Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
El sabio cuando solamente era un niño |
Mi infancia fue bastante placentera.
Nuestra familia era numerosa, porque éramos ocho hermanos. Después de mí vinieron Roberto, Jorge,
Rolando, Raúl, Marina, la única niña, y como mis padres buscaban otra hembra,
Mario y Orlando. A éste último, que nació dieciséis añosdespués que yo, mi
padre le llamaba el caganiut, palabra
que en mallorquín, su idioma natal, significa, “el más pequeño”.
Me dicen que cuando fue a nacer mi
primer hermano, me preguntaron que cómo quería que lo llamaran. Yo estaba tan
impresionado con el corneta del ejército que tocaba la diana y la retirada cada
día en el cuartel, cercano a mi casa, que dije que quería que lo llamaran TataríTatará.
Claro que hicieron caso omiso de mi deseo, y cuando nació le pusieron Roberto
Fernando. Entonces, en mi balbuceo de niño de dos años, empecé a llamarlo
Betobando. Y ese ha sido el nombre con que siempre lo he llamado, mi querido
Betobando.
La vida diaria era muy sencilla.
Después del desayuno mi padre iba a ocuparse de su negocio, que estaba en el
mismo edificio de la casa familiar. Era un edificio grande del cual las
primeras cuatro puertas daban al comercio, y la quinta, separada por unas barandas
de madera y barras de hierro, daban al corredor por donde se entraba a la casa
de la familia. Mi padre regresaba un rato para almorzar, usualmente a las doce,
y por la tarde venía poco después de las seis, que era la hora obligatoria de
cerrar.
Mi madre, como dueña de casa, dirigía
los trabajos del hogar. Era muy madrugadora y se levantaba cuando se
despertaban los niños y las criadas. Ordenaba lo que se iba a comer, a veces
tenía que enseñarle a la cocinera cómo se preparaban algunos platos, y también
se ocupaba de que la criada de mano hiciera las camas y limpiara la casa. Y
después que yo nací, se trajo una niñera gallega, Marcelina, para que cuidara a
los niños.
Las comidas de mi casa eran
deliciosas. Cuando mi madre tenía una cocinera nueva le decía: “Aquí se comen
cuatro platos y postre”. El almuerzo empezaba con un potaje de diversas
legumbres como frijoles negros, caritas o habas limas. Aparte se servía arroz
blanco y también plátanos fritos y yuca hervida, asada o de otra forma. Siempre
había una buena ensalada de lechuga, berros, tomates, rábanos o ajíes asados.
Nunca faltaba la carne, bien fuera de res, o de cerdo, o de ave, o algún
pescado. A veces el pescado era fresco, acabado de coger del río en unos
cordeles donde las mojarras y las lisas se enredaban; otras veces eran pargos
traídos de la Bahía de Nipe, que son exquisitos. Y cuando no había pescado
fresco, se acudía al atún enlatado o, con más frecuencia, al bacalao seco
traído de Terra Nova, que se preparaba con arroz, en frituritas o, mi favorito,
a la vizcaína con papas, tomate y pasas. Los postres casi siempre eran frutas,
que según la estación podían ser mango, naranjas, melón, papaya, piña u otras
frutas cubanas. Y si no las había frescas, entonces eran de lata. Recuerdo que
una compañía cubana, llamada La India, enlataba frutas nacionales, entre ellas,
una que ya apenas se conoce: el hicaco, que es como una manzanita con una
semilla grande en el centro, que se da en la costa. Y el hicaco hecho dulce era
muy bueno. También el postre podía ser pasta de guayaba con queso criollo o
cascos de naranja, que los cocinaban con canela y azúcar, y eran deliciosos.
Todo eso era el almuerzo.
La comida era sopa, cocido (un plato
sustancioso muy español de garbanzos y chorizo), una carne, que podía ser un
guiso de pollo, de res o de cerdo, porque también la carne de puerco era muy
abundante. En fin, cuatro platos. Lo que variaba era el postre: arroz con leche
o dulce de boniato; a veces, dulce de plátanos maduros, que se freían y se les
ponía canela y nuez moscada; muy a menudo, flan y también pasteles hechos en la
casa, como los de guayaba, de esos que se le llaman de mil hojas. Cuando no se
cocinaba un postre, pues se acudía a pasta de membrillo o a turrones importados
de España, eso casi siempre se hacía en Navidades; también albaricoques, que
aunque en Cuba no se dan, los traían en almíbar desde España, y eran
buenísimos. Y ése era el postre.
El único que tomaba café era mi
padre, y era como una ceremonia después que acabábamos de comer. Le traían su
café, y él pedía una botellita de algún licor y le echaba una cucharadita. Se
tomaba su café, luego encendía su tabaco y allí terminaba la comida. Mi mamá no
tomaba café fuerte, eso era cosa de hombres, aunque sí desayunaba con un buen
café con leche. Fumar tabaco y tomar café después de la comida era el
privilegio de mi padre.
Recuerdo que para comer nos
sentábamos en una gran mesa, mis padres en cada extremo, a la derecha de mi
padre yo, a la izquierda Roberto, y después Jorge y Raúl. Y a medida que los
otros crecían iban asimilándose a la mesa grande. De lo contrario, los más
pequeños comían aparte y la niñera les daba de comer.
Como la casa tenía abundante agua
corriente, a las tres de la tarde, desde bien pequeñitos, Roberto y yo teníamos
que ir a darnos una ducha. Luego la niñera nos ayudaba a vestirnos, hasta que
llegó el momento en que lo hacíamos solos. Para los que iban creciendo era lo
mismo: cuando sonaban las tres campanadas del Ayuntamiento, había que bañarlos,
vestirlos, y llevarlos a caminar o sacarlos en coche si eran muy pequeñitos.
Sí, era muy cómoda esa vida.