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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

24 de abril de 2014

La Virgen de la Caridad y los indios


Síntesis hecha por César Hidalgo Torres con datos tomados de La Virgen Cubana en Nipe y Barajagua
Autores: Angela C. Peña Obregón
             Roberto Valcárcel Rojas
             Miguel Angel Urbina Herrán 


Poco se dice de la relación de los “indios” cubanos con la Virgen de la Caridad y sin embargo ellos tuvieron una trascendental importancia durante los primeros años después que hallaron la imagen. Y la hallaron dos indios, hermanos ellos y un niño negro, Juan Moreno, pero al paso del tiempo uno de los dos indios evolucionó en la memoria popular y comenzó a ser un blanco de nombre Juan, el tercero de los Juanes, y el nombre de Rodrigo, que así se llamaba uno de los indios, (el otro Juan, ciertamente), se borró de las mentes.

Era zona profusamente aborigen el lugar donde dos indios, rebautizados con nombres y apellidos europeos, Rodrigo y Juan Hoyos, más Juan Moreno, encontraron la imagen de la Virgen (Bahia de Nipe y sus alrededores).

Desde unos tres mil años antes del nacimiento de Cristo arribaron a las costas de la isla de Cuba los primeros grupos humanos, y desde entonces no cesaron ni las inmigraciones ni el nacimiento de pueblos, en otros varios lugares de Cuba y en los alrededores de la bahía Nipe. En el caso de Nipe y sus inmediaciones, la alta densidad poblacional convirtió el paisaje en indígena.

Gracias a los indicios arqueológicos hoy se sabe de comunidades (pueblos) de pescadores-recolectores en espacios costeros de la península El Ramón, de Cayo Saetía y en las inmediaciones de la desembocadura del río Mayarí. Y al norte de la bahía está Banes, lugar donde habitó una de las expresiones más potentes de desarrollo indígena en Cuba.


Las provincias indias.

El concepto de provincias indias se maneja en la vieja documentación de principios de la conquista para referirse a un espacio geográfico donde se ubica cierta cantidad de aldeas o pueblos, por lo que la provincia, parece, debió ser un tipo de unidad sociopolítica donde grupos menores aceptaban cierto liderazgo regional.

En la zona que ahora consideramos “la geografía de la Virgen”, Diego Velázquez menciona con el nombre de provincias a Baní y a Barajagua, ambos lugares visitados por él en 1513, previo a la fundación de la villa de Bayamo. Exactamente el dato proviene de una relación enviada por Velázquez al Rey en la cual le informa sobre los avances en la dominación y colonización de la isla. (En dicho documento se desprenden ciertos detalles sobre la estructuración indígena de la región):

(…) á 4 de octubre de 513, con XV cristianos que con el yban, por la mar, en canoas, por la costa del Norte, y llegó a las provincias de Baní y Baraxagua, donde estovo quatro ó cinco días, porque vinieron alló los caciques é indios de las dichas provincias, é les dijo lo que convenia al servicio de V.A., y de allí se partió por las provincias de Guaunaya (Guaimaya) y del Mayzí (Mayyé), fazsiendo lo mismo hasta la de Bayamo. (Pichardo, 1971: 70)

¿Se extinguieron los aborígenes que vivían en las inmediaciones de la bahía de Nipe y en Barajagua en la fecha en que fue hallada la imagen de la Virgen?¿Por qué son dos indios y un negrito quienes encuentran la imagen?

Mujer indigena cubana
El manejo de la fuerza laboral indígena se organiza a partir de los repartimientos, iniciados desde los primeros años por Velázquez bajo la fórmula de un acto temporal y oficializado a partir de 1513 como encomiendas.

Consistía una encomienda en la asignación a un español de cierto número de indios que trabajarían para él a cambio de protección y de la instrucción religiosa que ofrecerían los curas doctrineros. Mediante tal instrucción los indios serían preparados para la vida civilizada. Pero en verdad la encomienda resultó un mecanismo de exterminio pues al no ser permanente el español temía que sus indios fueran encomendados a otro o que la corona suspendiese su vigencia, por ello trataba de lograr los mayores rendimientos con los menores gastos, lo que suponía trabajo excesivo, maltratos y la ruptura de los ciclos de vida indígena y su reproducción biológica, hambre y la propagación de enfermedades para las que los indígenas carecían de defensas.

El suicidio y la renuncia a procrear fueron respuestas a la situación anteriormente narrada, y también, huidas y rebelión.

Las rebeliones se reportaron en casi toda la Isla, intensificándose en momentos en que la conquista de tierras continentales. Verdaderamente las rebeliones nunca lograron cohesionarse en movimientos estables y amplios, pero sí fueron frecuentes, especialmente en la tercera década del siglo XVI, y solo cesaron con la eliminación definitiva de la encomienda.

Paralelo a los procesos de explotación del indígena se produjo, desde la misma entrada europea, la aparición de mestizos: hijos de padres españoles y madres aborígenes. Es fácil entender que entonces la mujer resultaba de enorme interés para una población mayoritariamente masculina, con un fuerte nivel de presión sexual. Pero asimismo la mujer india era muy valiosa para los conquistadores que aspiraban a amancebarse con alguna de ellas que tuviera relación con las jerarquías locales. Lo anterior le daba al español posibilidades de manipulación de los conglomerados indígenas.

Pero también pudo pasar que de alguna manera la situación que provocó la llegada de tantos hombres solos fuera manejada por los propios indígenas dentro de sus estrategias de supervivencia. La mujer que lograra unirse a un español y parirle hijos garantizaba alimentos y tratos diferenciados.

Y luego, mucho más pronto de lo que comúnmente creemos, entran al Caribe los esclavos africanos. Para 1537 el registro de 22 estancias de la jurisdicción de la villa de Santiago de Cuba se contabilizan 92 indios encomendados, 56 indios esclavos y 193 esclavos africanos.

Obviamente la convivencia del indio con el africano también produjo mestizos, aunque, aparentemente, menos que los aportados por las indias y los españoles. De todas formas, el mestizo de india y negro o de negra e indio también pasó a engrosar los estratos más humildes y contribuyó a fomentar un temprano mosaico racial en Cuba.

Luego los libros de historia de Cuba se olvidaron de los indios, de los que dicen que se extinguieron todos, pero eso no es cierto, y lo probaremos más adelante, cuando hablemos de los hermanos Hoyos, que trabajaban en las minas de Cobre para las que hacían monterías.

Los indios conocían a Nuestra Señora, la Virgen María mucho antes de que se hallara la imagen sobre las aguas de Nipe.

Los europeos conquistadores comprendieron desde el inicio la importancia que tenían los caciques como mediadores para el control de la fuerza de trabajo, de hecho, las encomiendas se repartían nombrando a los pueblos con el nombre de su cacique y las leyes reconocían de forma clara cierto privilegios para estos.

Igual, los caciques fueron elemento importante en el proceso de evangelización y hacia ellos y su familia, especialmente a sus hijos, se dirigió el accionar educativo y civilizador buscando convertirlos en difusores de las ideas religiosas entre el resto de los demás aborígenes. Desde entonces hubo indios que pactaron con los santos católicos traídos por los españoles, esperando que estos “cemíes” tan poderosos los ayudaran a ellos como mismo, creían, hacían con los hombres blancos.

Por documentos se sabe que la primera experiencia indígena con las imágenes de la Virgen María se remite al naufragio de Alonso de Ojeda en 1509.

Alonso Ojeda
Después de varios y continuos fracasos el gobernador de Nueva Andalucía y Urabá en tierra firme, Alonso de Ojeda junto a 70 hombres, regresó a Santo Domingo a la búsqueda de ayuda en el bergantín de un bandido pirata español llamado Bernardino de Talavera, que había huido de La Española y pasaba por el lugar. Pero al pirata apresó a Ojeda y no lo quiso liberar, esperando un rescate. Sin embargo, un violento huracán azotó la embarcación y Talavera tuvo que pedir ayuda a Ojeda, también marino. La tormenta arrastró la nave y ésta naufragó en Jagua, Sancti Spíritus, al sur de Cuba. Así, Ojeda y Talavera con sus hombres, decidieron recorrer la costa sur de la isla a pie, hasta punta Maisí, desde donde luego se trasladarían hasta La Española.

Sin embargo, tuvieron dificultades y la mitad de los hombres murieron por el hambre, las enfermedades y las penurias que tuvieron que vivir en el camino.

Ojeda cargaba con una imagen de la Virgen María que llevaba consigo desde la primera vez que se embarcó a América en 1493 e hizo una promesa a ésta de que le dedicaría un templo que haría levantar en el primer poblado indígena que encontrara en su camino y que los recibiera con buenas intenciones.

Poco después, con una docena de hombres y el pirata Talavera, llegaron a la comarca de Cueybá, donde el cacique Cacicaná trató amablemente y cuidó a Ojeda y a los demás hombres, que a los pocos días ya se habían recuperado. Ojeda cumplió su promesa y levantó una pequeña ermita de la Virgen en el poblado, ermita que sería venerada por los aborígenes de la comarca.

En Cueybá estaba Ojeda cuando fue socorrido por Pánfilo de Narváez y con él fue a Jamaica, isla en la que Talavera fue apresado por piratería.

Cueybá era lugar que estaba próximo a Bayamo. Allí los indios, siguiendo las instrucciones de Ojeda, rindieron culto a la Virgen. Años después Fray Bartolomé de las Casas intentó recuperar la imagen de Ojeda dando a cambio otra que llevaba consigo, pero los indígenas prefirieron huir antes que entregarla.

Otra historia que se conoce es la del cacique Comendador, en Macaca, cerca de Cabo Cruz. Este cacique asistió a un marinero enfermo que cuando sanó dio a Comendador una imagen de la Virgen María, a la vez que lo enseñó a reverenciarla. Rapidamente los indios de Macaca creyeron que eran amparados por la Virgen en las batallas que sostenían con otros caciques, aunque en verdad lo que tenían y los hacía superiores era la asesoría bélica del marinero hispano. Desde entonces los indios consideraron a la Virgen María un nuevo y potente cemí y con su imagen reemplazaron a los antiguos dioses de Macaca.

Por cierto, el sabio cubano don Fernando Ortiz dejó claro que no son ninguna
de estas dos imágenes la que apareció en las aguas de Nipe. Sin embargo es evidente que existió una asimilación sincrética. Los indios veían en la imagen de María a los personajes y deidades femeninos de su cultura. (Además de Ortiz, lo anterior lo dicen otros varios estudiosos cubanos: José Manuel Guarch del Monte, Antonio Núñez Jiménez, José Juan Arom y maría Nelsa Trincado).


Un siglo después de la conquista de Cuba, son dos indios y un niño negro quienes hallan la imagen de la Virgen sobre las aguas de la bahía de Nipe. Entonces, posiblemente, ellos estaban familiarizados con la madre de Jesús, ¿sino como es que la reconocieron de inmediato?. Incluso se dice que los indios que encontraron la imagen pudieron leer la inscripción que la identificaba: eso indica que seguramente estaban evangelizados.

18 de abril de 2014

La geografía de la Virgen de la Caridad de Nipe, Barajagua y el Cobre



Síntesis hecha por César Hidalgo Torres con datos tomados de La Virgen Cubana en Nipe y Barajagua
Autores: Angela C. Peña Obregón
             Roberto Valcárcel Rojas
             Miguel Angel Urbina Herrán

            El espacio donde fue encontrada la Virgen de la Caridad y donde se le realizaron las primeras veneraciones, hasta su conducción al Real de Minas de Santiago del Prado, (El Cobre), está comprendido en una faja de terreno que se extiende de norte a sur, al centro de la porción oriental de la Isla de Cuba. En la actualidad ese terreno forma parte de las provincias de Holguín y Santiago de Cuba.


La “geografía de la Virgen”, bañada al norte por el Océano Atlántico y al sur por el mar Caribe, constituye un hermoso paisaje donde se combinan el mar, las sabanas y las áreas montañosas. Son sitios puntuales en esa área la Bahía de Nipe, las Alturas de Barajagua, Hatillo, lugar donde dicen las crónicas que los mineros del cobre fueron a esperar la imagen que en procesión la llevaban desde Barajagua y, obviamente, el poblado del Cobre. Todos los mencionados son lugares citados por Juan Moreno en su declaración y, posteriormente, descritos por los presbíteros Onofre de Fonseca y Joseph Julián Bravo.

La bahía de Nipe, relevante elemento geográfico en el que se realizó el hallazgo de la imagen de la Caridad, es la mayor bahía de Cuba y una de las más grandes del mundo. Posee unos 250 Km2 de superficie y 125 Km de perímetro costero. La longitud máxima de Nipe es de 21,7 Km y su ancho mayor es de 14,2 Km.

Esta es una bahía de bolsa con un canal de entrada tan estrecho que solamente mide un kilómetro de ancho. El largo del canal es de más de dos kilómetros, con profundidades que van desde 63 metros a la entrada hasta 18 metros en el interior.

Las costas de la bahía presentan varias radas y pequeñas bahías, como la del Corojal, en cuya península se construyó la ciudad de Antilla en 1905.

Entre otras sinuosidades de Nipe destacan las puntas del Sol, del Ramón, de San Juan, la Negra, la del Mangle y la de Tabaco.

La bahía de Nipe, en la que se creyó que cabían todas las armadas del mundo por su enorme extensión, está separada de la Bahía de Banes por la península de la Torre o del Ramón, con 25 Km de extensión. Hacia el este le continúan otras bahías, como la de Levisa a la que fue unida la de Nipe a principios del siglo XX por un pequeño canal que abrieron los hermanos Dumois, quienes eran propietarios de tierras en las inmediaciones y comerciantes de banano y otros frutos.

Nipe posee una vegetación autóctona de uvas caletas, palmas canas (ya en extinción), y mangle patabán de las especies amarilla, rojo y negro. 

Es característica de la bahía de Nipe el conjunto de cayos y playas que posee en su interior, lo que le imprime un alto valor paisajístico. Entre los cayos interiores de Nipe se encuentran el de la Virgen, el Juan Vicente, el Turaguanal, el Broquel, Saetía, que es de todos el mayor, con 40,69 Km2 y que en la actualidad se conoce como Isla de los Niños, y el Obispo, del que don Fernando Ortiz en su clásico texto La Virgen de la Caridad del Cobre, Historia y Etnografía, dice lo siguiente: “En la carta del Episcopado de Cuba se dice que este citado Cayo Francés, de la Bahía de Nipe, es llamado hoy cayo Obispo, por su forma parecida a una mitra episcopal.

De los varios cayos que existen dentro de la bahía de Nipe, dos de ellos, el Obispo y el de la Virgen, se insertan en la historia del hallazgo de la imagen, tal como seguidamente se narrará.

Cayo Obispo

Cayo Obispo, localizado por Juan Moreno “en medio de la Bahía de Nipe”, y mencionado por el ermitaño Onofre de Fonseca como “el lugar donde estaba la barbacoa en que la pusieron (a la Virgen) los naturales que luego la trajeron a tierra”, e igual mencionado por el ermitaño Joseph Julián  Bravo,s e considera el sitio donde los dos indios y el negrito rancheadores o buscadores de sal pernoctaron obligados por una tormenta  o ciclón que estaba azotando la zona y que les impidió proseguir hacia las salinas. Cayo Obispo se localiza a unos dos kilómetros de Playa de Morales. Desde este lugar, antes del paso del ciclón Flora, se podía llegar hasta Cayo obispo caminando cuando la marea era baja. En la actualidad posee una tupida vegetación.

Cayo de la Virgen, se cree, es el sito adonde llegaron los indios hermanos Hoyos y Juan Moreno a su regreso de las salinas. Entonces ya habían encontrado la imagen y por eso, relatan los ermitaños, la colocaron en una barbacoa. Sin embargo es justo decir que Juan Moreno en su declaración no nombra este sitio ni tampoco lo de la colocación de la imagen en una barbacoa.
 
Cayo de la Virgen

El célebre e incluso, mítico cayo de la Virgen, sencillamente es un promontorio internado en el mar, antes inaccesible cuando subía la marea y en tiempos de lluvia, ahora ya no, o sea, siempre accesible por una áspera lengua de tierra pedregosa ubicada en la Playa de Morales, entre las desembocaduras de los ríos Nipe y Centeno.

Playa Morales, punto en tierra firme para ir hasta el Cayo de la Virgen, dicen que se llama así por un señor de apellido Morales al que se lo comió un tiburón en la desembocadura del río Nipe, aunque, dicen otros que verdaderamente el tal Morales vivió allí pero que no se lo comió ningún tiburón.  Cerca hay unas lomas que también se llaman Morales, por lo tanto se infiere que el individuo fue el propietario. Muy cerca de la playa y del Cayo de la Virgen hay dos lagunas: Laguna Playa de Morales y La Salina o Salado de Centeno.

En la Península del Ramón, originariamente conocida como Punta Corojal, se destaca la altura de Júcaro y otras altitudes aisladas que nada más alcanzan entre los veinte y ochenta metros. Exactamente en esta península que ocupa todo el norte de la bahía de Nipe, se ubican tres salinas, una en Barrancones, otra al sur de Canalito y al norte de Punta Negra, esta la más pequeña de las tres, y la tercera al este de Punta Negra, en el lugar que llaman Punta Salinita. De las tres, la segunda “cuaja” todo el año, por eso es de allí de donde aún recogen sal las personas de los alrededores. Posiblemente sea en esa salina donde recogieron la sal que andaban buscando los rancheadores, pero, dice el ermitaño Joseph Julián Bravo, solo hubo para 9 tercios, no más.


Las salinas



De la costa de la bahía y siguiendo la dirección de tierra adentro se extiende, risueña, la llanura de Nipe, y seguiría hasta el sur si no es por un apéndice de elevaciones que le salen al paso, viniendo desde el noroeste y hacia el sureste. Son esas las alturas de Barajagua, unas colinas residuales entre los 100 m y 200 m de altitud, que dividen la llanura de Nipe de la gran llanura del Cauto y que pertenecen al grupo Maniabón. 

La característica principal del grupo Alturas Maniabón, de la cual forma parte las de Barajagua, es la existencia de una topografía cársica, con abundancia de cavernas, típicas  de las zonas calizas del país. (El Grupo Orográfico de Maniabón se extienden  desde el municipio de Gibara hasta el de Banes y Cueto. En él existen todas esas cuevas o cavernas que sirvieron de refugio a los aborígenes y cimarrones, y asimismo también aparecen sierras, lomas, cerros y mogotes de gran belleza, como el de los Portales, la Silla de Gibara, el Pan de Samá y la Mezquita de Colón hacia el norte y oeste, y hacia el este las alturas de Barajagua, que es el límite del sistema montañoso). Las Alturas de Barajagua imprimen una notable belleza paisajística a la vía Holguín-Mayarí y Holguín-Banes.

En la llanura de Nipe por donde corren varios ríos y arroyos que descargan sus aguas en la bahía; entre ellos, el río Tacajó con 52 Km de largo, y con 62 Km el río Nipe, y el río Mayarí, que es el más caudaloso de todos, con 110 Km de longitud.


En el enlace anterior puede oir un resumen apretado de cómo los artistas cubanos cantan a la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba. 

El río Tacajó fue navegable hasta dos leguas más arribas de su bcoa, exactamente hasta el punto que llaman Boca de Báguano, y el Nipe, aunque con tanto caudal como el Mayarí, no puede ser navegado porque delante de su boca existe un banco de arena. Entre los ríos Tacajó y Nipe se encuentra el arroyo Centeno, de aguas salobres que desembocan en la bahía de Nipe formando un vasto estero que llaman El salado de Centeno. En las alturas de Barajagua nace el río de igual nombre que desemboca en el río Nipe.


Nuestra Señora María de la Caridad de Nipe, Barajagua y del Cobre



El el enlace anterior pueden oír fragmentos de la Misa dada por Mons. Emilio Aranguren, Obispo de Holguín y Las Tunas en Barajagua el 8 de septiembre de 2013, Catrocientos aniversario del hallazgo de la imagen


Síntesis hecha por César Hidalgo Torres con datos tomados de La Virgen Cubana en Nipe y Barajagua
Autores: Angela C. Peña Obregón
             Roberto Valcárcel Rojas
             Miguel Angel Urbina Herrán


La abultada bibliografía sobre la aparición en las aguas de la bahía de Nipe de la imagen de Nuestra Señora de la Caridad (ya definitivamente del Cobre, aunque al principio fue de Barajagua), trata, sobre todo, de la Virgen en el poblado de Santiago del Prado (El Cobre) y casi nada es lo que dicen de las condiciones naturales y sociales del territorio donde sucedieron los hechos iniciales y  trascendentales en que se basa el culto y devoción popular a la Patrona de Cuba. Estos escritos, con la excepción del de la Dra Olga Portuondo, NO estudian el espacio inicial de los hechos, Nipe y Barajagua, donde ocurren sensaciones y hechos muy diferentes a lo que finalmente se da en El Cobre.

De ahí que, es principal interés de los autores del texto La Virgen Cubana en Nipe y Barajaguael de acercarse a la génesis cultural del acontecimiento, “basándonos, dicen, en la declaración de Juan Moreno y la de los ermitaños que sobre esos acontecimientos esenciales escribieron, aunque, no debe olvidarse, sus textos distan un siglo de lo ocurrido. Asimismo damos igual importancia a la tradición oral y a los datos históricos y geográficos del entorno por donde cruzó la Virgen desde Nipe, su llegada a Barajagua, donde es venerada por primera vez, y finalmente su tránsito hasta el Cobre”.  

A diferencia de la Villa de Santiago del Prado, (El Cobre), Nipe y Barajagua, esos otros lugares esenciales en la historia de la aparición de la Virgen de la Caridad, están fuera de las villas y del espacio hispano del mil seiscientos y por tanto tienen formas diferentes de  interacción comercial, de vida económica.

Se trataba, entonces, de un paisaje marino y rural, un territorio con características muy peculiares por los recursos naturales que poseía y por ser hábitat aborigen por un periodo largo de tiempo, (este elemento del indio vivo y actuante hace del espacio lugar diferente en toda Cuba). Territorio, además, propicio para el comercio de rescate y vía de la jurisdicción santiaguera para obviar el peligroso Paso de los Vientos.

Por lo antes dicho es por lo que no se habla casi nada del primer espacio mariano en Cuba: de Nipe, por ejemplo, nada más se dice, que fue el sitio del hallazgo y de Barajagua, generalmente, lo que dijo Juan Moreno en su declaración: que era un lugar de la provincia india del mismo nombre. 

Angela Peña Obregón, una de las autoras de La Virgen Cubana en Nipe y Barajagua

Para abundar sobre el lugar del hallazgo y sobre todo, para tener información del lugar intermedio del tránsito de la Virgen, los autores acudieron Archivo Nacional de Cuba y a la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional; buscaban información documental y cartográfica, y siempre que fuera posible encontrarla, otras fuentes de importancia que hasta el momento no se hubiera    manejado con profundidad.

Finalmente leyeron y releyeron las obras e informes de trabajos arqueológicos realizados en el área Banes-Nipe, incluyendo la cayería interior, y la escrita sobre los sitios localizados en las Alturas de Barajagua, del Grupo Orográfico Maniabón, así como el análisis de las evidencias encontradas en los mismos. Estas fuentes son de la autoría de destacados arqueólogos cubanos, Dr. José A. García Castañeda y Pedro García Valdés, miembros de la Junta Nacional de Arqueología; el Dr. Antonio Núñez Jiménez;  el arqueólogo Rodolfo Payarés y el Dr. José Manuel Guarch de la Academia de Ciencias de Cuba, y los grupos dirigidos por el Lic. Hiram Pérez Concepción de Holguín y el del Centro Norte de Arqueología del CITMA; además del norteamericano Irving Rouse de la Universidad de Yale.

Luego fue un arduo trabajo de campo que incluyó la visita y observación del paisaje, muy bien historiado por los ermitaños, y que hoy es fácilmente reconocible a pesar de la afectación indiscriminada de la mano del hombre y de la naturaleza sobre él. Asimismo el encuentro con la población que habita los lugares donde la Virgen permaneció junto a los indocubanos Juan y Rodrigo Hoyo y el niño esclavo Juan Moreno, escuchar las narraciones que recibieron por tradición oral de sus ancestros, y que siguen vivas a pesar del largo periodo en que se contaron muy bajo, por razones puramente políticas.

¿Quiénes son los testimoniantes que encontraron los autores en la Ruta de la Virgen?, una población rural y campesina con bajos niveles de instrucción, que, comúnmente hicieron su vida sin salir de su medio y que tampoco tuvieron acceso a la lectura de ninguna de las obras publicadas sobre el tema.

La primera gran conclusión de los autores es que la riquísima oralidad de la zona, siempre presta a decir lo que se le pregunte, gustosos de tratar el tema, y poseedores de una profundisima tradición popular, es quien le ha dado un reconocimiento histórico al paisaje de la Virgen. 


La presencia de María en el espacio Nipe-Barajagua ha impactado culturalmente hasta hoy a las personas que habitan allí. Cuentan los vecinos con naturalidad y con una cercanía a los hechos que ya cumplieron 400 años de ocurridos, sobre la estancia de la Virgen en el Cayo de su nombre, localizado en Playa Morales, y de las primeras muestras de veneración en el Hato de Barajagua, sobre los posibles caminos por donde la condujeron para traerla y los que se siguieron para llevarsela al Cobre, sobre especificidades medioambientales, milagros, procesiones, fiestas tradicionales y manifestaciones sincréticas… La Virgen María de la Caridad de Nipe sigue siendo la Virgen de la Caridad de Barajagua, porque habita la Santa en la conciencia de estos pobladores.

Finalmente, si importante ha sido para los autores la consulta de las nuevas fuentes y la conversación con los vecinos (fuente importante obviamente), muy importante y novedoso fue tomar en cuenta los trabajos arqueológicos hechos en la inmensidad de la geografía mariana en el norteoriental de Cuba, porque sirvió para reforzar el papel importante del indio en el mito esencial de la cultura cubana, papel que fue primordial en la primera parada de su ruta, en el Hato de Barajagua.

16 de abril de 2014

Retrato de la aldea



Por José Ricardo Manduley
Un hermano hace mucho tiempo distante de la aldea, que ahora quiso volver. (Gracias Manduley, no olvides aquello de que yo estaré mirandolos a todos ustedes regresar).

Llora la Aldea las dos clases de Aldeanos: los que desviven por marcharse y los que se mueren
de nostalgia por regresar.

El más antiguo grabado de Holguín que se conserva
La Aldea nace en la colina y desborda el valle con una cascada de vías principales y aceras de hormigón.    Las calles  ruedan despacio cuesta abajo, rectas y angostas.  Van rumiando ese hastío  penoso y amargo  de tanto sostener los redundantes pasos de las mismas personas, yendo a los mismos lugares  para  completar idénticas tareas  que ya habían cumplido sus padres, sus abuelos y todos los tátaras del árbol genealógico hasta cuatrocientos años extraviados en el pasado de una historia indiferente y distraída donde el presente no es más que el pasado en un tiempo distinto. 

Las casas, pegadas y estrechas, son todas parecidas, alzadas en cemento y monotonía, con tejados antes rojos, hoy desteñidos por el tiempo y roídos por un musgo testarudo e implacable al cual no lava la lluvia tropical ni seca el viento de los huracanes.

Mapa antiguo de la ciudad
La Aldea, sin embargo,  es  un  prodigio  urbanístico  gramatical.  Fue una villa destinada  a quedarse    recluida  entre  paréntesis  de  agua,  donde  había nacido,  entre  los  dos  arroyos  que ahora lamen los cimientos de las casas nuevas, las que saltaron los  cauces  y se robaron los  remansos cuando la Aldea desbordó  sus propios  paréntesis  de agua  y se convirtió  en una aldea entre comillas. Es  decir, la villa creció a pesar de todo, siempre prosperando al borde de extinguirse, hasta que un día rebasó los dos arroyos que oprimían sus límites  y se hizo ciudad, con himno de guerra y casco de cinco plumas. Pero  en el fondo de su corazón, bien guardado tras la  coraza de mampostería,    siguió siendo la misma aldea que siempre había sido, algo más grande y un tanto más vieja, pero la misma  aldea. Porque  una  ciudad  son  calles  indolentes,    edificios  insípidos  y plazas sin nombres que todos usan sin que inspiren ternura. Una ciudad es un depósito insensible para  almas apresuradas  y  narcisistas.  Sin embargo,  una aldea  es algo muy distinto. 

A la aldea todos la  quieren porque,  al fin y al cabo,  no hay  mucho  para usar  ni prisa para ir porque la aldea es el origen y el destino de la jornada,  que comienza y termina en el lugar exacto y el momento
preciso donde el aldeano quiera estar. La  aldea  es  el  castillo de las  almas bucólicas. Por tanto,  la cuidad y los citadinos  se rebelaron y quisieron seguir siendo aldea  y aldeanos. Claro, a la vista de todos los que no  han vivido  en  ella,  la Aldea  no es más que una ciudad ordinaria, común y corrientemente provinciana. Nosotros sabemos que no, que es mucho más, es una aldea entre comillas.
 
El primero en salvar el arroyo, saltó las aguas con el desdén  y la dignidad de quien no venció pero no se siente  derrotado. En realidad,   nadie lo quería dentro de los límites de la antigua villa desde hacía mucho y conspiraron y volvieron a conspirar hasta que  consiguieron  echarlo de la demarcación. 

Croquis del Camposanto de Holguin
Y el nuevo cementerio de la Aldea quedó excluido, proscripto y confinado del otro lado del riachuelo, para que nadie recordara que algún día terminar ía allí, no sólo  confinado, proscripto y  excluido, sino también  apropiadamente cubierto por    la tierra que se pasó la vida tratando de  ignorar, con los pies apuntando al  amanecer, como era regla, y el nombre meticulosamente tallado en la pared de ladrillos  y cal.  Pero sin querer, los conspiradores, convirtieron  al cementerio en una especie de precursor, en el conquistador  de tierras más allá de los    arroyos. Pocos años después, la  mayoría de las  edificaciones, escasas  de  imaginación  y geografía, tuvieron  que imitarlo  y  desbordaron sus propios  límites de agua. 

Al  final, como siempre sucede  cuando se intenta sortear el único sitio  ineludible, la Aldea terminó humillada   y ha quedado como abrazando al nuevo-ahora-viejo cementerio, con casas pegadas a sus  muros  y terrazas con exquisitas vistas a la mortalidad. Decrépitos ángeles  y tiznados querubines velan por la paz de las almas; primorosas esculturas de mármol y duelo  que develan  su  belleza, aún debajo del  hollín, como quizás  cubran  la  miseria  tras    la  pompa  de  los monumentos  erigidos para recordar por siempre a los que obligaron a un cementerio común y corriente a convertirse en precursor. Muchos años después de que el cementerio había sido proscripto y rehabilitado   por la Aldea,  los aldeanos construy eron  otro cementerio, desterrado también al otro lado de un meandro  más remoto, porque el presente en la Aldea no es más que el pasado en un tiempo distinto.

Pero las  casas no fueron tan audaces, las casas fueron acercándose a los arroyos, ladrillo a ladrillo, hasta que un día  tropezaron con  las orillas y  arremetieron  contra  el agua, plantando cimientos en el ancestral  curso de los ríos. Las casas se robaron las piedras, refugio de los peces,y erigieron sus paredes sobre ellas, con los peces fosilizados  en los muros  y  una  capa  de arena de los remansos,  mezclada  con cemento,  para ocultar  la brutalidad  y  cubrir  la desnudez  de unas paredes  que parecen germinar desde el fondo del río.  


Los aldeanos de hoy, de vez en decenas, se lamentan de que las aguas invaden sus dormitorios cuando el cauce  se multiplica con las lluvias. Pero los dormitorios están levantados sobre lo que antes fueron  los suaves y limpios rápidos  de los  arroyos.  Es, de alguna manera, una clase  de venganza que  nunca cesará mientras las edificaciones no le devuelvan las tierras a las aguas. Es el “bilongo del   jigüe”, lo que traducido al idioma extraldeano, sería algo así  como “la maldición del duende crioll o”. Y cada vez que las casas  se olviden de que le robaron el curso  a los ríos, los ríos invadirán los dormitorios, correrán por sus portales,  agitarán  remolinos sobre los pisos  de losetas  y se llevarán todo lo que encuentren, sobre todo si tiene algún valor sentimental.

Claro, las viviendas no le robaron a las aguas por maldad, si no porque a los aldeanos más pobres no les alcanzaba el dinero para comprar parcelas en el centro de la Aldea, a dos o tres cuadras de las calles principales que bajan desde el cerro. Y, salvedad, como la Aldea  vive  en un valle, por supuesto que está rodeada de cerros. Lomas,  los aldeanos  las llaman,  y hay muchas, de todas las formas y personalidades  alrededor de  la  Aldea, desde la  loma de la Piedra Blanca,  donde hay muchas piedras, ciertamente, pero ninguna es blanca; o las de Los Lirios, que tampoco hay lirios, ni orquídeas, ni flor  alguna. Pero de  ésas no  bajan calles principales, son cerros relegados a conformase con la  última  porción  en la siempre injusta distribución de jerarquías.  Esas, y otras muchas,   son colinas  de segunda clase, como los aldeanos que se vieron forzados a robarle las tierras a las aguas.  


Los cerros que en  verdad tienen categoría, digamos, de tierra azul, son sólo dos. El primero  tiene  una  hosca  figura de volcán a punto de erupción; intimidante colina que  en el fondo  es de  personalidad  inocua y gentil,  porque al fin y al cabo no tiene cráter, como aparenta,  es solamente una loma provinciana  con ínfulas  de volcán continental.  Quizás  por eso los aldeanos a  menudo se olvidan de que existe.  Tanto,  que si la arrancaran de su sitio,  la mayoría  de los aldeanos se percatarían  mucho después,  cuando caigan en cuenta de que a la Aldea le sobra espacio   y de  que el sol tarda más en ponerse porque falta el imaginario  cráter que se lo tragaba  cada tarde  antes de llegar al horizonte.  Por  tanto, la colina más importante, sobre la que los aldeanos derraman toda su pasión pueblerina, es de donde bajan las calles  principales.  

La loma donde el  fraile  clavó  una cruz de madera que acarreó  en sus hombros desde la falda hasta    lo más alto y allí la dejó, para que los aldeanos pudieran verla desde cualquier punto cardinal. Y los aldeanos estuvieron orgullosos de que la loma fuera una loma distinta, una colina con  sello individual, y sacaron procesiones, hicieron ofrendas, cumplieron promesas a sus santos subiendo de rodillas hasta la cruz. A la larga, la loma  fue  tan popular que los aldeanos construyeron una  escalinata, para  llevar sus ofrendas a la cima con  más comodidad o para mirar la Aldea desde las alturas e identificar sus tejados entre cientos de tejados iguales y sus calles entre decenas de calles idénticas.  Pero  apenas habían terminado de construir el  último, el    cuatrocientos cincuenteavo escalón,  las procesiones dejaron de subir y los aldeanos se olvidaron de cómo organizarlas. La  interminable  escalinata  hasta las alturas quedó como un objeto más bien ornamental,  con esporádicos e individuales aldeanos escalándola, los cuales podían verse avanzar despacio hacia la cima desde cualquier parte de la Aldea. Muchos años después, los aldeanos volvieron a organizar desfiles hasta la  cruz,  porque  el presente en la Aldea no es un presente nuevo  del todo, si  no  imperceptiblemente  zurcido con  los  hilos  de un presente anterior. 


Y es  de la falda de este cerro  de donde  bajan las calles principales, que fueron  importantes desde el principio, pero en realidad no nacieron del cerro, como aparentan para darse un toque de aristocracia tropical  y rodar loma abajo con el  altivo recorrer  de una  nobleza vial que realmente no tienen. Porque las calles principales nacieron  en lo más hondo del valle, entre los dos arroyos que al final rebasaron.  Provincianas  vías,  que  nunca han  entendido  que hay más virtud  en  haber alcanzado  el cerro que  en  haber nacido de él y continúan,  tozudamente,  fingiendo  rodar loma abajo. Sin embargo, lo simulan tan bien, tan coquetamente, que el  verdadero origen es totalmente irrelevante  y son calles de auténtica alcurnia  a los ojos de los aldeanos  y de cualquier cartógrafo que no haya vivido lo suficiente para saber que nada es exactamente lo que aparenta ser. Y que si algún día lograra  descifrar esa exactitud, de nada le  valdría  tampoco porque  para entonces ya habría cambiado  y  la  nueva  exactitud  sería  la única  exacta  para establecer un juicio certero.  


De todas maneras,   la  fingida prominente alcurnia de las calles principales, convertida en alcurnia de verdad de tanto  imitarla, no ha podido cambiar el curso de los augurios de  ser  dos  vías nacidas bajo el signo  de los amantes desencontrados. Y es que  ambas  corren  tan  rectas  que nunca han podido encontrase en ningún lugar de la Aldea  y   se mueren de ternura y paralelismo sin poderse tocar.  

Claro, los aldeanos se percataron desde el principio, porque el  amor  es una emoción que se exacerba  cuando se trata de  ocultar,    y hallaron la manera de que se vieran, aunque no  pudieran tocarse. Los compasivos aldeanos construyeron plazas  entre  las dos, de esta manera  las calles se pueden mirar, a intervalos,  en presencia siempre de uno de los  cinco parques  que los vecinos concibieron  como chaperones.  Y chaperones son, han sido,  y  serán para siempre,  de las calles y de la gente  que se sienta a conversar a la sombra de los ficus en las tardes de verano, cuando el tozudo sol ecuatorial proyecta una sombra invisible bajo los pies, y de los amantes que se besan en las noches, públicamente escondidos bajo el farol sin bombilla  donde se besaron sus tatarabuelos cuando las calles no habían llegado aún a la colina. 

Y las calles  principales aprendieron a sobrevivir disfrutando de ese único minuto de regocijo de mirarse desde lejos, con aldeanos cruzando las plazas para ir a los mismos  lugares, invariablemente emprendiendo sus jornadas que comienzan y terminan en el mismo sitio ,  y    con árboles  extendiendo sus ramas hacia  el  lugar exacto donde  les  impedían  ver  el  otro lado.  Las calles principales corrieron paralelas hasta que un día se percataron de que cada vez la  distancia era mayor y de que ni  siquiera  parecían ser las mismas calles del principio . Los aldeanos no construyeron más plazas  entre ellas porque el amor es una emoción que no se puede simular  y los aldeanos descubrieron que era más el hábito de mirarse desde lejos y la obstinación de vencer lo inevitable que el amor que creían sentir.

En su obsesión, las calles principales no tuvieron ojos para otras calles, para ninguna de  las que se tropezaban en cada cuadra y en cada esquina de cada plaza y  que  hacían lo imposible  por  hacerse notar. Se sumergieron en la terquedad de vencer elparalelismo hasta que se dieron cuenta de que ya a nadie le importaba esa tozudez, que ni siquiera eran las mismas del principio y habían  dilapidado  su tiempo y su geografía  en un romance  platónico  destinado al  desencanto  desde el principio. A este punto, se separaron para siempre, una cruzó el río  hacia  el  barrio nuevo, pasada la estación del tren,  y la otra se escapó de la Aldea, por el sur,  casada con  una vía principal que va al  siguiente pueblo.

Al fin y al cabo la Aldea había crecido y ya no eran  las únicas calles,  sólo    parte de un infinito ovillo de calles nuevas y viejas que se encuentran y se desencuentran, que se cruzan y se vuelven a cruzar  con ojos para verse o terquedad para no ver más que  una. 


Pero las  plazas quedaron allí,  cuadradas y blancas, con los  mismos  ficus,  que al fin terminaron  de crecer  cuando no tuvieron nada a lo que interponerse. Los árboles de los parques habían  multiplicado sus ramas  de pura  maldad, porque les quemaba el tronco   la envidia de que alguien derrochara una  emoción  que ellos  eran incapaces de sentir.  Y los aldeanos se beneficiaron de la sombra, tomando un descanso en  su  habitual  camino a ninguna parte,  o remendando el mundo con filosofía  de bocacalle,  o  contando los  lóbregos  secretos  de los demás para conjurar los propios.

Las  cinco  plazas    se  quedaron en el mismo sitio,  perfectamente alienadas cada un par de cuadras,  sin espacio a donde extenderse ni camino por donde huir. Entonces comenzaron también a reclamar su  linaje porque al fin y al cabo eran los atajos que los aldeanos tomaban cada día para llegar a ningún lado y todas las calles, principales o no, llevaban a ellas.  Y los aldeanos concordaron  en que debía haber también una plaza principal y escogieron una, que no fue la primera que habían construido,  la de la iglesia como en cualquier  otra aldea de categoría, si no la que le sigue al  noroeste. Nadie sabe a derechas por qué la segunda plaza  fue escogida  como la principal, pero los aldeanos peor pensados están convencidos de que la plaza simplemente compró el título de principal con el dinero de los comercios que se amontonan a su alrededor.   

Las otras cuatro  plazas,  como las  colinas  de donde no bajan  calles principales o  las casas que le robaron  la tierra a las aguas, se tuvieron que conformar con ser plazas de segunda categoría. Y al principio se resistieron, cada cual con su particular plan de competencia, abonando sus árboles para  que fueran más frondosos, pintando los  bancos  con colores más atractivos o  reparando los adoquines para que los aldeanos no tropezaran cuando  atajaban  en  sus  obstinadas marchas  al mismo punto  desde    donde habían partido.  Pero  muy pronto se percataron  de  que no era  un asunto  de  bancos, si no bancario  y que no tenían ninguna oportunidad de ganar porque el  fulgor de las monedas    altera anatómicamente la córnea de los ojos  y todo se ve del mismo color, idéntico  tamaño y    forma  similar.

En fin,  las plazas  tuvieron que aprender a sobrevivir sin  el alimento al narcisismo arquitectónico de ser una plaza principal. Con el tiempo se acostumbraron a esa paz que habían  obtenido de  no tener que defender ninguna jerarquía y pudieron  practicar    libremente  su  vocación,  aplicando  todo  el  talento  en instruir  a los niños del vecindario  en el arte de ser felices  hasta que fueran suficientemente mayores para ir solos a la plaza principal y que  el brillo de las monedas  les  arruinara los ojos  para siempre.

Las plazas  se adueñaron  de  la edad de los aldeanos, desde que sus padres los llevan a jugar, cuando luego les permiten ir solos y hasta que  la  plaza les  queda pequeña y se aventuran a la plaza principal para convertirse en aldeanos  adultos, un minuto antes de que el  resplandor  de las morocotas le tuerza las córneas.  Pero a esas alturas ya las plazas los han marcado, con el dibujo de sus adoquines, en la parte más blanda de sus corazones. No importa cuán lejos el aldeano vaya porque la marca es perpetua, visible e inalterable y los fuerza a regresar, tarde o temprano,  de cuerpo o de alma, a la plaza nodriza que les enseñó a ser felices antes de que el  destello de las monedas  le borrara el color a las ramas de los ficus.  Las plazas se convirtieron en plazas  principales para el corazón de los aldeanos cuando  desistieron de  competir por un fatuo título urbanístico, provinciano y narcisista.

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Claro, a los  ojos  de la plaza principal,  hicieron todo eso por envidia,  porque no les quedó  otro remedio que el de vengarse de sus  laureles  marcando el corazón de los aldeanos antes de que tuvieran la edad suficiente para decidir por ellos mismos.

Pero en el fondo ,  todos saben que  la Aldea no sería lo mismo sin ese centro, sin  los largos y  ovalados escaños sobre el piso de granito de donde emerge  la estatua del prócer,  apuesto  y enérgico, que reconquistó la tierra con su sable y ahora la  guarda,  en mármol,  para que los niños jueguen a su alrededor.  Y si no tiene una iglesia, tiene dos teatros, que no purifican las almas, pero las  recrean  para, cuando les corresponda, se vayan más livianas y frescas a donde les toque habitar para su eternidad de almas pueblerinas  marcadas por la Aldea.

En vida, los aldeanos necesitan de los comercios que prosperan  o se derrumban  bajo  la indulgente sombra de los corredores, largos y anchos, con el piso de losetas pulido y gastado por los pertinaces pasos de los aldeanos en sus  tozudos  viajes a donde mismo están. Y, como plaza principal, le corresponde  también  marcar la  condición y    la  jerarquía  de las personas. Cada  esquina  de la plaza, cada banco y  cada losa de granito, marca un nivel diferente en  el  escalafón  social de los aldeanos.

Es un  sistema  provincianamente complicado, pero también,  infalible.  Sólo  los aldeanos de más experiencia  pueden  surcarlo  sin exponerse a errar y terminar sentado en el escaño equivocado que le cambie su cultura, sus intenciones o su orientación sexual.  Porque en la Aldea, los aldeanos  no son lo  que creen  ser, si no lo que los otros aldeanos decidan,  en dependencia del escaño donde  suelan sentarse.  Y los bancos son los mismos de siempre, pero el significado cambia con el tiempo y vuelve a cambiar otra vez, de manera que si los aldeanos se ausentan por mucho tiempo ,  tienen que volver a aprender  cuál  sería  el banco correcto para sentarse o la esquina de la plaza más apropiada paradetenerse a conversar.

Cuando los  aldeanos jóvenes  llegan  a la plaza principal por primera  vez,con su  visión  a punto de  arruinarse, invariablemente creen que han inventado el sistema de clasificación. Pero el  método  siempre ha sido parte de la plaza principal, desde antes que la colina  vistiera  su  escalinata  a  las nubes, o de que las calles principales se desengañaran  y huyeran avergonzadas. Porque el tiempo de la Aldea no salva las colinas que enclaustran el valle, si no que choca contra  ellas y vuelve atrás, es el mismo tiempo  de otros tiempos en un tiempo distinto.

Pero las  plazas nunca pudieron vadear los ríos, como el cementerio, las casas o las calles, principales o no.  Las plazas  envejecieron  compitiendo por una hidalguía huera y provinciana, mientras  todo lo demás  rebasaba  los paréntesis de agua para convertirse en  elementos urbanísticos  gramaticales,  en  aldea entre comilla.  A primera vista, las plazas,  anticuadas y pueblerinas, no entendieron que  había llegado el momento de  saltar los ríos. En realidad, prudentes y sabias,    prefirieron  quedarse  donde estaban, marcando el corazón de los niños o cercenándole la visión a los jóvenes,  sin arriesgarse más allá de las aguas, donde se gana todo o se pierde  la escasa distinción  que se ha  podido acumular, donde tienen que  llevar  a sus espaldas las pesadas  comillas de  no  querer ser lo que  inexorablemente  son. Las plazas representan la
única sección de la Aldea que sigue siendo aldea de verdad, sin comillas o paréntesis, sin la ambición, o la audacia, de aventurarse del otro lado de los ríos.

Y los dos  arroyos    agradecieron  esa indulgente tregua en las humillaciones. Los ríos, más que las calles, las plazas  o las colinas,  habían  sido el origen y la causa de la Aldea.  A pesar de los cartógrafos, de  los  títulos  rimbombantes  o de  las  consentidas calles de  cemento azul, el pueblo había nacido de  los  arroyos, que vivían  bien  a gusto  en el valle desde mucho antes de que a los aldeanos se les ocurriera construir  aquellas  casas ingratas  que le robaron sus  márgenes  y  las calles indolentes  que  desaguan  todas  las  bajezas  en  sus  caudales.  Pero  a los aldeanos se les olvidó que al principio era la  única agua que bebían, el único lugar donde lavar sus ropas y el refugio  donde  acudir  para  escaparse  del  abrasante sol,  en un valle donde el verano comienza al día siguiente de cuando termina el anterior.  Nadie recuerda  que  para convencer a un rey,  ¡a un rey!,  los vecinos que aspiraban a ser aldeanos atestiguaron que tenían agua saludable y suficiente para sustentar una aldea.


Las “aguas suficientes” eran ellos: los dos arroyos. Pero la Aldea se olvidó de su origen mientras crecía y los aldeanos consumieron su tiempo construyendo plazas para  consentir  a las calles  principales  y  escalinatas a la cima del valle para peregrinar hasta la cruz  só lida y blanca que se recorta,  allá en la  cresta de la loma, contra el  cielo puro e infinito  de una aldea donde el aire está  deliciosamente  contaminado  de poesía y  titilan  más poetas que bombillas en el alumbrado  público. Mientras tanto,  ni la Aldea ni los aldeanos se percataron de que los arroyos se  habían  quedado solos, vejados por los cimientos de las casas, ultrajados con escombros y emponzoñados de  aguas albañales. Y  los arroyos  padecieron estoicamente todas las  ofensas porque,  a pesar de todo, los roía  ese instinto maternal  por  una  aldea  que habían visto  nacer  de
sus márgenes  y  expandirse por el valle  hasta desbordar sus  límites  de agua y convertirse en una
aldea entre comillas.

Los ríos no guardaron rencor, si no esperanza de que algún día lo s aldeanos recordaran su origen,  le sacaran los cimientos  clavados  en sus costillas y limpiaran    las bajezas vertidas  a  sus caudales. De todas maneras, decidieron huir, como las calles  principales. Se encontraron los dos al sur de la Aldea  y se fueron juntos,  más allá de  los confines del valle, jugando con las flores incendiadas de rojo que los  flamboyanes arrojaban a su cauce y soplando niebla al amanecer para que las mimosas plegaran sus hojas de pudor.  Las castas piedras y el inocente lodo del campo limpiaron sus aguas  de los agravios,  pero los arroyos siguieron  alejándose,  cada vez más, inmersos en el delirio por marcharse de la Aldea y muriéndose de nostalgia por regresar.

23 de marzo de 2014

La Regla Conga o Palo Monte en el Municipio de Holguín.


«Cuba tiene todavía un tesoro abandonado por el blanco que lo ignora, por el negro que lo esconde, por el presuntuoso ignorantón que lo desprecia».
Don Fernando Ortiz 
Visiones holguineras sobre la iniciación en Palo


Con información tomada de Trabajo de Diploma en Opción al Título de Licenciado en Estudios Socioculturales, por la Universidad de Holguín Oscar Lucero Moya: La Regla Conga o Palo Monte en el Municipio de Holguín. 
Autora: Maricel Díaz Ramírez. 


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