Por César Hidalgo Torres
Gibara,
donde el Almirante y sus hombres, posiblemente, yacen con mujeres aborígenes, a
la vez que carenan sus naves y se enteran del tabaco.
Luego
de arribar por la bahía de Bariay, Colón bordeó las costas hasta llegar a
Gibara, lugar que es más hermoso en la nostalgia de los vecinos que en la
realidad[1], y al que el Almirante
llamó Puerto de Martes, (y que por un error de traducción le decimos de Mares).
Fue
en Gibara donde el Almirante estrenó la exageración con que quiso engañar a las
católicas majestades de España, que cejijuntas debieron leer que era el puerto
descubierto “de los mejores del mundo por sus tan buenos aires” y poblado por
la “más mansa gente”. Y muy sobre todo
“porque tiene un cabo de peña altillo” donde, si alguien daba el dinero,
tan escaso siempre, “se puede hacer una fortaleza”[2].
Entonces
ordenó el Almirante a dos de sus hombres, que sabían varias lenguas, Rodrigo de
Jerez y Luis de Torres, que se adentraran en tierra firme con un mensaje para
el Gran Khan, creyendo que había llegado a las Indias. Hoy, después de cinco
siglos, nadie sabe a ciencias ciertas dónde fue que llegaron los embajadores y
si entregaron o no el mensaje.
De
todos modos tan urgidos estaban (estamos) los holguineros de la ciudad a figurar
en el mapamundi que dijeron los historiadores que los enviados por Colón
vinieron a El Yayal, origen remoto de la ciudad de Holguín, sin embargo no pudo
ser que los dos hombres llegaran a un lugar que entonces no existía. Adonde si
pudieron llegar fue a Ochile, ubicado en las inmediaciones de la posterior ciudad
y de donde, según la arqueología, fue el asentamiento aborigen del que García
Holguín o quien fuere, tomó los aborígenes que luego trasladó a lugar cercano y
creó El Yayal, lugar ese donde estuvo la Encomienda y por tanto fue sitio de
intercambio cultural o transculturación.
En
fin, Ochile o El Yayal, aunque no quedan claras las distancias de las que el
propio Colón habla: que fueron sus enviados a doce leguas al sur del Puerto de
Mares, veinticuatro de ida y vuelta por en medio de una selva tupidísima. Por
esperarlos fue por lo que el almirante demoró tanto en Gibara. Y mientras
esperaba, sugiere el historiador Francisco Pérez Guzmán, el Almirante y sus
hombres sostuvieron las primeras relaciones sexuales con mujeres aborígenes. Y
a la vez que solaz esparcimiento, los descubridores carenaron sus naves en
Gibara por haber allí tan buenas maderas.
Miguel
Ángel Esquivel Pérez y Cosme Casals[3] dicen que dijo a ellos en
comunicación personal el arqueólogo Dr. José Manuel Guarch, que el lugar
visitado por los embajadores colombinos debió ser el cerro de Yaguajay, donde
existió una gran concentración de asentamientos aborígenes. Si eso es cierto
quedan muchas interrogantes por responder, ¿Yaguajay está al sur de Gibara? No
como es fácil de comprobar. Y si fueron a un lugar ubicado cerca de la costa
¿por qué los embajadores no emplearon para ir y volver embarcaciones aborígenes
como lo hicieron con posterioridad Pánfilo Nárvaez y sus subordinados para
trasladarse desde el norte de Las Villas hasta Puerto Carenas?
Jérez
y Torres, dice el Almirante en el Diario, se intrincaron “tierra adentro”, y
comentaron que hubieran visto el mar desde el lugar que visitaron, y se sabe
que desde cualquier punto del cerro de Yaguajay se ve o se percibe el atlántico.
De lo que hablaron los embajadores, alborozados, fue que “iban siempre los hombres con un tizón en las manos y ciertas hierbas
para tomar sus sahumerios, que son unas hierbas secas (cojiba) metidas en una
cierta hoja seca también a manera de mosquete, y encendido por una parte del
por la otra chupan o sorben, y reciben con el resuello para adentro aquel humo,
con el cual se adormecen las carnes y cuasi emborracha, y así diz que no
sienten el cansancio. Estos mosquetes llaman ellos tabacos”[4].
[1]
“Gibara tiene algo de místico: en el
ambiente de su vida moderna, en la tristeza de su descenso comercial, en el
silencio de sus calles, flota un espíritu de dolor cristiano, dolor de ruinas
jerosolimitanas; dolor que cantan con sordina, al morir en los peñascos de la
costa y en las arenas de la playa, unas olas muy tímidas que llegan
perezosamente, a deponer la fuerza de su origen ignoto ante las incontrastables
barreras de la tierra” ([1] Eva Canel. Lo que vi en Cuba
(A través de la isla). Habana Imprenta y papelería La Universal 1916 pp.
279-280) (Para comprender la ruina de Gibara se puede consultar: Vega
Suñol, José. Norteamericanos en Cuba. Estudio Etnohistórico. Fundación Fernando
Ortiz. La Habana 2004)
[2]
Pichardo, Hortensia. Capitulaciones de Santa Fe. Relación
del primer viaje de Colón.
Compilación. p. 28
[3]
Esquivel Pérez, Miguel Ángel y Cosme Casal Corella. Derrotero de Cristóbal
Colón por la costa de Holguín, 1492, Ediciones Holguín, 2005.
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