguía el curso sobre el teatro de Shakespeare, tenía un compañero que vivía en una habitación frente a la mía y que me molestaba muchísimo. Le gustaba venir a hacerme preguntas que no tenían nada que ver con el curso: que cómo era Cuba, que cómo se vivía en Cuba, y cosas así. En una ocasión le dije: “Mira. Por favor, yo tengo que estudiar el doble de lo que estudias tú, porque tengo que buscar palabras en el diccionario y eso me lleva mucho tiempo. Por favor, cuando yo esté estudiando, no me vengas a hacer esas preguntas porque yo necesito ese tiempo”. Pero el muchacho no entendía. Y un día le dije: “Vete de aquí, no me molestes”. El seguía. Entonces intenté espantarlo con unas palabras que había aprendido el día anterior en una obra, y muy enojado le dije: “Gettheehence, thourump-fedrunyon”. Y el muchacho se rió a carcajadas y me preguntó: “¿Eso es español?”. Al otro día fui a ver al profesor y le dije: “Mire, el inglés que estoy aprendiendo no me sirve para nada. Fíjese lo que me pasó anoche…”, y le hice el cuento. Entonces me contestó: “Te voy a dar una frase que va tener efecto”, y me la escribió en un papelito. Es anoche, cuando el vecino vino a molestarme, le dije “Seram”. Y tuvo un efecto maravilloso. El muchacho se fue, con el rabo entre las piernas.

Al otro día le dije al profesor que ése era el tipo de inglés que yo quería aprender. El se sonrió y me dijo: “Bueno, eso en inglés se llama slang”. Entonces me enseñó algunas frases que estaban de moda, como He ismysidekick, para decir “es mi amigo íntimo” p I am ontherocks, que quiere decir: “No tengo dinero”. Pero un día solamente recordé lo del pedazo de piedra, y dije: I am onthestones”, y se rieron. Así es que seguía siendo el cubanito que todavía se confundía al hablar inglés-

De esta forma me fui adaptando. Pero a veces me constaba trabajo, por ejemplo, con la comida. Había abundantísima lecje –porque el colegio tenía su propia finca ganadera con muy buena vacas lecheras-, mucho helado, muy buen mantecado. Pero algunos platos me parecían raros, sobre todo los Boston bakedbeans que nos daban todos los sábados. Tenían fama de ser estupendos, pero a mi no me gustaba que en lugar de sal le ponían melado, o molasses. Y me decía: “Pero, ¿esta gente está loca?, ¿quién ha visto frijoles con dulce?”. Y lo que más me molestaba era que no sólo había que comerlos, sino sentirse patriota y decir que eran los mejores frijoles que se comían en el mundo. Y yo los detestaba,

Viviendo en un país tan distinto al nuestro, Roberto y yo tuvimos que aprender muchas cosas nuevas. Un día, al salir del dormitorio para ir a desayunar en el comedor, Roberto vio un pequeño animal blanco y negro, lindísimo, que después supimos que era una mofeta o zorrino. Él se acercó al animalito diciendo: “!Que bonito animal!”. Y éste lanzó un chorro de almizcle que lo dejó tan apestoso, que en vez de ir a comer tuvo que regresar al dormitorio para quitarse la ropa y bañarse, porque el mal olor era insoportable. Y nuestros compañeros se reían de los dos muchachos cubanos que no sabían lo que hacían los zorrinos. Fue otra de las novatadas que tuvimos que pagar.

Y pasé por muchas otras aventuras tratando de componérmelas lo mejor que podía. Recuerdo que en cierta ocasión, un día de invierno con sol brillante, salí a patinar en el lago helado sin sombrero ni bufanda, porque me pareció un día precioso. Pero la temperatura era de 5 Fahrenheit bajo cero, y sin darme cuenta se me congelaron las orejas y la narzi. Cuando me vieron mis compañeros, me dijeron: “!Cuidado, cuidado! No te toques. Vete inmediatamente a la enfermería”. Fui allí y me curaron según su costumbre, y volví a mi habitación a esperar que se deshelaran esas partes. Así aprendí a tenerle respeto al frío de Nueva Inglaterra sin confiar que el sol calentara como en los inviernos tropicales. 


Mi despedida de Mayarí (memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.



Parque Martí, Mayarí, Holguín (foto actual)
Antes de partir de viaje, regresé a Mayarí para despedirme de mi familia y de mis amigos de toda la vida. Recuerdo que el padre de Héctor Landa –que se llamaba José y le decían pepe-, dueño de la planta eléctrica, me invitó a que me hiciera masón. Héctor y yo fuimos íntimos amigos, y de niños hasta habíamos proyectado que cuando fuéramos grandes íbamos a fundar una sociedad para la construcción de barcos y botes que se llamaría Arrom, Landa y Cía. Entonces su padre me quiso ayudar.

Un día, cuando yo pasaba frente al edificio donde estaba la logía masónica, Pepe Landa me dijo: “Oye, ven acá, como tú vas a ir a los Estados Unidos, puede ser que algún día te veas en un grave apuro…” y me explicó que los masones eran una sociedad internacional, que se consideraban no solo como excelentes amigos y compañeros, sino como hermanos, y que si en algún momento yo estuviera necesitado de protección de personas mayores, serias, respetables y honradísimas, no vacilara en identificarme como masón y los hermanos en cualquier lugar del mundo estarían dispuestos a ayudarme, porque se apoyaban mutuamente.

Me sorprendí mucho con esa invitación, porque yo todavía era un jovencito y ellos eran señores de cierta edad y los vecinos más prominentes del pueblo. Había de todo: industriales, comerciantes, médicos, abogados, ingenieros. Ya no era una sociedad secreta con fines políticos como en el siglo XIX, cuando constituyeron una fuerza muy poderosa en contra del gobierno metropolitano. Lo que mantenían eran un alto orden moral y un deseo de ser útiles a la sociedad en que vivían, así que se dedicaban a practicar obras de caridad. Me dieron enseguida unos libritos con las reglas y, después de estudiarlas, dije que sí, que aceptaba con mucho gusto.

Una noche me fui a examinar. El procedimiento era igual que en otras fraternidades: darte una sorpresa y obligarte a que dijeras algo, que tenías que decirlo con toda sinceridad. Como parte de la broma, pues tenían un esqueleto en un cuarto oscuro rodeado de cortinas negras. Y me metí allí, encendieron la luz –con el esqueleto y yo- y me hicieron jurar que sería leal al grupo, que mantendría gran discreción en lo que hacían, etc. Pasé el examen, me felicitaron, y como a las dos semanas recibí un certificado de la logia Nueve Hermanos de la cual se me nombraba socio.

Arrom narra a su hija sus memorias
Yo me sentaba muy orgulloso en el corredor de la logia entre aquellos caballeros tan dignos y respetables, y me llevé ese papelito para los Estados Unidos guardándolo con mucho cuidado. Pero nunca tuve ocasión de usarlo. En Mount Hermon no había logia ni nada, y después en la universidad estuve muy dedicado a mis estudios, así que nunca fui un masón activo de los que se daban la mano y se apretaban un dedo en señal de reconocimiento. Y ya me había olvidado de eso hasta que tú encontraste ese certificado entre mis papeles durante mi reciente mudada[1]. De todas formas fue un gran honor que me hicieron.

Sí, en Mayarí todos me querían, hasta los perros. Cuando yo correteaba por toda la villa montado en bicicleta, los perros salían a saludarme –no a morderme, sino a saludarme- y corrían conmigo un rato. Y cuando salí de Mayarí, fue con la firme intensión de regresar algún día al pueblo que tanto quería. Pero mi destino me ha obligado a que solo pudiera volver por cortas visitas de vez en cuando.



[1] Arrom escribe sus Memorias para su hija.

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