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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

24 de septiembre de 2011

Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (VII)


CORO DE BRUJAS: «En el Palacio de Cristal, los crisantemos florecen para las hadas y los duendes y el poe¬ta percibe claramente las flores, parecidas a copas de ágata».

TODOS LOS DUENDES (mientras desaparecen por las cana¬les del comedor): ¡Ágata! ¡Ágata! ¡Ágata!

(Cruzan las tías con una mano en alto, y al compás de una marcha militar que no debe escucharse. Marchan con paso firme, pero irreal.)

VOCES DEL CORO DE PRIMOS MUERTOS (desde fuera): Ahí viene Celestino con un jubo muerto entre las manos.

VOCES DEL CORO DE TÍAS (desde fuera): El jubo se está tragando a Celestino como si fuera una rana.

(Se oye el rumor de las risas y los cantos.)

VOZ DE LA MADRE (fuera): ¡Maldito! ¡Otra vez te has caído en mitad del camino, y vienes con las latas vacías. ¡Mereces que te estrelle!...

voz DEL ABUELO (fuera): ¡Es bobo! ¡Es bobo! Y lo único que sabe hacer es pasarse el día garabateando las matas y poniendo asquerosidades.

(De nuevo las risas y los cantos.)

VOZ DE LA ABUELA (chillando desde fuera): ¡Corran! ¡Corran!, ¡que se ha tirado al pozo!

(Gran silencio. Luego un enorme vocerío de niños, y todo un escándalo de algarabías. Los primos del comedor, jugando a la marchicha. Tú irás confundido entre ellos, como uno más dentro

del coro de los muertos.) *«El ramo del poeta», inspirado en un poema, «El Palacio de cristal de la luna», de Mao Wensi, poeta de la dinastía rebelde de los Chou (Tsin Chou).

CORO DE BRUJAS (avanzando hasta la ventana. Mientras el coro de brujas habla, se oirán los gritos de la abuela: «Se ha ti¬rado al pozo», pero muy distantes, casi imperceptibles): «No me despertéis, si tengo la dicha de dormir a la hora en que los pájaros inician sus gorjeos.

Para mí todas las alboradas son pálidas bajo mi co¬bertor de seda verde.

Los rumores rasgan dolorosamente el silencio. Tanto peor para el visitante matutino que me espera en el salón.

Ni siquiera siento la curiosidad de saber cuántos ca¬pullos se han abierto en el ciruelo. Sin embargo, es pre¬ciso levantarme...

El humo de las chimeneas dibuja arabescos por en¬cima de los techos.

Me dedico a descifrar en el firmamento un mensaje de amor.

Muy pronto los dibujos se disipan.

Y ahora el cielo está implacablemente desnudo.

Sombrío, delante de la ventana, contemplo el patio donde el viento arremolina las hojas secas.

La primavera se demora, mas la yerba del pesar rever¬dece en todas las estaciones».*

(Los gritos de la abuela cesan. El coro de brujas se queda fijo junto a la ventana, mirando embelesado hacia el patio. Silencio. Luego se interrumpe, de pronto, la calma por un gran vocerío de muchachos a los cuales se les oye jugar, cantar, hacerse preguntas; correr por todas partes. Estamos en el campo y los muchachos se divierten. A intervalos se escucha el ruido sordo de un hachazo y el caer sonoro de un árbol, que retumba, estremeciendo a todo el monte, repercutiéndose en muchos ecos. Luego continúan las vo¬ces, las algarabías.) *Final del poema «La que yo amo», de Ts'in Koan.



He llegado corriendo hasta el mayal, con una botella de vino para esconderla entre las mayas y poder luego emborracharme tranquilo, sin que nadie me perturbe. ¡Es tan sabroso emborracharse y tirarse bocarriba sobre la tierra! No se sienten entonces ni los picotazos de las hor¬migas rabúas... Sí que me gusta emborracharme y por eso voy a tratar de esconder todas las botellas que pueda. Vol¬veré a la casa y traeré más vino para esconderlo entre los huecos del mayal.

He dado más de veinte viajes a la casa y en cada uno he traído vino de todas las clases, y hasta una botella de menta, que abuela había escondido para ella. Cuando se entere pondrá el grito en el cielo. Pero que se joda, to¬tal: que si no me la robo yo se la roba alguna de mis tías, porque ellas siempre están a la que se te cae y se roban todo lo que se les pone por delante, y cuando no se les pone también se lo roban. A la boda de mi madre, como ella es tan guanaja, y se deja abusar de los demás, ya casi la tienen desnuda, pues todos sus vestidos (que eran poquísimos) se los han robado, y ahora mi madre tiene que andar hacién¬dose faldas de saco, y tapándose el cuerpo con lo primero que encuentra. ¡Desgraciadas tías! Y como si eso fuera poco: no hacen más que estarme criticando y peleando. Ya estoy aburrido, y cualquier día cojo un poco de veneno y se lo echo a la comida, para que no se escape ni el gato. Sí, eso es lo que voy a hacer cualquier día, aunque tengo pri¬mero que ponerme de acuerdo con mi madre, para que ese día no vaya a probar la comida. ¡Ya verán que ni el gato va a quedar en esta casa!... Ya parece que mis tías se han dado cuenta de que faltan veinte botellas de vino, pues oigo un escándalo en la casa que da miedo. Parece que le han echado la culpa al pobre Celestino, pues le están dando una paliza que lo están matando. Desde aquí se oyen sus gritos. Sus gritos. Sus gritos.

Sus gritos.

Sus gritos.

Sus gritos.

-¡No le sigan pegando a Celestino, que fui yo el que me robé las botellas de vino!

Me persigue ahora un enjambre de gentes: todas mis tías, con palos y piedras, y la-vieja-maldita-de-abuela que para otra cosa siempre se está quejando y no puede hacer nada, pero que ahora corre detrás de mí como si fuera una muchacha. ¡Vieja maldita: aunque envenene a mi madre, yo te envenenaré a ti! Abuelo también viene, con el hacha en lo alto, y echando mil maldiciones. Tengo que ver de qué forma me escapo de estos condenados porque si me agarran, con la borrachera que tienen, me hacen añicos.

El hacha de abuelo pasó, echando chispas, cerca de mi cabeza. Ya llega la gente. Ya me tienen casi acorrala¬do. ¡Si pudiera alzar el vuelo! Pero da la casualidad que cuanto más lo necesito no lo puedo hacer, y por estos lu-gares no veo ni a una bruja siquiera. Tendré que arreglár¬melas como pueda.

Ya me cogen los brazos y tratan de hacerme peda¬zos. Una de las tías me da un golpe en la cabeza que re¬tumba. Y abuela, la muy condenada, me golpea con una estaca.

-¡No diré dónde están las botellas escondidas! ¡No voy a decir nada, así que si quieren pueden matarme!

-¡Desgraciado muchacho!

-¡Será posible que en esta casa no haya paz ni siquiera en este santo día! ¡Si lo que mereces es que te arranque la cabeza!, ¡condenado!

-¡Pégale a matarlo!

-¿¡Dónde escondiste las botellas!?

-¡No voy a decir nada!

Abuelo me zarandea y me entra a patadas. Pero yo es¬toy más tieso que una estaca y ni aunque me mate le diré nada. Abuelo, cansado de zarandearme, coge el hacha, y me dice:

-¡Ahora vas a decirme dónde escondiste las botellas, porque si no te abro la cabeza en dos mitades!

-¡Quítale el hacha a ese hombre, que está borracho!

-¡Se ha vuelto loco!

-¡El hacha!

Abuelo me lanza un hachazo, y el hacha pasa rozán¬dome una oreja, y se le clava a él en el dedo gordo del pie. Abuelo da un maullido que parece un caballo cuando lo están capando. Yo aprovecho y salgo corrien¬do, mientras abuela hace cruces en el aire, y dos brujas me levantan en vilo, y me esconden en el último rincón del mayal viejo... El grupo de lagartijas que había encima de las botellas sale corriendo al verme acompañado por las brujas. La fiesta de nosotros va a empezar ahora. Una de las brujas destapa la primera botella, y se empina. Yo no me quedo atrás y destapo la segunda. Y la tercera. Y la cuarta.

Y la quinta... cuatro lagartijas vestidas todas de blanco, según dicen, fueron a pegarse candela al otro lado del río.

Aserrín, aserrán,

los maderos de san Juan.

Los de Juan piden pan...

Cruzan las lagartijas, echando chispas y cantando a coro. Luego alzan el vuelo y se encaraman sobre la mata de higuillos, donde una noche, abuela, al ir al excusado, encontró al abuelo, muy tieso, y balanceándose de la soga que lo sujetaba por el cuello. «Qué destino tan triste», dijo abuela aquella noche, mientras se metía en el excusado, envuelta en una sábana. «De ese higuillo se ha ahorcado mi padre», dijo, «mi suegro, mi abuelo, yo, y ahora el viejo. ¡Qué destino tan triste! Mañana mismo cortaré el higuillo.»

Pero no lo cortó…

-Mamá ha descubierto el escondite y se me acerca, con los ojos bañados en lágrimas.

-Muchacho -dice-, dame las botellas de vino para lle¬varlas a la casa. No me mortifiques más. Estoy ya tan re¬condenada...

Así me habló mi madre, y al decir la palabra reconde¬nada su voz se puso más ronca que nunca, y pensé que se iba a quedar muda.

Mamá es ya una vieja. Una vieja que nunca ha po¬dido decir que es vieja, porque en la casa hay otras per¬sonas más viejas que ella.

Mi madre es siempre la que se queda en segundo lu¬gar en todo, la que tiene que esperar a que los demás se sirvan para servirse ella. La que duerme en el último cuarto, que está junto a la prensa de maíz llena de rato¬nes. Como no tiene ni casa ni marido, mi madre ha te¬nido que criar a todos mis primos y ha tenido que aten¬der en el parto a todas mis tías. Pero mis tías la tratan a patadas, y le dicen que ella es boba. Mis primos también la maltratan y le dicen «vieja caduca», y yo, algunas veces, también se lo digo. ¡Pobre mamá! El hombre que la dejó debió haberse muerto antes de hacerlo.

Le he dado todas las botellas de vino a mi madre. Tendré que dejar la borrachera para el año que viene... Le he dado todas las botellas de vino a mi madre, y, de pronto, me voy sintiendo contento. La veo ahora alejarse, y me digo: ¡ojalá no esté equivocado de nuevo! ¡Ojalá! sea esa mujer mi madre. Que no sean solamente ideas mías y mi verdadera madre esté esperándome en la casa, con una estaca en la mano. Pero no: yo nunca he inven¬tado a una persona que haya podido decir «recondenada en aquella forma tan única como mi madre lo ha dicho. Sí, no debo dudar: aunque fuese por unos segundos: he visto por primera vez a mi madre. Ahora no importa que la otra me caiga a estacazos.

Mi madre es la más joven de todas las mujeres.

Mi madre es tan joven que yo la llevo cargada a donde

quiera.

Mi madre es sabia.

Mi madre me hace un cuento diferente todas las noches.

Mi madre canta como nadie nunca ha cantado.

Mi madre es mi madre.

Mi madre sabe treparse a las palmas.

Mi madre nada por encima del agua.

Mi madre anoche me llevó a ver el sol.

Mi madre está limpiando la casa.

Mi madre está bailando en el techo.

Mi madre está cantando en el pozo.

Mi madre está maullando en la sala.

Mi madre está rifando un vestido.

Mi madre está pidiendo limosnas.

Mi madre está tocando a la puerta.

Mi madre está cerrando mis ojos.

Oigan a mi madre limpiando la casa.

Oigan a mi madre bailando en el techo.

Oigan a mi madre maullando en la sala.

Oigan a mi madre rifando un vestido.

Oigan a mi madre pidiendo limosnas.

Oigan a mi madre tocando a la puerta.

Oigan a mi madre cantando en el pozo.

Cantando en el pozo.

Cantando en el pozo.

Cantando en el pozo.

Oigan a mi madre cantando en el pozo.

Oigan a mi madre cerrando mis ojos.

Cerrando mis ojos.

Cerrando mis ojos.

Cerrando mis ojos.

Hoy ha hecho un día muy lindo. Desde muy temprano las cucarachas se asomaron a mi castillo, y me dijeron: «Salve», «Salve». Yo salí por la gran puerta, con los ojos ba¬ñados en lágrimas, y empecé a cantar. Las cucarachas se in¬clinaron respetuosas, y entonces me eché a reír... Me han tomado del brazo, y vamos caminando a lo largo de todo el potrero. ¡Qué de sol! ¡Qué claridad tan grande! Sin dar¬nos cuenta, casi nos derretimos. Y sin embargo, ¡qué fres¬cura! Es como si estuviéramos ya en las madrugadas de diciembre y de enero, ¡qué meses tan agradables y cortos!... Hemos caminado sin darnos cuenta, por sobre los grandes fangueros que hay más allá del río. Pero apenas si estamos enfangados. Las cucarachas me alzan y me bambolean, y yo digo: ¡qué gentiles!, ¡qué gentiles! Pero lo más curioso es que ellas tampoco se han ensuciado: relucen sus carapa¬chos al sol, como si fueran cáscaras de mamones, y, de vez en cuando, se ponen tan lindas, con sus muchas patas al aire, que yo las abrazo y les digo: «¡No me dejen! ¡No me dejen!»...; pero ellas nunca han pensado dejarme: «A todas partes te perseguiremos», me han dicho, y yo siento un es¬calofrío muy grande que poco a poco me va traspasando la boca del estómago, mientras sube y baja, sin quedarse quieto en ningún sitio. De un salto cruzamos el río y nos tendemos a descansar sobre una gran hoja de malanga de agua. Pero luego seguimos andando, porque ya horita será de noche, y entonces: ¿quién podrá impedir que nos des¬tripen de un solo pisotón?...

Las cucarachas me han abandonado. A mitad del ca¬mino me sueltan del brazo, y me dicen: «Nos has enga¬ñado: decías que eras de nosotros, y nos hemos enterado que eres eterno». «¿Eterno?...», pregunté yo, pero ya ellas habían desaparecido. «Eterno», dijeron unos totises que volaban muy altos. Yo también alcé el vuelo y traté de al¬canzarlos. Pero desaparecieron ante mis ojos. Y volví a la tierra.

Por primera vez me sentí más solo que nunca.

Si tú no existieras yo tendría que inventarte. Y te in¬vento. Y dejo ya de sentirme solo. Pero, de pronto, llegan los elefantes y los peces. Y me aprietan por el cuello, y me sacan la lengua. Y terminan por convencerme para que me haga eterno.

Entonces, debo volver a inventar. Hasta que por fin no quede ni un árbol en pie... Ya puedo dormir tran¬quilo, con mi gran hacha guardada debajo de los sobacos.

He vuelto de nuevo al patio. Acosado por miles de la¬gartijas de diferentes tamaños y muchas cabezas, que me empujan y me dan mordidas: no me ha quedado más re¬medio que llegarme hasta el patio. Pero he ahí que las la¬gartijas llegan hasta el pozo y, de un salto, lo traspasan, y siguen andando hasta darme alcance.

Y me alcanzan. Y me derrumban. Y poco a poco em¬piezan a despedazarme. ¡Celestino!

¡Celestino!

¡Celestino!

-Despierten, que Celestino se ha muerto...

Yo cogí y lo llevé al cementerio. Pero mis primos no quisieron que yo lo enterrara junto con ellos. Y tuve que comérmelo para que no se lo comieran las auras. Y por eso es que ellas ahora están tan bravas y se elevan muy alto entre las nubes, para coger impulso y, cayéndome a picotazos, sacarme a Celestino del estómago. Pero no lo van a conseguir: ya estoy muy cerca de la puerta. Con un poco más que me arrastre, llego a la casa.

-¡Madre mía! ¡Ábreme la puerta porque hay un aurero que me viene persiguiendo de cerca! ¡Abre! ¡Abre!

Mi madre ha abierto la puerta y se ha puesto en la en¬trada para impedirme el paso.

-¡Déjame pasar!

-No, todavía no puedes.

-Si no entro me han de comer las auras y las lagar¬tijas.

-Bien sabes que no es por ti por quien se elevan tan alto las auras, y que no es a ti a quien quieren comerse las lagartijas: tú eres eterno.

-¡No!

-Te lo digo yo, que también lo soy. Los dos padece¬mos esa desgracia, tan terrible como ninguna.

Mi madre ha tirado la puerta en mi cara y, sollo¬zando, ha entrado en la sala. Abuelo duerme, con el ha¬cha bajo la espalda, y abuela hace muchas muecas en el aire, sin atreverse a asomarse por las rendijas... Dicen que por las noches yo salgo y camino todavía hasta el pozo, y que me quedo quieto, mirando el fondo, y que una vez mi madre me agarró, ya cuando estaba subido en el brocal...

Llego hasta la mata de higuillos -la que todavía queda en pie- y me tropiezo con el duende.

-Al fin he comprendido lo que quieres -le digo-, pero ya nada puedo hacer por darte el anillo.

-No importa. De todos modos ya no lo necesito.

-¿Por qué?

-Alguien que tú conoces te lo ha robado y me lo ha dado antes de que tú supieras que lo tenías. Por eso he in¬sistido tanto en pedírtelo: he llegado a ti solamente para hacerte el bien. Para que razonaras y te dieras cuenta de las cosas que no ves y te ven. Que no presientes y te do¬minan. Y te aturden. Pero has sido necio: ahora estás condenado a la eternidad. Sólo me falta desearte pacien¬cia, tanta, como yo, que también soy de los eternos, no he tenido ni la tendré nunca.

-Pero, ¿por qué no me dijiste que me estabas ayu¬dando?

-Nunca me hiciste caso, y cada vez que me acercaba a ti, tú tratabas de imaginar que estabas soñando. ¡Tan in¬creíble te resulta que alguien que no se justifique pueda brindarte ayuda! ¿Es que solamente confías en lo que pal¬pan tus manos que en definitiva son más irreales que cualquiera de mis leyendas? Pero ya es tarde: aquí están las hojas. Si quieres te enseñaré el anillo. Míralo: es como cualquier otro. Sólo que éste era el tuyo y ahora no po¬drás volver a recuperarlo.

El duende ya se iba desvaneciendo sobre los últimos gajos del higuillo. Por unos momentos parpadeó el reflejo del anillo entre las hojas, y quise saber si alguna vez po¬dría volver a encontrarme con él.

-Ya que somos eternos -le dije-, dime tu nombre: así podré llamarte algún día, dentro de mil años, dentro de mil siglos, en cualquier tiempo y lugar que nos encon¬tremos.

-Mi nombre es Celestino -dijo.

Y se desvaneció rápido sobre el capullo más alto de la mata de higuillos.

Siete veces he vuelto a tocar a la puerta. Vengo ahora desnudo y debo de ser ya un viejo -tal vez horrible-. Mi madre ha salido a abrirme seguida de abuela y abuelo.

-¿Qué quieres? -pregunta mi madre.

-Esta noche deseo pasarla con ustedes -digo-: afuera llueve y, según parece, hay una tonga de rayos que quie¬ren caer sobre mi cabeza.

-Hoy no puedes -dijo mi madre, y yo vi cómo casi se le saltaban las lágrimas.

Abuela y abuelo sonrieron rápidos, y enseguida vol¬vieron a recuperar su figura de siempre.

-¿Y cuándo podré?

-¡Mañana! ¡Ven mañana! -Y yo sentí cómo la gar¬ganta se le iba estrujando-. ¡Ven mañana! -volvió a repe¬tir mi madre mientras abuelo trozaba el hacha en dos pe¬dazos y abuela miraba hacia el techo: buscando una rendija por donde salir huyendo-. ¡Mañana! -dijo de nuevo, y al fin se convirtió en una tatagua de río. De esas que solamente salen cuando ha llovido mucho y sigue lloviendo.

Afuera había una mata de higuillos. Dos o tres grillos que hacían «rirrr», «rirrr», «rirrr». Un grupo de brujas que conversaban sobre el techo de la casa. Y yo, que me tiré bocarriba sobre la tierra empapada, y, muy alegre, me puse a contar, de dos en dos, las diferentes nubes que cruzaban más abajo de mis ojos, y que de vez en cuando me hacían una señal complicadísima.

Luego pensé que mientras más rápido me durmiera más pronto llegaría el otro día. Y me quedé dormido. Y me quedé dormido.

Y me quedé dormido.

Y en sueños dicen que fui hasta el pozo y que me asomé por sobre el brocal. Y que allí me quedé, espe¬rando a que mi madre me agarrara -como la otra vez-momentos antes de caer al vacío.

Pero, según me acaba de decir ahora mi madre, esa noche no pudo llegar a tiempo. Aunque yo tengo mis sospechas y pienso que seguramente ella llegó demasiado temprano.



ULTIMO FINAL

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