Recorríamos
la casa de La Matilde, a poco de acampar, por curiosidad y por obtener alguna
raspadura de los miembros del Gobierno allí alojado. En las paredes del
edificio leímos algunos insultos que nos dejaron los soldados enemigos, en vez
de esperarnos para combatir. En una ventana blanca y azul había algo distinto:
unos bellos versos, bajo el dibujo de una pirámide, coronada por española
bandera. Quiso un compañero borrarla; pero lo convencí de que las letras y las
artes, bajo cualquier bandera, son patrimonio universal ajeno a los conflictos
de los hombres.
En
ese momento, sobre la otra hoja de la misma ventana, pinté la bandera de Cuba,
y bajo su glorioso palio, escribí estos versos, que me esfuerzo en recordar con
la exactitud posible a casi medio siglo de distancia:
Himno
Invasor
Letra:
Enrique Loynaz del Castillo
Música:
Manuel Dositeo Aguilera
¡A
Las Villas valientes cubanos!
A
Occidente nos manda el deber
De
la Patria arrojar los tiranos
¡A
la carga: a morir o vencer¡
De
Martí la memoria adorada
Nuestras
vidas ofrenda al honor,
Y
nos guía la fúlgida espada
de
Maceo, el caudillo invasor.
¡Alzó
Gómez su alfanje de gloria!
Y
trazada la ruta triunfal,
¡Cada
marcha será una victoria!
la
victoria del Bien sobre el Mal.
¡Orientales
heroicos al frente!
Camagüey
legendario, avanzad
Villareños
de honor, a Occidente,
¡Por
la Patria, por la Libertad!
De
la guerra la antorcha sublime
En
pavesas convierte el hogar;
Porque
Cuba se acaba o redime,
¡incendiada
de un mar a otro mar!
A la carga, escuadrones, volemos,
Que
a degüello el clarín ordenó,
Los
machetes furiosos, alcemos,
¡muera
el vil que la Patria ultrajó!.
Alguna
que otra estrofa, innecesaria, escrita por mí en aquella ventana, fue por mí
suprimida, o modificada durante la campaña. En aquel ambiente caldeado al rojo,
los versos de la Invasión, como enseguida los llamaron, parecieron un reguero
de pólvora. La gran casa se colmó de oficiales y soldados, que sacaban copias y
agotaban el papel y la amabilidad del Gobierno. El Presidente Cisneros decidió
mudarse: “No podemos con este gentío trabajar. Tu himno nos desaloja”
¡El
himno estaba consagrado! Aquel exitazo me animó a buscarle melodía apropiada al
verso. Horas y horas de solitarios ensayos fijaron en mi memoria una melodía
altiva y enaltecedora. Con ella me dirigí al general Maceo.
–
General, aquí le traigo un himno de guerra que merecerá el gran nombre
usted; déjemelo tararear.
–
Pues bien – me respondió el General.
Y
a medida que yo canturreaba los versos, la mirada se le animaba. Al terminar,
con la estrofa evocadora de las trompetas de carga, puso sobre mi cabeza su
mano, mutilada por la gloria.
–
Magnífico – dijo – Yo no sé nada de música; para mí es ruido; pero esta
me gusta. Será el Himno Invasor; si quítele mi nombre. Y recorrerá en triunfo
la República. Véame a Dositeo que para mañana temprano lo ensaye la banda.
–
General – objete – tiene que ser ahora mismo, porque para mañana se me
habrá olvidado esta tonada; como me ha pasado con otras.
–
Pues bien, vaya ahora mismo y traiga a Dositeo.
Era el capitán Dositeo Aguilera, el jefe de
la pequeña banda del Ejército Invasor, agradable, inteligente y acogedor.
–
Lo he llamado – le dijo el General – para que la banda toque un himno de
guerra, que le va a cantar el comandante Loynaz. Váyanse por ahí y siéntense en
alguna piedra, donde nadie los moleste, trabajen hasta que la banda toque
exactamente el Himno Invasor. Apúreme eso.
En
dos taburetes Dositeo y yo nos pusimos al trabajo. Apenas media hora había
transcurrido, y ya estaba completa en el pentagrama la melodía que le fui
tarareando en sus tres variaciones armónicas.
Entonces
él la volvió a tararear leyendo sus notas. La celebró, pero agregó:
–
No se me contraríe si le hago alguna pequeña corrección…
A
lo que yo le dije:
–
El General dijo que exactamente…
–
Sí, pero ni el General ni usted, saben nada de música. Con las notas de
este primer compás, no hay voz que llegue a los últimos. Y un himno se hace
para el canto. Así en voz baja únicamente, puede usted tararearlo. La
corrección es poca cosa: bajar el primer compás. Déjeme eso a mí, que necesito
ahora mismo empezar el verdadero trabajo, instrumentar esto; y con la prisa que
quiere el General.
Al
día siguiente el Ejército Invasor tenía un himno. Con él iba a recorrer la
República.
El
éxito de un canto depende en gran parte de su identificación con el ambiente
espiritual. El Ejército Libertador sintió en aquellas altivas resonancias la
interpretación de sus propios impulsos, proyectados en la fantasía de cargas
arrolladoras. En Mal Tiempo, al pasar frente a la Banda que a los compases
frenéticos, dirigidos por Dositeo Aguilera, lanzaba sobre el campo de batalla
las arrogantes vibraciones del himno, el propio autor y cuantos iban con él,
sintiéronse impulsados por invisibles alas sobre las bayonetas enemigas.