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6 de agosto de 2023

UNA EXCURSIÓN A MANIABÓN (San Andrés)

 Del periódico “El Oriental”, Holguín, en domingo 6 de marzo de 1864 (Año II No. 121)

(Aunque aparece firmado por una Trinidad, es de suponer que el escrito lo hizo Don Antonio José Nápoles Fajardo, director, dueño y redactor del periódico)


FOLLETIN

UNA EXCURSIÓN A MANIABON (San Andrés).

Quedó nuestra trinidad, es decir, Juan, Pedro y Francisco, cómodamente alojada en la casa de comercio de los señores García y Hermanos y mientras el amable dueño de la casa disponía que se nos diese de comer, salimos al corredor a tomar el fresco, que es el recurso de toda la gente haragana del país, entre las cuales tenemos el honor y la satisfacción de contarnos. 

El corredor de Cayetano es hermoso y desde él se goza un punto de vista encantador, como que se despliega ante los ojos del curioso el magnífico panorama que envuelve, con su rica vegetación y pintorescos accesorios, el caserío de San Andrés, con sus festivas casas, sus fértiles vegas, sus abundosos potreros y otras mil cosas buenas, aunque no tan buenas como la comida que nos estaba preparando el famoso maestro culinario de la tienda grande, es decir, el cocinero.

Juan el rubianco, amigo decidido de los cuadrúpedos, quería a toda costa empezar la visita de inspección por las caballerizas; Pedro no hacía más que dar miradas de lascivia y de gula a las azuladas espirales de humo que se desprendían de la chimenea de la cocina que se veía desde el corredor (perdónese la verdad topográfica), y yo, Francisco, Panchito, Paquito o Panchón, como quiera llamárseme, yo pensaba… pensaba, ¿lo creeréis?, pues pensaba en la época dichosa en que los vecinos de San Andrés harán un llamamiento a sus sentimientos religiosos y después a sus profundos bolsillos, llamamiento que dará por resultado la construcción de una iglesia decente, como deben ser todas las casas del Señor Supremo.

Absorto seguía en mis meditaciones, (cosa que sucede a menudo), a pesar de la charla de Juan y Pedro, cuando me distrajo, mejor dicho, cuando me hirió desagradablemente el tímpano, un ruido extraño, una especie de chirrido, término medio entre el armonioso sonido de un cencerro roto y el de un almirez(1) desvencijado… La sorpresa me hizo brincar y caer perpendicularmente sobre un magnifico callo que cultiva Juan en el dedo pequeño de su pedestal izquierdo… tal fue la impresión que causara en las delicadas fibras de mi sistema nervioso aquel ruido, porque, chirrido o campanillazo, que por nada me produce una conmoción cerebral, según era de áspero y desagradable el tal… el tal campanazo, pues al fin el buen Cayetano tuvo compasión de mi susto y para quitarlo me dijo clara y terminantemente que la causa de toda aquella algarabía era la campana de la iglesia, que estaba muy enferma y daba ayes muy lastimeros.

Como la compasión es natural hasta en los curanderos, me acordé que yo había estudiado algo de medicina en unos librotes que trataban sobre cerrajería y sobre la manera “segura y eficaz de curar las mataduras de los burros” y le improvisé a Cayetano la famosa receta siguiente para curar la campana de la iglesia de San Andrés, que está casi desahuciada. He aquí la famosa receta

Récipe:

Hierro y bronce buenos... Quantum súficit.

Oro y plata……………………  Cantidad bastante.

“Mézclese todo perfectamente y mediante la dosis necesaria de plata acuñada constante y sonante, désele la forma y dimensiones convenientes de una buena campana: hágase, además, en una olla o almirez, una recolección de pesos fuertes de San Andrés y cuando estén juntos, constrúyase una iglesia nueva y un campanario.”

No es por alabarme (porque yo estudié algo más en aquellos librotes), pero la receta pareció tan buena a Cayetano, a los dependientes y a todos los que allí estaban, que convinieron en que era un remedio heroico. 

Desde el mismo corredor y tendiendo la vista se descubren, en no mucha lontananza, la bonita casa que construyó el Pedáneo(2) Herrero y que hoy vive con su apreciable familia Don Agapito García; a la izquierda se destacan de las profundidades de un barranco los techos de la tienda chica, antigua propiedad de nuestro buen amigo Don Juan Coll; al frente una casita nueva del amigo Sartorius, más allá o más acá, (no lo recuerdo bien), un ranchujo inmundo con exiguo batey en que a sol, agua y sombra se componen las reses y por último aquí y allá, más lejos o más cerca, se ven una porción de cosas que para saber cuáles son no hay más que ir a verlas.

Pero dejemos ya las pinturas y vamos a lo positivo: Juan y Pedro me llaman con gritos descomunales desde la mesa, sobre cuya superficie campean humeantes e incitativos los manjares que en obsequio de nuestro estómago mandara el buen Cayetano a preparar. Juan y Pedro se mueren de hambre, sus miradas devoran, sus lenguas chasquean de placer y sus fauces se abren descomunalmente para dar paso a sendos bolos alimenticios, remojados con más sendos tragos de lo tinto, pues ambos dos detestan, aborrecen y desprecian cordialmente el agua.

En honor de la verdad debo decir que yo Francisquito, comí también perfectamente, sacando mi tarea con honor; si a esto se añade una conversación alegre y amable, tendrán los lectores una idea de lo agradable de nuestra comida-cena. 

Pero hora es de acabar y de dormir para continuar mañana por la madrugada el viaje a Maniabón, pasando por San Agustín, donde hemos de llegar a saludar a nuestro querido y simpático amigo Don Andrés Rodríguez Rebelgo; pero no dejaré la pluma sin dar las gracias más expresivas a Cayetano por la cordial hospitalidad, que nos proporcionó, cuando molidos, asendereados y hambrientos, llegamos a su casa los tres (no olvidarlo)

                                               Juan, Pedro y Francisco.

[El periódico anuncia que la crónica del viaje continuara, y seguro que lo hicieron, pero, lamentablemente, el ejemplar en el que ocurrió no ha llegado hasta nosotros.]


…….. 

(1) Se refiere a un mortero de metal, pequeño y portátil, que sirve para machacar y triturar sustancias.

(2) El adjetivo se aplica a determinados alcaldes o jueces de aldeas o barrios.

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