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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

6 de agosto de 2023

HISTORIA COMPENSADA DE UNA PESETA. COSA QUE PARECE CUENTO

 Periódico “El Oriental”, Holguín, domingo 19 de junio de 1864 (Año 3. No. 9)


HISTORIA COMPENDIADA DE UNA PESETA

COSA QUE PARECE CUENTO

Yo, señores, me llamo Canina y soy hija legítima de la fábrica de Sevilla, con lo que está dicho todo acerca de la buena calidad de la plata que entra en mi composición. Mi ascendencia, sin embargo, proviene de las minas del Estado de Sonora en México, pues de sus entrañas se extrajo el cacho e metal que llevado a España en tiempos de Carlos IV y dividido en fragmentos, dio más tarde origen a mi individualidad pesetuna, en el año de gracia de 1821. Ostento, por consiguiente, en una de mis fasces, el bulto del real prisionero de Valancey y en la otra, el escudo real de España amparado por las dos fuertes columnas de ordenanza. 

Jamás he podido comprender por qué mi primer dueño me llamó Canina, cuando tal nombre inspira, desde luego, la idea de hambre y miseria, siendo yo dinero; pero eso no importa. Un peso duro conozco yo que se llama león y un real que se apela yorye. Pero fuera digresiones y vamos al caso. Desde la casa de moneda donde viuda encerrada en una ferrada arca de hierro pasé al desvencijado arcón de la madre de un quinto, donde estuve envuelta en un papel de estraza hasta que llegada la hora del embarque del bisoño, me sepultó la buena vieja, entre lágrimas y suspiros, en la cartuchera del discípulo de Marte, que pronto se consoló en la navegación de los dolores de la ausencia.

Cuando a los tres días de navegación ancló el vapor que nos conducía a Tanta Cruz de Tenerife, el quinto, mi dueño, saltó a tierra y en casa de unas madamas del arrabal me perdió al juego, despidiéndose de mí entre lágrimas y suspiros. El siguió viaje y yo quedé en poder de una muchachita de quince años que furiosa por viajar y por mejorar, se asoció íntimamente con un capitán de un bergantín, que cargó con ella y conmigo y nos depositó amorosamente en Gibara, donde a ambos nos dejó.

Viéndose mi dueña en el más completo aislamiento, se arrendó en clase de criada de servicio en un figón o fonducho gibareño donde fui testigo de las científicas transformaciones del aguardiente de caña y de las papas y de otras cosas non santas, hasta que un barbero, a quien fui prestada en confianza, abusó de mi inocencia y me trajo, engañada, a Holguín, donde me depositó en casa de un retirado de Valancey. Aquí fueron mis apuros. ¡Dios santo y fuerte!, pues el tal retirado, enemigo de la circulación monetaria, me zampó en una bolsa de cuero, donde creí morirme de inanición.

Yo, peseta bonita y bien hecha, graciosa y coqueta, me moría de pesadumbre, aprisionada en compañía de seis onzas de Perú, de unas pesetas roñosas y unos medios tan sucios y asquerosos como cicatero era mi dueño, que por no gastar en comer, se moría de hambre; pero como la codicia rompe el saco, fui sustituida fraudulentamente de la bolsa en cuestión y dada por mi etiópico raptor a una lavandera negra, planchadora al por mayor. En mis borrascas plancheriles tuve oportunidad de hacer grandes estudios sobre los mil y un secretos que guardan para sí las ropas lavadas y planchadas; pero como parar cerrar el pico me pinto sola, callaré las angustias de mi situación y diré solamente que fui dada en cambio de un durillo, importe del lavado y planchado de ocho enaguas no muy finas, algo desflecadas, pero admirablemente zurcidas.

Las tales enaguas pertenecían a una viuda, que cansada de llorar al difunto, determinó ponerse nuevamente en estado con un bodeguero, como así sucedió antes de que cantara el galo, entrando yo, por consiguiente, a sufrir las miserias del encierro en el cajón de un mostrador, en medio y contacto de otras monedas llenas de grasa, de jabón, de manteca y de gas. Mansión tan reducida y tan infecta atacaba mis nervios, no siendo tampoco conveniente a mis humos aristocráticos; así es que yo languidecía de pesar y sentía morirme en aquel cajón-calabozo.

Afortunadamente fui entregada para satisfacer una deuda de un pariente de un primo de la madre de un elegantón, tan arrancado como presumido, el cual me introdujo en un portamoneda de pellejo de sapo que le había regalado su padrino. En casa de mi nuevo amo fui testigo de todos los secretos del tocador de un facistor almibarado: le vi… diente, lengua!, bañarse con ceniza, cascarilla, jabón y aguardiente, untarse después manteca de coco en el rostro para suavizarlo y en la cabeza grasa de chipojo blanco. Aprendí de él a ensayar sonrisas y cortesías en el espejo, estirarse el pulpejo de las orejas, a bailar no con una silla, (como hacen muchos), sino con una escoba y finalmente aprendí a suspirar y poner los ojos en babia.   

En esto y cuando más divertida estaba, tuvo un aprieto el galán y me traspasó, junto con medio Durandarte, a manos de un deudor, viejo sanguijuela, que me regaló a su hija, vetusto pimpollo de veinticinco abriles. Aquí me relacioné directamente con el duque de Malakoff, con Luvin, Dubois, Farina, Mompelas y otros grandes talentos, que he admirado siempre. En aquel destino presencié también escenas interesantes, diálogos animados entre mi ama y su confidente. ¿Por qué salí de allí?

Sin embargo mi suerte lo quiso así y fui ndada de limosna para la Junta de Beneficencia domiciliaria, que me encajó a su vez en poder de una pobre inválida del monte; pero yo, enemiga de todo lo verde, hice por perderme en el camino y me oculté junto a unas piedras en medio de un espartillo. ¡Infeliz! Allí me encontró un ganadero y me llevó consigo siguiendo una piara de novillos que traían para el Concejo, novillos que muertos, compuestos y arreglados en debida forma, producían en la Marqueta un cincuenta por ciento de su valor, sin contar los cuernos y el cuero.

Aquel teatro de sangre me repugnó horriblemente, pero, por mi ventura, el ganadero me entregó para pagar la suscripción del “Oriental” y fui de cabeza depositada en un cajón. Allí presencié a mi sabor lo que es una redacción y el mare magnum que hay siempre en ella: el uno que se borra, el otro que se suscribe; que corrija V., esta prueba; que el anuncio tal, que el remitido cual, que fulano está bravo, que zutana se quiere borrar y Má Catana suscribir… y por este estilo he sido y sigo siendo testigo de las mil peripecias que ocurren diariamente en el despacho de una imprenta y esto sin decir que mi amo ha de escribir para el periódico mudando de nombre a cada paso, sin contar tampoco lo de tomar el pulso, ser secretario de aquí, vocal de allá y otros trabajos que callo.

Aquí estoy, cumpliendo con destino pesetero, hasta que mi amo tenga a bien dejarme descansar… ¿Dónde iré a parar?

Santa-Luz (Seudónimo de Manuel Álvarez y Céspedes)

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