Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
Casa de los abuelos en Holguín |
Íbamos con frecuencia a Holguín para
pasar las vacaciones con mis abuelos maternos. Son los únicos abuelos que
recuerdo, pues nunca conocimos a los de Mallorca porque mi abuelo paterno murió
muy joven, y mi abuela se quedó sola pues su único hijo vivía en Cuba y su
única hija había emigrado con su marido al Uruguay. Eso sí, nos mandaba cartas
y regalos, como abrigos y calcetines de lana, que ella pensaba que
necesitaríamos en los inviernos. Pero desde luego que con el clima templado de
Cuba, nunca tuvimos ocasión para usarlos. Me cuentan que ella vivió hasta los
noventa y seis años y todas las mañanas iba a misa en la iglesita de San
Miguel, en Palma de Mallorca, acompañada por una parienta lejana. Cuando le
preguntaban:: “Doña Margarita, ¿por qué va usted tanto a la iglesia?, decía:
“Voy a rezar para que Dios les dé salud y suerte a mis nietecitos cubanos”.
Pero sólo nos llegó a ver en las fotografías que nos tomábamos para mandarle.
Por consiguiente, mis recuerdos son
de mis abuelos de Holguín. Tenían una casona que daba a tres calles: las de
Miró, Arias y Libertad. Esa fue la casa donde yo nací, porque, como mi madre
era muy unida a su familia, fue a dar a luz a la casa de sus padres. Con el
tiempo, mi abuelo mandó a derrumbar la sección que daba a Libertad y en su
lugar construyó una casa de dos pisos, grandísima y fuerte. La familia vivía en
el segundo piso y la parte de abajo era un gran salón donde mi abuelo seguía su
negocio de los Almacenes del Siglo. Era un edificio precioso. Desde las
ventanas de los altos se veía todo el parque de San José y también las lomas
que circundan a la ciudad de Holguín. La más importante se llamaba el Cerro de
la Cruz, porque en el tope había una ermita con una gran cruz, y desde la calle
se podía subir al cerro por grandes escaleras. Y el parque estaba todo sembrado
de unos árboles que le dicen higuillos, porque dan unos higos pequeños. También
había almendros, y luego caían las frutas y yo las recogía y trataba de
romperlas para sacar las semillitas. Sí, eso era una parte muy importante de mi
niñez.
Además de su comercio, mi abuelo
tenía otras propiedades, entre ellas, tres fincas. La más pequeña se hallaba
cerca de Holguín. Era parte de lo que había sido el ingenio azucarero San José
de Pedernales. Entonces mi abuelo compró cinco o seis caballerías y allí
construyó una casa muy buena para ir a pasar las vacaciones. Era una casa
amplísima, de madera, con pisos de cemento, y tenía un alto con unas grandes
ventanas de donde se divisaba no sólo el resto de la tierra, sino las torres de
las iglesias de Holguín.
Luego tenía una segunda finca, más
grande, que se hallaba mucho más distante. Ésa se dedicaba a la crianza de
ganado, aunque algunas partes de vez en cuando se usaban para negocios de
agricultura. Recuerdo que él había hecho un contrato con un partidario (el que
venía, trabajaba la tierra y le daba al dueño del terreno la tercera parte, o
lo que se acordara, de las ganancias) que sembró una gran cantidad de plátanos,
un gran platanal. Y de allí salían las carretas cargadas de plátano para la
ciudad. En otra ocasión, un veguero de Mayarí habló con mi abuelo y le dijo que
las tierras cercanas al río Matatoros, que bordeaban un lado de la finca, eran
lo suficientemente arenosas para tener buenas vegas de tabaco. Mi abuelo le dijo:
“Bueno, vamos a hacer el experimento”. Se sembraron varias vegas pegadas al
río, pero el tabaco no era tan bueno como el que se daba en Mayarí o en Pinar
del Río. De modo que el experimento no resultó. Mi abuelo no perdió nada, pero
tampoco quiso seguir con eso.
Y quedaba una tercera finca, aún más
lejana, en el valle del río Cauto, que empezaba a desarrollarse como finca
ganadera cuando él murió. Pero la finca que yo conocí bien fue la de
Pedernales.
En las vacaciones, alrededor del 24
de junio, nos íbamos toda la familia a la casa de campo de Pedernales, que
tenía un gran comedor. Entonces celebrábamos los días de los santos y no los
cumpleaños. Mi abuelo se sentaba a la cabeza de la mesa, con su hija Juanita y
su hijo Juanito a cada lado, al otro extremo de la enorme mesa, mi abuela doña
Juana, y luego yo, José Juan, el primer nieto, porque también llevaba el nombre
de Juan. Y nos divertíamos mucho. Era una noche festiva con una comida especial
amplísima: lechón asado, guanajos asados, arroz con pollo, en fin, un banquete,
y vino tinto que, por supuesto, yo no tomaba.
Las vacaciones en la finca de
Pedernales duraban dos o tres semanas, y el resto del verano lo pasábamos en la
casa de Mayarí. A Pedernales iba mi madre con todos sus hijos. Mi padre venía
uno o dos días y volvía a su negocio. También iban mis tíos con los primos que
vivían en Holguín: dos o tres hijos de Luis, dos o tres de Juanito, uno de
Eulalia, a quien llamábamos Lala, o sea, unos diez o doce de esos primos. No
recuerdo exactamente cuántos eran. La primera que se casó fue mi madre, así que
siempre tuvo muchos más hijos que los demás. Nosotros empezamos siendo tres,
luego cinco, siete y ocho.
Siempre los hijos de Marina fuimos
los mayores y los que tuvimos más independencia, porque mi padre era más
educado e insistía en que nos educáramos bien. En cambio,
mis primos se quedaron trabajando con sus padres, y no se educaron tanto.
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