Y por el boquete desapareció mi madre. Yo la llamé. Pero el boquete se volvió a cerrar. Y me quedé solo en mitad del campo todo sembrado de clavelones, tan olo¬rosos que me tapaba y destapaba la nariz para jugar con los olores y para darme cuenta de que era rico el per¬fume. Mi madre no apareció por mucho que la llamé. Re¬gistré hasta debajo de las piedras, y lo único que pude ha¬llar fue un coro de alacranes que me dijo: «Aquí no está». «Aquí no está.» Entonces seguí levantando piedras, y un coro de grillos también me dijo: «Aquí no está». Por fin me di por vencido, y me fui para la casa. Y cuando ya ve¬nía de vuelta me acordé que había ido al monte a coger unos clavelones para ponérselos al pitirre muerto. Pero cuando miré para atrás lo único que vi fue a mi madre, con un fuete entre las manos, que venía corriendo hasta donde yo estaba, diciéndome:
-¡O vas a buscar el agua o no entras hoy en la casa! ¡Que desde que llegó el comemierda de Celestino te pa¬sas la vida con él para arriba y para abajo y no cargas ni una lata de agua! ¡Ah, pero ya se acabó el relajo, o cargas agua o no duermes en la casa! ¿¡Me oíste!?
-¡Coño! ¡Hoy sí que no busco nada! -le dije yo, ra¬bioso, pero no era eso lo que hubiera querido decirle. Yo hubiera querido decirle: «¿No ves que se ha muerto el pi¬chón de pitirre que estábamos cuidando? Hoy no ten¬go deseos de hacer nada». Eso es lo que yo quise decirle. Pero no se lo dije, porque sé que si se lo hubiera dicho habría empezado a reírse a carcajadas. A carcajadas. A car¬cajadas. A car...
Y eché a correr por todo el potrero, mientras mi ma¬dre me lanzaba maldiciones y me gritaba:
-¡A la casa no vas a entrar hoy! ¡No creas que vas a entrar! ¡Hoy vas a tener que dormir en el potrero! ¡Como las vacas!
Pero no fue así. Después que se hizo de noche y pudi¬mos enterrar al pichón de pitirre y ponerle unas cuantas campanillas encima, Celestino y yo nos escurrimos por el techo, bajamos por las canales donde corre el agua de lluvia cuando hay vendavales, y, muy pacientes, espe¬ramos allí, acurrucados uno contra el otro, hasta que mamá empezó a roncar. Y cuando dio el primer reso¬plido, nos deslizamos, de un brinco, hasta el cuarto. Y nos acostamos corriendo, procurando respirar lo más flojo posible. Y, muertos de risa, aunque aguantándola, nos quedamos dormidos.
Nos despertamos con los primeros truenos. Éste es el mes de agosto, y llueve siempre, aunque no me explico por qué tan temprano. Un rayo enorme nos cae encima y yo doy un salto grandísimo en la cama. Celestino tam¬bién da otro salto, y yo no puedo contener la risa, y me río a más no poder. Pero como el tronar es tan seguido: él no me puede ni oír. ¡Menos mal!, porque si hubiese oído a lo mejor se hubiese puesto bravo, aunque es tan difícil, porque él nunca se ha puesto bravo. Ni triste, ni alegre, ni nada. Nunca había pensado en eso, pero ahora me doy cuenta que Celestino siempre está igual: bravo, triste, alegre y todo al mismo tiempo. Yo no sé cómo puede arreglárselas para estar siempre con la misma cara. Yo no puedo ser así, y cuando me siento mal tengo que hacer algo, aunque sea matar a una lagartija, y cuando es¬toy alegre empiezo a bailar y a dar brincos. Aunque a veces bailo y brinco sin tener pizca de alegría. Es muy di¬fícil entender eso. Pero Celestino es más difícil todavía de entender.
-¿Tú nunca lloras?
-¿Por qué me lo preguntas?
-Porque nunca te veo llorar.
-Qué sabes tú...
Ahora el aguacero ha seguido más fuerte todavía. Es de mañana, pero todo está oscuro. Un agua muy gorda y seguida ya se va escurriendo por el techo, y nos toca, ale¬gre, entre las sábanas. Yo doy un salto y me bajo de la cama, pero el suelo está que parece una laguna. Y me vuelvo a acostar. Todo está ahora más oscuro, y sola¬mente puedo verle la cara a Celestino cuando algún re¬lámpago rápido se cuela por las rendijas del cuarto. El aguacero se hace más fuerte, y un gran grupo de querequeteses sale revoloteando de entre los gajos de la mata de higuillos, y parece perderse bajo el agua.
-¡Mira los querequeteses! ¡Mira los querequeteses! Pue¬den salir en medio del aguacero y se van a donde les da la gana...
-¡Qué sabes tú!...
Otro relámpago. Ahora sí puedo verle la cara a Ce¬lestino. Aunque con el escándalo de los truenos no supe qué me dijo cuando le enseñé los querequeteses... Cómo me encanta el aguacero. Siempre que escampa, Celesti¬no y yo salimos al monte, saltando de charca en charca, y nos bañamos en la primera poceta que encontramos. ¡Qué clara y fría se pone el agua después del aguacero! ¡Y cuántos pájaros! ¡Y cuántos pájaros! Piando y cantan¬do tanto que para que Celestino me oiga yo tengo que hablarle a gritos... Ahora caen unos relámpagos muy finos, que parecen tizones ardiendo que alguien va tirando detrás de la casa. Después de cada relámpago viene un trueno enorme y luego otro relámpago. Si me pudiera levantar saldría al corredor y vería caer el agua (porque todo esto que he contado es imaginado, pues nada he visto), pero no podemos: un relámpago muy flaco hace rato que entró en el cuarto, y nos dijo: «Qué-dense quietos si no quieren que los achicharre». Y aquí estamos muy quietos. Yo miro a Celestino y Celestino mira para mí, aunque ninguno de los dos nos podemos ver. A lo mejor en este momento Celestino llora. ¡Y yo no lo puedo ver! A lo mejor yo también estoy llorando. Pero creo que no, con esta oscuridad no me gusta llorar, porque nadie me vería.
La puerta del cuarto se abre de par en par y por ella entra mi madre, que ya casi se ha vuelto un pez.
-Mis pobres hijos -nos dice-. Han pasado todo este vendaval aquí, solitos. Deben de estar congelados. Será mejor que me acueste con ustedes para que cojan calor, igual que hacen las gallinas con los pollos recién salidos del cascarón.
Mi madre da un salto y se acuesta con nosotros en la cama. Y al poco rato estamos más fríos que antes, pues mi madre parece un pedazo de granizo. Entonces nos tapamos la cabeza con la sábana, pero seguimos entumeci-dos de frío.
-¡No puedo! -dice el pez que se había acostado en la cama con nosotros. Y dando un resoplido fuerte, que a mí me pareció casi un grito, se tira de la cama, y se aleja, nadando por debajo del agua.
Celestino y yo nos quedamos bajo la sábana, sin atre¬vernos a mover, y temblando de frío. Ahora todo está empapado, hasta nosotros mismos. ¡Será posible que no piense escampar! La cama flota en el agua. Y Celestino y yo navegamos por todo el cuarto, sin saber dónde acurru-carnos. La puerta vuelve a abrirse, y mi madre entra como una centella, con un cinto en las manos.
-¡Ah, pero tuviste el descaro de venir a dormir a la casa! ¡Yo te dije que esta noche ibas a dormir en el po¬trero!
Mamá se me acerca con el cinto levantado. Y empie¬za a dar cintazos.
-¡Desgraciado! ¡Desgraciado!
Y, como es boba, descarga todos los cintazos sobre el lomo del pobre Celestino, que no tiene la culpa de nada. Él ni prempujia siquiera, y entonces, yo, viendo que no dice nada, saco la cabeza de entre las sábanas y le digo a mamá:
-¡Guanaja!, le estás pegando a Celestino y no a mí.
Mamá se pone más furiosa todavía.
-¡Zoquete! ¡Maldito!
Y sigue pegándole a Celestino. Ya no sé ni qué de¬cirle. Trato de quitarle el cinto, pero ella tiene más fuerza que un mulo y no se lo deja arrebatar tan fácil. Entonces me tiro sobre Celestino, y dejo que los cintazos me esta¬llen en el lomo.
-¡Vámonos de aquí! -me dice entonces Celestino-. ¡Vámonos corriendo!
Y de un brinco caemos en el aguachal, y nos escapamos por entre las rendijas del cuarto. Ya en el patio echamos a correr hasta la mata de higuillos, y después nos perdemos en la arboleda del fondo, mientras el re-lámpago que nos dijo que no saliéramos comienza a per¬seguirnos a todo galope, arrugándose y estirándose en medio del aguacero, como si fuera un majá enorme y en¬cendido, y nos grita:
-¡Vuelvan para el cuarto, si no quieren que los ase de un chispazo!
Pero no volvemos. Seguimos corriendo y corriendo. Y ya los gritos de mi madre, bajo el aguacero, se confun¬den con el constante relampaguear y el escándalo inter¬minable de los truenos.
Al fin parece que va a escampar.
Agazapados, Celestino y yo, dentro de un trozo hue¬co de ocuje, vemos el cielo esclarecerse, y a las nubes cruzar rápidas por frente a nosotros, hasta que se con¬funden, más abajo del río. Si saliéramos ahora de este tronco, es posible que el primer resplandor del día nos derrita. No. Mejor será que nos quedemos un rato más, aguardando por lo que pueda suceder.
Tenemos hambre. Aunque Celestino no me ha dicho ni media palabra desde que salimos de la casa, yo sé que él también tiene hambre. Y algunas veces (aunque él no quiera) se oyen los traqueteos de sus tripas. ¡Qué podre¬mos comer ahora que todo está enfangado! El río se oye bramar allá abajo. Ese río es incansable, y, poco a poco, ha ido arrastrando casi toda la tierra y las matas y ya sólo quedamos nosotros, aquí, dentro de un tronco de ocuje y rodeados por esa veta de agua sangrosa que crece y crece sin parar, llevándose reses, árboles y gente; todo en una sola baliza enorme y bullente que se agiganta y se re¬vuelve cada vez más rápida, arrastrando a los bejucos, que habían quedado colgados casi en el aire y a alguno que otro árbol, sostenido en pie quién sabe por qué mi¬lagro... Celestino está temblando detrás del tronco de ocuje que se escurre, resinoso y lleno de cucarachas. Yo lo veo ahora temblando. Los relámpagos, a pesar de que ha dejado de llover, siguen fastidiando. El tronco de este árbol es enorme y no entra otra luz que no sea la de los relámpagos de allá afuera, que nos alumbran y nos vuel¬ven a la oscuridad. Si salgo, ¿quién me estará esperando con una gran lanza en mitad de la puerta? Si me atrevo a salir, ¿quién podrá contener el hacha de mi abuelo que se afila y centellea y que me dice: vamos? ¿Quién podrá sujetarme si empiezo a respirar de nuevo? Si respiramos, ¿quién entonces podrá decir que no nos ha descubierto? Es ya de día, y en este hueco de árbol, lleno de cucara¬chas enormes, todo sigue oscuro.
-¿Por qué no salimos afuera? -le digo yo a Celestino, después de muchísimos años-. De todos modos ellos no se van a ir, ni nos van a dejar tranquilos. Aquí no podemos se¬guir. Nos moriremos de hambre. Salgamos ahora mismo.
La última cucaracha me la acabé de comer de un solo bocado. Le brindé un pedazo a Celestino, pero él me dijo que no, que ya estaba lleno. Entonces yo la agarré viva, y me la eché a la boca. Y me la tragué de un viaje. No sa¬ben tan mal las cucarachas. Por lo menos, me pareció que esta última tenía un sabor agradable. Pero seguramente es sólo por eso: porque era la última. Y ahora ya sabemos que no hay escapatorias. La lanza de mi madre se deja en¬trever por la rendija del hueco, y yo me pregunto: ¿quién rayo le habrá dado esa lanza a mi madre? Y el cabo del hacha de abuelo brilla y brilla y casi parece un sol, tan odioso como el de siempre.
-¿Qué hacemos ahora que ya se han acabado las cu¬carachas? -le pregunto a Celestino, y entonces él se corta un dedo y me lo da-. Eres demasiado bueno -le digo yo-. Pero con eso no resolvemos nada. -Y él se arranca entonces un brazo.
Yo grito.
Grito, pero no muy alto. Y me tapo enseguida la boca. Lo miro un solo momento, y salgo corriendo del hueco. El resplandor me detiene. El hacha de abuelo me hace cosquillas en los ojos y luego me va rozando el pes-cuezo. Los relámpagos aún se pueden ver, aunque muy lejos, tan lejos que cualquiera diría que no son relámpa¬gos, sino las luces de un pueblo de mar. Pero todos bien sabemos que por aquí no hay mar. Y mucho menos pue¬blo. Estamos solos. A mí no me gusta vivir tan lejos de la gente, pues se pasa uno la vida entera viendo visiones.
Y lo peor es que nunca se puede decir si son visiones o no lo son, porque no hay más nadie por todo este lugar.
Y solamente estamos nosotros para verlas. Hace un tiempo salí del cuarto para ir al excusado y a mitad del camino me tropecé con una araña gigante que tenía la ca¬beza de mujer, y que lloraba a lágrima viva. Yo me asusté muchísimo cuando la vi, pero como vi que lloraba, me dije: es una persona. Y me fui acercando poco a poco.
-¿Qué quieres? -le dije yo, casi sin temblar.
Entonces ella, moviendo todas sus patas, me dijo:
-¡Que mates a mis hijos! Ya hace una semana que los traigo a cuestas y me están traspasando las tripas.
Yo miré para el lomo de la araña con cabeza de mujer y pude ver un grupo formado por arañitas de muchos ta¬maños que se movían sin parar y clavaban, furiosas, sus patas en la espalda de la madre, que lloraba y lloraba sin poder hacer nada. «Ven para que comas», me dijeron las arañitas, y siguieron escarbando con las patas. Y como de verdad yo sentía deseos de subirme sobre la araña y em¬pezar a comer: lo único que pude hacer, para salvarme, fue echar a correr hasta la casa y acostarme, sin haber ido al excusado, aunque ya no me hacía falta, pues se me ha¬bían ido los deseos. Pero el problema es que solamente yo vi la araña grande con cabeza de mujer. Y ahora nadie me lo quiere creer, y cuando se lo dije a mamá ella me dijo que yo estaba más loco que abuela. Y abuela se per-signó cuando se lo conté, y tirándose de rodillas frente al fogón, me dijo: «Estás embrujado». Y abuelo se me rió en la cara, y me respondió, diciendo: «Comemierda, faino, ¡ya estás igual que tu abuela, que donde quiera ve a un fantasma! iCamina a buscar los terneros, que ya es tardí-simo y todavía no hemos hecho ni la primera ordeñada. El único que me hizo un poco de caso fue Celestino, a quien se lo dije en cuanto me metí en la cama. Él me contestó, medio dormido y medio despierto: «Otra vez la araña. Déjala tranquila, que ella hizo lo mismo cuando era chiquita». Y se terminó de dormir. Yo no supe ni qué pensar: él había dicho «otra vez» y yo era la primera vez que la había visto y que se lo había dicho. ¿Sería que él la había visto antes? Pero, ¿por qué no me lo dijo, si él y yo siempre nos decimos las cosas que hacemos solos, que ya son muy pocas, porque siempre andamos juntos?... Ahora sí que no tengo escapatorias: la lanza de mi ma¬dre ya corre y resbala en un no sé qué tipo de cosquilla tan puyante y caliente. Mi abuelo levanta el hacha lo más alto que puede, con las dos manos, y afina la puntería, «en mitad de la cabeza», parece que piensa, y sus ojos brillan como los de los gatos cuando ya todo está oscuro. Mi abuela, muy tiesa, permanece tranquila, con otra ha¬cha jugueteándole entre las manos, mientras puntea con los dedos el filo. Ella es insoportable y a la vez cobarde, y por eso espera a que la lanza de mi madre me haya tras¬pasado las tripas, y a que el hacha de mi abuelo haya he¬cho dos jicaras de mi cabeza, para entonces dar el golpe final, y luego decir que no fue ella la culpable. «iVieja ga¬llina!», le digo yo, con la boca bien cerrada, «a que no te atreves a ser tú la primera en darme el hachazo.» Al fin co-mienzan los cantos más abajo de los dientes de perros, los cubos de agua en el patio, las hormigas con alas. El hacha de abuelo brilla y yo empiezo entonces a llorar por lo bajo, para que nadie pueda asustarse (ni yo mismo). Pero de todos modos yo sé que estoy llorando, y no importa que sea alto o bajito: en fin de cuentas, soy también una gallina. Tan gallina como mi abuela, y pienso: total, ya que voy a llorar, y los demás lo saben, mejor será que llore a gusto. Y doy unos berridos tan altos que el cielo hace «Pasf», y se raja en cuatro partes... Fue entonces, por primera vez, cuando vimos a Celestino, allá, bajo las grandísimas al¬mendras de la arboleda, escribiendo y escribiendo en los troncos y en los gajos de las matas, la más larga de todas las poesías. Yo lo vi, y dejé de gritar, aunque no sé por qué, pues yo no sabía siquiera que el garabateo que él es¬taba haciendo con su cuchillo fueran poesías ni cosa que se le parezca. Y no me explico cómo es que mamá, abue¬lo y abuela se pudieron enterar en ese momento, pues ellos son tan brutos como yo, o quizá más, y ninguno sabe ni la o. Pero el caso es que me dejaron, sin darme un rasguño, y corriendo como centellas se abalanza¬ron sobre Celestino, diciéndole palabras tan grandes, que ni el mismo abuelo, cuando le cae atrás a la yegua, sin poder cogerla, las había dicho antes. Celestino, al ver que se le acercaban con las hachas y la lanza, no hizo ni el más mínimo intento de salir corriendo. ¡El muy sana¬co, se quedó tranquilo! Y lavado en lágrimas dijo, expli¬cando: «¡Déjenme terminar, que ya falta muy poco!...». Luego, yo no supe qué fue lo que pasó, porque un grupo de hormigas rabúas me estaban comiendo los pies, y a mí me dio tanta rabia que salí corriendo para el río, y allí me tiré de cabeza para que las desgraciadas de las hor¬migas se ahogaran. Pero el caso es que ese día no le hi¬cieron nada a Celestino, y todavía él no ha terminado de escribir esa poesía. Y anda, el pobre, como un alma en pena: robándose cuchillos y secando matas y más matas, que el abuelo enseguida tumba de un hachazo. A mí me da mucha pena con los árboles; sobre todo con los úpitos, que se ponen tan bonitos cuando llega el mes de enero. Me decía antes mi madre que los úpitos se estiban así de flores para esperar a los Reyes Magos, con el suelo ta¬pado, y que ellos no se dieran cuenta que en esos lugares no había nieve, sino fango. Pues, según ella, si los Reyes llegan a descubrir algún día que en estos lugares no hay nieve, no volverán más nunca. Y es posible que esto sea verdad, pues desde que empezaron a secarse las matas de úpitos los Reyes se han olvidado de mí, y el año ante¬pasado no me trajeron siquiera la linterna sin pilas que pedí a voz en cuello, y que tanta yerba, ide bobo!, arran¬qué por gusto. Sí, es verdad que me da pena ver a las matas secándose, y mucha lástima me da ver cómo abuelo las tumba a hachazo limpio, aunque sea una mata de mangos o de guao. Me da mucha pena, pero qué puedo hacer... Hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas.
-¿Cómo hacen las hachas?
-Hacen pazzzzzz, como si fueran espíritus que andan maullando por los aires.
-¿Cómo hacen las hachas?
-Hacen pazzzzz... Pazzzzzz.
Hachas y ruidos de hachas es lo único que se ve y oye en esta casa de hachas, forrada de hachas y repleta de hachas que cuelgan del techo, de los cujes, de la cumbrera. Que forman el piso, el corredor, las canales. Y hasta las estacas con las que abuelo ha hecho una mesa para po¬ner las hachas están repletas de hachas.
Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas... Y Celestino, como un loco, escribiendo hasta en los gajitos más finos de las matas de tribulillos.
Hachas... Y los árboles hacen «craannn», y caen de un solo tajo, pues este viejo maldito ha cogido una fuerza y una puntería terrible, y los otros días vi que desde el po¬trero cogió el hacha, la meció dos o tres veces en el aire y, lanzándola con todas sus fuerzas, la mandó hasta la mata de guanábanas y la hizo añicos. Y abuela, que cree hasta en los relinchos de los caballos, salió, echando maldicio¬nes, desde la cocina, pues, según ella, esa mata era santa, y ahora se nos puede revirar. Y caernos un rayo y todo.
Hachas... Y los rayos ya campean por dentro de la casa, y nos mientan hasta la madre. Y nos dicen hasta del mal que vamos a morir.
Hachas. Hachas. Hachas... Y yo tengo un miedo enorme a que algún día a Celestino le dé la idea de escri¬bir esos garabatos en su propio cuerpo.
Hachas hachas hachas hachas hachas
hachas
hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas
Hachas...
Hachas ...
Si no suenan las hachas yo no puedo dormir. Hachas..¡
-¿Oyes cómo suenan las hachas del abuelo?
-Sí, ya las oigo.
-¿Falta mucho para que termines de escribir esa poesía?
-Sí.
-¿Mucho mucho?...
-Muchísimo. Todavía no he empezado.
Hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas hachas hachas
hachas hachas hachas
hachas.
Hachas.
Hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas... Si no suenan las hachas yo no puedo dormir. ¿Que no paren!
iQue no paren!
¡Que no paren!
Hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas chachas hachas ¡Que no paren! que no paren que no paren que no paren que no paren que no paren. Hachas hachas hachas hachas
hachas
hachas
hachas
hachas
hachas
hachas
hachas
hachas
hachas
hachas
hachas
hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas
hachas hachas hachas hachas hachas
hachas hachas hachas
hachas hachas hachas
hachas hachas
hachas hachas
hachas.
Hachas.
Hachas.
Hachas.
Hachas hachas hachas... «Qué bonita es esa linterna», me dijeron todos los muchachos. «Me la trajeron los Re¬yes», dije yo, y todos se empezaron a reír a carcajadas. Hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas... ¿Por qué se ríen?... Hachas hachas hachas hachas hachas.
-¿Por qué se ríen?
-¡Hachas! ¡Hachas! ¡Hachas! ¡Hachas! ¿Quién te dijo que habían sido los Reyes, so comemierda?
Hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas...
-Yo que los vi. Nadie me lo dijo: yo los vi bien claro.
-Ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja.
Hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas.
-Es una linterna de mentira. A ver, ¿a que no nos alumbra la cara?
Y entonces yo levanté la linterna y les alumbré la cara a los muchachos.
-¡Qué has hecho!
-Hachas hachas hachas hachas -dije yo, muerto de risa. Y entré en mi cuarto, donde estaba esperándome todo el mundo. Y levanté la linterna, y le alumbré la cara a todo el mundo.
-¡Culebras mías, levántense y díganse culebras!
Y todo el mundo se levantó y se dijeron culebras. Y yo me volví a reír a carcajadas... Hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas ha¬chas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas... Y la linterna, al fin, dio un salto y le alumbró la cara a mi abuelo allá, debajo de las grandes matas de laureles (donde una vez yo mismo le hice un nido a la tojosa), dándole el hachazo más fuerte que yo he visto en mi vida a un árbol. Todas las matas de los laureles empezaron a soltar unos gritos muy roncos, luego empezaron a dar maullidos, algunos relinchos y, por fin, comenzaron a piar, a piar, a piar, como los pichones de la tojosa, que ya se venían abajo, con gajo y todo. Yo fui a sujetar las matas, pero pensé que si lo hacía los troncos me aplastarían al caerme encima. «No las tumbes.» «No las tumbes», le dije yo al abuelo. «No las tumbes, que allá arriba hay un nido de tojosas con pichones y todo»... Hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas ha¬chas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas ha¬chas hachas hachas... Y volvieron a maullar las matas. Y después el abuelo cogió y me dio un hachazo a mí, pero yo no maullé ni nada. Me quedé muy tranquilo, re¬costado al suelo y a los troncos caídos, y vi a una hor¬miga que se estaba comiendo una cáscara de naranja, sin quitarle siquiera el fango que tenía pegado. Luego cerré los ojos y empecé a ver que la hormiga me cogía con sus patas y me llevaba para su casa, más abajo del hueco del excusado, donde siquiera la peste llegaba nunca. Acá.
-¿Ya te dormiste?
-No. Todavía.
-Debe ser tarde.
-Debe ser tarde.
-¿Oyes ahora el escándalo de las hachas?
-Sí que lo oigo.
-Esta noche tengo miedo.
-Y yo.
-¿Mucho?
-Más que tú.
-¿Todavía falta mucho para que se termine la poesía?
-Cantidad.
-¿Cuánto tiempo?
-Todavía no he empezado.
-Tápame la cabeza con la sábana.
-Ya la tienes tapada.
¡Cuando deje de llover saldremos otra vez a coger peces de fangueros! ¡Qué sabrosos son los peces de fangue¬ros! Abuela, siempre que nos ve venir con ellos, se pone a pelear, y nos dice: «Boten esa basura que saben a palo podrido». Pero no lo hacemos, y como ella no nos deja que los cocinemos en el fogón: nos vamos para el monte. Y allá, del otro lado del río, empezamos a cocinar los pe¬ces. Celestino trae tres piedras grandes, y yo salgo a bus¬car leña seca. Luego ponemos los peces a la candela, y vigilamos cómo hierven, hasta que se van poniendo ro¬jos, y los podemos comer. Algunas veces los dejamos hir¬viendo y nos vamos a bañar en el río. En el río.
-Ya no queda casi ningún árbol en pie. ¿Qué vamos a hacer ahora? El sol nos achicharra y ya tú no puedes se¬guir escribiendo la poesía.
-No te preocupes, que ya he sembrado muchísimos y dentro de un rato estarán así de grandes.
-¿Apago la luz?
-Sí, pero enciéndela primero.
Hoy llegamos al río más temprano que nunca. Toda¬vía es de madrugada, y el traqueteo de las ranas se oye clarísimo. De vez en cuando un grillo hace pizzzzzz y se vuelve a callar. Anoche yo fui a coger un grillo y me levanté de la cama, pero por mucho que lo busqué no pude hallarlo, y el muy condenado seguía sonando y so¬nando. En cuanto me tapé la cabeza y empecé a que¬darme dormido, el grillo, en mis oídos, volvió a chirriar, más fuerte que antes, y yo me incomodé tanto que me senté en la cama y me pasé toda la noche en vela. Pero no volvió a chistar. Y ya no me preocupa que chille o no. Por mí se puede destornillar la garganta... Hace días que Celestino no escribe en los troncos de las matas. Es muy raro. Todos en la casa estamos muy impacientes por ver lo que pasa. Pero nadie se atreve a decirle nada.
Ya el barrio entero sabe que Celestino escribe poesías, a pesar de que nosotros vivimos lejísimos de todo el mundo. Y nadie saluda ya ni a abuela ni a abuelo ni a ninguna de las personas de esta casa. Aunque a mamá no la saludan desde mucho antes: desde que mi padre (que yo no sé ni quién es) la trajo un día y, a voz en cuello, en mitad del camino, le gritó a abuelo, diciéndole: «Ahí le dejo su piltrafa». Y se fue como si tal cosa, sin mirar para atrás siquiera. Desde entonces nadie en todo el barrio le da ni los buenos días a mi madre, pues ellos dicen que cuando un hombre bota a su mujer es porque ésta hizo algo malo. Pero yo sé que mi madre no hizo ni pizca de nada malo, y si mi padre la tra¬jo otra vez para casa de abuelo fue, seguro, porque él quería soltar el paquete y seguir solo por ahí... Abuela y abuelo le han cogido un odio a Celestino que no lo pueden ni ver en pintura, y ahora con eso de las poesías más todavía. Mi madre no sabe de qué lado ponerse, pero ella está empezando también a cogerle odio a Ce-lestino porque yo le hago más caso a él que a ella y ya ni siquiera la ayudo a regar las flores, como hacía antes. Aunque, eso sí, yo soy el que tengo que cargar con toda el agua para que ella la malgaste, regando hasta las ma¬tas de ortigas. En cuanto a Adolfina, sólo sabe pelear y pintarse la cara y los brazos con tierra blanca y limón... El problema es que el único que está de parte de Celes¬tino soy yo. Yo, que en definitiva, no sirvo para nada. Yo, que nada puedo hacer en esta casa por él. Y muchas veces cuando quiero hacer bien, como soy tan bruto, pues lo que hago es que me enredo, y todo sale mal. Pero de todos modos yo estoy de parte de él, y él lo sabe y se alegra mucho. Los dos nos alegramos mucho. Llegamos a la casa ya oscureciendo. Mi madre está en el patio, con las matas, esperando a que yo le traiga el agua para empezar a regarlas.
-Se ha secado la mata de sandoval -dice, y enseguida mira para Celestino, como si él tuviera la culpa.
-No te preocupes, que le echaremos agua, y tú verás como enseguida vuelve a vivir -digo yo, y voy hasta la co¬cina para coger la vara y las latas.
Celestino quiere siempre ayudarme a buscar el agua, pero yo le digo que no, que me deje a mí solo porque si mamá me ve con él cargando el agua se pondría muy triste. Entonces él va conmigo hasta el pozo, y yo casi ni siento el peso de las latas llenas.
En el segundo viaje de agua que di, mamá me dijo, muy llorosa: «Todas las matas de sandoval se han seca¬do». Y volvió a mirar a Celestino. Entonces él se fue para dentro de la casa.
-Ya se fue -le dije yo a mamá.
Y ella volvió a decir «todas» y empezó a hablar sola, mientras se pasaba las manos enfangadas por los ojos y por la cara, como si todavía fuera un muchacho chiquito. Yo no quise seguir conversando con ella, pues últimamente está muy tristona y llora por cualquier bobería. Y entonces fui para el pozo, por el tercer viaje de agua... Allí me la en¬contré: flotando a flor de agua. Y cuando, sin darme cuenta, la golpeé con el fondo del cubo, me contestó con voz atronante, como si hablara desde el último recoveco de una cueva muy honda: «Todas». Y comenzó a repetir lo mismo y lo mismo.
Yo traté de sacar a mi madre del pozo. Pero ella no quiso salir. Y, con la cara muy mojada (no sé si por las lá¬grimas o por el agua), me dijo: «Vete, que yo aquí me siento muy cómoda».
Y yo me fui con las latas vacías.
Y en cuanto le di la espalda al pozo oí un sollozo muy grande que salía de allá adentro, y me sentí tan triste que di un tropezón y caí al suelo con latas y todo. Me sentí muy triste, pero no quise volver al pozo porque ya ella me había dicho bien claro que la dejara sola. Y seguí con las latas vacías, rumbo al patio de la casa.
-Pero, muchacho, ¿qué te pasa que vienes con las la¬tas vacías? -me dijo ella, muy asombrada, mientras re¬sembraba las matas de sandoval.
-¡Nada! ¡Nada! -dije yo, y, dando un grito bien ba¬jito, que nadie (ni yo mismo) lo llegó a oír, me vine corriendo de nuevo al pozo, y llené corriendo las latas de agua, mientras me decía: «Y Celestino, ¿dónde se habrá metido Celestino?...». Y no pudiendo contenerme: me asomé al pozo. Y allí nos vimos: los dos muy juntos tem¬blando, ya con el agua al cuello, y sonriendo al mismo tiempo para demostrarnos que no teníamos ni pizca de miedo.
De nuevo has vuelto a escribir poesías. Esta vez con más furia que antes, ahora todo el barrio sabe quién eres. Ya no tienes escapatorias. Abuela dice que se le cae la cara de vergüenza al pensar que a uno de sus nietos le haya dado por esas cosas. Y abuelo (con el hacha siempre a cues¬tas) no hace más que maldecir.
Otra vez estás escribiendo poesías, y yo sé que no vas a parar nunca. Es mentira que algún día piensas terminar, aunque me lo digas, yo sé que es mentira. Mi madre tam¬bién lo sabe y no hace más que llorar. En cuanto a mis tías, no hacen más que mormollar.
Ya todo el mundo te odia.
Ahora oigo cómo mormollan en la cocina. Hablan. Hablan. Hablan: están buscando la forma de matarte. Es¬tán buscando la forma de matarte. Están...
Si yo pudiera hablarte te diría algo, aunque no sé lo que te diría, pero no puedo: me han cosido la boca con un alambre de púas y una bruja me acompaña siempre con un garrote, y al primer intento de decir «hmmmm», que es lo único que puedo decir, la bruja coge el garro¬te que le revolotea sobre la cabeza, y me da un garrotazo. ¡Desgraciado! No haces más que mortificarme.
¡Qué haremos ahora que ya todos saben quiénes so¬mos! Es casi seguro que nos están buscando debajo de las camas, y cuando no nos encuentren allí nos buscarán de¬trás del armario, y si no estamos allí: se subirán al techo, y buscarán. Y registrarán. Y lo revolverán todo. Y nos ha¬llarán. No hay escapatorias... ¡Y todavía tú sigues escri¬biendo!
Hoy, Celestino y yo nos hemos pasado el día entero sacando tierra colorada de atrás de la casa para hacer un gran castillo, igual al que vio él una vez en el libro de muchas letras y dibujos de colores. ¡Más lindo todavía que ése! Porque el de nosotros será un castillo de verdad y no como ese que él me enseñó que, en fin de cuentas, no es más que un papel coloreteado.
-¿Cuántos cuartos le vamos a hacer al castillo?
-Cien.
Al castillo le vamos a hacer cien cuartos.
-¿Y cuántos pisos va a tener el castillo?
-Diez.
El castillo va a tener diez pisos.
-¿Y cuántas torres?
-Una sola, pero bien grande.
Al castillo nada más le vamos a hacer una sola torre, pero bien grande; tan grande que casi va a llegar al capu¬llo de la mata de ceiba, pues lo estamos haciendo debajo de ella, para no asarnos al sol. Ya hemos amontonado una cantidad enorme de tierra roja. Ahora le echamos agua y la batimos, y ya tenemos la mezcla. Las piedras las hemos recogido por la mañana. Y ya tenemos reunidos todos los materiales en el tronco de la mata. Ahora sola-mente nos falta empezar a construir. Y ya.
Todo el día nos lo hemos pasado trabajando en el gran castillo de diez pisos y cien cuartos. En él van a vi¬vir todos los pomos. Todos los pomos que abuela guarda en la locera vieja y que nosotros pensamos robárse¬los y mudarlos para este lugar, donde van a estar mucho más cómodos que allá, dentro de la locera, donde viven ahora apretujados unos contra otros y teniendo que com¬partir el lugar con las cucarachas y las arañas bravas. Pero acá van a vivir como si fueran reyes..., aunque to¬dos no van a poder vivir de ese modo. Celestino y yo ya tenemos planeada la forma en que vamos a dirigir el cas¬tillo: Primero vamos a poner un rey y una reina, que van a vivir en el tercer piso. Todo ese piso será para ellos solos, y les vamos a poner hasta una piscina, y las pare¬des las adornaremos con muchas flores, para que pa¬rezca el lugar donde debe vivir un rey. Después vamos a formar los príncipes de todos los tipos: malos, buenos, feos, jóvenes y ancianos; y después las princesas y demás gentes que tenemos que casar para que quepan en las cien habitaciones, pues los pomos son muchos ya que abuela siempre se ha dedicado a recogerlos hasta de adentro de los mayales, y ya la locera está estevada de tantos pomos, algunos apestosos y sucios y llenos de bichos muertos.
Ya casi oscureciendo, y con el fango cubriéndonos la cara, los ojos y todo el cuerpo, empezamos a brincar de alegría, ¡pues al fin hemos terminado el castillo de tierra colorada!
Ahí está, con su gran torre, que aunque no llega al ca¬pullo de la mata de ceiba, es una torre muy alta. Ahí está con sus cien habitaciones y sus diez pisos. Todo rojo y adornado por dentro con muchas flores de úpito, tan unidas unas con otras, que nadie puede decir que las pa¬redes son de tierra enfangada. La Reina se pasea muy oronda por todo el castillo. Inspecciona, da órdenes, se sienta y vuelve a pararse; se zambulle en la piscina y se seca corriendo. Se viste y se vuelve a desvestir. Y luego sale al gran corredor del frente, desde donde se divisan todos los soldados, que a un mismo paso marchan y mar¬chan en forma incansable. Al Rey todavía no lo hemos podido conseguir, porque queremos que sea una botella de Agua de Florida, que abuela tiene escondida debajo de la cama, pues todavía le queda un poquito de esencia. Pero de todos modos Celestino y yo tenemos planea¬do ponerle el Agua de Florida en otro pomo y traernos la botella para el castillo, y hacerla rey. Y mientras no la consigamos, será la Reina la que se encargue de dar las órdenes.
Esta noche hay una fiesta muy grande en el Castillo de Tierra Colorada. Desde muy lejos se ven parpadear las antorchas, que centellean en las cuatro esquinas del reino. Las mujeres visten trajes muy largos y llevan mu¬chas flores en el pecho y en la cabeza. Los hombres están muy tiesos y se pasean con las manos en la espalda, salu¬dándose con pequeñas sonrisas, que no son más que esti¬ramientos de labios que no llegan nunca a enseñar los dientes. La música ha comenzado a oírse por primera vez, mientras de todos los pisos bajan y bajan más invita¬dos, hasta quedar repleto el salón.
Hasta la puerta del castillo llegamos Celestino y yo, con el fin de ver la fiesta y comernos algún que otro pe¬dazo de dulce. Llegamos a la puerta y tratamos de entrar, pero los centinelas nos detienen con sus grandes espadas y nos gritan: «¡Atrás!».
-Qué tontos son -les digo yo-; ¿no ven que nosotros fuimos los que hicimos este castillo y los que los hicimos a ustedes?
Pero nos contestaron en la misma forma que ya lo ha¬bían hecho: gritándonos «¡fuera!», y en un tono tan serio y apuntándonos con tanto tino en el pecho, que no vol¬vimos a decir ni media palabra. Celestino y yo miramos y empezamos a bajar la gran escalinata, aún olorosa por las flores de úpitos, que tanto trabajo me dio a mí cortar de los altísimos gajos de las matas recién florecidas.
-¡Atrás! -volvieron a repetir los centinelas, a pesar de que ya nos marchábamos. Y a mí me dieron entonces unas ganas muy grandes de empezar a reírme a carcaja¬das. Pero no lo hice, pues pensé que eso hubiera inco¬modado aún más a los guardianes, y, a lo mejor, hasta me hubieran muerto allí mismo. Ya en el lugar más bajo, donde comenzaban a levantarse las primeras piedras que formaban la gran casa, nos detuvimos. El rumor de la música nos vino entonces, así, un poco lejano, confun¬dido con la risa y el cuchicheo alegre de los invitados. De pronto vimos cómo todos salían a los balcones y empe¬zaban a bailar, casi en la oscuridad. La música, por unos momentos, se hizo más clara -aunque a lo mejor fueron solamente ideas mías-. Luego casi dejó de oírse. Yo miré para la cara de Celestino. Y lo vi muy serio.
-¿Qué te pasa? -pregunté, sin abrir los labios.
-Este castillo está todavía sin terminar -me contestó, en la misma forma en que yo le pregunté.
-¿Por qué dices eso? ¿Qué le falta?
-Algo muy importante. ¡Hemos sido unos tontos!
-¿Qué cosa es lo que falta? Dime.
-Qué cosa va a ser: el cementerio.
-¡Es verdad!...
Y así seguimos mirándonos muy fijos, hasta que al fin decidimos abrir los labios y empezar a conversar.
-Mañana tenemos que terminar el castillo -me dijo
Celestino en alta voz, pues la música casi no nos dejaba oír nada.
-¿Qué le falta? -pregunté yo, haciéndome el que no lo sabía.
-El cementerio... -dijo él, despreocupado, mientras se comía unas malvas muy finas.
-Ah, es verdad -dije yo-. Bueno, de todas formas mañana lo podemos hacer.
Y nos fuimos corriendo de la mata de ceiba, pues ya era de noche tarde, y por ese lugar, según dice la gente, sale, cuando está oscuro, una mujer vestida de blanco, con las manos alargadas hacia delante. Y, yo no sé si será verdad, pero, según mi madre, al que esa mujer le sonría amanece muerto.
¡Qué neblina hay esta mañana! A tientas vamos ca¬minando hasta el castillo, y sólo nos podemos guiar por el enorme bulto blanco que se confunde con las nubes y, que si no estamos equivocados, es la mata de ceiba. A Celestino no lo veo, pero sé que va muy cerca de mí, pues de vez en cuando oigo como si respirara. Desde la casa llegan ahora las voces de mamá y de abuela, que nos llaman peleando para que vayamos a tomar el desayuno. Pero nosotros no les hacemos caso: no tenemos hambre y lo que queremos es llegar corriendo hasta la mata de ceiba para poder terminar el castillo y enseñárselo a los primos, que ya están al llegar para la fiesta de Navidad. ¡Cuánto embullo hay para esa fiesta! Celestino y yo hici-mos los apuntes y encargamos muchos turrones y hasta una botella de vino, aunque es casi seguro que la botella de vino no nos la compre el abuelo. Pero de todos mo¬dos no importa, ya que si él no nos la quiere comprar, entonces nosotros la robamos el día de Nochebuena y en mitad del alboroto, para que nadie se dé cuenta. Ésta es la primera Nochebuena que Celestino y yo vamos a pasar juntos. ¡Cómo pensamos divertirnos!... El griterío de mamá y de abuela se hace ahora más alto. Poco a poco la neblina va disminuyendo y ¡qué bueno!: el gran bulto blanco es la mata de ceiba; y casi desmoronamos con los pies el castillo, de lo cerca que estamos de él.
-¡Muchacho, es que no piensas venir a desayunar!
-¡Desde que está ese Celestino aquí ya no me hace caso!
-¡Qué desgracia la de nosotros: habernos caído en¬cima ese moscón!
-¡Muchacho! ¡Muchacho!...
Mamá y abuela se han encaramado en lo más alto de la mata de ceiba, y desde allá arriba nos llaman a gritos. Pero nosotros no les ponemos atención y hacemos como si estuviéramos sordos, pues no podemos perder tiempo ya que todavía no le hemos hecho el cementerio al casti¬llo, y para esta tarde debe estar terminado.
Celestino está lavado en sudor. Ha recogido una can¬tidad enorme de piedras y ha abierto un hueco grandí¬simo, para sacar más tierra colorada y poder terminar el cementerio, pues con la que había no alcanzaba ni para empezar y él dice que el cementerio debe ser muy grande: mucho más grande que el castillo, pues aquí van a estar mucho más tiempo que allá, y deben sentirse bien cómodos. Ahora abuela y mamá nos han empezado a ti¬rar pedazos de gajos, y yo estoy pensando que lo mejor sería caerles a pedradas a las dos para ver si están tran¬quilas. Pero Celestino piensa que lo mejor es no moles¬tarlas y dejarlas allá arriba, siempre y cuando no estro¬peen las paredes de fango del castillo.
Al fin hemos terminado el cementerio. ¡Qué grande es! Tan grande que aunque quisiera mirarlo de un solo vistazo no podría, y tengo que caminar mucho para poder hacerme una idea del tamaño que tiene. Yo no sé: pero a mí me parece que esto es una barbaridad. ¿De dónde vamos a sacar tantos pomos para poder enterrarlos en este cementerio? La mata de ceiba quedó en mitad de los panteones, y desde lo alto de sus gajos, abuela y mamá han empezado a llorar... A mí me da mucha pena con mi madre, pues yo bien sé que las espinas de la mata de ceiba le deben de estar pinchando las nalgas, pero no puedo subir y ayudarla, pues si baja ella, tendré que que¬darme yo arriba, y yo no quiero pasarme la vida en-caramado en una mata de ceiba y menos de esta mata, que, según abuela, está embrujada y sirve de pararra¬yos para todo el barrio. No. Que le caiga el rayo a otro, pero a mí no.
-Ven acá corriendo -me dice Celestino, desde una de las esquinas del cementerio. Echo a correr y, enfangado hasta el cuello, llego hasta donde él me espera, sentado sobre el panteón más grande de todo el cementerio-. Mira qué panteón más enorme -me dice-; lo hemos hecho sin darnos cuenta. Aquí cabemos los dos juntos. Ven. Acostémonos para ver si es verdad.
Nos hemos acostado en el gran panteón, adornado con flores de úpitos, y al cabo de dos o tres siglos yo miro a Celestino y doy un grito y entonces él me mira y da otro grito grandísimo. El coro de brujas se acerca en¬tonces, cantando, cantando, cantando... Canta el coro de brujas, y luego nos ha besado...
El coro de brujas nos ha traído hoy un ramo de úpitos. El coro de brujas danzó sobre el gran fanguero. El coro de brujas se acostó con nosotros y nos di¬jo: «Qué tal, qué tal, qué tal».
-Sí que es grande -dije yo, riéndome. Y entonces él se rió muy alto; tanto, que mi madre y mi abuela se asustaron mucho y emprendieron el vuelo, ahuyentándose como dos exhalaciones, de la mata de ceiba.
-Los dos cabemos aquí -dijimos al mismo tiempo.
Y después no volvimos a decir ni media palabra, porque ya cada uno sabía lo que el otro iba a decir y entonces, pues, ¿para qué decirlo? Y empezamos a sacar una hormiga que se había colado en el panteón y lo llenaba casi por com¬pleto. ¡Si la hubieras visto!: era una hormiga muy graciosa que nos dijo: «Cómo andan», y hasta pidió permiso y todo para entrar. Pero lo más bonito del caso fue que cuando pi¬dió permiso no esperó a que nosotros se lo diéramos, y en¬tró. Y ahora estamos corriendo como unos locos detrás de ella, pero la muy viva no quiere salir de ahí. Por fin, entre Celestino y yo, la podemos agarrar por las patas, y la le¬vantamos en vilo, para impulsarnos y tirarla para afuera.
Y ya la íbamos a tirar cuando la hormiga nos empezó a ha¬cer cosquillas con las patas de atrás, y nos dio tanta risa que ella se pudo zafar de nuestras manos; y entonces nos siguió haciendo cosquillas y más cosquillas, y ya ni Celes¬tino ni yo podemos aguantar el dolor de estómago, y se¬guimos riéndonos a más no poder, con carcajadas tan enormes que nos tapamos los oídos uno al otro. «Qué hor¬miga más desgraciada», me digo yo, sin dejar de reírme; y ella, que parece que es también adivina, me hace más cosquillas, y como ya no puedo aguantar, empiezo a dar maullidos y a retorcerme contra la pared, forrada por las flores de úpitos. Hasta que al fin la hormiga parece que se cansa de hacernos cosquillas, y nos deja tranquilos. Pero ya nosotros estamos impulsados y no podemos dejar de reírnos, aunque nadie nos haga cosquillas.
-Qué calor más insoportable: mejor será que nos des¬tapemos.
-Pero si ya estamos destapados...
-De todos modos nos ahogamos del calor.
-Es la primavera. -Este lugar es así.
-Tenemos que hacer algo para cambiarlo. -Sí. Vamos a pensar los dos al mismo tiempo. A ver qué cosa se nos ocurre. -Vamos...
-¿Ya estás pensando? -No.
-Yo tampoco.
-Empecemos de nuevo.
-¿Ya?
-Todavía.
-Voy a dar tres palmadas, cuando termine empezamos.
-¿Ya?
-Ya...
Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Hachas. Ha¬chas; hachas; hachas; hachas; hachas; hachas; hachas; hachas; hachas, hachas, hachas, hachas, hachas, hachas, hachas, hachas, hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachashachashachashachashachas hachashachashachashachashachashachashachashachas...
-Ya casi es de día y todavía no he pegado los ojos.
-Yo tampoco.
-¿Pudiste pensar en algo para hacer que desaparezca la primavera?
-Sí.
-¿Qué es?
-Ay, ahora se me ha olvidado. ¡Pero sé que a media¬noche se me ocurrió una idea maravillosa!...
-Pero, ¿por qué no la dijiste entonces?
-Sí te la dije; ¿no te acuerdas?
-No.
-Pues yo te la dije, lo que pasa es que a ti también se te ha olvidado.
-Vamos a dormirnos de nuevo para ver si se te vuelve a ocurrir la idea. Y si se te ocurre me llamas corriendo.
-Está bien. Ya estoy dormido.
-Yo también.
-Ya estoy soñando.
-Ya estoy soñando.
-¡Aquí está la idea!
-¡Ya la oigo! Pero se me olvida enseguida, una pa¬labra hace «páfata» y se lleva a la otra, y de la única que me acuerdo siempre es de la última. Trata de meter todo el sueño en una sola palabra para ver si así no se nos ol¬vida.
-No puedo.
-Trata.
-No puedo. Es un sueño larguísimo.
-Larguísimo...
-No lo puedo decir con una sola palabra.
-Palabra...
-Yo quisiera poder hacerlo así pero no puedo.
-Puedo...
-Fíjate si es largo el sueño que horita despierto y to¬davía no he terminado de soñar.
-Soñar...
Hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas ha¬chas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas hachas...
-Y tú, ¿quién eres? -dije yo.
-El duende -dijo el duende.
-¿Y qué quieres?
-El anillo de la Reina -dijo.
-¿Qué Reina? -La del anillo.
En enero las cosas cambian mucho. Aunque usted no lo crea éste es el único mes que no se parece a los demás meses del año. ¡Éste es diferente! ¿Por qué? Ah, yo no lo sé. Pero yo sé que es diferente. Adolfina canta mientras se embadurna de tierra blanca. Y hasta la voz de mi abuela cuando me dice «cabeza de alcornoque» y me da un estacazo en este mes es distinta. Celestino también cambia, aunque él me dice que son tonterías, yo sé que cambia. En este mes él escribe, como siempre, en los troncos. Pero no sé..., lo hace distinto y no es¬cribe tan rápido como en los demás meses. Quizás sea porque en esta fecha es cuando menos calor hace. O tal vez sea que los mayales se llenan de campanillas y se ponen tan blancos, que no hay quien se atreva a decir que es un mayal, sino muchos montes y más montes de campanillas de todos los tamaños. A mí me gusta mu¬cho caminar por sobre las campanillas sin «pisar tierra», y yo siempre convido a Celestino para jugar y él siem¬pre es el que pierde, porque ya yo conozco de memoria el juego y sé donde voy a poner el pie. ¡Sí que este mes es diferente! Y ya ni siquiera me acuerdo que los Reyes pa¬saron y no me trajeron ni hostia y que cada día nos estamos muriendo más de hambre. ¡Qué bueno es este mes! Lástima que haya años que no lo traigan... Ahora puedo correr y correr por entre las matas de guanina y revolcarme en ellas, y pararme y seguir corriendo, y su¬birme a lo más alto de la mata de higuillos, y desde allá arriba, lanzarme de cabeza al suelo. ¡Qué bonitas se ven las cosas cuando uno las ve de cabeza, momentos antes de estrellarse contra el pedregal! Yo no me canso de su¬birme hasta lo más alto de la mata de higuillos y tirarme de cabeza para ver las cosas distintas. Hasta que al fin ya me he tirado tantas veces, que la veo igual que siem¬pre, y entonces ya no me queda más remedio que seguir caminando con las patas para abajo; pero de todos mo¬dos algunas veces Celestino y yo nos cansamos de ca¬minar con las patas para abajo, de ir saltando de derriscadero en derriscadero mientras nos sujetamos a los bejucos de las matas al cruzar el puente (hecho de un solo palo) en un solo pie mientras la corriente mormollea allá abajo y nos dice: «caigan», «caigan que aquí abajo los voy a hacer trizas». Nos cansamos. Y entonces volvemos, como en el mes de enero, a alzar el vuelo.
Y lo alzamos. Y nos remontamos más alto que las nubes altísimas. Y empezamos a mortificar a las auras, que no hacen más que mirarnos asustadas... Un día yo cogí a un aura por las patas, cuando volaba más arriba de las nubes, de veras que la cogí y la halé lo más que pude, pero, de pronto, el aura se puso furiosa y se me reviró y me cayó a picotazos. Entonces yo me di cuenta que el aura que había agarrado era mi madre y mi abuela que andaban por allá arriba, quién sabe en qué bilonguería.
Y me remonté altísimo, tratando de huir de sus pico¬tazos.
-Desgraciado muchacho -me repetían mi madre y mi abuela, chillando entre las nubes y revoloteando endemo¬niadas-. Deja que te coja, te voy a estrellar contra la tierra.
Pero no me cogieron: hice cuarenta murumacas en el aire y por fin me pude sujetar a las patas de un aura de verdad, y escaparme de la mejor manera.
Cuando llegué al suelo alcé la vista y vi a la gran aura de mi madre y abuela cayéndole a picotazos a Celestino.
Y entonces traté de levantar el vuelo para ir a salvarlo. Pero por mucho que traté y traté no lo pude lograr, y ya cuando me parecía que lo iba a conseguir, llegó abuelo, sentándose en el taburete de siempre, y me dijo: «Tráeme agua para lavarme las patas». Y yo fui y le traje el agua, y cuando miré para el cielo ya habían desaparecido las auras, y Celestino también había desaparecido... ¡Sí que es lindo este mes de enero! Celestino se levanta bien tem¬prano, coge la trincha, baja por el arroyo y se pone a ga-rabatear los troncos de los árboles. Yo también me le¬vanto muy temprano y me pongo a vigilar en mitad del camino, y cuando veo venir a abuelo con el hacha al hombro, se lo digo a Celestino, y los dos salimos corriendo, y nos escondemos dentro del tibisal. ¡Sí que de verdad este mes es el mejor!: Celestino silba y todo, mientras hace los garabatos, y yo empiezo a sentirme ale¬gre. Tan alegre, que pienso que algún día él terminará de escribir, y que entonces volveremos de nuevo a tirarnos en yaguas por las lomas y haremos un castillo mucho más grande del que pensamos hacer. En todo eso pienso y para que él termine más pronto le digo que si quiere que lo ayude. Él me dice siempre que sí, pero, como saben ustedes, yo no sé escribir y no puedo decir nada... En¬tonces me pongo muy triste, y de nuevo comienzo a vi¬gilar el camino. Y así me voy olvidando de que soy un burro. Y olvidándome estoy cuando veo a un bulto que se acerca por el camino y empiezo a temblar, pues ima¬gino que es el abuelo con el hacha a cuestas. Pero no: es un viejito muy viejo el que se va acercando. El viejito viene caminando a tientas y de vez en cuando da un tro¬pezón y cae al suelo. Siempre que cae al suelo se pone en pie de un salto, y se echa a reír, y cuando la piedra con que ha tropezado no es muy grande hace «passh» y se la traga de un bocado. Pero cuando la piedra es muy grande se para encima de ella y pronuncia una jerigonza, que yo, por mucho que afilo el oído no entiendo nada, ni media palabra siquiera de su mormolleo. Por fin llega hasta donde yo estoy, entre tumbos, carcajeos y jerigonzas.
-iAlmojicas bravas! -dice, y da un cabezazo junto a mis pies. Pero enseguida se para, me mira por unos mo¬mentos, dejando de sonreír, y se desmanda a correr por todo el barracón del río. Yo me quedo lelo, mirando cómo desaparece entre el pedregal. Pero al momento me desatraco a correr detrás de él. Y al fin lo alcanzo. El viejo me mira, luego se sienta muy despacio sobre el pe¬dregal donde algunas veces llegan las corrientes del río, y empieza a llorar.
Lloramos casi hasta el anochecer. Lloramos, porque yo no puedo ver a nadie llorando sin que enseguida se me salten las lágrimas. «Eso es una mala maña», me dice siempre mi madre cuando ve que lloro porque los demás lloran. Pero a mí me gusta hacerlo. Y aunque no me gus¬tara tendría de todos modos que hacerlo.
-Soy el mes de enero -me dice el viejito, y de pronto, yo me doy cuenta que estoy conversando con un muerto-. No grites, por favor -me suplicó el muerto-. Si gritas yo también empezaré a gritar, pues en cuanto veo a alguien llorando empiezo también a lagrimear.
En ese momento Celestino venía del monte, con los brazos extendidos y el punzón, como siempre, clavado en mitad del pecho. Como una aguja en su agujero.
-Soy el mes de enero -me volvió a repetir el muerto.
Celestino se me acercó, con los brazos extendidos: «Soy el mes de enero».
Celestino se me acercó con los brazos extendidos.
-Soy el mes de enero.
Celestino se me acercó con los brazos extendidos.
-Soy el mes de enero...
Saltando de piedra en piedra, corriendo a través de los derriscaderos y los troncos, Celestino y yo cruzamos el potrero. El muerto aún nos persigue, y, de vez en cuan¬do, da un maullido.
-Es el mes de enero -le digo yo a Celestino, querién¬dole decir: «Por qué no lo esperamos, si ha sido muy bue¬no con nosotros», pero Celestino no me oye, y sigue mi¬rando a las lunas.
-Anoche -dice- te llamé muchas veces para ir a bus¬car una de las lunas. Pero tú no quisiste despertar.
-Debes de haber soñado, pues yo anoche no pegué los ojos.
-No. Sé que no soñaba, pues las arañas caminaban como siempre: por el techo de la casa...
-Yo soy el mes de enero...
-Entonces, cómo es posible que no me haya desper¬tado si no estaba dormido.
-Es posible que estuvieses soñando que no dormías.
-No, porque también veía muy claro a las arañas, cru¬zando por detrás de la noche: más arriba del techo.
-¡Soy el mes de enero!...
El muerto se ve cada vez más pequeñito, de lo lejos que se va quedando. Celestino se ha puesto muy triste, porque hubo un momento en que yo miré para atrás y le hice una seña al muerto. Es el mes de enero, le dije yo a Celestino, para contentarlo. Pero él no me hizo caso, y si¬guió triste. Casi de madrugada llegamos a la casa, pues nos alejamos muchísimo sin darnos cuenta, y el camino de regreso siempre se hace más largo; además, nos equi¬vocamos de casa muchas veces, y hemos llegado a otras, creyendo que eran la nuestra. En una de las que llegamos nos acostamos y después de acostados nos dimos cuenta que no era la de nosotros porque no había ni una araña en el techo. Ya Celestino estaba casi dormido cuando le dije que me parecía que no estábamos en el cuarto de no¬sotros. Él dio un salto sobre la cama, se asomó por las hendijas de las paredes y dijo: «es verdad»; y salimos corriendo de aquella casa tan extraña, que tanto se pare¬cía a la de nosotros. Aunque no me explico cómo pudi¬mos equivocarnos, pues esa casa tenía el pozo en la sala y en el brocal había una mujer muy chiquita, halando agua con una botella. Al vernos salir del cuarto la mujer se escondió detrás del pozo, y luego empezó a dar voces, diciendo: «Ahí van, ahí van». Y en verdad que íbamos, corriendo a más no poder. ¡Pero al fin llegamos a nuestra casa! ¡Qué silencio tan grande! Ni las chinches brincan hoy en el colchón cuando Celestino y yo, rendidos, nos tiramos al mismo tiempo en la cama, y nos tapamos hasta la cabeza con las sábanas.
-¡Qué extraño que abuelo no haya puesto un hacha debajo de la almohada!
-Es verdad. Parece que se olvidó.
-Crees que algún día podrás terminar de escribir lo que estás escribiendo. Ya voy teniendo tanto miedo: abue¬lo nos está siguiendo el rastro, y en cualquier momento nos hace picadillo.
-No sé lo que me falta todavía. ¡Pero ya siento que es¬toy al empezar!
-Yo creo que ya nosotros no tenemos escapatorias: ayer mismo vi a la abuela enterrando una paloma viva en la cocina...
-iNo puede ser!...
-Sí. Yo la vi.
-Pobre paloma, por qué no la sacaste.
-Fui a hacerlo, pero me dio mucho miedo. Y abuela, que parece que es adivina, cogió el cuchillo de mesa y me dijo: «¡Atrévete a desenterrar esa paloma viva, que ya verás como te agarro y te degüello como si fueras un ovejo!». Y yo no me atreví a desenterrarla, porque ella hubiera hecho lo que me dijo, pues tenía una cara que daba miedo vérsela.
-¡Vamos a sacarla ahora mismo!
-Ya debe estar muerta.
-No. Seguro que todavía está resollando.
Qué tontería la de Celestino: una paloma que abuela enterró ayer por la mañana, y pensar que todavía hoy va a estar viva. Bueno, pero de todos modos yo voy con él a la cocina, porque tengo mucho miedo de quedarme solo en el cuarto como están las cosas en esta casa, que cuando no es una mujer vestida de blanco es un perro con voz de gente, o una araña con cabeza de persona, pero algo siempre se nos aparece. No, yo no me quedo solo ni a jodia.
-¿Tú estás seguro que fue en la cocina donde ella en¬terró la paloma?
-Sí, segurísimo. Junto a una de las patas del fogón la enterró.
-¿Qué fogón?
-El fogón.
-¡Aquí no hay ningún fogón!
Celestino y yo nos hemos abrazado y nos sentimos temblar, y oímos cómo nos traquetean los dientes, del miedo que tenemos. De nuevo nos hemos equivocado de casa. Agazapados uno contra el otro, tanteamos en el aire, tratando de inventar el fogón, hasta que una carca¬jada estruendosa se oye muy cerca de nosotros. El mes de enero se nos aparece, con un candil entre las manos.
-Vengan -nos dice-. Hace rato que los vi acostarse en mi cama y me fui para el portal a cazar tataguas con el candil, pues ellas, las pobres, se ponen siempre a darle vueltas y más vueltas a la luz del candil, hasta que ya no pueden más y se tiran a la candela de la mecha. Vengan, que el candil ya casi no tiene petróleo.
Ahora corremos girando alrededor del candil, y ya es tanta la velocidad que llevamos que parece como si estu¬viéramos en el mismo lugar.
Miro la mecha momentos antes de coger impulso para lanzarme de cabeza contra ella. Miro la mecha. Doy dos o tres vueltas más en un segundo, y, al fin, me tiro a la candela. Celestino da un grito, y la mecha se apaga an¬tes de que yo llegue a ella.
-Se han salido con la suya -nos dice el mes de ene¬ro, y tira en un rincón el candil apagado-. Se han salido con la suya, pero escuchen ahora, les diré una palabra que se les olvidará en cuanto la oigan. Escúchenla... Ya la olvidaron. El día en que recuerden qué palabra es la que dije, se pegarán candela ustedes mismos.
Y dijo la palabra.
Y la olvidamos corriendo.
Y salimos desmandados de la casa, mientras el mes de enero se reía a carcajadas grandísimas, y nos decía: «Ya se acordarán algún día de esa palabra que les he dicho. Ya se acordarán».
Y al fin dimos con nuestra casa. Porque no podía ser otra que nuestra casa, aquella en que al entrar nos vimos dormidos en la cama, con la cabeza bien tapada y so¬ñando y soñando que habíamos olvidado todas las pala-bras del mundo y nos entendíamos ahora solamente por señales y muecas.
FIN
Ahora sí que nos estamos muriendo de hambre. Del maíz que se gozó no quedó ni una mata en pie, y ya en la locera no hay nada que se le pueda meter el diente. Abuela se ha ido poniendo flaca y flaca, y ya está que no puede ni con las patas. La pobre abuela. Ayer mismo se cayó delante del fogón y no pudo levantarse, tanta era el hambre que tenía. Mamá entonces la fue a ayudar, pero ella, que también está muy flaca, fue al suelo junto con la abuela. Las dos en el suelo, y sin poder levantarse, se mi-raron un momento. Y yo vi como un relampagueo que cruzó de los ojos de mamá a los ojos de abuela. Pero no se lo pude enseñar a nadie, pues el relampagueo desapa¬reció enseguida. Entonces yo sentí deseos de levantar a abuela y a mamá. Tuve deseos, pero no lo quise hacer porque pensé que si yo trataba de levantarlas me caería con ellas y tampoco podría ponerme en pie.
Sí que de veras nos estamos muriendo de hambre, to¬das las tías han espantado la mula del barrio y no vienen ni de visita. Se fueron con el que primero les dijo Ji. Sólo Adolfina se ha quedado cargando tierra blanca para lle¬narse los huecos de la cara... Abuelo salió desde muy temprano para el monte, a ver si encontraba algo de comer, y ya llega de nuevo, con el saco al hombro, pero va¬cío. «Qué será de nosotros», oí que dijo abuelo detrás del fogón apagado, y aunque él nunca llora, por poco llora. Y luego salió al patio, pero ya en el patio no quedan árboles, ni nada, porque todos los ha tumbado él. Abuelo siguió caminando por todo el patio y después fue hasta el pozo, allí estuvo un rato, recostado al brocal, y al fin co¬gió el cubo, lo tiró al fondo, lo sacó lleno de agua y be¬bió y bebió hasta quedar repleto.
Celestino no dice nada, pero yo sé que no va a resis¬tir mucho más. Yo salgo al camino a pedir limosnas, pero no hay quien me dé ni una perra. Y es que no somos no¬sotros los únicos que nos estamos muriendo de hambre. Es el barrio completo, pues en todo el barrio no ha caído ni una gota de agua desde hace más de dos años, y ya no queda ni una vaca en pie, y hasta los pocos y remotos ár¬boles que el abuelo no ha tumbado y que tienen las ho¬jas muy amargas para poder comérnoslas, se están po-niendo amarillos. En la casa todos nos acostamos muy temprano para ver si soñamos con comida; pero nada, es tanta el hambre que no podemos ni pegar los ojos. Yo me pongo a pensar y a pensar y a la única conclusión que llego es a que tenemos que comernos al abuelo, que es el más viejo, y por lo tanto ha vivido más. Me pongo a pen¬sar en eso, pero no se lo digo a nadie. Además, esas cosas me dan mucho miedo, porque si empezamos por los más viejos, tarde o temprano me tocará a mí. Tarde o tem¬prano alguien vendría y me diría: «Ha llegado la hora de comerte, pues ya eres el más viejo». Por eso a nadie le digo esta idea mía, que por más que quiero ahuyentar, me da vueltas y más vueltas en la cabeza. Y algunas veces qui-siera decírsela a Celestino, para ver qué opina él de eso.
Por la mañana bien temprano salimos todos al monte, para ver qué encontramos de comer. Abuelo fue el primero en encontrar, debajo de una piedra una se¬milla de almendro, que yo no me explico cómo rayos se pudo meter allí. Pero abuelo no pudo comerse la semilla, porque abuela, que estaba muy cerca, se la arrebató de las manos, y entonces se formó una bronca grandísima entre ellos dos, y mamá llegó, apoyándose en dos gajos de tribulillo, y agarrando la almendra, se la tragó de un bo¬cado. Abuela se puso a pelear con mi madre en voz baja (porque ya no tiene ánimo para gritar) pero con mucha furia, y luego se puso a escarbar en la tierra, pues, según ella, había visto una semilla de almendro correr entre sus pies y, abriendo un hueco, enterrarse asustada. Pero nadie le hizo caso, pues lo más probable sea que el hambre le esté haciendo ver visiones... Ya por el mediodía Celestino y yo descubrimos una hoja verde en una mata de quie¬brahacha, y corriendo nos trepamos a la mata para coger¬la, pero al llegar al capullo nos dimos cuenta que no era una hoja, sino un pájaro muy lindo, que en cuanto nos vio alzó el vuelo, y se perdió en el aire. Celestino y yo nos miramos muy serios, sin saber qué decirnos. Los dos pensábamos lo mismo: el hambre nos está haciendo ver cosas extrañas. «De qué vivirá ese pájaro», dije, cuando ya bajá¬bamos del árbol.
No hemos encontrado nada en todo el día... ¡Y pen¬sar que ya hace más de cien años que no probamos ni un bocado! Ya casi nos hemos acostumbrado a vivir del aire, como decía mi madre, cuando todavía tenía fuerzas para hablar.
Ahora todo está en una calma tan terrible que yo me digo si no será que nos hemos muerto y que por eso pa¬san cien años, así tan seguidos, y todavía nos sostenemos en pie, y buscamos cosas de comer. Ya no dormimos, al sueño hace tiempo que le dimos una patada, y ya no dor-mimos. Ahora lo único que hacemos es salir de la casa y ponernos a buscar comida, aunque nunca hemos encon¬trado nada.
Caminamos ahora en cuatro patas como los perros. Sí, si mal no recuerdo, los perros eran unos bichos que caminaban en cuatro patas, igual que las mariposas. Eso me parece, aunque no sé, hace ya tanto tiempo que nos comimos el último perro que se atrevió a ladrarnos, que realmente ya no recuerdo cuál era la figura que tenía. Aunque me parece que era así: tenía una cara muy blanca y casi siempre sonreía; caminaba en cuatro patas, no por¬que no pudiera caminar en dos (pues cuando quería po¬día volar y todo), sino porque era muy cobarde y se sen¬tía muy inseguro cuando andaba en dos patas. El último perro que hubo en el mundo, según me ha contado por señas mi abuelo, andaba arrastrándose por el suelo, como un majá, por el miedo que le había cogido a todas las co¬sas... Pero nosotros no nos arrastramos por miedo, sino por hambre, que bien sé yo que antes, cuando teníamos la barriga llena, hacíamos lo que queríamos. Y una vez yo quise ir a la luna y fui a la luna. Pero en cuanto llegué viré para atrás, pues no hice más que poner los pies en ella y allá me encontré con mi abuela, mi madre, todas mis tías, y abuelo, sentados sobre una gran piedra que parpadeaba como si fuera un cocuyo. Como si fuera un cocuyo... ¿Como si fuera un cocuyo? Sí, como si fuera un cocuyo de noche; porque también hay cocuyos de día, aunque nadie los ha visto yo sé que los hay y sé que los cocuyos de día son las cucarachas que, como no pueden alumbrar, la gente las mata.
-Te estamos esperando hace más de mil años -dijo mi madre, cuando yo puse los pies en la luna. Y yo sentí un miedo horrible al oír decir «mil años», y de un salto me vine otra vez para mi casa. Y cuando llegué a la casa, mi madre, detrás de la puerta, me dijo, con los brazos exten¬didos-: Al fin llegas, hace más de mil años que te esta¬mos esperando.
Entonces yo di un grito. Sí, me acuerdo que di un grito muy fuerte. Pero aún Celestino estaba vivo, y me sonrió. Me sonrió y me dijo «Hola», cuando los demás me habían hablado de mil años de espera. Yo me di cuenta entonces que todo no era más que una brujería de abuela que cuando él dijo «hola» se hizo trizas.
Hola.
Hola.
Hola... Nada más me dijo hola, como si hubiera hecho
cinco minutos que yo hubiese salido de casa.
¡Hola!
Ya me estoy preparando para cuando tenga que em¬pezar a arrastrarme, pues creo que no voy a poder resistir mucho tiempo el caminado en cuatro patas. Toda la fa¬milia está en la misma situación que yo, y poco a poco vamos practicando: poniendo el estómago en la tierra y arrastrándonos bien despacio, como si fuéramos unas la¬gartijas recién nacidas..., y hasta abuelo trató de cortarme la cabeza., pues parece que me confundió con una lagar¬tija de verdad. Yo me eché a reír, pero luego me puse muy serio, pues pensé que abuelo no me había confundido con nadie, y que me quiso coger desprevenido para cor¬tarme la cabeza, y después de muerto comerme... Sí, eso es lo peor, el miedo que nos tenemos unos a los otros. Si no fuera por ese miedo que yo tengo a que los demás me coman y que los demás tienen a que yo me los coma, a lo mejor hasta podríamos dormir un rato y todo. Pero ¡qué va!, eso ni pensarlo. Quién va a dormir en esta casa si todos nos estamos mirando siempre con ojos brillantes y con la boca empapada de baba que se nos sale.
-Ahora hay que cuidarse más que nunca -le digo yo a Celestino con el pensamiento.
-Cuídate también de mí -me responde él siempre, en la misma forma.
-Y tú de mí -le digo yo entonces, sin hablarle.
A esa situación han llegado las cosas en esta casa.
Abuela todavía no ha perdido la manía de hacer cru¬ces en el aire, y un día dijo que había visto a un santo que vino hasta ella, y, tocándole la cara, le dijo: «Aún eres muy bella». Todos nos reímos de esa nueva locura de abuela. Y yo pensé que a lo mejor el santo estaba muy gordo y nos lo hubiéramos podido comer, y, mediante se¬ñas, se lo di a entender a abuela.
-¡Bestias! -dijo entonces ella, y todos nos sorprendi¬mos de que hablara tan alto-. ¡Bestias! -volvió a repetir, pero ya muy bajo. Y se volvió a quedar muda.
Pero así, muda y todo, todavía abría y cerraba la boca, diciéndonos «bestias», «bestias», aunque no se le oyera. Y ahora cada vez que nos ve empieza a abrir y a cerrar la boca, como un pichón de chipojo cuando hace mucho calor. ¡Qué pena me da con abuela, tan viejita y todavía viva! Será que nosotros no vamos a morirnos nunca. Ése es el miedo que yo tengo: que seamos eternos, porque entonces sí que no tenemos escapatoria. Pero no debo preocuparme por eso, no vamos a ser eternos, pues ya hace mucho tiempo que abuelo no se levanta del suelo, y aunque algunas veces se arrastra un poquito, no logra ca¬minar ni una vara. Todos miramos al abuelo con ojos muy brillantes, y con la boca haciéndosenos agua. Pero todavía no podemos...
Celestino esta noche me regaló una de sus orejas. Yo le dije que la guardara para dentro de un tiempo, pero la cogí enseguida y me la comí de un bocado.
Abuelo parece que ya casi no resuella. Mi madre ha traído la gran hacha con la que él cortara tantos árboles, y nos espanta con ella, diciéndonos, mientras los ojos se le llenan de lágrimas: «Esténse tranquilos, que voy a ha¬cer la repartición». Así nos dice, sin abrir la boca, pues ya nosotros hemos aprendido a hablar de esa forma, y nos entendemos muy bien. Pero yo no estoy tranquilo, pues sé que ella últimamente se ha vuelto muy tramposa, y el día en que todos nos pusimos de acuerdo para arrancarnos el dedo gordo del pie y hacer con ellos una comida, ella se arrancó el más chiquito y luego dijo que se había equivocado. Por eso ya no le tengo mucha confianza y sé que muchas veces me ha mirado con los ojos centellean¬tes y la boca haciéndosele agua, como queriéndome tra¬gar con el pensamiento. Pero que no crea que se va a sa¬lir con la suya, porque lo que es yo no me muevo de aquí hasta que abuelo no haya dado el último resoplido, y en¬tonces seré el primero en caer sobre él, y empezaré a co-mer y a comer hasta que no pueda más de la hartura, y de nuevo como antes pueda decir Celestino... ¿Cómo se dirá la palabra Celestino?... Ya me imagino diciéndola, y me cae una enorme alegría y no puedo contenerme y em¬piezo a bailar, arrastrándome entre el polvo y pasando la lengua por el suelo para ir afilándola y poder hablar bien claro el día que lo vuelva a hacer.
Abuelo está en las últimas y todos lo rodeamos, ba¬beantes, en espera del momento. Adolfina, más blanca que nunca, arrastra las tijeras. Mi madre ya levanta el ha¬cha, y abuela, sin dejar de abrir y cerrar la boca, se acer¬ca, arrastrándose, y comienza a mordisquearle un pie. Ce¬lestino cierra los ojos y llora por dentro. Yo miro para la cara y para los ojos de abuelo que al fin van parpadeando muy seguido, hasta que suelta un montón de chispas y quedan abiertos.
Llegó el momento.
Y todos nos abalanzamos sobre él como unas fieras. ¡Comida! ¡Comida!, después de tanto tiempo, aunque ya no sé medir el tiempo y no puedo decir tanto. Mi madre soltó un hachazo y todos caímos sobre el abuelo, como si fuéramos hormigas bravas, hasta no dejar siquiera un hueso. Adolfina dio dos tijeretazos sobre el abuelo como si se tratara de una tela podrida, cogió su porción y se fue mirándonos con desprecio. Abuela, que desde que probó el primer bocado cogió una fuerza enorme, lo primero que hizo cuando pudo hablar fue decir «coño»; luego dijo «bestias», «bestias», «bestias», hasta que se fue serenan¬do y se acomodó en un rincón, donde lloró toda la tar¬de y la noche. Mamá, apenas tuvo la barriga llena, em¬pezó a caminar arrastrándose, pues parece que se le olvidó la otra forma de andar, y así llegó hasta el pozo, donde dijo que iba a beber agua, aunque más tarde pude enterarme que el pozo estaba seco. Celestino y yo nos miramos, y de un salto salimos, los dos al mismo tiempo, por el techo de la casa y enseguida nos remontamos más alto que las nubes altísimas... Y ahora andamos por acá arriba, investigando por qué es que nunca llueve ya.
Y cada vez nos vamos elevando más y más, hasta que perdemos de vista al monte, a la tierra pardusca y a todo lo que no sea nosotros mismos. Pero seguimos eleván¬donos.
-¡Madre mía! -dijo Celestino-, mira qué río tan enorme se nos viene encima.
Yo le iba a decir algo, pues me pareció que no era un río, pero el coro de primos se me acercó y me dijo: «Vamos», y como yo hice alguna resistencia, me halaron con cama y todo, y me tiraron, de golpe, en el techo de la casa, donde ya ellos habían caído antes que yo.
-¿Aún deseas matar a tu abuelo? -preguntaron.
-Sí -dije.
-Entonces estáte atento y procura dormir más de lo que sueñas.
Y desaparecieron rápidos entre las pencas carcomidas del techo, como si fueran unas cucarachitas del guano, de esas que se esconden en cuanto ven un barrunto de agua.
Y llovió. Y llovió. Y llovió. Tanto, tanto, que el agua vino ceremoniosa hasta el techo, y me besó, rodeándome va¬rias veces el cuello.
Después de despedirnos del mes de enero, Celestino y yo volvimos de nuevo a escribir con más furia esa poesía interminable. El duende ha vuelto una que otra vez, pero no me ha preguntado por el anillo. Y mi madre y mi abuelo nos han declarado la guerra abierta, y buscan cual¬quier motivo para darnos un trancazo y halarnos las ore¬jas. Adolfina ya no solamente se pinta la cara y los brazos con tierra blanca, sino que también pinta toda la casa y hasta el piso de la sala y del corredor. La pobre abuela res¬baló y fue de cabeza al pozo un día que había llovido mu¬cho, y abuelo la obligó a que le buscara un cubo de agua, pues él decía que no se lavaba las patas con agua de lluvia que caía de las canales que siempre están llenas de mierda de gato. Y aunque la casa estaba inundada por el agua de lluvia, él seguía empecinado en que tenía que ser agua de pozo. Y como abuela protestó, él cogió la funda del machete, y, dándole dos fundazos en la espalda, le dijo: «Anda», y luego volvió a darle cuatro fundazos y volvió a decir: «Anda, anda si no quieres que te retuerza el cuello».