Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
De todas formas, como yo era uno de
los pocos estudiantes becados, no fui completamente parte de ese mundo
aristocrático. Es más, después de terminar mi primer año de estudiante, durante
las vacaciones de verano yo no tenía ni dinero ni trabajo, y tuve que ir a
Nueva York a buscar empleo. Pero no había. Iba a una agencia y decían: “No, no
hay nada”. Entonces yo tenía un dinerito limitado para pagar un cuarto que
valía ocho dólares a la semana, y para desayunar con un par de huevos fritos y
un poco de café con leche, que tenía que durarme hasta la comida, aunque a
veces me saltaba el turno y no tenía nada que comer de noche. Y así estuve una
semana o dos hasta que se me acabó el último dólar. Entonces pensé: “¿Y ahora
qué hago?”.
Afortunadamente, Ann Wood, la novia
de José Gómez, había conseguido trabajo en un hotel de lujo en las montañas de
Nueva York, el BriarcliffManor, donde la gente rica iba a veranear, y me llamó
para decirme que hacía falta alguien que exprimiera las naranjas y pelara las
papas. Salí al otro día, tempranito, sin dinero, sin desayunarme, pidiendo
"enganches" hasta que llegué al hotel, a veinte o treinta millas de
Nueva York. Y cuando llegué, fui a ver a Ann Wood para que me dijera adónde era
que tenía que ir, y quién era el jefe, etc. Ella me preguntó: “¿Comiste ya?”. Y
digo: “Sí, sí, ya comí”. Y dice: “Tú mientes. Te veo en la c ara que estás
desesperado de hambre”. Entonces me hizo un par de huevos revueltos y me dio un
poco de leche. Ésa fue una experiencia muy dura: pasarme todo un día sin comer
porque no tenía dinero ni lugar donde dormir. Aprendí a tenerle más respeto a
los pobres.
Me dieron el puesto de exprimidor de
naranjas, y de tantas que exprimí se me empezaron a caer las uñas. Me tuvieron
que mandar con un médico, que dijo que era por el ácido de las naranjas, y
recomendó que cambiare de puesto. Entonces me dediqué a lavar las pailas y a
pelar papas y cebollas, hasta que ya se fue terminando el verano. El jefe de
los cocineros, que era un chef famoso, en el otoño se iba con su grupo a la
Florida. Y como vio que yo era un joven capaz, me invitó a que fuera con él
como cocinero de verduras. Y le dije: “Mire, señor, le agradezco su invitación,
pero yo soy estudiante de Yale. Lo único es que soy de los que tienen que
pagarse los estudios”. Entonces él me dijo: “Caramba, cuánto respeto siento por
usted”. Y desde ese día me invitaba para que aprendiera a jugar golf y lo
visitara en su casa. Es decir, pasé de limpiacazuelas a ocupar un lugar de alta
consideración.
Luego, cuando regresé a Yale, empecé
a trabajar auxiliando al profesor Lukiens. Así empecé a vivir otra vez como
estudiante que tenía comida tres veces al día. Pero cuando venían las
vacaciones me tocaba volver a almorzar y a comer poco, porque de lo contrario
no me alcanzaba para pasar quince días. Y los otros veranos seguía trabajando
con el profesor Lukiens, que me pagaba la cuantiosa suma de 50 centavos la hora
por la ayuda que le daba. Es decir, que yo pasé mucho trabajo para llegar a ser
profesor.
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