Paquita de Armas
Revista La Jiribilla, 2007
Holguineras
y holguineros con más de sesenta años recuerdan que antes de 1959 en el parque
Calixto García —el más céntrico de aquella ciudad— se daban dos vueltas, una alrededor
de unos bancos, en la que paseaban muchachas y muchachos de cierto abolengo, y
la otra, más ancha, por la que transitaban pobres y negros. Claro, no faltaba
el joven apuesto y pudiente, que detrás de una mulatita o una sirvienta fuera
parte de la rueda grande.
Ir
al parque entonces —y ahora— ha devenido una suerte de rito: allí se flirtea y
también es un lugar de citas de todo tipo. Hoy, por supuesto, no existen
vueltas divisorias. Dos amigos de cualquier color pueden quedar en encontrarse
en una de sus esquinas, o en un banco específico, para luego seguir la rumba
del sábado o el domingo. Y aunque los que más abundan de noche son jóvenes, el
Parque que así se le dice al Calixto García, aunque haya muchos más, sirve a
las más diversas generaciones de descanso o lugar para refrescar con alguna
brisa en tardes tórridas. Fue precisamente en el Parque cuando una noche vi a
Faustino Oramas, El Guayabero, vestido con un saco azul oscuro por arriba de la
camisa blanca y con su tres tomado por la garganta con su mano grande y negra.
Una de mis amigas de la secundaria básica José Martí —racista como una buena
cantidad de holguineros— lo señaló y dijo: «Mira ese negro que cree que canta y
solo dice groserías».
Si
hoy yo dijera que salí en defensa de El Guayabero mentiría. Tampoco lo hice
cuando empecé a trabajar a principios de los años setenta en el periódico
Ahora, y su presencia dividía las opiniones: tipógrafos, cajistas, impresores y
algún periodista lo trataban de artista; los otros decían que todo lo que decía
era vulgar y soez, sin ningún aporte cultural.
Cuando
fui a estudiar a Santiago de Cuba, en las noches que pasé en La Isabelica, centro de
reunión de trovadores y poetas, fue que aprehendí a El Guayabero. Todavía tengo
intacta la memoria de un día que empatando una canción con otra, nos dieron las
cinco de la mañana y la mayoría eran del juglar holguinero, que sin estar
presente fue el gran protagonista.
No
creo que yo sea una excepción. Pienso que para muchos de mis coterráneos El Guayabero
pasó de ser el «negro flaco con doble sentido» al trovador original y
raigalmente cubano, que con su picaresca humorística logró enamorarnos de una
manera de hacer el son. Mirando hacia atrás me pregunto cuántos sinsabores tuvo
que sufrir Oramas antes que fuera reconocido como artista. En Holguín desafió
un doble problema: los rezagos racistas de una ciudad nacida entre blancos
hacendados españoles, con muy pocos esclavos, y ser intérprete del son, con un
doble sentido que en mentes mediocres y mal pensadas hacía que fructificara lo
vulgar, sin que lo soez estuviera en las frases de El Guayabero.
Claro
que buena parte de su vida la pasó en el camino como típico juglar. De pueblo
en pueblo andaba, viviendo de «el cepillo» y con la aventura de acostarse donde
lo cogiera la noche. Así tuvo amantes, novias y líos como la trigueña que
conoció en Guayabero, casada con un cabo de la policía, y que sirvió para la canción
homónima, interpretada años después, en 1960, por Pacho Alonso y que le dio la
vuelta al mundo, para alegría de su compositor que ya había perdido su nombre
original.
Quizá,
como él mismo decía, la interpretación de Pacho le sirvió para ser conocido,
pero no fue hasta 1985 que grabara un disco, aunque ya por ese año recibía toda
la atención de las autoridades de su Holguín natal. Así, en vida, por suerte,
recibió todos los homenajes: medallas, premios, invitaciones y atención individualizada.
Pero
creo que el tributo mayor a El Guayabero ha sido el reconocimiento de sus
compatriotas que lo han reconocido como suyo desde lustros atrás. Al final la
historia hizo justicia y Faustino Orama devino para holguineras y holguineros
el hijo brillante y mundialmente conocido, que con humor logró que la música
cubana se afianzara en el sitial que merece. Y no por esperado fue menos
impresionante su sepelio. Las cámaras enseñaron varias cuadras llenas de
personas y otras decenas asomadas en balcones y azoteas, todas —viejas o
jóvenes, negras o blancas— diciendo adiós a su juglar, el que les hizo reír y
les tomó el pelo por décadas, con ese singular doble sentido dibujado con
santas palabras que nunca dieron cabida al mal gusto o lo pedestre.
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