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29 de marzo de 2019

El viaje de Mayarí a Holguín


Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en un cubanísimo estilo.

También recuerdo que el viaje de Mayarí a Holguín era muy largo. Ahora que hay excelentes carreteras toma tres horas, más o menos. Antes se iba, como dice la canción, de Alto Cedro a Marcané, de Marcané a Cueto, y luego de Cueto a Mayarí. Como en tiempos de lluvia el camino desde Mayarí se ponía bastante fangoso, se iba en unas lanchas o en barcos de vapor que hacían su carrera fluvial por el río Mayarí (que entonces era navegable), desde la ciudad hasta la salida a la Bahía de Nipe. Y ese mismo barco cruzaba hasta el otro lado de la bahía, donde estaba la terminal del tren. Teníamos que levantarnos temprano para estar en el muelle a las dos de la madrugada y tomar el barquito. Nos amanecía como a las seis o las siete en Antilla, de donde a las ocho salía un tren pequeño que iba a Alto Cedro. En Alto Cedro cambiábamos al que venía de La Habana con rumbo a Santiago, y nos llevaba hasta una estación en Cacocum, cerca de Holguín. De ahí continuábamos en un pequeño coche de tren, que era más bien como un ómnibus sobre raíles, hasta Holguín. Así es que el viaje desde Mayarí tomaba casi todo un día, empezando desde la madrugada.

De niño me impresionaba mucho el gran tren Expreso La Habana-Santiago. Ese expreso tenía seis u ocho carros. Uno de ellos era un pulman, donde la gente podía dormir durante la noche; otro, un comedor y, por lo menos, dos carros de primera y varios de segunda. Y claro que la locomotora era enorme comparada con la otra. Así que primero llegábamos a Alto Cedro en el trencito con la pequeña locomotora pitando “pi, pi, pi” y a los diez o quince minutos llegaba el tren central con su tremenda locomotora que hacía “purooom, purooom, purooom, purooom”, y entonces hacíamos el trasbordo.

Pero era más divertido el trencito de Antilla a Alto Cedro. Llevaba pocos pasajeros, así que tenía un carro de carga, donde iba la correspondencia y otras cosas, y luego un carro de segunda con bancos de madera y otro de primera con asientos de mimbre cubiertos de tela. Nosotros íbamos en el carro de primera, pero para poder conversar pasábamos al carro de segunda donde iban los campesinos, algunas veces hasta con un gallo dentro de un saco.

Y había gente que venía a vender cosas en el tren. En primer lugar, los vendedores de billetes de lotería, escandalosísimos, gritando: “El 2 450. Cómprese. Seguro premio.” Casi siempre eran hombres de cierta edad, al principio veteranos y luego empleados públicos retirados. Era buena gente y vivía eso. Además venían a las ventanillas del tren para vender empanadillas. Siempre hombres vendiendo, pero la que hacía la empanadilla era una mujer que estaba en la estación con su anafe, que era como una de esas cocinas japonesas. Tenía ya sus empanadillas formadas, y tu le pedías, dame tres o cinco, y ella te las freía en ese momento y te las daba calentitas y tan tostaditas que se te rompían de sabrosas. Y otros vendían frutas o pequeños quesos traídos de Bayamo o de Camagüey, donde había grandes lecherías y hacían excelentes quesos. Y así, en esos viajes fui conociendo a Cuba.


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