Amado del Pino
Tomado de Internet
Esta
no será una crónica con abundancia de recuerdos personales. Nunca entrevisté al
genial Faustino Orama, ni creo recordar ninguna conversación con el genial
trovador. Si me han llegado algunas anécdotas de primera mano, es porque uno de
los hijos de mi amigo —dramaturgo y holguinero— Carlos Jesús García (Carlín)
formó parte de la agrupación musical de El Guayabero.
Supe
por esa sana vía que aunque su edad fuese tan avanzada y el oído pareciera no
responderle en la vida cotidiana, había que estar muy atento para seguir el
ritmo de sus improvisaciones.
Ahora
que ha muerto, que nos quedamos sin el buen chiste que hubiese sido verlo
llegar al centenario, despedir al cantor oriental me desata varias certezas y
preocupaciones. El Guayabero representa la quintaesencia de una tradición
riquísima de cultura popular, del ingenio criollo que se opone —sobria pero
tenazmente— a la retórica o a las fronteras mentales que, de vez en cuando,
asoman la cabeza. El mismo nombre que lo inmortalizó ya se sabe que viene de
los celos de un guardia rural, un hombre torpe que amenazaba con usar el poder
para reprimir al artista. Sí, porque allá en la finca nombrada Guayabero, la
ira tenía que ver con unos celos corrientes, pero sospecho que también con la
ceguera del torpe, la saña del pretencioso ante los encantos del arte.
Allí
le querían «dar», cantó para siempre Faustino, pero salió ileso de esa y de
otras trampas y lo que le «dio» su público durante décadas fue amor, aplausos,
complicidad.
Ahora
recuerdo que una amiga —que andará cerrando con donaire su cincuentena— me
contaba que en su adolescencia los muy «finos» (la gente «fista», dirían en mi
Tamarindo, «pija», en España) le aconsejaban que se alejara de aquel hombre vulgar
que recorría Cuba con su guitarra. El creador genuino siempre insistió en que
sus coplas eran ingenuas, que éramos los oyentes o bailadores los mal pensados
que las teñíamos de erotismo o picardía. En mi infancia —arrancando los
sesenta— la aclaración nos parecía válida pero totalmente de broma. Es decir,
parecía claro que el llamado «doble sentido» funcionaba como una forma de hacer
sutil la presencia sexual o transgresora, dada con una gracia que la ponía a
salvo de los censores a la vez que abría la verja al regocijo de los cómplices
admiradores de la danza de Marieta o de cualquiera de esas deliciosas criaturas
y situaciones. El Guayabero nos representaba a nosotros los cubanos de a pie:
alegres, desenfadados, ardorosos y sí, mal pensados. En este joven siglo —cuando la grosería tiende a convertir en
explícito lo que siempre fue dulcemente picaresco— vuelvo a las coplas del
inmortal trovador y vengo a entender mejor sus razones. En la obra de El Guayabero
hay, en efecto, ingenuidad, dulzura, candor. Como mismo agredió a santurrones
muchas veces, tal vez hoy funcione como
un llamado a la lírica popular, una forma de contrarrestar lo obvio a la hora
de comentar un hecho o elevar un elogio cantable al cuerpo de una preciosa
negra, que nunca dejará de bailar en nuestros corazones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario