Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
José Juan Arrom y su esposa de toda la vida, Silvia |
Eso sí, para casarme me encontré una
cubana, santiaguera culta y bonita. La conocí al acabarse la guerra, cuando fui
a La Habana a dictar un curso de verano sobre el teatro hispanoamericano. Era
el verano de 1946.
Ya yo había conocido a una muchacha
cubana, Nenita López, a quien le habían dado una beca en la Universidad de Yale
para que trabajara en la búsqueda de la vitamina B12, y me había ofrecido a
ayudarla a encontrar un lugar donde quedarse durante su estancia en New Haven.
Y Nenita, que era muy amiga de tu tía Pompón, se lo dijo a ésta y además le
dijo que yo era una persona muy agradable y servicial. Y Pompón se lo dijo a
Silvia. Y resulta que Silvia ya tenía planificado irse con nenita a tomar un
curso de Literatura inglesa en la universidad de Albertus Magnus, también en
New Haven, y había perdido un año de licencia de la Escuela del Hogar, en
Santiago de Cuba, donde enseñaba inglés. Todo lo tenía arreglado, lo único que
no sabía era dónde se iba a alojar. Así que como estaba tomando un curso de
verano en la Universidad de La Habana, resolvió irme a ver.
Un día, al terminar de dar mi clase,
me quedé hablando con unos alumnos, y cuando me viré de lado, allí estaba
Silvia, como si hubiera caído del cielo. Muy respetuosa, muy amable y muy
bonita que era, con su pelo castaño claro y sus ojos color del tiempo. Y me
dijo: “Doctor”, y me contó que iba a pasar un año estudiando en New Haven. Y le
dije que le ayudaría a buscar un lugar donde quedarse y en todo lo que pudiera
mientras estuviera allí, que tendría muchísimo gusto en ayudarla. Y le di la
dirección de Ruth Gillespie, una profesora de español de Albertus Magnus que yo
conocía porque ella también había estudiado con el profesor Lukiens, y que
vivía con su madre en una gran casa donde alquilaban cuartos. Además, le dije
que me llamara cuando llegara a Nueva York, porque los cubanos siempre nos
ayudábamos. Y así fue como la conocí.
Como a los tres o cuatro días, me
habían invitado a almorzar unos profesores y cuando yo iba en el tranvía, de
pie, porque tú sabes cómo se llenaban los tranvías de Cuba, por casualidad vi a
aquella muchacha sentada en uno de los bancos. Me sonrió y yo también le sonreí
y la saludé. Y luego no la volví a ver, porque aunque ella me había dicho que
probablemente iría a Oriente en la misma fecha y el mismo tren que yo, tuvo que
posponer su viaje. Entonces para no quedar mal conmigo, me mandó una cartica
muy cordial, diciendo que había sentido no poder participar en el viaje
conversado conmigo, pero que llegando a Nueva York me llamaría. La carta la
recibió mi madre y me la leyó. Entonces dijo: “Ah, ese huevo quiere sal”. “No,
mamá, si esa muchacha yo no la conozco más que de un día”. Pero insistía, que
ese huevo quería sal.
El día que Silvia llegó a New Haven,
yo la esperé en la estación del ferrocarril y la llevé a casa de las Gillespie
para que se pusieran de acuerdo en cuanto al cuarto que iban a compartir con
Nenita. Y cuando yo tenía fiestecitas en mi casa, venía Nenita y venía ella, y
también venían otros amigos y después bailábamos. Y un día le pregunté a
Silvia, que cómo estaba la casa de huéspedes y me contestó: “Bueno, la casa
está muy bien, la cuidan mucho, pero la verdad es que la comida no me gusta”. Y
le dije: “No te preocupes”. Y la invité a que comiera un buen bistec. Después
la llevé a su casa en el tranvía y me lo agradeció muchísimo. Entonces pasó una
semana y la volví a invitar, y esta vez comió un pato a l'orange. Yo la invitaba a comer de vez en cuando y después
íbamos al teatro, porque en esa época las obras de Broadway se estrenaban en
New Haven. Y así nos fuimos enamorando.
Hasta que se terminó el año escolar y
ella iba a regresar a Cuba. Y yo le dije: “Ay no, Silvia, eso tenemos que
arreglarlo. ¿Tú quieres firmar un papelito y casarte conmigo?”. Y me dijo:
“Sí”. Y nos casamos. Entonces vino pepito y después viniste tú. Y aquí nos
tienes juntos después de casi sesenta años.
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