Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
Iglesia Católica, Mayarí |
En 1910 Mayarí era una pequeña villa
de unos cuatro mil habitantes. Se hallaba en la margen izquierda del río del
mismo nombre, y tenía dos calles principales. La que llamaban “la calle de
adelante” era la de Arcadio Leyte Vidal, que quedaba más cerca del río y
seguía, precisamente, el rumbo de su corriente. Paralela a ésta estaba la
“calle de atrás”, que llevaba el nombre de otro héroe de la independencia,
Carlos Manuel de Céspedes. Entre ésas había muchas pequeñas calles
transversales que continuaban hacia las afueras. Más allá del río se extendían
las vegas y los platanales del valle; al fondo, las estribaciones de la Sierra
del Cristal, y hacia el sur, los famosos pinares de Mayarí. Un sitio ideal para
vivir los años de mi niñez.
La vida del pueblo no era muy rica ni
tampoco muy movida. Su mayor ingreso provenía del tabaco que se cultivaba en
las vegas de la margen derecha del río. Tenía una tierra muy favorable para
producir un tabaco fuerte que tenía fama para hacer la parte interior de los
puros, que se torcían con excelente tripa de Mayarí y capa de unas hojas
aromáticas, cuidadosamente cultivadas en Pinar del Río. Y para mí, uno de mis
goces era ver pasar las carretas tiradas por dos o más yuntas de bueyes,
cargadas con los tercios de tabaco, que eran grandes envolturas forradas con
yaguas, camino al muelle para ser exportados a otra parte de la república.
Mayarí, Holguín, Cuba |
El centro de Mayarí, entre el
Ayuntamiento y la iglesia, era donde vivía la gente más importante y donde
estaban los principales comercios. Allí vivía el alcalde, vivía el dueño de la
planta eléctrica, y vivíamos nosotros.
Vivían los Presilla, don Demetrio y Pablo, que también tenían una tienda
de ropa y peletería, que se llamaba La Mayaricera. Además allí vivía Héctor
Landa, compañero mío, hijo de mi primera maestra, doña Leonor Delgado. Y aunque
la mayor población de Mayarí era de todos los colores, en el centro la mayor
parte eran blancos. Pero había algunos negros cultos, como el doctor Jonás
Galán y Breal, médico santiaguero que vivía allí, un médico como otro
cualquiera.
A medida que te ibas alejando del
centro encontrabas otras clases de familias. Los pobres vivían en los barrios
aledaños, que estaban a la salida de los caminos o del otro lado del río. Pero
no eran barrios malos, sino barrios más pobres. Como la villa era pequeña, las
afueras no estaban distantes del centro. Claro que existían diferencias
económicas y, desde luego, también raciales. Sin embargo, había bastante unidad
cultural y todo el mundo se conocía. Era un gran vecindario, y todos nos
sentíamos vecinos.
De noche, después de comer, la gente
salía a sentarse en los corredores de las casas a tomar el fresco y conversar
con los pasaban por la acera. Se apoyaban sobre la baranda, saludaban y le
preguntaban: “¿Cómo estás, Fulano?”, o “¿Cómo te ha ido hoy?”, o “Mengana, ¿ya
se le quitó la fiebre a tu mamá?, o “Señora, ¿para cuándo va a nacer ese bebé?”
Después de breves contestaciones se despedían y seguían caminando. Y a veces
las intervenciones eran cómicas. En una ocasión pasó un joven de apellido
García por el frente de una casa donde se sentaba un grupo de señoritas. Se le
escapó un “viento” bien ruidoso, y les dijo descaradamente: “Ahí les dejo esto,
para que se lo repartan entre todas”. Pronto se corrió la voz de eso por todo
el pueblo.
Desde niño mis hermanos y yo
patinábamos en el parque o recorríamos las calles en bicicletas, conociendo
la vida del pueblo. Podíamos ir solos porque a nadie se le ocurría hacerles
daño a los niños. Todo muy pacífico. A mí me dejaron andar solo, sin mi niñera,
como a partir de los ocho años.
Recuerdo que muchas veces me mandaban
a buscar la correspondencia de noche, justo después de que llegara a Mayarí.
Aunque la repartían al día siguiente, los que tenían apartado postal podían
recogerla esa misma noche. Y me daban la llave del apartado y yo iba al correo,
que estaba enfrente del parque central, a dos cuadras de mi casa. Un lado de la
calle miraba hacia el río y más allá del río, hacia el valle. Y por las noches
a esa hora, a las ocho u ocho y media, era un espectáculo bellísimo porque la
luna se reflejaba en el río e iluminaba todo el valle, y en la distancia se
veían las siluetas azules de las lomas.
Otras noches, los jueves y domingos,
había retretas en el parque central. Entonces venía la banda municipal por la
calle tocando una marcha, subía a la glorieta, y tocaba valses y otros tipos de
música. Mientras tanto la gente daba vueltas alrededor del parque, conversando
y caminando. La juventud se divertía así. A las diez se iba la banda municipal
y todo el mundo se iba a su casa.