Por: José Abreu Cardet
Es la de Abelardo Rodríguez una historia inacabada, inacabable
o imposible de contar, pues cuando el narrador cree que consiguió apresarla
definitivamente la imaginación popular quita o agrega pedazos y entonces hay
que volver a redactarla.
Se dice que fueron los maltratos a los que sometió el
canario emigrado a Cuba y segundo marido de la madre de Abelardo, lo que
despertó el odio a muerte por los isleños que Abelardo Rodríguez sintió desde
niño.
Pero no está probada esa hipótesis y quizás nunca se
pueda probar ni esa ni ninguna otra, porque el odio, como el amor, no se puede
explicar.
Mejor nos concentramos en los hechos y que cada
lector, si se atreve, haga su evaluación:
Abelardo Rodríguez nació en la jurisdicción de Holguín
y cuando en octubre de 1868 estalla la primera guerra por la independencia de
la isla, igual que otros muchos campesinos, se une a las fuerzas libertadoras e
integra una de las numerosas guerrillas que, teniendo como escenario los bosques
y sabanas cubanas, llevaban a cabo una eficiente guerra irregular contra el
imperio español.
Guerra terrible era aquella donde casi siempre los prisioneros
eran ejecutados. Pero Abelardo se destacaba entre sus compañeros de armas por
su crueldad excesiva; más, su odio era más cuando el contrario era un canario.
Y en el territorio donde operaba Abelardo abundaban
los canarios. Atraídos por las posibilidades que ofrecía el puerto de Gibara,
desde las primeras décadas del siglo XIX, había llegado una gran cantidad de
emigrantes de todas las regiones de la península y también de las islas
Atlánticas.
Una parte considerable de aquellos recién llegados de
las canarias, gracias al tesón y al ahorro, lograron adquirir minúsculas fincas
que dedicaron al cultivo del tabaco y otros productos. Muy pronto sus
propiedades y productos alcanzaron justa fama por lo muy bien atendidas que
estaban las tierras y la salud de los frutos que llevaban al mercado. Luego, paulatinamente,
los canarios fueron avanzando desde el puerto de Gibara hacia el interior del
país.
Al estallar la guerra de independencia un grupo de ellos,
muy cercanos a los cubanos y a sus intereses, se unieron al esfuerzo
libertador. (Entre los extranjeros que combatieron por Cuba Libre ellos
representaban el mayor número de insurrectos).
Pero, asimismo, un número considerable de canarios
prestaron servicios a la causa de la metrópoli. Sus motivaciones debieron ser,
quizás, más que el nacionalismo, la necesidad de defender sus modestas
propiedades obtenidas por el esfuerzo personal.
Los revolucionarios cubanos, que no tenían un sistema
de logística, saqueaban sistemáticamente las propiedades de los campesinos.
Cada incursión insurrecta significaba, muchas veces, la ruina absoluta de estos
campesinos. Para defender sus cosechas no tardaron los canarios en organizarse
en el cuerpo de voluntarios, y con
recursos propios construyeron numerosas obras defensivas. Otros integraron,
implacables, las contraguerrillas. La
fiebre bélica de los canarios y los demás vecinos del hinterland del puerto de
Gibara llegó a tal extremo que pronto la zona fue conocida como La España Chiquita o la Covadonga Cubana.
En esa zona combatieron a los revolucionarios criollos con valor y en ocasiones
con verdadera crueldad.
Puede ser la anteriormente narrada una justificación
al odio que comenzó a mostrar Abelardo Rodríguez contra los canarios. Es
posible que los asociara con la implacable persecución a que eran sometidos los
revolucionarios por las contraguerrillas y por los voluntarios que eran auxiliares del ejército español.
En ocasiones las contraguerrillas eran más eficientes que las propias columnas
del ejército regular. Estos, acostumbrados al clima y conociendo las tácticas
de los insurrectos, los perseguían implacablemente y, muchas veces, saciaban su
odio contra las mujeres y niños que sorprendían en los campamentos. Asimismo, las
violaciones y asesinatos eran asuntos comunes entre estas tropas. Pero en
justicia es necesario reconocer que entre los contraguerrilleros había más
cubanos mercenarios que canarios y españoles.
Diversas y sangrientas anécdotas nos van acercando al drama. En una ocasión detenidos dos jóvenes isleños
que fueron sorprendidos por una patrulla en la habitual faena de cultivar la
tierra, Abelardo pidió su custodia. El
grito corto y desgarrador sembró el campamento de interrogantes.
“Intentaron fugarse”, dijo Abelardo para justificar el
golpe filoso de su machete. Sin embargo no existía evidencia alguna del intento
de fuga. Los isleños fueron sorprendidos por la muerte, sentados como estaban sobre
un grueso tronco. Uno de ellos sostenía en una de sus manos un boniato hervido que
le había dado un insurrecto. Ninguno de los dos tenía forma posible de fuga.
La indignación enardeció la tropa mambisa contra el
asesino: Las dos víctimas habían sido detenidas por mero formalismo y se les
pensaba dejar en libertad luego de un interrogatorio.
Se propuso someter a consejo de guerra a Abelardo,
pero el vertiginoso desarrollo de la guerra y la constante persecución enemiga
pospuso el justo juicio.
Los instintos del asesino y sus ambiciones materiales,
cada vez más desmedidas y sin freno, alejaban a Abelardo del esfuerzo idealista
de los revolucionarios. Aquellos habían marchado a la manigua insurrecta después
de quemar sus fincas, para construir una nación. Abelardo no tenia cabida entre
ellos y por eso un día desapareció del campamento. Sin embargo no se extrañó
mucho su traición.
Solo que él no se presentó a los españoles como
usualmente ocurría en estos casos, sino que se internó en lo más espeso del
bosque donde fue reuniendo a otros monstruos de la guerra: gente que no eran del bando
cubano ni español sino sedientos de sangre, resentidos, frustrados, envidiosos y
con ellos fue conformando su banda.
Los asaltos a campesinos y terratenientes se hacían
cada vez mas frecuente, pero en las guerras tales grupos de desalmados son
comunes. Solo que en este caso era a las propiedades de los canarios a quienes
más la banda atacaba.
Muy sabido es que el trabajo intenso de los canarios
les permitía, siempre, acumular algunas riquezas y todos se aprovechaban de
ellos. Las fuerzas del estado español que operaban contra los insurrectos les exigían
vituallas y los independentistas criollos también. A ellos se sumaban los delincuentes
sin bandera, que siempre obtenían algún botín en la propiedad de los canario.
Pero Abelardo era diferente para mal. Él dejaba una
huella muy clara de que había sido su banda y no otra la que había pasado por
una propiedad de canarios: después de obtener lo que quería, siempre los
ultimaba sin compasión. Un festín horrible rodeaba la ejecución: risas, burlas,
la carne de la victima a merced de los machetes filosos y hambrientos que se
cebaban una y otra vez en el cuerpo del desdichado hasta que ya no había vida
posible que reclamar a aquel puñado de despojos que minutos antes era un cuerpo
vital.
Fueron espantosos y numerosos sus crímenes contra los
canarios al punto que estos, de noche, abandonaban la finca o la vega y se
refugiaban en el monte con la familia. Mientras que otros, armados de carabinas
y machetes, montaban guardia permanente tratando de descifrar las incógnitas de
la oscuridad.
Debió ser un desgaste terrible el que sufrió aquella gente
hecha como siempre fueron para el trabajo abierto y franco.
Por todo lo anterior, Abelardo Rodríguez y su banda
fueron muy pronto incluidos en la nómina de los perseguidos tanto por los
españoles como por los insurrectos. Los libertadores alarmados por el
desprestigio que sobre ellos caía al creer muchos que era Abelardo un mambí,
tuvieron la orden de capturarlo vivo o muerto. Y los españoles, que no sabían
como acallar los justos reclamos de las familias y amistades de las víctimas,
igual lo buscaban. Por primera vez los dos bandos en guerra a muerte tuvieron un
objetivo común: capturar a Abelardo Rodríguez el asesino de canarios.
Un día los españoles consiguieron rodear la casa
donde dormía el delincuente, pero este logró romper una de las paredes de
yaguas de palma, envistió a uno de los militares, derribándolo, y escapo al
campo entre los disparos que le hacían.
Pero el cerco se iba cerrando día a día. Sus
desmanes y crueldades con los canarios llegaron al extremo que los que por
algún motivo lo protegían comenzaron a alejarse.
Abelardo estaba en la casa de su amante, un bohío
criollo en pleno bosque. Se adormecía sensualmente mientras la mujer los
despiojaba.
Más que sentir presintió la llegada de la tropa
española. El asesino se lanzó en carrera brusca y cortante hacia la manigua, ante los ojos perplejos de sus perseguidores.
Ya estaba suficientemente lejos como para no ser
alcanzado por las balas que venían sobre él… y entonces es cuando comete un
error inconcebible en un hombre hecho a fugarse siempre: quizás fue que miró hacia
atrás para determinar el número de enemigos o que calculó mal la distancia a la
que estaba el ramaje bajo de un árbol frondoso. El golpe le hizo perder
velocidad. Se detuvo un momento para reponerse del estremecimiento y eso
permitió que sus perseguidores le dieran alcance. Primero lo golpearon hasta
que el asesino cayó al suelo, luego lo sujetaron mientras otros lo amarraban.
Había tanto de que acusarlo que el fiscal no sabía por
donde empezar. Luego fueron apareciendo los testigos, viudas, huérfanos, padres
de hijos entregados a la inclemencia del machete del delincuente. La mayoría
eran canarios.
El fiscal señalaba que el acusado, a diferencia de
otros bandidos que luego de obtener el botín dejaban con vida a la pobre
víctima, se entregaba a una horrible orgía de sangre en especial con los
inmigrados isleños.
Más con ira y desprecio que con tinta se firmó la
sentencia de muerte. Amarrado contra una alta palma real el reo impasible miró
la boca negra de los fusiles. Ninguno de los tiradores herró el disparo en
aquella ocasión.
Historia triste esta del asesino de los canarios en
Cuba, precisamente en Cuba, donde al canario nunca se le consideró extranjero.
Fuentes.
Archivo Particular de Juan Andrés Cue Bada. Santiago
de Cuba.
Archivo Particular de Enrique Doimeadios Cuenca.
Gibara
Entrevista a Encarnación Cardet Méndez
Entrevista a Juan Cardet Méndez
¿Dónde nació Abelardo Rodríguez ?
ResponderEliminarCuál era el nombre de sus padres