LO ÚLTIMO

La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

24 de septiembre de 2011

Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (VI)


ABUELA (al abuelo): ¡Borracho! Dónde te has metido. ¡So haragán! Yo sola he tenido que hacerlo todo en esta casa. Y tú, ¡zángano!, por ahí, cazando pájaros...

ABUELO: Estoy borracho como una uva, pero eso no impide que tenga puntería. Y esta noche te lo voy a de¬mostrar...

ABUELA: ¡Puerco!

ABUELO: Sí que tengo buena puntería. Mira, fui a re¬visar la mata de ceiba, para ver si el babieca de Celestino había puesto alguna indecencia en ella, y mira lo que traigo: ¡un pájaro como hay pocos! ¡Fíjate en los colores!

TÚ: ¡Déjenme verlo!

ABUELO: Échate para atrás, ¡rastrojo!, que siempre tie¬nes las manos embarradas de mierda.

ABUELA: Eres peor que un muchacho, ¡mira que salir a cazar pájaros hoy: con el trabajo que hay en esta casa!

ABUELO: Te digo que no salí a cazar nada. Pero me lo tropecé en el nido. Tiré la piedra para asustarlo. Y cayó muerto al suelo.

TÚ: ¡Déjenme verlo!

CORO DE TÍAS: ¡Qué muchacho más necio! ¡Será posi¬ble!... ¿Qué interés tiene en ver ese pájaro? ¡Estáte tran¬quilo si no quieres que te caigamos a golpes, ya que la vaca de tu madre no te pone la mano encima. Ah, pero con nosotras sí que la cosa cambia. ¡No pienses que vas a ser un degenerado igual que tu padre!

LA MADRE: ¡Primero muerto!

ABUELA: ¡Salvaje! ¿Cómo puedes hablar así, no ves que él te está oyendo?

CORO DE TÍAS (a la abuela): Ella ha dicho bien. Qué mayor desgracia que tener un hijo degenerado. ¡Ni la muerte misma!

ABUELA: ¡Bestias!

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Qué tristeza tan grande: fui al arroyo a pescar, y no cogí ni un pití. En el camino no supe qué hacer, y, de pronto, se hizo de noche. En¬tonces me senté sobre una piedra y lloré. Pero nadie vino y me dijo «qué te pasa».

LAS BRUJAS (entrando por la puerta de la sala): Nadie vino y me dijo «qué te pasa».

CORO DE PRIMOS MUERTOS: El pozo es el único que sabe que yo estoy triste hoy. Si hubieras visto cómo lloró también, junto conmigo. Pero eso no me consoló ni pizca, porque yo sé que el pozo soy yo, y por eso me oye; pero como es así, nadie me oye... En toda la noche no hallé ni a un alma viviente, sólo muertos y árboles.

Y entonces no me quedó más remedio que empezar a garabatearlos, para que al menos ellos supieran algo.

LAS BRUJAS: Supieran algo...

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Pero yo soy muy bruto, y no sé escribir. Y ahora estoy pensando que a lo mejor he puesto una barbaridad. De todos modos me siento mejor. Llego de madrugada a la casa, y allí está él, dormido. ¿Quién será? Nunca le he hablado. Nunca le he dicho ni media palabra. Pero siempre está allí, ya dormido. Es¬perándome; porque yo sé que me estuvo esperando.

Y como yo tardé, se fue quedando dormido. Pero así y todo, yo sé que estaba esperando.

LAS BRUJAS: Me estaba esperando.

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Pero a mí me da mucho miedo despertarlo, pues no sé..., y a lo mejor me estaba esperando para matarme...

UN DUENDE: ¡Si me miras a los ojos, caes muerto!

OTRO DUENDE: ¡Caes muerto!

CORO DE DUENDES: ¡Mírame a los ojos! ¡Despiértame y mírame!

(Todos comen. La conversación se irá desarrollando sin que la cena se interrumpa.)

CORO DE TÍAS (a ti, y sin dejar de comer): Estás pálido, estás triste.

TÚ: No.

CORO DE TÍAS: Sí, se te ve en los ojos. Estás enfermo. Será mejor que tu madre te acueste.

TÚ: Déjenme.

CORO DE TÍAS: ¡Estás muriéndote!... ¡Al fin! ¡Al fin se está muriendo!

ABUELO: ¡Si miras para los ojos de este pájaro, caes muerto! ¡Caes muerto! ¡Caes muerto!

LA MADRE (tocándote por encima de la mesa): Es verdad, tiene fiebre. (Se pone de pie y da un maullido.) ¡Mi hijo se está muriendo!

ABUELO: ¡Si cierras los ojos verás al pájaro mirándote!

LA MADRE: ¡Se muere!...

ABUELO: Si abres los ojos verás al pájaro mirándote.

LA MADRE: Se muere...

CORO DE TÍAS: ¡Traigan una vela! ¡Traigan una vela! ¡Al fin!

LA MADRE: ¡Dios mío!

TÚ: Enséñenme el pájaro. ¡Enséñenme el pájaro!

ABUELO (muy alegre): ¡Aquí está! ¡Míralo!

TÚ: ¡Celestino!

ABUELO: Sí, ¡tú!

LA MADRE: Se muere...

CORO DE TÍAS: ¡Al fin! ¡Al fin! Y no deja de ser justo que nos alegremos: ya él se liberó. Aquí las desgraciadas somos nosotras. Nosotras, las víctimas, hijas de ese viejo borracho y de esta vieja loca.

ABUELA (que no ha dejado de comer): ¡Malditas! (Sigue comiendo.)

CORO DE TÍAS: Sí, malditas nosotras. Tú al menos tu¬viste la oportunidad de parir mucho. ¿Cuántas noches alegres te reportamos cada una de nosotras?, ¿cuántas no¬ches? ¿Cien?

ABUELO (con picardía): Oh, más, más...

CORO DE TÍAS: ¿Doscientas setenta? Doscientas se¬tenta, sí, lo justo. Doscientas setenta noches de forcejeo por cada desgraciada de nosotras.

ABUELO: ¡Exacto! ¡Exacto! Y a veces más...

ABUELA (interrumpiendo la comida): ¡Malditas!

CORO DE TÍAS: ¡Durante cincuenta años o más pasare¬mos hambre! Comeremos tierra. Viviremos sin hombre, porque a estos viejos les dio la gana de divertirse todas las noches.

ABUELA: ¡Malditas!

CORO DE TÍAS: ¡Malditos! ¡Malditos!

ABUELA (al abuelo): Así terminan siempre las Noche¬buenas aquí. Ay, Dios mío, qué tragedia tan grande la de esta casa. ¡En vez de parir personas he parido fieras! Ni si¬quiera un día en el año podemos estar tranquilos y comer juntos, como si fuéramos personas. ¡Fieras!, ustedes son las malditas. Qué culpa tengo yo de que no hayan en¬contrado con quién acostarse. ¡Yo sí lo encontré! ¡Mí¬renlo aquí! (Señala para el abuelo.)

ABUELO (levantando el pájaro muerto): Aquí estoy.

ABUELA: Ése es el padre de ustedes, peléenle también, que yo sola no las traje al mundo. Y de haberlo hecho hubiera traído otra cosa mejor, y no la mierda que el pa¬dre de ustedes siempre ha hecho..., porque no sabe hacer otra cosa. ¡Un buen marido es lo que siempre he necesi¬tado!

EL ABUELO: ¡Bendito sea Dios!

ABUELA: ¡Un buen marido!

CORO DE TÍAS: ¡Un buen marido! ¡Un buen marido!... (Bailan unas con otras, el abuelo y la abuela también bailan.) ¡Un buen marido! (El abuelo tira el pájaro sobre la mesa y si¬gue bailando.)

LA MADRE (gritando): ¡Se ha muerto! ¡Se ha muerto!

(Tú te levantas y pasas para el grupo de los primos, los duen¬des y las brujas.)

CORO DE PRIMOS MUERTOS (deteniéndose): ¡Aquí no vengas si no has cumplido la promesa, la palabra que nos diste! (Lo rechazan.)

Tú: Ya estoy muerto.

UN DUENDE: Vuelve a vivir.

TÚ: ¿Cómo?

TODOS LOS DUENDES: ¡No sé!

UNA BRUJA: Vamos a ver...

TODAS LAS BRUJAS: Veamos...

UN PRIMO MUERTO (llorando): ¡Celestino! ¡Celestino! ¡Cómo te atreves a venir con las manos vacías!...

TÚ: Me mataron antes de tiempo.

LA MADRE (se te acerca, te pasa la mano y llora): Ay, hijo mío. Lo único que me quedaba en el mundo. Qué será ahora de mí. (Deja de llorar y sigue bailando, al compás de una música estridente, igual que bailan las tías, el abuelo y la abuela.)

LAS BRUJAS: No lloren, algo queda aún por hacer.

TÚ: Qué puedo hacer, si ya estoy muerto.

UNA BRUJA: ¡Volver a vivir!

TÚ: Me matarán de nuevo.

UN PRIMO MUERTO: Sí, pero antes cumplirías tu pro¬mesa.

LAS BRUJAS: ¡La promesa! ¡La promesa!

UNA BRUJA: ¡Vuelve a la vida!

LAS BRUJAS: ¡La promesa! ¡La promesa!

UNA BRUJA: ¡Vive! ¡Vive!

UN PRIMO MUERTO: Toma este cuchillo de mesa. Entiérraselo por la espalda al asesino tuyo y al de Celestino.

CORO DE DUENDES: ¡Al de Celestino! ¡Al de Celestino!

UN PRIMO: Espérate, déjame sacarle un poco de filo. (Le saca filo al cuchillo.) ¡Aquí lo tienes, afilado! ¡Entiérraselo mejor en el cuello!

LAS BRUJAS (entusiasmadas y alegres, como si, de pronto, hubieran descubierto la palabra salvadora): ¡El cuello! ¡El cuello! ¡El cuello! (Luego va disminuyendo la exclamación y por último fenece. Comienza entonces el coro de primos muertos.)

CORO DE PRIMOS MUERTOS (muy alegres): ¡En el cuello! ¡En el cuello! ¡En el cuello! (Las voces van disminuyendo hasta que concluyen, muy bajas.)

UNA BRUJAS: ¡Ya está vivo!

UN PRIMO MUERTO (abrazándote): ¡No dejes de clavár¬selo bien hondo! Recuerda que él fue quien nos mató a todos nosotros, quien mató a Celestino, y quien te mató y tratará de volver a matarte.

TÚ (caminando por sobre la mesa, con el cuchillo empuña¬do con las dos manos): Hoy hemos regresado muy tarde del monte. Nos entretuvimos mucho consiguiendo caimito, y tirándole piedras a una lagartija que a cada golpe ponía un color diferente. Llegamos a la casa y Celestino, como siempre, me deja solo en la puerta. Ahora saldrá mi ma¬dre, y me preguntará quién me ha matado.

LA MADRE (deja de bailar y corre hasta la mesa, y te abraza): Quién te ha matado. ¡Quién te ha matado! (Vuelve a in¬corporarse al baile. Tú te tiras de la mesa, de un brinco.)

CORO DE TÍAS (sin dejar de bailar): ¡Ay, un marido, ay, un marido!

TÚ (voz, fuera del comedor): ¿Qué lugar será éste? Aquí debe de ser donde viven las brujas. ¿Quieres que entre¬mos?... (Silencio.) Bueno, si no quieres no entramos.

CORO DE BRUJAS: ¡Entren! ¡Entren!

TÚ (voz, fuera del comedor): Oye cómo nos llaman, me¬jor será que no le hagamos caso. (Te acercas ahora, con el cu¬chillo, hasta donde está tu abuelo bailando.)

ABUELA (a ti, sin dejar de bailar): ¡Otra vez llegas tarde! ¡Ya no te hemos dejado ni las sobras!

CORO DE TÍAS: ¡Vejigo malcriado! Estás muy grande para tener que estar siempre regañándote.

LA MADRE: Ay, este muchacho va a acabar conmigo. ¡Ya no puedo más!

(Te sientas en uno de los taburetes, con el cuchillo escondido siempre tras la espalda. Ahora todos permanecen inmóviles, y so¬lamente se oye el ruido que produce un hacha, que corta, corta sin cesar.)

ABUELA: ¡Ya estamos muy cansadas! Mejor será que lo matemos. (Sale del comedor. Se vuelve a escuchar el ruido del hacha. Entrando con un hacha en las manos. Al abuelo.) Aquí tienes el hacha: mátalo ahora.

ABUELO: ¿Está bien amolada?

ABUELA: Sí.

CORO DE TÍAS: Pruébala primero, no vaya a ser que fa¬lles el golpe.

ABUELO: A ver, tráiganme acá el pájaro para que vean cómo me lo llevo de un tajo.

VOCES DEL CORO DE PRIMOS MUERTOS (fuera del come¬dor): Oye, nos están siguiendo de cerca. Mejor sería que dejaras de garabatear un momento aunque fuera. ¡Vámo¬nos corriendo!

LA ABUELA (trayendo el pájaro y colocándolo sobre el suelo): Ahora verás si corta o no corta esa hacha.

ABUELO: Vamos a ver, porque si no corta te la estrello en la cabeza.

ABUELA: ¡Bruto!

(El abuelo mira con furia a la abuela y trata de darle un ha¬chazo, pero una de las tías se interpone; en el forcejeo recibe un golpe de muerte, y cae, pataleando, en el suelo)

ABUELO: Otra desgraciada que pasa a mejor vida.

LAS BRUJAS (saliendo de entre las tinieblas, con sonrisas burlonas y gritos chillones): ¡A mejor vida! ¡A mejor vida! ¡A mejor vida!

CORO DE TÍAS: Pobre desgraciada, así termina, como terminaremos todos: víctimas de un hachazo de esta bes¬tia que tenemos por padre. Ya todos mis hijos han caído bajo su hacha. ¡Condenadas de nosotras!, que hemos te¬nido que contemplar esta escena sin poder chistar, ni pro¬testar. Ni llorar siquiera. Pero ya se terminó nuestro aguante. ¡Para seguir trabajando como una mula y seguir comiendo líos de maíz, prefiero el infierno!

LAS BRUJAS (como reanimándose): ¡El infierno! ¡El infier¬no! ¡El infierno!

UNA DE LAS TÍAS (dando gritos): ¡Ay, déjenme, aunque sea, entrar en el infierno!

(Todas las tías andan hacia delante con las manos extendidas.)

UNA DE LAS TÍAS: ¡Miren mis manos! ¡Están hechas tri¬zas! (Extiende aún más las manos hacia delante.)

DOS TÍAS (con las manos extendidas): ¡De picar piedras tengo las manos hechas trizas!

TODAS LAS TÍAS (extendiendo más las manos): ¡Aquí traigo mis manos hechas trizas!

UN DUENDE (caminando en un solo pie): ¡Trizas! ¡Trizas! ¡Trizas!

CORO DE TÍAS: Ay.

DUENDE: ¡Trizas!

CORO DE TÍAS: Ay.

DUENDE: ¡Trizas!

(Las tías se acercan y rodean al abuelo y a la abuela. La tía muerta se pone de pie y pasa a formar parte del coro de bru¬jas.)

ABUELA (asustada. A las tías que la rodean): ¡Qué pien¬san hacernos! ¡Qué piensan hacernos! ¡Recuerden que nosotros somos sus padres!

UNA TÍA (riéndose): ¡Mis padres! (A las demás tías.) Oye¬ron eso, dicen que son nuestros padres...

EL CORO DE TÍAS (ríen a carcajadas. Luego se serenan y empiezan a dar vueltas alrededor de la abuela y el abuelo): ¡Pa¬dres míos, perdónenme, pero hoy casi no puedo salir a recoger leña!

voz DEL CORO DE TÍAS (fuera del comedor): ¡Padres míos, perdónenme, pero hoy casi no puedo salir a reco¬ger leña seca: tengo el periodo.

ABUELO: ¡Tonterías! ¡Tonterías! A mí no me vengan con esas tonterías. En mis tiempos eso no se cuidaba.

CORO DE TÍAS (mientras acorralan a los viejos contra la mesa): ¡Llegó el momento de sacarles los ojos!

ABUELA: ¡Se han vuelto locas! ¡Están borrachas!

CORO DE TÍAS: ¡Llegó el momento de arrancarle los brazos!

ABUELA: ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Se han vuelto locas!

CORO DE TÍAS: ¡Miren mis manos! ¡Miren mis manos! ¡Están hechas trizas!...

(Las tías agarran al abuelo y a la abuela y los sacuden contra la mesa. Pero entonces el abuelo se escapa de sus brazos y corre hasta el sitio donde se encuentra el hacha, tirada en el suelo. El abuelo empieza a darle hachazos al aire, amedrentando a las tías, y riendo a carcajadas.)

ABUELO: ¡Creen que es fácil sacarme los ojos y ma¬tarme! Pues no: soy un bicho muy viejo para que me co¬jan de sorpresa. ¡Pienso vivir cien años! Y es posible que más... ¡Nadie escapará de mí en esta casa! ¡Ya tengo de nuevo el hacha en mi poder! Podría abrirles la cabeza a todas, como si fueran jicaras de coco. Pero no: tienen que servirme. Tienen que obedecerme, y morirse cuando yo lo ordene. (A la abuela, que también tiembla, junto a las tías.) Tráeme acá a ese pájaro para probar el hacha.

(La abuela coge el pájaro. Desde muy lejos parece venir el ru¬mor de una algarabía interminable, que trae risas de muchachos, voces, cantos. Todo el barullo enorme de muchos niños que jue¬gan en mitad del campo. Tú te adelantas con el cuchillo en alto, y uno de los duendes se te pone delante para protegerte: de ese modo te oculta de los vivos.»

ABUELO (a la abuela): ¡Ponlo en el suelo!

(Una de las brujas le quita el pájaro a la abuela y lo coloca en el suelo.)

VOCES DEL CORO DE PRIMOS MUERTOS (fuera del comedor. Cantando):

Ambos sador, señor Materilerile.

Ambos sador, señor Materilerón.

(El abuelo levanta el hacha.)

CORO DE BRUJAS: ¡Llegó el momento! ¡Al fin Celes¬tino será rescatado y volverá a nosotras! UNA BRUJA: ¡A nosotras! CORO DE PRIMOS MUERTOS: ¡Celestino! ¡Celestino!

(Todos los duendes corren de un lado para otro dentro del co¬medor. Se suben a la mesa. Dan brincos. Separan en los tabure¬tes. Bailan unos con otros. No permanecen tranquilos ni un solo instante. El abuelo levanta más el hacha, y se dispone a degollar al pájaro muerto. El duende que te protege de la vista de los vi¬vos se aparta, te deja el frente libre. Levantas el cuchillo a la al¬tura de la espalda del abuelo.)

ABUELA: ¡El cuchillo!

(El abuelo se vuelve rápido y te mira. Tú aún estás con el cu¬chillo en alto. Tú vas a clavarle el cuchillo en la cara. El abuelo te sonríe. El cuchillo cae al suelo. El coro de primos muertos da un grito. El abuelo te da la espalda y descarga el hacha sobre el pájaro muerto. La puerta del comedor se abre y por ella entra Celestino, el cual ha de ser invisible. Tú caminas hasta él y, echándole un brazo por encima, le dices:)

TÚ (con un brazo levantado en el aire): Perdóname que no te haya podido salvar. Perdóname, pero cuando le iba a clavar el cuchillo en la cara, me miró, y me son¬rió...

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Me miró y me sonrió. A mí, que nunca nadie me ha sonreído.

TÚ (siempre con el brazo extendido): Me miró y me son¬rió. Y ya no pude hacerlo.

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Me miró y me sonrió: a mí, que estoy acostumbrado a que nada más me den pa¬tadas por las nalgas y hachazos por la espalda.

(Te vas confundiendo con el grupo de los primos muertos. Llevando la mano extendida, abrazando a Celestino.)

LAS BRUJAS: Ahora lo único que podemos hacer es ir¬nos con nuestros primos muertos. Ya nada nos queda por buscar. El abuelo acaba de cortar el último árbol. Ahora, ¿dónde podremos escribir esa poesía interminable, que aún no comienza? Estamos expuestos al sol y es posible que por muchísimo tiempo ni anochezca siquiera. (Se in¬troducen en el coro de los primos muertos.)

ABUELA (terminando de bailar. A la madre, que permanece inmóvil mirando por la ventana hacia el potrero): ¡No seas guanaja, mujer! No ves que así él está mejor.

(La madre sigue extasiada y no parece haber oído nada.)

CORO DE TÍAS: Así ha sido mejor. Total: para lo que ibas a poder resolver con un hijo poeta...

ABUELO: ¡Y bobo! Porque era bobo. Siempre que lo mandaba a que trajese los terneros dejaba uno o dos ex¬traviados; y nunca hacía las cosas como se las indicaba. Si le decía «cierra la talanquera», la dejaba abierta, si le decía «ve a buscar leña», traía cañafístulas...

UNA TÍA: Si lo mandaba por agua, botaba los cubos en mitad del camino.

ABUELA: Cuando lo mandaba a mudar las vacas, las ponía a pastar entre los itamorriales...

CORO DE TÍAS: ¡Era un inútil! ¡Era un inútil! Se pa¬saba la vida garabateando los troncos y poniendo en ellos palabras asquerosas.

LA MADRE: ¡Qué desgracia! Dios mío, ¡qué desgracia!

LA ABUELA: ¡Tú tuviste la culpa por haberlo engreído! En vez de un hombre lo que te salió fue una... ¡basura!

CORO DE TÍAS: ¡Una basura! ¡Una basura!

ABUELO: Era un inútil, no ganaba ni para el desayuno.

CORO DE TÍAS: ¡Inútil! ¡Era una basura inútil!

ABUELA: Y qué vergüenza: ya todo el mundo sabía que era poeta...

CORO DE TÍAS: ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! Se me cae la cara de vergüenza...

UN DUENDE (haciendo maromas sobre la mesa, en un solo pie): «Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos»...

OTRO DUENDE (saltando y haciendo maromas sobre la mesa, en un solo pie, llega hasta el primer duende y le da una bo¬fetada): Hornero, rapsodia novena de la Odisea.

UNA TÍA: ¡Qué tranquilidad hay en esta casa después de que quemamos al avispero!...

LA MADRE: Ahora yo sola tendré que cargar el agua para regar las matas...

CORO DE PRIMOS MUERTOS: El mes de enero se me ha vuelto a aparecer. O serán ideas mías... Ya no sé distinguir entre lo que veo y lo que imagino ver. Pero estoy casi seguro de que se me apareció. Que llegó hasta donde está¬bamos Celestino y yo, tirados sobre la yerba y comiendo lombrices de tierra, y nos dijo: «Pronto recuperarán la me¬moria», y se calló un momento, y volvió a hablar, «en cuanto recuerden la palabra que olvidaron podrán dormir muy tranquilos y quietos». Eso nos dijo, y yo vi cómo se elevó entre las nubes y desapareció más atrás de los cerros. Y desde allá lejísimo se le oía decir: «Pronto se acordarán de la palabra». «Pronto se acordarán de la palabra.»

UNA VOZ (fuera del comedor): ¿Oíste lo que nos dijo el mes de enero?

OTRA VOZ (fuera del comedor): ¿Qué dices?

UNA voz: Ah, todavía sigues durmiendo...

CORO DE PRIMOS MUERTOS (parodiando a la primera voz): Yo estoy seguro de que he oído a alguien hablar. Todo no puede ser imaginado. Por lo menos estoy seguro de que Celestino duerme cerca de aquí, y de que tiene un poco de fiebre. Es muy malo tener fiebre cuando se vive como vivimos nosotros: aquí, en mitad de la sabana, con los aguaceros cayéndonos encima. Yo voy hasta el po¬trero y, sin acercarme mucho a la casa, corto algunos ga¬jos de menta y apasote, para hacerle un cocimiento. Pero luego me doy cuenta de que no tengo fósforos para pren¬der fuego. Si pudiera llegarme hasta la casa y robarme los fósforos a abuela. Pero a la casa no entraré nunca más porque sé que todos me están esperando para caerme a trompadas. Le daré a comer hojas crudas.

ABUELA (mirando por la ventana): ¡Cómo tardan en lle¬gar del río los muchachos!...

LA MADRE (impaciente): ¡Por qué dices eso! Todavía es temprano...

CORO DE TÍAS: ¡Díganme la hora! ¡Díganme la hora!...

UN DUENDE (haciendo maromas sobre la mesa, y rom¬piendo varios platos): «Llegada de otros sitios te irás por to¬das partes».

OTRO DUENDE (con un plato en la cabeza): Arthur Rimbaud. Una estación en el infierno.

(Gran ruido de hachas que se precipitan sobre los árboles. El ruido, por momentos, se hace insoportable. Luego se va ale¬jando, hasta desvanecerse completamente.)

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Le he preguntado a Ce¬lestino por qué no se revira contra la familia. Que si él quiere yo lo ayudo. Le he dicho que, si quiere, yo po¬dría sacarle la estaca que abuelo le clavó en mitad del pecho. Le he propuesto ir con la estaca hasta la casa y clavársela al viejo cuando esté dormido. Pero él me ha contestado que no siente ningún dolor, y que no se va a revirar.

UNA VOZ (fuera del comedor, entre el lejano sonido de las hachas): Pero, si tiene la razón, ¿por qué no te rebelas?

OTRA VOZ: Es que no estoy tan seguro de tener la razón.

UNA VOZ: Pero tú eres inocente...

OTRA VOZ: No lo sé.

UNA voz: Entonces, ¿son ellos los que no están lo¬cos?...

OTRA VOZ: Es posible.

UNA VOZ: Y por qué si son ellos los que tienen la ra¬zón no les pides perdón y te les unes.

OTRA VOZ: Porque no puedo.

CORO DE BRUJAS (con un grito): ¡No puedo!

UN DUENDE (rompiendo casi todos los platos): ¡No puedo!

CORO DE DUENDES (desconcertados, circunspectos): Anó¬nimo. Inédito...

(Llanto de un muchacho fuera del comedor. Luego alguien vocea a las vacas en el potrero.)

CORO DE BRUJAS: «Volveré a verte dentro de pocos días. Se me hace imposible creer en una aurora tan próxi¬ma. De aquí a pocos días escucharás tu voz y beberé en tu boca el agua que me hará olvidar esa sed insaciable.

Estaba como el cordero que ha perdido a su madre.

Estaba como la mariposa que ya no encuentra la única flor cuyo zumo alimenta.

Sin cesar pronuncio tu nombre y el del hijo que me has dado. ¡Cómo puede el corazón de un hombre conte¬ner un amor así!»

«Piensa en los millares de años que han sido necesa¬rios para que la lluvia, el viento, los ríos y la mar hicieran de una roca esa napa de arena con la que estás jugando.

Piensa en los miles de seres que han sido necesarios para que tus labios estén cálidos bajo mis besos.

Como el peregrino se abluciona con arena, alzo en mis manos dos puñados de este polvo de oro con que tú juegas, y cubro mis espaldas.

Volveré a verte dentro de pocos días.

CORO DE PRIMOS MUERTOS: Celestino está muerto en la jaula. Aunque yo no lo veo, sé que está muerto. La bruja ha hecho muchas maromas en el aire, y me ha di¬cho: «Está muerto». Pero yo no le hice caso y seguí reco-giendo flores de pitajayas y bejucos de ubi, para hacerle un cocimiento y bajarle la fiebre. «Está muerto», me dijo un bejuco cuando yo lo fui a arrancar. Pero yo no le hice caso y lo arranqué... Llego a la casa con las manos llenas de bejucos, hojas y flores de todas las matas que me he encontrado en el camino. Mi madre sale corriendo a al¬canzarme y me dice: «Está muerto». «Está muerto.»

CORO DE BRUJAS: «Líbrame, oh poderosa prudencia, líbrame de amar sin esperanzas, pues es locura».**

CORO DE PRIMOS: Ya no volveré a mi casa, donde mi madre me espera siempre llorando, más abajo de la mata de higuillos. Ni me asomaré más nunca al pozo, porque tengo miedo de verme como aquella vez: allá en el fondo. Ya no iré más a la casa. Ni buscaré más nunca una lata de agua. Ni le haré caso al abuelo cuando me mande a trancar los terneros... Ahora me voy a tirar aquí, sobre la yerba llena de abujes, a esperar a que vengan los agua¬ceros, y me lleven bullendo hasta el sitio donde dicen que él se tiró, para ahogarse...

CORO DE TÍAS: Ay, ay, la última vez que lo vieron di¬cen que andaba desnudo.

ABUELO: Ay, ay. Y con los pies en carne viva.

LA MADRE: Ay, ay. Y escribiendo sin cesar...

CORO DE BRUJAS: «No me podré dormir antes del alba.

Esta mañana tengo la dicha de su pensamiento.



*Poemas «La arena» y «La aurora cercana», del libro el Jardín de las cari-cias. Según la traducción, del árabe al francés, realizada por Franz Toussaint.

**«La que no amo», poema formado por la fusión de dos poesías. El co-mienzo es de Wei Choan, el final es de Ts'in Koan, poeta de los Son, apo-dado Chao Yeou. (Solamente se muestra una parte del poema.)



Mi soledad se ha poblado de mil presencias»...* CORO DE TÍAS (marchándose, seguidas por abuelo, la abuela y la madre): Al fin parece que vienen los mucha¬chos del río. Salgamos para recibirlos y darles cuatro nal¬gadas. Así aprenderán a no salir de la casa sin nuestro permiso.

(El abuelo berrea como un ternero mientras se dirige a la puerta. La madre se queda parada en mitad del comedor; la abuela trata de arrastrarla, pero no lo consigue, por fin se da por vencida y sale, caminando en un solo pie.)

TÚ (dentro del coro de primos muertos): Fui al pozo y, al asomarme al fondo, vi a mi madre, sonriéndome alegre desde las aguas.

CORO DE BRUJAS: Sonriéndome alegre desde las aguas.

TU VOZ DESDE EL FONDO DEL POZO: Aquí todo está tan tranquilo. Si supieran ustedes qué tranquilidad tan grande. Celestino está también conmigo. Celestino, mi madre y yo acá, en el fondo húmedo, donde nadie se atreve a asomarse por miedo a vernos. Y la gente que pasa dice: «Ese pozo está embrujado, he oído voces en el fondo». Y yo los oigo salir corriendo y me siento alegre, y, poco a poco, abrazando a mi madre y a Celestino, me voy quedando dormido. Dormido, y flotando siempre sobre el agua que a mí me parece que se está poniendo verde olorosa.

(La madre se lleva las manos a la cabeza. Desaparece del co¬medor. Enseguida entra, riendo con carcajadas que suenan como si salieran del fondo de un pozo. Va basta la mesa y se come, de un bo¬cado, un trozo de plátano. Luego empieza a caminar en cuatro pa¬tas. Y así sale del comedor. La abuela la sigue como si fuera un personaje completamente irreal. La abuela irá con una mano coloca¬da en el cuello y la otra extendida hacia delante, y caminando con pasos marciales, como si ensayara el rito de una danza exótica.)
*El espejo mágico, traducción francesa de Paul-Marguerite.

TÚ (avanzando imaginariamente hacia Celestino): Ven, vamos a jugar a la marchicha. ¿Es que no te gusta jugar a la marchicha?

(Todos los primos empiezan a jugar a la marchicha. Saltan, cambian de sitio, tropiezan. Por un momento nos brindan una visión alucinante. Por el comedor cruza la madre, alzándose y bajándose la falda, desapareciendo en el otro extremo.)

CORO DE BRUJAS: «No me despertéis si tengo la dicha de dormir a la hora en que los pájaros inician sus gorjeos. Para mí todas las auroras son pálidas bajo mi cobertor de seda verde».*

TODOS LOS DUENDES (agrupados en un rincón del come¬dor): ¡Pálidas! ¡Pálidas! ¡Pálidas!

CORO DE BRUJAS: «Los rumores rasgan dolorosamente el silencio. Ni siquiera siento la curiosidad de saber cuán¬tos capullos se han abierto en el ciruelo.

Y sin embargo, es preciso levantarse...»**

TODOS LOS DUENDES: ¡Levantarse! ¡Levantarse!

(Cruza el abuelo con el hacha al hombro, y secándose el su¬dor de la cara. Detrás viene la abuela, conversando con la Muerte, y con una jaula vacía entre las manos. Todos los primos dan brincos y más brincos, mientras juegan a la marchicha. De fuera vienen sus risas y alborotos...)

Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (V)


SEGUNDO FINAL



La casa se está cayendo. Yo algunas veces quisiera su¬jetarla con las manos y todo, pero sé que se está cayendo, y nada puedo hacer.

Yo miro la casa cayéndose, y pienso que allí fue donde conocí a Celestino, y donde aprendimos a jugar a la marchicha; que allí fue donde ni madre me dio el pri¬mer cintazo, y donde por primera vez me pasó la mano por la cabeza. Que allí fue donde abuelo dijo una vez «Pascuas» y se rió a carcajadas, y yo me puse muy alegre cuando él dijo «Pascuas», y no sé por qué, me dio tanta risa y tanta alegría, que me fui para el rincón del corre-dor, donde crecen las matas de tulipán, y allí, debajo del panal de avispas, me reí y me reí a más no poder. «Pas¬cuas», «Pascuas», «Pascuas». Y me volví a reír a carcajadas y no sentía las avispas, que ya revoloteaban sobre mis orejas. «Pascuas», «Pascuas», «Pascuas».

Y me retorcía en el suelo, de la alegría tan grande.

Y ahora la casa se está cayendo. Si se llega a caer, qué será de esas voces que todavía oigo repetir: «Pascuas», «Pas¬cuas». Qué será de mí, que aún me retuerzo de la alegría, allá en el corredor y debajo de las avispas. Si se cae la casa, el tinajero se hará trizas, y entonces no voy a poder seguir viviendo. Si se cae la casa, el fogón grande, hecho de ce¬niza mojada, también se desmoronará, y entonces yo no voy a poder seguir viviendo. Si se cae la casa, toda la algarabía de mis primos, que vienen para la fiesta de Noche¬buena, se vendría también abajo, y yo no voy a poder se¬guir viviendo. Y lo peor de todo: si se llega a caer la casa, tendríamos que mudarnos para otra, y entonces habría que empezar a nacer de nuevo, y a buscar de nuevo otra palabra que me haga reír a carcajadas. Y a convencer de nuevo a las avispas para que armen un avispero en el corre-dor. Y a hostigar a abuela para que vuelva a tirar el agua dentro del fregadero en el patio, y se haga un fanguero igual que el que hay ahora. Y habría que esperar muchí¬simo tiempo para que el techo se ponga negro de tizne, como está ahora el de nuestra casa, y a lo mejor ni espe¬rando mucho tiempo se pone así como éste. Y si la casa no tiene el techo tiznado yo no quiero vivir en ella. Y si la casa no está llena de rendijas y por cada rendija puedo ver lo mismo que yo veo por éstas, yo no quiero vivir en ella. Y si la casa no tiene unas patas de chivo, colgando junto con unas mazorcas de maíz, del techo, yo tampoco quiero vivir en ella. Y si la casa no tiene una puerta esquina y en la puerta esquina no hay una yagua comida por el come¬jén yo no quiero vivir en ella. Y aun teniendo todas estas cosas: si la casa no tiene un pozo, lleno de culantrillos y de voces, yo nunca viviré en ella... No, no puede haber otra casa que sea como ésta, y que esconda todas las cosas se¬cretas que yo he hecho en ella. La otra será extraña para mí, y yo también le seré extraño.

Y entonces lloro, porque sé que la casa ya no existe más. Pero enseguida dejo de llorar, pues me acuerdo que tendré que mudarme para una casa nueva, que nada sa¬bría de este llanto. Y por lo tanto estoy perdiendo el tiempo.

Veníamos de recoger caimitos cuando mamá, parán¬dose en lo más alto de la arboleda, dijo:

-¡Qué fea se está poniendo la casa! Parece como si se fuera a caer -y se echó a reír.

Yo tiré los caimitos al suelo, y empecé a dar gritos.

-Pero, muchacho, no seas tonto -dijo cariñosa, mi madre, mientras se reía-. ¿No ves que lo que te digo no es más que una bobería que no viene al caso?

Y entramos en la casa, mientras yo me secaba los ojos con la punta del refajo de mamá, pues el vestido lo traía arremangado hasta la cintura, y, como si fuera un serón, venía lleno de caimitos.

La casa está en el suelo; y nosotros recogemos las ta¬blas y las yaguas y las acomodamos, una por una, en su lugar de antes. Las pencas vuelven a ser amarradas con yareyes. Todos trabajamos en la reconstrucción. Yo dirijo la obra. Algunas veces cojo el palo de la escoba y reparto una que otra paliza. Una paliza para mi madre, en el lomo, pues trabaja muy despacio. Otra paliza en la ca¬beza de la abuela cada vez que ésta se para para coger re¬suello. Y la última paliza, más fuerte que las demás, para el viejo, que está encaramado en el techo, y que amarra muy flojo las pencas, y esto puede dar motivo a que al¬gún día la casa se vuelva a caer. Por eso la paliza para el abuelo siempre es la mayor.

Celestino se levantó a medianoche, y no ha vuelto. Yo lo vi levantarse en medio de la oscuridad, y lo lla¬mé bajito para que abuelo no supiera que él estaba dur¬miendo en la casa. Pero no me contestó. Brincó la ven¬tana, y desapareció entre las primeras neblinas. ¡Qué temprano empieza a caer la neblina en estos días! Debe de ser porque ya se acercan los meses de frío; aunque, a la verdad, que aquí nunca hace frío y el invierno pasa y vuelve a pasar y nosotros nos seguimos achicharrando.

Yo fui a seguir a Celestino, pero cuando traté de levan¬tarme, la bruja llegó y, apretándome la mano, me dijo-«Déjate, déjate. Anda, y escribe lo que quiera en los tron¬cos». Eso me dijo la bruja, y yo enseguida me fui que-dando dormido, aunque yo no quería, pero por mucho esfuerzo que hice para ahuyentar al sueño, no lo logré y empecé a bostezar y a bostezar, hasta que vi a la bruja, desapareciendo ante mis ojos, y me dije: ya estoy dor¬mido.

Ahora, que ya es mediodía y Celestino no llega, yo no sé qué hacer. Mamá me ha preguntado por él, y yo no me he atrevido a decirle la verdad, porque yo dudo de mi madre y creo que ella le llevaría el chisme al abuelo para que él vaya hasta donde está Celestino es¬cribiendo y le dé un hachazo por la espalda. Por eso no le digo nada a mi madre, aunque a ella no hay que de¬cirle las cosas para que las sepa, pues se da cuenta de todo. Nada más tengo que mirarla para saber ensegui¬da que ya comprendió lo que no le dije. En verdad que es así, y todavía me acuerdo de la vez que me estaba contando un cuento y empezó a llorar. Yo le pregunté por qué lloraba, y ella me dijo: «No me explico por qué quieres que yo me muera. ¿Es que soy tan mala con¬tigo?». No supe qué decirle. Pero me dijo que si yo es¬taba pensando en que ella se muriera, no era porque yo quería que se muriera, sino porque así yo empezaría a dar gritos, y todo el mundo vendría a oírlos.

-¿Adónde vas? -dijo la bruja.

-A buscar a Celestino.

-Por qué no te quedas quieto.

-No; quiero decirle que abuelo va con el hacha, a cortarle la cabeza.

-Ya tú lo sabes, así que él también.

Abuelo llega, y le clava el hacha en la cabeza a Celes¬tino. Celestino no grita ni dice ni pío. Nada, nada dice. Con el hacha, abriéndole la cabeza, escribe todavía algo en un tronco, y luego baila un poco junto al coro de pri¬mos muertos, que ya aparecen debajo de los gajos de una mata de quiebrahacha. Los primos empiezan a cantarle para que siga bailando. Pero él no sigue. Camina un tiempo por todo el monte. Llega hasta el sao, y desde allí mira para todas las cosas, y me ve a mí, que acabo de sa¬lir de la casa para darle la noticia retrasada. Luego se sienta en una piedra, y empieza (con su manía) a escribir en la tierra con un palo. Pero la tierra está demasiado seca, tan seca, que al fin se da por vencido y se acuesta en ella. Y dice la gente que cuando llegaron ya estaba muerto.

Y dice la gente que cuando llegaron ya estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

¡La gente no sabe nada del mundo!

¡La gente no sabe nada del mundo!, yo llegué hasta donde estaba él acostado, y le dije:

-¿Te duele mucho el hachazo?

-¿Qué hachazo? -dijo él. Y empezamos a hablar como ya estábamos acostumbrados: sin decir ni media palabra.

Por la noche ayudé a Celestino a levantarse y fuimos, caminando muy despacio, hasta la casa.

-Ésta es la casa -dije.

-La casa... -dijo él.

La bruja salió a recibirnos, llorando, desde la puerta de la sala.

-¡Yo te lo dije! -decía la bruja-. ¡Yo te lo dije! -Y, abrazándome, dio muchos gritos bajos y, por fin, desa¬pareció en el aire.

Celestino y yo entramos en la sala. Allí estaba mi ma¬dre muerta.

-Se murió tu madre -dijo el coro de primos.

-¿Qué madre?...

-Tu madre, la que regaba las matas de guanina y de¬cía que eran sandovales.

-¿Y la otra?

-La otra hace tiempo que se tiró al pozo.

-¿Y quiénes nos quedan ahora?

-No lo sabemos, pero es posible que todavía te que¬den algunas que otras madres por ahí, regadas.

-Díganles que ya no vengan.

La sala está repleta. El coro de primos desaparece.

Mi madre relampaguea entre las cuatro velas que ar¬den muy despacio.

¡Avanza! ¡Avanza! Tu madre relampaguea entre las cua¬tro velas que arden muy despacio.

¡Avanza! ¡Avanza! He aquí a tu madre. Qué feliz sue¬ño. Al fin. Al fin tú eres el centro de todas las miradas.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

El coro de primos baja del techo, y llora por ti. Todo el mundo se restriega los ojos, por ti.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Yo avanzo despacio, mi madre me espera muy tran¬quila, dentro de la caja, que, según mi abuela, es de ce¬dro, y por eso le costó carísima.

-¿Es de cedro esta caja?

-Sí, de cedro.

-¿Y costó carísima?

-Carísima costó.

-¿Cuánto?

-Un ojo de la cara.

-¿De quién?

-De tu abuelo.

-¡Pobre abuelo, cómo habrá peleado!

-Muchísimo, figúrate que de la perrá que cogió no ha podido salir del excusado.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Tu madre te espera en la gran caja. Al fin, por una sola vez en la vida, disfrutarás de este momento estelar. La noche es tuya. Las gentes son tuyas. Tu madre es tuya. El tiempo es tuyo.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Todo es tuyo. Esas caras lloran por ti, y te compade¬cen, y te tienen lástima. Hasta tu abuela, que tanto siem¬pre te ha odiado, ha preguntado por ti. «Cómo está el vejigo», dijo, entre refunfuños que trataron de ser ásperos, pero que no pudieron serlo. ¡He aquí tu gran día! ¡He aquí tu gran día!

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

De La Perrera, de Guayacán, de La Potranca, de El Al¬mirante, de Calderón, de Perronales, de Los Lazos, de Au¬ras, de Aguas Claras...; de barrios lejanísimos ha venido la gente, para verte llorar. Llora, no desperdicies esta oportu¬nidad. Todo el mundo se aglomera. Todos se apretujan para verte. A ti, a ti solo. Tú eres el único. ¡Avanza hasta la gran caja que te espera entre las luces parpadeantes!

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

He aquí tu gran triunfo. Todo el mundo te está mi¬rando.

Anda despacio, aprende a disfrutar de este momento exclusivo. Despacio. Saborea el instante. Saboréalo. Sa-bo-ré-a-lo.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Despacio. Que te oigan llorar. Que te cojan lástima. Que al fin digan: «El pobre». Ya te están cogiendo cariño. Ya te están cogiendo cariño.

Ya no lloran por ella, sino por ti.

Ya quisieran ser tu madre.

Ya te adoran.

Disfruta.

Disfruto.

Llora.

Lloro.

Grita.

Grito.

Abrázate a la caja.

Me abrazo a la caja.

Di: «Madre mía, madre mía, no me dejes solo».

-¡Madre mía, madre mía! ¡No me dejes solo!

Ahora llora más fuerte.

Lloro más fuerte. Da un grito.

-¡Ayyyy!

Tírate en el suelo, pero no des tiempo a que la gente vaya a levantarte, levántate tú antes de que ellos lleguen, y di: «Déjenme solo, déjenme solo con ella».

-¡Déjenme solo, déjenme solo con ella!

Pero no dejes que te dejen solo, porque entonces...

-¡No me dejen solo! ¡No me dejen solo! Ya estás frente a la caja.

Ya estoy frente a la caja. Di, despacio y bajito, «¡Madre mía!».

-Madre mía... «Me dejas solo.» «Ahora, para quién he de cargar agua por las tardes.»

-Ahora, para quién he de cargar agua por las tardes. Quédate dormido, sin soltar la caja de los brazos.

Ya duermo. Ha pasado tu tiempo, debemos volver al maizal.

Ha pasado mi tiempo, debo volver al maizal.

Hoy salimos a pasear y, cuando veníamos, abuela me enseñó a descubrir Las Siete Cabrillas, El Arado y La Cruz de Mayo. Celestino también ya conoce el cielo y, sin que abuela se lo dijera, descubrió el Camino de Santiago. Abuela dijo que me iba a cargar un rato porque se¬guro que yo estaba muy cansado. Y me cargó. Pero al poco rato fue ella la que empezó a cansarse. Entonces me puso en el suelo y me dijo: «Dame la mano, no vaya a ser que tropieces con algún troncón». Y seguimos caminando. Llegando ya a la casa yo tropecé con el troncón, y me lo clavé en el estómago. Abuela me sacó el troncón del es¬tómago. Pero ya estaba muerto.

-Yo he tenido la culpa -dijo entonces la abuela, le¬vantándose lo más alto que pudo-. ¡Yo he tenido la culpa, porque no lo traje cargado hasta la casa!

-¡No seas faina! -le dijo el abuelo-. ¡Qué culpa vas a tener tú de que este babieca no sepa dónde pone los pies!

Mi madre dio un maullido enorme, y salió del cuarto.

-¡Lo único que me quedaba, desgraciados! -dijo, y me cogió en sus brazos, arrebatándome de los de la abuela.

-¡Ya para qué vida! -volvió a decir, y salió conmigo muerto para el patio.

Había mucha neblina en el patio. Celestino estaba en¬tre la neblina, y me sonrió cuando me vio pasar, en bra¬zos de mi madre. «Esta noche quemaremos arañas», oí que me decía, con su sonrisa picara, pero no le dije nada, por miedo a que mamá me oyera y sospechara que él an¬daba cerca.

-Sí -le dije yo a Celestino a las dos o tres semanas de aquella noche, pues hasta ese momento mi madre todavía no me había soltado de sus brazos, y, como una loca, ha¬bía caminado todo el monte, y volvió a la casa, ya medio desnuda y con los pies hechos pedazos, soltándome al fin.

Al fin se está acercando la Nochebuena y todos mis primos han venido con sus tías a cuestas. Mis tías son muy escandalosas y no dejan de pelear ni un momento. Pero mis primos son distintos, y, según ellas, siempre las están mortificando. Once son mis tías y más de cincuen¬ta mis primos... ¡Qué de gente en la casa, madre mía! ¡Qué de gente! Ésta va a ser una Nochebuena como po¬cas. Ya los lechones casi están en las púas, y todos juga¬mos y cantamos en la arboleda llena de anones verdes y hormigas rabúas. ¡Qué bueno si siempre fuera Noche¬buena! Así mis primos estarían en casa todo el año. Y yo podría jugar con ellos cada vez que quisiera. Siempre es-taríamos jugando al Matarilerón, o a la marchicha, o al escondido. A cualquier cosa. Pero que ellos estuvieran siempre conmigo. ¡Que no se fueran nunca!... El coro de primos se acerca al coro de primas y «piden la dama». Ahora tenemos que buscarle el oficio.

Qué oficio le pondremos, señor Matarilerile.

Qué oficio le pondremos, señor Matarilerón.

Le pondremos costurera, señor Matarilerile.

Le pondremos costurera, señor Matarilerón.

Ese oficio no le agrada, señor Matarilerile.

Ese oficio no le agrada, señor Matarilerón.

En caballos muy grandes y hechos de palos de úpitos, hemos cabalgado toda la tarde. ¡Pobres caballos: ya de¬ben de estar muertos de cansancio! Mejor será que los lle¬vemos para el potrero.

Celestino y yo echamos a correr sobre los caballos de palo, y los amarramos en el guaninas para que no se pue¬dan escapar, pues estos caballos son medio cerreros toda¬vía, y si uno no los amarra bien se van como si nada. ¡Los muy condenados!

Sobre la mata de cereza tus primas han hecho una casa de tabla. Y juegan. Qué lindas se ven tus primas sobre la gran mata de cereza que parece desgajarse de tanto peso. ¡Míralas! Míralas jugando a la casita. Ahora están encendiendo el fogón. ¡Míralas! Míralas jugar so¬bre la gran tabla y las mesas viejas que han puesto sobre los gajos altísimos. Dicen ellas que la casa es una casa hecha de muchos pisos. Y es verdad. ¡Qué linda y qué alta es la casa de muñeca de tus primas!, donde ellas can¬tan y pelean, barren y cocinan. ¡Míralas! ¡Míralas! Hoy parece que es el día de hacer la visita, pues todas están en el mismo lugar, y hablan, y hablan, y hablan. Ha¬blan de sus hijas, de la enfermedad que cogió una de sus muñecas al tomarse un vaso de leche de chipojo. De la varicela que infesta todas las casas. Para ellas las abe¬jas son los espíritus, y cuando cruza alguna que va a chupar las flores de cereza, ellas se persignan, y mueven los labios, como si de verdad rezaran. ¡Mira! Mira a tus primas allá arriba, jugando a la casita. Hablan y hablan, y una ha puesto a hacer el café y otra ha amarrado un saco de un gajo a otro, y mece a una muñeca que al pa¬recer no quiere dormirse. ¿Será necesario que tú te en¬carames hasta el capullo de la mata de cereza, y le des cuatro nalgadas? Tú eres el padre de esa criatura y debes imponer el respeto. Pero no..., aunque sé que estás loco por subir, no lo puedes hacer. Confórmate con mirarlas desde abajo; tú no eres una niña. «Tú eres un hombrecito y no debes estar jugando siempre con las hembras»... Tú eres un hombrecito...

-¡Zángano! ¡Otra vez con las muchachitas!...

La muñeca sigue llorando y pataleando, y de una gran mecida se desprende de la hamaca y, rodando de gajo en gajo, cae al suelo, lleno de mierdas de gallina, porque en esa mata de cereza también duermen las gallinas. Tú corres hasta donde está la muñeca, y, sin tener en cuenta que te estás cagando las manos, la tomas corriendo y, corriendo con ella cagada, te escondes detrás del mayal. Ahora la meces y la besas. Y al besarla tus labios se em¬barran de mierda de gallina. Pero, ¿quién está cerca de ti para darte un trompón? Nadie. Nadie te observa. Pue¬des hacer lo que te dé la real gana. Nadie te está mirando. Es tu oportunidad.

-Esas mujeres no te saben cuidar como yo sé... ¡Ven, estáte quieta! Estáte quieta conmigo, aquí detrás del ma¬yal. ¡Ven, que nadie te va a pegar! Quédate aquí con¬migo, no le hagas caso a esas turulatas. ¡Ahora estás conmigo aquí, sola! ¡No llores! ¡No llores! Que ya te es¬toy meciendo. ¡Ya te estoy meciendo!

Mécela. Mécela.

-A ver, cállate la boca. ¡Que los muchachos no nos descubran! Que no se enteren que estoy haciendo puer¬cadas con una muñeca de trapo. ¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cá¬llate! No llores...

Mécela. Mécela.

-¡Ya están buscándome! Ya vienen. ¡Debo apurarme!

-Apúrate. Apúrate.

-¡Se están acercando! Como me cojan haciendo esto con una muñeca, me caerán a pedradas.

Se están acercando, como te cojan haciendo eso con una muñeca te van a caer a pedradas. Ciérrate la porta¬ñuela, ya están cerca. Déjalo para otro día. Muchacho, es¬táte tranquilo. Ahí viene la gente...

-A ver: no llores que te voy a mecer. No llores, que nadie nos está mirando. Eso que hizo «fuiiiii» fue una la¬gartija. ¡Las condenadas lagartijas me odian a muerte y no hacen más que joderme! Pero no les hagas caso, no son más que unas lagartijas. ¡A ver! ¡A ver! Ya estamos termi¬nando. ¡Son lagartijas! ¡Lagartijas! ¡Estáte quieta!... ¡La¬gartijas!... ¡Lagartijas!...

Ahí se acerca el grupo de muchachos, y con tu abuelo al frente. Ya vienen. Ya te han visto. ¡Te han cogido ha¬ciendo la cochinada! No importa que hayas terminado: de todos modos ya te vieron. ¡Sal corriendo antes que te cojan! Sal corriendo. Ya no tienes tiempo ni para subirte los pantalones. Sal corriendo. Sal corriendo.

Todos mis primos me han visto. ¡Qué vergüenza! Me muero de la pena. Con qué cara voy a volver a jugar con ellos, y a salir por ahí, a tirarles piedras a los pájaros. ¡Qué vergüenza!... Hasta mi madre sabe la noticia, y tam¬bién viene corriendo hasta donde yo estoy con los panta¬lones arremangados y la muñeca embarada.

-¡Animal! ¡Animal!

Ésa es tu abuela. Oye cómo te está gritando. La muy condenada, te tiene una inquina que no puede verte. Siempre que voy a la cocina me tira agua caliente, y un día por poco me estrella la piedra de pilar los ajos en la cabeza. ¡La muy maldita! Te odia a más no poder.

-¡Puerco!... El otro día me ahogó la gallina americana que ponía un huevo todas las tardes.

-¡So burro! Debiera darte vergüenza. Ya no eres un muchacho.

-¡Zoquete! Espera a que te coja que te voy a capar.

Óyelo, ése es tu abuelo. Él también es de los buenos. Qué odio le tengo a ese viejo maldito. ¡Como si él no hubiera sido quien me enseñó a hacer estas cosas! Sí, él fue, que siempre que iba a bañar las potricas al río, des-pués que las bañaba me ponía a mí a que las sujetara por el freno, mientras él las trasteaba y las volvía a trastear por detrás.

-¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo!

¡Oye a tus primos! Mis condenados primos que tam¬bién hacen puercadas, igual que yo; y una vez mataron a una infeliz chiva... Pero, de todos modos: ¡qué ver¬güenza!, con todo el mundo; porque ya todos lo saben. Y ellos lo hacían siempre en tal forma que no había quien se enterara. ¡Qué vergüenza!, ya todos lo saben, y hasta Celestino lo sabrá también. Él, que nunca ha hecho nin¬guna de estas porquerías. ¡Qué pena! ¡Qué pena! Mejor sería estar capado para que no me entraran esas furias. Eso es lo que debo hacer. En cuanto tenga una oportuni¬dad voy a afilar el cuchillo en la piedra de vueltas y me voy a capar. Eso es lo que harás. Eso es lo que haré. Ya vienen corriendo. Ya te están agarrando. Sal huyendo. Sal huyendo.

-¡Viejo maldito!, a mí sí que no me vas a dar un ha¬chazo.

-¡Párate ahí, desgraciado, no creas que te vas a escapar!

-¡Cójanlo!

-¡Él fue quien ahogó a mi gallina americana!

-¡Que se escapa!

-¡Dios mío!, si va desnudo. ¡Qué vergüenza!

-¡Atájenlo!

-¡Muchacho, que te puedes dar un arañazo en los güevos!

-¡Desgraciado, no me van a ver nunca más el pelo!

-¡Ojalá y te murieras!

-¡Salvaje!

-¡Bruto!

-¡Muchacho!, súbete los pantalones antes de que te des un arañazo.

-¡Achújenle los perros!

-¡Déjenlo!, que si se sale al camino real se lo llevarán preso.

-¡No me van a coger! ¡No me van a coger!

-Tal parece como si tuviera al diablo metido en el cuerpo. ¡Miren cómo dejó a la muñeca!...

-¡Dios mío!...

-¡Ay!, y eso que ustedes no vieron la gallina ameri¬cana que ponía un huevo todos los días...

-Dios te salve, María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendito sea el fruto de tu vientre. Santa María, Madre de Dios. Madre de Dios, madre de Dios, madre de Dios...

-¿Qué pasa?

-Aquí le faltan unas hojas al libro de oraciones.

-¡Virgen Santísima!, quién habrá hecho eso.

-Yo sé quién fue.

-¿Quién?

-No lo digo.

-¡Dilo, si no quieres que te estrelle contra el suelo!

-¿Quién te mandó a arrancarle las hojas al libro de ora¬ciones?

-Yo no sabía que era de oraciones.

-iSi lo que mereces es que te mate a palos! Mira la vergüenza que hemos pasado: invitar a la mujer de Tomásico (que es la única criatura que sabe leer en todo el barrio), tenerla que ir a buscar a caballo, y regalarle dos guanajos, para que leyera el novenario a tu madre, y tú haces eso. ¡Si lo que mereces es que te mate a palos!

-La culpa la tiene el primo, que desde que llegó a esta casa no hace más que enseñarle cochinadas.

-¡Mentira!

-¡Cómo te atreves a desmentir a tu abuela! ¡Coge!»')!. -¡Mentira! -¡Coge!

-¡Celestino no me ha enseñado nada! ¡Todo yo lo sabía desde antes!

-¡Cállate la boca, si no quieres que te la rompa!... Que se me cae la cara de vergüenza al ver que ese come-mierda ha llenado todos los troncos de las matas de ma¬las palabras. Y ya tu abuelo está que no puede más con el dolor de los ríñones, pues se ha tenido que pasar el día tumbando los árboles que ese babieca garabateó...

-¡Eso no es verdad! Lo que él escribe es una poesía...

-¡Qué poesía ni qué carajo!

-¡Poesía, que eso fue lo que él me dijo!

-¡Y tú le haces caso a todo lo que te dice ese sinver¬güenza! ¡Hijo de los Pupos tenía que ser!... Yo bien que se lo dije a tu abuelo cuando el padre de ese degenerado vino a pedir a Carmelina. Yo bien que le dije que esa gente no servía para nada. Pero él, por tal de salir de ella, se la dio. Y ahí tienes el resultado: un muchacho asque¬roso, que no da un golpe, y que lo único que hace es es¬cribir puercadas en las matas. Y ya horita nos asaremos del calor, porque pronto no quedará ni una mata en todo el patio que tu abuelo no haya tenido que tumbar. Ay, si se me cae la cara de vergüenza al pensar que alguien que sepa leer pase por aquí y vea una de esas cochinadas, es¬critas en las matas. ¡Qué pensarán de nosotros!...

-¡Cómo sabes tú lo que él escribe, si tú tampoco sa¬bes leer!...

-Yo no sé, pero la mujer de Tomásico sí sabe; y cuando la llevamos hasta los troncos que Celestino había garabateado, pensando que el pobre muchacho lo que ha¬cía era poner el nombre de su madre muerta... ¡El nombre de su madre muerta!: ni siquiera se acuerda quién era su madre. Sí, señor, así como lo estás oyendo; y, si mal no recuerdo, una de las cosas que leyó la mujer de Tomásico decía: «Quién será mi madre», «Quién será mi madre», «Que la busco en el excusado y no la veo»... ¡Dime, tú!: una mujer que no hacía ni ocho días que es¬taba muerta, y ya él ni se acordaba quién era... ¡Y después decir que la busca en el excusado! ¡Eso es lo último! ¡Buscar a una muerta en el excusado! ¡Como si fuera un mojón!

Los hachazos se oyen ahora más claros. La figura del ancianito Celestino se deja ver de vez en cuando, con¬fundido entre los grandes troncos, escribiendo y escri¬biendo sin cesar. Yo me le acerco y lo miro un momento. Pero enseguida bajo la cabeza, y me siento en el camino para vigilar. Y, afilando bien las orejas, me doy cuenta de que los hachazos se van acercando cada vez más.

Celestino no oye nada. Hace una semana que no des¬cansa ni de día ni de noche, y ni siquiera ha probado un bocado. Yo voy corriendo a la casa y le robo algo de co¬mer a la abuela, y se lo traigo a él. Pero él no me hace ni pizca de caso y como un loco escribe y escribe, y yo me digo: no es posible que sean malas palabras lo que él está poniendo. No puede ser, debe de estar escribiendo algo muy lindo, que la muy yegua de la mujer de Tomásico no entiende, ni yo tampoco, y por eso dice ella que es algo asqueroso. ¡Salvajes!, cuando no entienden algo dicen en¬seguida que es una cosa fea y sucia. ¡Bestias! ¡Bestias! ¡Bestias!... Si yo pudiera por lo menos aprender a escribir la palabra esa: «Bestias». Si la pudiera aprender a garabatear. Si alguien me la enseñara... Ésa es la única que quisiera saber, para empezar a ponerla en todos los troncos, y hasta en los gajos de las matas de guayabas, y hasta en la ceiba que tiene tantas espinas. En todos pondría: «Bestias», «Bestias», «Bestias». Hasta que no quedara ni una sola mata que no tuviera esa palabra garabateada. Y el condenado de abuelo se volvería loco, tumbando árboles y más árboles. Y en cada uno de los que fuera a tumbar, con lo primero que se encontraría sería con la palabra «Bestias». Y siguiera tumbando, y los árboles le siguieran diciendo bestias, hasta que ya no pudiera más, y cayera al suelo, muerto de cansancio... Pero no. Esto no daría re¬sultado, porque el bruto de abuelo es tan burro que, como yo, tampoco sabe ni la o... Pero no importa que yo no entienda lo que Celestino está escribiendo. Yo sé que es una cosa muy linda, que si fuera algo feo mi familia no lo persiguiera.

-¡Ahí viene abuelo, hecho una furia! ¡Vámonos co¬rriendo!

-¿Para dónde?

-Para allá.

-Si por allá es por donde viene.

-Vámonos por este lado.

-Allí también está parado.

-¡Vámonos por aquella esquina!

-Por ella se acerca corriendo. i

-¡Alcemos el vuelo!

-Míralo allá, entre las nubes, con el hacha en las manos.

-¡Qué hacemos!

-Vamos a ver si podemos convencerlo.

-Pero, ¿cómo?

Abuela y abuelo nos han llevado al río.

Pero ellos no quisieron bañarse.

Yo les dije que por qué no se bañaban y ellos me di¬jeron que ya estaban muy viejos para esas cosas, y que nos bañáramos nosotros.

Entonces yo me tiré al agua.

Y nadé junto a mis primos.

Éramos tantos que casi no cabíamos en el río. Y yo me zambullí y fui nadando hasta donde estaba Celestino, y lo empujé al charco hondo.

Celestino se estaba ahogando. Pero yo corrí, y lo salvé.

-No dejes que me ahogue -decía, y me agarraba por el cuello-. ¡No dejes que me ahogue!

Y nadamos hasta la orilla.

Entonces yo lo acosté sobre la yerba, y me fui con los demás primos.

-¿Qué le pasaba a Celestino? -dijo abuela.

-Se estaba ahogando y yo lo salvé -dije yo.

-Qué muchachos estos. ¡Siempre están jugando al ahogado!

Toda la noche la he pasado en vela. Celestino no se siente bien. Pero no quiere decir nada. Aunque de todos modos yo sé que está malo. Las sábanas hierven de la fie¬bre que él tiene, y están empapadas, como si alguien se hubiera orinado en ellas, de tanto que ha sudado.

-Te estás muriendo.

-¡Qué bobería!...

-¿Quieres que te haga un cocimiento de apasote?

-No.

-¿Qué quieres?

-Nada. Me estoy acordando de lo que me dijo el mes de enero.

-¡Madre mía!...

-Tú también te estás acordando, ¿verdad?

-Me estoy casi acordando... Pero todavía no doy con la palabra.

Al fin ha llegado el día de Nochebuena. Me levanto bien temprano y empiezo a dar voces, para que todo el mundo se despierte. La algarabía de mis primos es inter¬minable. Mis tías pelean a voz en cuello, y no saben qué hacer. Todos los muchachos corren de un lado para otro, brincando de cama en cama, dando voces, mientras nos tiramos cosas por la cabeza. Abuela está que echa chis¬pas, pues abuelo está borracho, y no quiere matar los lechones.

-¡Siempre me toca a mí hacerlo todo! ¡Yo soy la es¬clava de esta casa! ¡Ese viejo lo único que sabe hacer es emborracharse, y ya!

-¿Y ya?... -le pregunta una de mis tías, y todas las de¬más se echan a reír. Las muy picaras...

Madre mía, qué alboroto. Qué alegre estoy. Voy co¬rriendo hasta el patio, y me encaramo en lo alto de la mata de ceiba, de un solo brinco... Allí está Celestino, en su nido. «Hoy es día de Nochebuena», le digo. «¿No te alegras?» «Sí, sí, me alegro mucho», me dice. Pero a mí me parece que está muy triste. «No piensas salir hoy del nido.» «No, no voy a salir, pues la paloma no ha vuelto en toda la noche, y yo tengo que quedarme, calentando los huevos...» Estuve muy serio por un momento; pero enseguida doy un salto, suelto la carcajada, y, encaramán¬dome sobre una nube, le digo a Celestino: «Bueno, ya te contaré cómo va la fiesta, y te traeré dulces y todo».

Los lechones ya están en las púas. Abuela asa los tres al mismo tiempo, pues abuelo no ha podido levantarse de la cama (aunque yo creo que él brincó por la ventana y cogió el monte) y mis tías y mis primos están bailando en la sala. ¡Qué linda está hoy mi madre! Ella también está bailando en la sala. ¡Qué linda está hoy mi madre! Se ha quitado ese carapacho negro que siempre lleva a cuestas, y se ha puesto un vestido de flores muy grandes, que parecen hojas de crotos, y baila, mientras un grupo de primos toca en el fondo de un taburete y canta cosas muy alegres. Celestino, algunas veces, se baja del nido, y viene revoloteando hasta mí. Yo soy el único que lo veo llegar, y enseguida lo veo volver a irse, muy serio, y quedo algo preocupado. Pero es tan grande la fiesta, y tanta la algarabía y la risa y el escándalo, que ya casi ol¬vido a Celestino; y solamente cuando lo veo venir sobre el aire, muy silencioso, y posarse sobre uno de mis hom¬bros, me doy cuenta de que él existe, y que está allá arriba, entre las espinas de la mata de ceiba, calentando unos huevos que ni siquiera son suyos... Al fin abuela saca los lechones de las púas, y los pone sobre una yagua. Nosotros nos abalanzamos a ellos. Pero abuela nos sitúa a raya, cogiendo un palo, y nos dice:

-¡Ordénense, si quieren que les dé un pellejo!

Mis tías dejan de bailar. ¡Qué cómico!, todas mis tías bailan solas porque ninguna tiene marido. Es que a ellas no hay hombre que las resista, y las pocas que se casaron, lo hicieron de puro milagro; pero en cuanto los maridos se dieron cuenta de la clase de mujeres que habían cargado: desaparecieron y no dejaron ni el rastro... Aunque, según mi abuela, mis tías están desmaridadas por una maldición que les echó Toña la lavandera, que vivió siempre enamo¬rada de abuelo, y abuela le dio a tomar café embrujado. Y la mujer estiró las patas. Pero antes de morirse, dijo: «Que en tus hijas se ensuelva, desgraciada, este mal que me echaste». Y bien parece que se ensolvió, porque todas andan al garete, sin nadie que las quiera ni mirar.

Ahora están sentados a la mesa. Ya te sirven la co¬mida. Tu madre te quiere mucho, busca la mejor posta para ti. Pero tú no debes comer tanto. Acuérdate que hoy es el Gran Día.

Ahora están todos sentados a la mesa, la hora del gran día ha llegado.

El coro de tías entra, vestido de harapos.

Los duendes han venido en grupos. Y tus primos muertos ya resplandecen, y cobran su forma de siempre.

Tu madre viene peleando desde la cocina, y dice: «Él se comió todo el lechón».

La abuela, que había bebido demasiado vino tinto, se come ahora un trozo de plátano hervido, y cada vez que te mira escupe en el suelo.

Momentos antes de que lleguen las brujas, entra el abuelo, con un pájaro muerto entre las manos.

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