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25 de agosto de 2017

ElGuayabero en la prensa/Faustino Oramas El Guayabero



Félix Contreras
Bohemia, 26 de mayo de 1989

Quienes lo conocen bien, se van a morir de envidia cuando lean este relato y se enteren que pasé el día entero con Faustino Orama... perdón El Guayabero.
Y quienes no, me van a envidiar esas 24 horas junto a ese ser que si no es el más generoso, alegre, transparente y ocurrente de este mundo, se le parece bastante.
Unas horas antes la proverbial gentileza holguinera le había avisado mi visita y él, como si esperara a un premio Nobel o a un mandatario, sacó la vajilla, adornó la mesa, preparó ese mejunje que él bautizo «lechita» y que sólo la brinda «a quien me hace el honor de visitar mi casa». Estaba eufórico y no era para menos: el último disco de Silvio Rodríguez, afiches y cariñosas dedicatorias sobre la mesa, atestiguan la admiración del joven trovador por el viejo sonero, que lo había visitado también ese día en la mañana.
«Qué artistas son esos muchachos de la Nueva Trova —dice hablando bajito, con ademanes y gestos corteses que anudan en él lo artístico y lo humano—, son unos fenómenos. Esos Pablito, Silvio, Virulo, son del alma mía. Le ronca el mango, mira si son grandes, que yo raspé mi tres junto a Pablito en una actividad musical allá en Bayamo».
Anárquico, intuitivo, espontáneo y nunca ni una pulgada fuera de la corrección, es imposible mantenerlo sentado, pues, «no, qué va, pal carajo, si yo lo único que traje a este mundo es cantar y raspar el tres. ¿Entrevistarme?... Si yo fuera doctor…» Planta una enorme caja de galleticas con crema en el centro de la mesa, e invita: «Vamos, coman, que la compré con mi plata y mi plata yo la echo palante». Luego llama a Austergusilia, la sobrina, y le pide otro brindis de lechita para la visita y acota: «Nombrecito el de mi sobrina, parece de novela antigua, de esas que raspaban antes las mujeres empachadas de romanticismo… Pero, coman, beban, que de todas formas van a hablar, y si hablan que hablen, que de Dios hablan y nadie le ha visto la figura».
[...]
Sobre él no dice ni esta boca es mía, de los mil sinsabores que sufrió en el pasado no habla y, mucho menos de los triunfos y glorias que a pura pregunta se lo sacamos.
[...]
Lo visitó la crítica y periodista inglesa Lucy Durán, que cazadora de «esos personajes increíbles de la música popular cubana», lógicamente fue corriendo hasta la capital holguinera a conocerlo. Imagínense, asombro de todos los colores agarró a la visitante ante aquel negro reflaco, con seis pies y pico de estatura, comedidamente extrovertido, buen mozo a pesar de sus años y diciéndole cosas como esta (que ella entendió): «Cuando una mujer se agacha/ se le abre el entendimiento/ y al hombre que la mira/ se le para el pensamiento».
Él tiene total razón. Es uno quien pone el otro sentido. Los moralistas lo tildan de frívolo, chabacano. Total, como si eso fuera ajeno a la vida. Por eso sus aliados mejores, las patrullas avanzadas de su arte, son los jóvenes, los poetas, la gente culta que entiende por cultura también lo auténticamente popular. En suma, el mismo pueblo de donde él extrae sus creaciones sui generis.
Sus colegas más jóvenes, ni hablar, lo adoran. Y él les paga con un respeto que le llega hasta las lágrimas... «¿Quién Pablito, Pablo Milanés?... ese es mi hijo, y Silvio es mi sobrino.»
Naturalmente, un ser así, con esa elegancia que hace recordar la belle époque, tocado con ese excéntrico sombrero a lo Maurice Chevalier (él mismo versión prieta de Maurice Chevalier), gusta mucho a las mujeres, que son el tema predilecto de sus obras y con las cuales establece pronto relaciones afables, y por supuesto, ese flirt visual, «sin el cual, mi negro, yo no puedo vivir, porque las cosas más perfectas de este mundo son tres: las mujeres, las flores y la música». Aquí miente, porque la fraternidad, la amistad, vale lo mismo que su tres para él... «Ah, y la amistad, tiene razón, no lo olvido: es que eso está en mi ser».
[...]
¿En cuántas composiciones suyas aparecen esa inocente desfachatez, esos sobreentendidos que se popularizan inmediatamente? Él mismo no conoce la cantidad… Se saca el sombrero de pajilla (único en uso en Cuba) y enumera con esos enormes y flaquitos dedos: «¡Ay, candela!», «Cómo vengo este año», «Tumbaíto», «En Guayabero», «Mañana me voy»...
Me doy cuenta que la inactividad para él es pura y fúnebre monotonía; como cuando él ameniza una fiesta y la gente sabe que llegó el galop final, cuando lo notan ido, ausente y ahí mismo el público conoce que es la hora de irse. Por eso lo invito a dar un paseo por la ciudad (Holguín es la maravilla de plazas en Cuba) que él lleva justamente en mitad del corazón. Ni corto ni perezoso, a ratos estamos en la preciosa plaza mayor o Parque Mayor General Calixto García... Allí, prácticamente sumergido en la multitud, advierto que eso es todo cuanto él puede soñar: darle a su gente el regalo de su arte. Lo saco del grupo, muy bajo le pregunto:
—¿Esto es la felicidad?
—Quizá —me responde.

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