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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

29 de marzo de 2019

La vida del pueblo (Mayarí) (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo. 


Iglesia Católica, Mayarí
En 1910 Mayarí era una pequeña villa de unos cuatro mil habitantes. Se hallaba en la margen izquierda del río del mismo nombre, y tenía dos calles principales. La que llamaban “la calle de adelante” era la de Arcadio Leyte Vidal, que quedaba más cerca del río y seguía, precisamente, el rumbo de su corriente. Paralela a ésta estaba la “calle de atrás”, que llevaba el nombre de otro héroe de la independencia, Carlos Manuel de Céspedes. Entre ésas había muchas pequeñas calles transversales que continuaban hacia las afueras. Más allá del río se extendían las vegas y los platanales del valle; al fondo, las estribaciones de la Sierra del Cristal, y hacia el sur, los famosos pinares de Mayarí. Un sitio ideal para vivir los años de mi niñez.

La vida del pueblo no era muy rica ni tampoco muy movida. Su mayor ingreso provenía del tabaco que se cultivaba en las vegas de la margen derecha del río. Tenía una tierra muy favorable para producir un tabaco fuerte que tenía fama para hacer la parte interior de los puros, que se torcían con excelente tripa de Mayarí y capa de unas hojas aromáticas, cuidadosamente cultivadas en Pinar del Río. Y para mí, uno de mis goces era ver pasar las carretas tiradas por dos o más yuntas de bueyes, cargadas con los tercios de tabaco, que eran grandes envolturas forradas con yaguas, camino al muelle para ser exportados a otra parte de la república.

Mayarí, Holguín, Cuba
El centro de Mayarí, entre el Ayuntamiento y la iglesia, era donde vivía la gente más importante y donde estaban los principales comercios. Allí vivía el alcalde, vivía el dueño de la planta eléctrica, y vivíamos nosotros.  Vivían los Presilla, don Demetrio y Pablo, que también tenían una tienda de ropa y peletería, que se llamaba La Mayaricera. Además allí vivía Héctor Landa, compañero mío, hijo de mi primera maestra, doña Leonor Delgado. Y aunque la mayor población de Mayarí era de todos los colores, en el centro la mayor parte eran blancos. Pero había algunos negros cultos, como el doctor Jonás Galán y Breal, médico santiaguero que vivía allí, un médico como otro cualquiera.

A medida que te ibas alejando del centro encontrabas otras clases de familias. Los pobres vivían en los barrios aledaños, que estaban a la salida de los caminos o del otro lado del río. Pero no eran barrios malos, sino barrios más pobres. Como la villa era pequeña, las afueras no estaban distantes del centro. Claro que existían diferencias económicas y, desde luego, también raciales. Sin embargo, había bastante unidad cultural y todo el mundo se conocía. Era un gran vecindario, y todos nos sentíamos vecinos.

De noche, después de comer, la gente salía a sentarse en los corredores de las casas a tomar el fresco y conversar con los pasaban por la acera. Se apoyaban sobre la baranda, saludaban y le preguntaban: “¿Cómo estás, Fulano?”, o “¿Cómo te ha ido hoy?”, o “Mengana, ¿ya se le quitó la fiebre a tu mamá?, o “Señora, ¿para cuándo va a nacer ese bebé?” Después de breves contestaciones se despedían y seguían caminando. Y a veces las intervenciones eran cómicas. En una ocasión pasó un joven de apellido García por el frente de una casa donde se sentaba un grupo de señoritas. Se le escapó un “viento” bien ruidoso, y les dijo descaradamente: “Ahí les dejo esto, para que se lo repartan entre todas”. Pronto se corrió la voz de eso por todo el pueblo.

Desde niño mis hermanos y yo patinábamos  en el parque  o recorríamos las calles en bicicletas, conociendo la vida del pueblo. Podíamos ir solos porque a nadie se le ocurría hacerles daño a los niños. Todo muy pacífico. A mí me dejaron andar solo, sin mi niñera, como a partir de los ocho años.

Recuerdo que muchas veces me mandaban a buscar la correspondencia de noche, justo después de que llegara a Mayarí. Aunque la repartían al día siguiente, los que tenían apartado postal podían recogerla esa misma noche. Y me daban la llave del apartado y yo iba al correo, que estaba enfrente del parque central, a dos cuadras de mi casa. Un lado de la calle miraba hacia el río y más allá del río, hacia el valle. Y por las noches a esa hora, a las ocho u ocho y media, era un espectáculo bellísimo porque la luna se reflejaba en el río e iluminaba todo el valle, y en la distancia se veían las siluetas azules de las lomas.

Otras noches, los jueves y domingos, había retretas en el parque central. Entonces venía la banda municipal por la calle tocando una marcha, subía a la glorieta, y tocaba valses y otros tipos de música. Mientras tanto la gente daba vueltas alrededor del parque, conversando y caminando. La juventud se divertía así. A las diez se iba la banda municipal y todo el mundo se iba a su casa.


Al otro lado del río (Memorias de José Juan Arrom)




Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo. 

Mayarí, Holguín, Cuba
Desde pequeño me di cuenta de que no todos vivían como nosotros. Nunca olvidaré que mi madre tenía una lavandera, Casiana, que se llevaba la ropa en un gran lío, para lavarla en su casa. Cuando venía, contaba la ropa: cuatro sábanas, media docena de fundas, tantas camisas, etc. Entonces el que llevaba el lío en la cabeza sobre un pequeño recipiente de madera, era su hijo, que se llamaba Francisco y le decían Panchito. Y mientras contaba la ropa, Casiana se tomaba un poco de café, (esa era la ceremonia para recibir a la gente en Cuba: darle un poco de café acabadito de colar), y, entre tanto, yo jugaba con Panchito. Vino una vecina y dijo: “Ay, doña Marina, que pena tengo, es que a Casiana se le ha muerto el hijo y esa madre no tiene ni con qué comprarle el ataúd, señora”. Dice mi madre: “Bueno, bueno, yo voy a ir allá”. Y a mí me dijo: “Pepito, acompáñame”. Y yo la acompañé.

Cruzamos el puente sobre el arroyito, que llamaban el Pontezuelo, y del otro lado estaba el bohío donde vivía Casiana con los hijos. Y al llegar allí, yo entré y vi a Panchito acostado, muerto, entre cuatro velones, y de un color gris pálido, falto de sangre. Y entonces Casiana vino llorando, y me dice: “Ay, mi negrito, mira como está tu amiguito!” Yo me impresioné muchísimo. Todavía lo recuerdo y me impresiono. Y al salir, le pregunté a mamá: “Mamá, ¿lo mataron los güijes?” Y ella me contestó: “No, mi'jo, murió de paludismo” Y así fue cómo supe que los güijes (que así se les llama a los imaginarios duendes que viven en los ríos y salen de noche para matar a los niños, si no se portan bien), eran en realidad los mosquitos que transmiten el paludismo. Y así también empecé a conocer cómo vivían al otro lado del río.


Juegos de niños (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo. 


José Juan Arrom
Yo me divertía muchísimo jugando con mis hermanos. Juntos cantábamos canciones infantiles, saltábamos la suiza y bailábamos trompos. Teníamos numerosos juguetes, casi todos importados, pero mis favoritos me los hacía yo mismo. Me construía una carreta de bueyes con dos botellas y la cajita donde venía la pasta de guayaba. También me hacía barquitos con pedacitos de madera de cedro y les ponía pequeñas velas que los impulsaban en la bañadera. Y así pasábamos el tiempo.

Pero ni mis hermanos ni yo éramos unos santos, y solíamos hacer algunas maldades. Por ejemplo, Roberto era dormilón y por la noche, después de comida, se sentaba en un sillón inclinado y se dormía. En una ocasión, para reírnos, quemamos un corcho hasta que quedó carbonizado y con eso le pintaos unos bigotes y unas patillas. Entonces, cuando estaba bien pintado, lo despertamos y lo invitaos a que nos acompañara al café El Paraíso, que estaba cerca, para comprar dulces. Él dijo que sí, que cómo no, y dios dos reales para que comprara los dulces. Y cuando llegó al café, pintado así, todo el mundo empezó a reírse. Pero él no sabía por qué se reían. Y mientras más serio se ponía, más se reía la gente. Nosotros estábamos detrás, muriéndonos de risa de Roberto, que no sabía que estaba pintado. Pero luego él también se rió y se comió los dulces. En fin, era una vida muy agradable.

27 de marzo de 2019

Una lección de ciencia (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo. 

Familia Arrom en Mayarí, 1927 (De pie a la izquierda, José Juan)
La primera cocinera de mi casa se llamaba Pepilla, y era como un miembro de la familia. Vino de Holguín con mi madre, porque era bisnieta de una esclava que había pertenecido a mi bisabuela. Cuando Pepilla se casó, su puesto lo ocuparon varias muchachas del campo cerca de Mayarí. Sólo trabajaban por unos meses porque añoraban estar con sus familias, pero antes de irse encontraban hermanas o primas que las remplazaran. Estas cocineras no eran tan parlanchinas como Pepilla, pero sí muy serviciales y afectuosas. Y a veces decían cosas divertidas. Recuerdo que un día una de ellas, cuando mi madre le enseñaba cómo preparar un plato, le contestó con una frase popular: “Ay, doña Marina, é verdad que a eperencia é la adre de la cencia”. También cuando rompían algo decían que la culpa la tenía, no ellas, sino “un espíritu burlón”.

En una ocasión Pepilla me dijo: “Óyeme, Pepito, (porque todos me decían así), si tu coges un pelo de la crin de un caballo y lo pones en una botella de agua a la luz de la luna por una semana, el pelo se convierte en una culebra”. Yo me asombré y corrí a preguntarle a mi papá si era verdad. Él me contestó: “Yo no sé, ¿por qué no hacemos el experimento?” Así lo hicimos, y al cabo de la semana el pelo seguía siendo pelo. Entonces mi padre me dijo: “La próxima vez que alguien te diga algo así, compruébalo como hemos hecho en esta ocasión, porque en el futuro yo no estaré para contestarte”. Fue una gran lección para mí.


El Pai (Memorias de José Juan Arrom)



Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo. 


Una de las escenas que recuerdo con mayor interés es que temprano por la mañana veníaun anciano muy limpiecito, con su ropa acabadita de lavar y un sombrero de yarey, a quien se le llamaba Pai, o sea, Padre. El Pai vivía del otro lado del río en una finca con su familia. Y una nietecita, como él decía, siempre lo acompañaba para ayudarle a cargas las cosas que iba a vender. El perico de mi madre lo anunciaba, como siempre hacía cuando alguien tocaba a la puerta, gritando “Marina, abre la puerta, Marina” Entonces el Pai entraba por el zaguán hasta la cocina. Y tan pronto llegaba, la cocinera le preguntaba: “Pai, ¿quiere una tacita de café?” Y él decía: “Sí señora, con mucho gusto, si es su voluntad”. Y mientras se tomaba el café, mi madre disponía lo que se le iba a comprar.

Todavía quedan descendientes de indios en Cuba
El Pai tenía una manera de hablar muy suave, muy dulce, y usaba palabras que yo al principio no entendía y tuve queir aprendiendo. A la cesta en que traía la mercancía le decía “jaba”, y en la jaba traía huevos envueltos en hojas de maíz para que se rompieran, y también limones o frutas de su “conuco”. Así fue como aprendí que el conuco era una especie de huerta. Esas frutas raramente se encontraban en el mercado: anoncillos, caimitos, mameyes, nísperos, manzanas de rosa, que es una fruta con semilla muy grande, que solamente se comía la parte de afuera, y otras frutas cuyos nombres ahora no recuerdo y casi han desaparecido en la Cuba de hoy. Tría, además, tortas de “casabe”. Yo no sabía lo que era casabe ni cómo se hacía. Y él entonces me explicó que sus nietecitas habían ido al conuco el día anterior y habían sacado las raíces de la yuca, las habían rayado (pero él decía guayado, porque las raspaban en un guayo), y luego a esa masa le extraían el líquido, porque contenía un ácido nocivo, y ese líquido se dejaba que se pusiera agrio para usarlo como una especie de vinagre para las ensaladas. El casabe lo traía en una cestica pequeña, sin tapa, que era como una jaba pequeña, y la llamaba “jabuco”. A veces traía tres o cuatro quesitos criollos, blancos, muy frescos, hechos en su misma casa, y otras veces, panales de miel de abejas en una especie de recipiente impermeable hecho de la yagua, o sea, parte de las hojas de la palma real, al que llamaba “catauro”.

Ahora bien, ni la gallega Marcelina ni mis padres sabían lo que eran aquellas palabras, y yo pensé que era un idioma especial que se hablaba del otro lado del río. Con los años llegué a descubrir que realmente el Pai era descendiente de los indios taínos, los primeros habitantes de Mayarí. Tenía la piel casi de un color sepia. Y esas palabras procedían del idioma indígena, desaparecido como lengua hablada, pero antes de desaparecer dejó una gran cantidad de préstamos que hoy todavía enriquecen el idioma del país.


 

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