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24 de septiembre de 2011

Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (V)


SEGUNDO FINAL



La casa se está cayendo. Yo algunas veces quisiera su¬jetarla con las manos y todo, pero sé que se está cayendo, y nada puedo hacer.

Yo miro la casa cayéndose, y pienso que allí fue donde conocí a Celestino, y donde aprendimos a jugar a la marchicha; que allí fue donde ni madre me dio el pri¬mer cintazo, y donde por primera vez me pasó la mano por la cabeza. Que allí fue donde abuelo dijo una vez «Pascuas» y se rió a carcajadas, y yo me puse muy alegre cuando él dijo «Pascuas», y no sé por qué, me dio tanta risa y tanta alegría, que me fui para el rincón del corre-dor, donde crecen las matas de tulipán, y allí, debajo del panal de avispas, me reí y me reí a más no poder. «Pas¬cuas», «Pascuas», «Pascuas». Y me volví a reír a carcajadas y no sentía las avispas, que ya revoloteaban sobre mis orejas. «Pascuas», «Pascuas», «Pascuas».

Y me retorcía en el suelo, de la alegría tan grande.

Y ahora la casa se está cayendo. Si se llega a caer, qué será de esas voces que todavía oigo repetir: «Pascuas», «Pas¬cuas». Qué será de mí, que aún me retuerzo de la alegría, allá en el corredor y debajo de las avispas. Si se cae la casa, el tinajero se hará trizas, y entonces no voy a poder seguir viviendo. Si se cae la casa, el fogón grande, hecho de ce¬niza mojada, también se desmoronará, y entonces yo no voy a poder seguir viviendo. Si se cae la casa, toda la algarabía de mis primos, que vienen para la fiesta de Noche¬buena, se vendría también abajo, y yo no voy a poder se¬guir viviendo. Y lo peor de todo: si se llega a caer la casa, tendríamos que mudarnos para otra, y entonces habría que empezar a nacer de nuevo, y a buscar de nuevo otra palabra que me haga reír a carcajadas. Y a convencer de nuevo a las avispas para que armen un avispero en el corre-dor. Y a hostigar a abuela para que vuelva a tirar el agua dentro del fregadero en el patio, y se haga un fanguero igual que el que hay ahora. Y habría que esperar muchí¬simo tiempo para que el techo se ponga negro de tizne, como está ahora el de nuestra casa, y a lo mejor ni espe¬rando mucho tiempo se pone así como éste. Y si la casa no tiene el techo tiznado yo no quiero vivir en ella. Y si la casa no está llena de rendijas y por cada rendija puedo ver lo mismo que yo veo por éstas, yo no quiero vivir en ella. Y si la casa no tiene unas patas de chivo, colgando junto con unas mazorcas de maíz, del techo, yo tampoco quiero vivir en ella. Y si la casa no tiene una puerta esquina y en la puerta esquina no hay una yagua comida por el come¬jén yo no quiero vivir en ella. Y aun teniendo todas estas cosas: si la casa no tiene un pozo, lleno de culantrillos y de voces, yo nunca viviré en ella... No, no puede haber otra casa que sea como ésta, y que esconda todas las cosas se¬cretas que yo he hecho en ella. La otra será extraña para mí, y yo también le seré extraño.

Y entonces lloro, porque sé que la casa ya no existe más. Pero enseguida dejo de llorar, pues me acuerdo que tendré que mudarme para una casa nueva, que nada sa¬bría de este llanto. Y por lo tanto estoy perdiendo el tiempo.

Veníamos de recoger caimitos cuando mamá, parán¬dose en lo más alto de la arboleda, dijo:

-¡Qué fea se está poniendo la casa! Parece como si se fuera a caer -y se echó a reír.

Yo tiré los caimitos al suelo, y empecé a dar gritos.

-Pero, muchacho, no seas tonto -dijo cariñosa, mi madre, mientras se reía-. ¿No ves que lo que te digo no es más que una bobería que no viene al caso?

Y entramos en la casa, mientras yo me secaba los ojos con la punta del refajo de mamá, pues el vestido lo traía arremangado hasta la cintura, y, como si fuera un serón, venía lleno de caimitos.

La casa está en el suelo; y nosotros recogemos las ta¬blas y las yaguas y las acomodamos, una por una, en su lugar de antes. Las pencas vuelven a ser amarradas con yareyes. Todos trabajamos en la reconstrucción. Yo dirijo la obra. Algunas veces cojo el palo de la escoba y reparto una que otra paliza. Una paliza para mi madre, en el lomo, pues trabaja muy despacio. Otra paliza en la ca¬beza de la abuela cada vez que ésta se para para coger re¬suello. Y la última paliza, más fuerte que las demás, para el viejo, que está encaramado en el techo, y que amarra muy flojo las pencas, y esto puede dar motivo a que al¬gún día la casa se vuelva a caer. Por eso la paliza para el abuelo siempre es la mayor.

Celestino se levantó a medianoche, y no ha vuelto. Yo lo vi levantarse en medio de la oscuridad, y lo lla¬mé bajito para que abuelo no supiera que él estaba dur¬miendo en la casa. Pero no me contestó. Brincó la ven¬tana, y desapareció entre las primeras neblinas. ¡Qué temprano empieza a caer la neblina en estos días! Debe de ser porque ya se acercan los meses de frío; aunque, a la verdad, que aquí nunca hace frío y el invierno pasa y vuelve a pasar y nosotros nos seguimos achicharrando.

Yo fui a seguir a Celestino, pero cuando traté de levan¬tarme, la bruja llegó y, apretándome la mano, me dijo-«Déjate, déjate. Anda, y escribe lo que quiera en los tron¬cos». Eso me dijo la bruja, y yo enseguida me fui que-dando dormido, aunque yo no quería, pero por mucho esfuerzo que hice para ahuyentar al sueño, no lo logré y empecé a bostezar y a bostezar, hasta que vi a la bruja, desapareciendo ante mis ojos, y me dije: ya estoy dor¬mido.

Ahora, que ya es mediodía y Celestino no llega, yo no sé qué hacer. Mamá me ha preguntado por él, y yo no me he atrevido a decirle la verdad, porque yo dudo de mi madre y creo que ella le llevaría el chisme al abuelo para que él vaya hasta donde está Celestino es¬cribiendo y le dé un hachazo por la espalda. Por eso no le digo nada a mi madre, aunque a ella no hay que de¬cirle las cosas para que las sepa, pues se da cuenta de todo. Nada más tengo que mirarla para saber ensegui¬da que ya comprendió lo que no le dije. En verdad que es así, y todavía me acuerdo de la vez que me estaba contando un cuento y empezó a llorar. Yo le pregunté por qué lloraba, y ella me dijo: «No me explico por qué quieres que yo me muera. ¿Es que soy tan mala con¬tigo?». No supe qué decirle. Pero me dijo que si yo es¬taba pensando en que ella se muriera, no era porque yo quería que se muriera, sino porque así yo empezaría a dar gritos, y todo el mundo vendría a oírlos.

-¿Adónde vas? -dijo la bruja.

-A buscar a Celestino.

-Por qué no te quedas quieto.

-No; quiero decirle que abuelo va con el hacha, a cortarle la cabeza.

-Ya tú lo sabes, así que él también.

Abuelo llega, y le clava el hacha en la cabeza a Celes¬tino. Celestino no grita ni dice ni pío. Nada, nada dice. Con el hacha, abriéndole la cabeza, escribe todavía algo en un tronco, y luego baila un poco junto al coro de pri¬mos muertos, que ya aparecen debajo de los gajos de una mata de quiebrahacha. Los primos empiezan a cantarle para que siga bailando. Pero él no sigue. Camina un tiempo por todo el monte. Llega hasta el sao, y desde allí mira para todas las cosas, y me ve a mí, que acabo de sa¬lir de la casa para darle la noticia retrasada. Luego se sienta en una piedra, y empieza (con su manía) a escribir en la tierra con un palo. Pero la tierra está demasiado seca, tan seca, que al fin se da por vencido y se acuesta en ella. Y dice la gente que cuando llegaron ya estaba muerto.

Y dice la gente que cuando llegaron ya estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

Estaba muerto.

¡La gente no sabe nada del mundo!

¡La gente no sabe nada del mundo!, yo llegué hasta donde estaba él acostado, y le dije:

-¿Te duele mucho el hachazo?

-¿Qué hachazo? -dijo él. Y empezamos a hablar como ya estábamos acostumbrados: sin decir ni media palabra.

Por la noche ayudé a Celestino a levantarse y fuimos, caminando muy despacio, hasta la casa.

-Ésta es la casa -dije.

-La casa... -dijo él.

La bruja salió a recibirnos, llorando, desde la puerta de la sala.

-¡Yo te lo dije! -decía la bruja-. ¡Yo te lo dije! -Y, abrazándome, dio muchos gritos bajos y, por fin, desa¬pareció en el aire.

Celestino y yo entramos en la sala. Allí estaba mi ma¬dre muerta.

-Se murió tu madre -dijo el coro de primos.

-¿Qué madre?...

-Tu madre, la que regaba las matas de guanina y de¬cía que eran sandovales.

-¿Y la otra?

-La otra hace tiempo que se tiró al pozo.

-¿Y quiénes nos quedan ahora?

-No lo sabemos, pero es posible que todavía te que¬den algunas que otras madres por ahí, regadas.

-Díganles que ya no vengan.

La sala está repleta. El coro de primos desaparece.

Mi madre relampaguea entre las cuatro velas que ar¬den muy despacio.

¡Avanza! ¡Avanza! Tu madre relampaguea entre las cua¬tro velas que arden muy despacio.

¡Avanza! ¡Avanza! He aquí a tu madre. Qué feliz sue¬ño. Al fin. Al fin tú eres el centro de todas las miradas.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

El coro de primos baja del techo, y llora por ti. Todo el mundo se restriega los ojos, por ti.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Yo avanzo despacio, mi madre me espera muy tran¬quila, dentro de la caja, que, según mi abuela, es de ce¬dro, y por eso le costó carísima.

-¿Es de cedro esta caja?

-Sí, de cedro.

-¿Y costó carísima?

-Carísima costó.

-¿Cuánto?

-Un ojo de la cara.

-¿De quién?

-De tu abuelo.

-¡Pobre abuelo, cómo habrá peleado!

-Muchísimo, figúrate que de la perrá que cogió no ha podido salir del excusado.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Tu madre te espera en la gran caja. Al fin, por una sola vez en la vida, disfrutarás de este momento estelar. La noche es tuya. Las gentes son tuyas. Tu madre es tuya. El tiempo es tuyo.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Todo es tuyo. Esas caras lloran por ti, y te compade¬cen, y te tienen lástima. Hasta tu abuela, que tanto siem¬pre te ha odiado, ha preguntado por ti. «Cómo está el vejigo», dijo, entre refunfuños que trataron de ser ásperos, pero que no pudieron serlo. ¡He aquí tu gran día! ¡He aquí tu gran día!

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

De La Perrera, de Guayacán, de La Potranca, de El Al¬mirante, de Calderón, de Perronales, de Los Lazos, de Au¬ras, de Aguas Claras...; de barrios lejanísimos ha venido la gente, para verte llorar. Llora, no desperdicies esta oportu¬nidad. Todo el mundo se aglomera. Todos se apretujan para verte. A ti, a ti solo. Tú eres el único. ¡Avanza hasta la gran caja que te espera entre las luces parpadeantes!

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

He aquí tu gran triunfo. Todo el mundo te está mi¬rando.

Anda despacio, aprende a disfrutar de este momento exclusivo. Despacio. Saborea el instante. Saboréalo. Sa-bo-ré-a-lo.

¡Avanza!

¡Avanza!

¡Avanza!

Despacio. Que te oigan llorar. Que te cojan lástima. Que al fin digan: «El pobre». Ya te están cogiendo cariño. Ya te están cogiendo cariño.

Ya no lloran por ella, sino por ti.

Ya quisieran ser tu madre.

Ya te adoran.

Disfruta.

Disfruto.

Llora.

Lloro.

Grita.

Grito.

Abrázate a la caja.

Me abrazo a la caja.

Di: «Madre mía, madre mía, no me dejes solo».

-¡Madre mía, madre mía! ¡No me dejes solo!

Ahora llora más fuerte.

Lloro más fuerte. Da un grito.

-¡Ayyyy!

Tírate en el suelo, pero no des tiempo a que la gente vaya a levantarte, levántate tú antes de que ellos lleguen, y di: «Déjenme solo, déjenme solo con ella».

-¡Déjenme solo, déjenme solo con ella!

Pero no dejes que te dejen solo, porque entonces...

-¡No me dejen solo! ¡No me dejen solo! Ya estás frente a la caja.

Ya estoy frente a la caja. Di, despacio y bajito, «¡Madre mía!».

-Madre mía... «Me dejas solo.» «Ahora, para quién he de cargar agua por las tardes.»

-Ahora, para quién he de cargar agua por las tardes. Quédate dormido, sin soltar la caja de los brazos.

Ya duermo. Ha pasado tu tiempo, debemos volver al maizal.

Ha pasado mi tiempo, debo volver al maizal.

Hoy salimos a pasear y, cuando veníamos, abuela me enseñó a descubrir Las Siete Cabrillas, El Arado y La Cruz de Mayo. Celestino también ya conoce el cielo y, sin que abuela se lo dijera, descubrió el Camino de Santiago. Abuela dijo que me iba a cargar un rato porque se¬guro que yo estaba muy cansado. Y me cargó. Pero al poco rato fue ella la que empezó a cansarse. Entonces me puso en el suelo y me dijo: «Dame la mano, no vaya a ser que tropieces con algún troncón». Y seguimos caminando. Llegando ya a la casa yo tropecé con el troncón, y me lo clavé en el estómago. Abuela me sacó el troncón del es¬tómago. Pero ya estaba muerto.

-Yo he tenido la culpa -dijo entonces la abuela, le¬vantándose lo más alto que pudo-. ¡Yo he tenido la culpa, porque no lo traje cargado hasta la casa!

-¡No seas faina! -le dijo el abuelo-. ¡Qué culpa vas a tener tú de que este babieca no sepa dónde pone los pies!

Mi madre dio un maullido enorme, y salió del cuarto.

-¡Lo único que me quedaba, desgraciados! -dijo, y me cogió en sus brazos, arrebatándome de los de la abuela.

-¡Ya para qué vida! -volvió a decir, y salió conmigo muerto para el patio.

Había mucha neblina en el patio. Celestino estaba en¬tre la neblina, y me sonrió cuando me vio pasar, en bra¬zos de mi madre. «Esta noche quemaremos arañas», oí que me decía, con su sonrisa picara, pero no le dije nada, por miedo a que mamá me oyera y sospechara que él an¬daba cerca.

-Sí -le dije yo a Celestino a las dos o tres semanas de aquella noche, pues hasta ese momento mi madre todavía no me había soltado de sus brazos, y, como una loca, ha¬bía caminado todo el monte, y volvió a la casa, ya medio desnuda y con los pies hechos pedazos, soltándome al fin.

Al fin se está acercando la Nochebuena y todos mis primos han venido con sus tías a cuestas. Mis tías son muy escandalosas y no dejan de pelear ni un momento. Pero mis primos son distintos, y, según ellas, siempre las están mortificando. Once son mis tías y más de cincuen¬ta mis primos... ¡Qué de gente en la casa, madre mía! ¡Qué de gente! Ésta va a ser una Nochebuena como po¬cas. Ya los lechones casi están en las púas, y todos juga¬mos y cantamos en la arboleda llena de anones verdes y hormigas rabúas. ¡Qué bueno si siempre fuera Noche¬buena! Así mis primos estarían en casa todo el año. Y yo podría jugar con ellos cada vez que quisiera. Siempre es-taríamos jugando al Matarilerón, o a la marchicha, o al escondido. A cualquier cosa. Pero que ellos estuvieran siempre conmigo. ¡Que no se fueran nunca!... El coro de primos se acerca al coro de primas y «piden la dama». Ahora tenemos que buscarle el oficio.

Qué oficio le pondremos, señor Matarilerile.

Qué oficio le pondremos, señor Matarilerón.

Le pondremos costurera, señor Matarilerile.

Le pondremos costurera, señor Matarilerón.

Ese oficio no le agrada, señor Matarilerile.

Ese oficio no le agrada, señor Matarilerón.

En caballos muy grandes y hechos de palos de úpitos, hemos cabalgado toda la tarde. ¡Pobres caballos: ya de¬ben de estar muertos de cansancio! Mejor será que los lle¬vemos para el potrero.

Celestino y yo echamos a correr sobre los caballos de palo, y los amarramos en el guaninas para que no se pue¬dan escapar, pues estos caballos son medio cerreros toda¬vía, y si uno no los amarra bien se van como si nada. ¡Los muy condenados!

Sobre la mata de cereza tus primas han hecho una casa de tabla. Y juegan. Qué lindas se ven tus primas sobre la gran mata de cereza que parece desgajarse de tanto peso. ¡Míralas! Míralas jugando a la casita. Ahora están encendiendo el fogón. ¡Míralas! Míralas jugar so¬bre la gran tabla y las mesas viejas que han puesto sobre los gajos altísimos. Dicen ellas que la casa es una casa hecha de muchos pisos. Y es verdad. ¡Qué linda y qué alta es la casa de muñeca de tus primas!, donde ellas can¬tan y pelean, barren y cocinan. ¡Míralas! ¡Míralas! Hoy parece que es el día de hacer la visita, pues todas están en el mismo lugar, y hablan, y hablan, y hablan. Ha¬blan de sus hijas, de la enfermedad que cogió una de sus muñecas al tomarse un vaso de leche de chipojo. De la varicela que infesta todas las casas. Para ellas las abe¬jas son los espíritus, y cuando cruza alguna que va a chupar las flores de cereza, ellas se persignan, y mueven los labios, como si de verdad rezaran. ¡Mira! Mira a tus primas allá arriba, jugando a la casita. Hablan y hablan, y una ha puesto a hacer el café y otra ha amarrado un saco de un gajo a otro, y mece a una muñeca que al pa¬recer no quiere dormirse. ¿Será necesario que tú te en¬carames hasta el capullo de la mata de cereza, y le des cuatro nalgadas? Tú eres el padre de esa criatura y debes imponer el respeto. Pero no..., aunque sé que estás loco por subir, no lo puedes hacer. Confórmate con mirarlas desde abajo; tú no eres una niña. «Tú eres un hombrecito y no debes estar jugando siempre con las hembras»... Tú eres un hombrecito...

-¡Zángano! ¡Otra vez con las muchachitas!...

La muñeca sigue llorando y pataleando, y de una gran mecida se desprende de la hamaca y, rodando de gajo en gajo, cae al suelo, lleno de mierdas de gallina, porque en esa mata de cereza también duermen las gallinas. Tú corres hasta donde está la muñeca, y, sin tener en cuenta que te estás cagando las manos, la tomas corriendo y, corriendo con ella cagada, te escondes detrás del mayal. Ahora la meces y la besas. Y al besarla tus labios se em¬barran de mierda de gallina. Pero, ¿quién está cerca de ti para darte un trompón? Nadie. Nadie te observa. Pue¬des hacer lo que te dé la real gana. Nadie te está mirando. Es tu oportunidad.

-Esas mujeres no te saben cuidar como yo sé... ¡Ven, estáte quieta! Estáte quieta conmigo, aquí detrás del ma¬yal. ¡Ven, que nadie te va a pegar! Quédate aquí con¬migo, no le hagas caso a esas turulatas. ¡Ahora estás conmigo aquí, sola! ¡No llores! ¡No llores! Que ya te es¬toy meciendo. ¡Ya te estoy meciendo!

Mécela. Mécela.

-A ver, cállate la boca. ¡Que los muchachos no nos descubran! Que no se enteren que estoy haciendo puer¬cadas con una muñeca de trapo. ¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cá¬llate! No llores...

Mécela. Mécela.

-¡Ya están buscándome! Ya vienen. ¡Debo apurarme!

-Apúrate. Apúrate.

-¡Se están acercando! Como me cojan haciendo esto con una muñeca, me caerán a pedradas.

Se están acercando, como te cojan haciendo eso con una muñeca te van a caer a pedradas. Ciérrate la porta¬ñuela, ya están cerca. Déjalo para otro día. Muchacho, es¬táte tranquilo. Ahí viene la gente...

-A ver: no llores que te voy a mecer. No llores, que nadie nos está mirando. Eso que hizo «fuiiiii» fue una la¬gartija. ¡Las condenadas lagartijas me odian a muerte y no hacen más que joderme! Pero no les hagas caso, no son más que unas lagartijas. ¡A ver! ¡A ver! Ya estamos termi¬nando. ¡Son lagartijas! ¡Lagartijas! ¡Estáte quieta!... ¡La¬gartijas!... ¡Lagartijas!...

Ahí se acerca el grupo de muchachos, y con tu abuelo al frente. Ya vienen. Ya te han visto. ¡Te han cogido ha¬ciendo la cochinada! No importa que hayas terminado: de todos modos ya te vieron. ¡Sal corriendo antes que te cojan! Sal corriendo. Ya no tienes tiempo ni para subirte los pantalones. Sal corriendo. Sal corriendo.

Todos mis primos me han visto. ¡Qué vergüenza! Me muero de la pena. Con qué cara voy a volver a jugar con ellos, y a salir por ahí, a tirarles piedras a los pájaros. ¡Qué vergüenza!... Hasta mi madre sabe la noticia, y tam¬bién viene corriendo hasta donde yo estoy con los panta¬lones arremangados y la muñeca embarada.

-¡Animal! ¡Animal!

Ésa es tu abuela. Oye cómo te está gritando. La muy condenada, te tiene una inquina que no puede verte. Siempre que voy a la cocina me tira agua caliente, y un día por poco me estrella la piedra de pilar los ajos en la cabeza. ¡La muy maldita! Te odia a más no poder.

-¡Puerco!... El otro día me ahogó la gallina americana que ponía un huevo todas las tardes.

-¡So burro! Debiera darte vergüenza. Ya no eres un muchacho.

-¡Zoquete! Espera a que te coja que te voy a capar.

Óyelo, ése es tu abuelo. Él también es de los buenos. Qué odio le tengo a ese viejo maldito. ¡Como si él no hubiera sido quien me enseñó a hacer estas cosas! Sí, él fue, que siempre que iba a bañar las potricas al río, des-pués que las bañaba me ponía a mí a que las sujetara por el freno, mientras él las trasteaba y las volvía a trastear por detrás.

-¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo!

¡Oye a tus primos! Mis condenados primos que tam¬bién hacen puercadas, igual que yo; y una vez mataron a una infeliz chiva... Pero, de todos modos: ¡qué ver¬güenza!, con todo el mundo; porque ya todos lo saben. Y ellos lo hacían siempre en tal forma que no había quien se enterara. ¡Qué vergüenza!, ya todos lo saben, y hasta Celestino lo sabrá también. Él, que nunca ha hecho nin¬guna de estas porquerías. ¡Qué pena! ¡Qué pena! Mejor sería estar capado para que no me entraran esas furias. Eso es lo que debo hacer. En cuanto tenga una oportuni¬dad voy a afilar el cuchillo en la piedra de vueltas y me voy a capar. Eso es lo que harás. Eso es lo que haré. Ya vienen corriendo. Ya te están agarrando. Sal huyendo. Sal huyendo.

-¡Viejo maldito!, a mí sí que no me vas a dar un ha¬chazo.

-¡Párate ahí, desgraciado, no creas que te vas a escapar!

-¡Cójanlo!

-¡Él fue quien ahogó a mi gallina americana!

-¡Que se escapa!

-¡Dios mío!, si va desnudo. ¡Qué vergüenza!

-¡Atájenlo!

-¡Muchacho, que te puedes dar un arañazo en los güevos!

-¡Desgraciado, no me van a ver nunca más el pelo!

-¡Ojalá y te murieras!

-¡Salvaje!

-¡Bruto!

-¡Muchacho!, súbete los pantalones antes de que te des un arañazo.

-¡Achújenle los perros!

-¡Déjenlo!, que si se sale al camino real se lo llevarán preso.

-¡No me van a coger! ¡No me van a coger!

-Tal parece como si tuviera al diablo metido en el cuerpo. ¡Miren cómo dejó a la muñeca!...

-¡Dios mío!...

-¡Ay!, y eso que ustedes no vieron la gallina ameri¬cana que ponía un huevo todos los días...

-Dios te salve, María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendito sea el fruto de tu vientre. Santa María, Madre de Dios. Madre de Dios, madre de Dios, madre de Dios...

-¿Qué pasa?

-Aquí le faltan unas hojas al libro de oraciones.

-¡Virgen Santísima!, quién habrá hecho eso.

-Yo sé quién fue.

-¿Quién?

-No lo digo.

-¡Dilo, si no quieres que te estrelle contra el suelo!

-¿Quién te mandó a arrancarle las hojas al libro de ora¬ciones?

-Yo no sabía que era de oraciones.

-iSi lo que mereces es que te mate a palos! Mira la vergüenza que hemos pasado: invitar a la mujer de Tomásico (que es la única criatura que sabe leer en todo el barrio), tenerla que ir a buscar a caballo, y regalarle dos guanajos, para que leyera el novenario a tu madre, y tú haces eso. ¡Si lo que mereces es que te mate a palos!

-La culpa la tiene el primo, que desde que llegó a esta casa no hace más que enseñarle cochinadas.

-¡Mentira!

-¡Cómo te atreves a desmentir a tu abuela! ¡Coge!»')!. -¡Mentira! -¡Coge!

-¡Celestino no me ha enseñado nada! ¡Todo yo lo sabía desde antes!

-¡Cállate la boca, si no quieres que te la rompa!... Que se me cae la cara de vergüenza al ver que ese come-mierda ha llenado todos los troncos de las matas de ma¬las palabras. Y ya tu abuelo está que no puede más con el dolor de los ríñones, pues se ha tenido que pasar el día tumbando los árboles que ese babieca garabateó...

-¡Eso no es verdad! Lo que él escribe es una poesía...

-¡Qué poesía ni qué carajo!

-¡Poesía, que eso fue lo que él me dijo!

-¡Y tú le haces caso a todo lo que te dice ese sinver¬güenza! ¡Hijo de los Pupos tenía que ser!... Yo bien que se lo dije a tu abuelo cuando el padre de ese degenerado vino a pedir a Carmelina. Yo bien que le dije que esa gente no servía para nada. Pero él, por tal de salir de ella, se la dio. Y ahí tienes el resultado: un muchacho asque¬roso, que no da un golpe, y que lo único que hace es es¬cribir puercadas en las matas. Y ya horita nos asaremos del calor, porque pronto no quedará ni una mata en todo el patio que tu abuelo no haya tenido que tumbar. Ay, si se me cae la cara de vergüenza al pensar que alguien que sepa leer pase por aquí y vea una de esas cochinadas, es¬critas en las matas. ¡Qué pensarán de nosotros!...

-¡Cómo sabes tú lo que él escribe, si tú tampoco sa¬bes leer!...

-Yo no sé, pero la mujer de Tomásico sí sabe; y cuando la llevamos hasta los troncos que Celestino había garabateado, pensando que el pobre muchacho lo que ha¬cía era poner el nombre de su madre muerta... ¡El nombre de su madre muerta!: ni siquiera se acuerda quién era su madre. Sí, señor, así como lo estás oyendo; y, si mal no recuerdo, una de las cosas que leyó la mujer de Tomásico decía: «Quién será mi madre», «Quién será mi madre», «Que la busco en el excusado y no la veo»... ¡Dime, tú!: una mujer que no hacía ni ocho días que es¬taba muerta, y ya él ni se acordaba quién era... ¡Y después decir que la busca en el excusado! ¡Eso es lo último! ¡Buscar a una muerta en el excusado! ¡Como si fuera un mojón!

Los hachazos se oyen ahora más claros. La figura del ancianito Celestino se deja ver de vez en cuando, con¬fundido entre los grandes troncos, escribiendo y escri¬biendo sin cesar. Yo me le acerco y lo miro un momento. Pero enseguida bajo la cabeza, y me siento en el camino para vigilar. Y, afilando bien las orejas, me doy cuenta de que los hachazos se van acercando cada vez más.

Celestino no oye nada. Hace una semana que no des¬cansa ni de día ni de noche, y ni siquiera ha probado un bocado. Yo voy corriendo a la casa y le robo algo de co¬mer a la abuela, y se lo traigo a él. Pero él no me hace ni pizca de caso y como un loco escribe y escribe, y yo me digo: no es posible que sean malas palabras lo que él está poniendo. No puede ser, debe de estar escribiendo algo muy lindo, que la muy yegua de la mujer de Tomásico no entiende, ni yo tampoco, y por eso dice ella que es algo asqueroso. ¡Salvajes!, cuando no entienden algo dicen en¬seguida que es una cosa fea y sucia. ¡Bestias! ¡Bestias! ¡Bestias!... Si yo pudiera por lo menos aprender a escribir la palabra esa: «Bestias». Si la pudiera aprender a garabatear. Si alguien me la enseñara... Ésa es la única que quisiera saber, para empezar a ponerla en todos los troncos, y hasta en los gajos de las matas de guayabas, y hasta en la ceiba que tiene tantas espinas. En todos pondría: «Bestias», «Bestias», «Bestias». Hasta que no quedara ni una sola mata que no tuviera esa palabra garabateada. Y el condenado de abuelo se volvería loco, tumbando árboles y más árboles. Y en cada uno de los que fuera a tumbar, con lo primero que se encontraría sería con la palabra «Bestias». Y siguiera tumbando, y los árboles le siguieran diciendo bestias, hasta que ya no pudiera más, y cayera al suelo, muerto de cansancio... Pero no. Esto no daría re¬sultado, porque el bruto de abuelo es tan burro que, como yo, tampoco sabe ni la o... Pero no importa que yo no entienda lo que Celestino está escribiendo. Yo sé que es una cosa muy linda, que si fuera algo feo mi familia no lo persiguiera.

-¡Ahí viene abuelo, hecho una furia! ¡Vámonos co¬rriendo!

-¿Para dónde?

-Para allá.

-Si por allá es por donde viene.

-Vámonos por este lado.

-Allí también está parado.

-¡Vámonos por aquella esquina!

-Por ella se acerca corriendo. i

-¡Alcemos el vuelo!

-Míralo allá, entre las nubes, con el hacha en las manos.

-¡Qué hacemos!

-Vamos a ver si podemos convencerlo.

-Pero, ¿cómo?

Abuela y abuelo nos han llevado al río.

Pero ellos no quisieron bañarse.

Yo les dije que por qué no se bañaban y ellos me di¬jeron que ya estaban muy viejos para esas cosas, y que nos bañáramos nosotros.

Entonces yo me tiré al agua.

Y nadé junto a mis primos.

Éramos tantos que casi no cabíamos en el río. Y yo me zambullí y fui nadando hasta donde estaba Celestino, y lo empujé al charco hondo.

Celestino se estaba ahogando. Pero yo corrí, y lo salvé.

-No dejes que me ahogue -decía, y me agarraba por el cuello-. ¡No dejes que me ahogue!

Y nadamos hasta la orilla.

Entonces yo lo acosté sobre la yerba, y me fui con los demás primos.

-¿Qué le pasaba a Celestino? -dijo abuela.

-Se estaba ahogando y yo lo salvé -dije yo.

-Qué muchachos estos. ¡Siempre están jugando al ahogado!

Toda la noche la he pasado en vela. Celestino no se siente bien. Pero no quiere decir nada. Aunque de todos modos yo sé que está malo. Las sábanas hierven de la fie¬bre que él tiene, y están empapadas, como si alguien se hubiera orinado en ellas, de tanto que ha sudado.

-Te estás muriendo.

-¡Qué bobería!...

-¿Quieres que te haga un cocimiento de apasote?

-No.

-¿Qué quieres?

-Nada. Me estoy acordando de lo que me dijo el mes de enero.

-¡Madre mía!...

-Tú también te estás acordando, ¿verdad?

-Me estoy casi acordando... Pero todavía no doy con la palabra.

Al fin ha llegado el día de Nochebuena. Me levanto bien temprano y empiezo a dar voces, para que todo el mundo se despierte. La algarabía de mis primos es inter¬minable. Mis tías pelean a voz en cuello, y no saben qué hacer. Todos los muchachos corren de un lado para otro, brincando de cama en cama, dando voces, mientras nos tiramos cosas por la cabeza. Abuela está que echa chis¬pas, pues abuelo está borracho, y no quiere matar los lechones.

-¡Siempre me toca a mí hacerlo todo! ¡Yo soy la es¬clava de esta casa! ¡Ese viejo lo único que sabe hacer es emborracharse, y ya!

-¿Y ya?... -le pregunta una de mis tías, y todas las de¬más se echan a reír. Las muy picaras...

Madre mía, qué alboroto. Qué alegre estoy. Voy co¬rriendo hasta el patio, y me encaramo en lo alto de la mata de ceiba, de un solo brinco... Allí está Celestino, en su nido. «Hoy es día de Nochebuena», le digo. «¿No te alegras?» «Sí, sí, me alegro mucho», me dice. Pero a mí me parece que está muy triste. «No piensas salir hoy del nido.» «No, no voy a salir, pues la paloma no ha vuelto en toda la noche, y yo tengo que quedarme, calentando los huevos...» Estuve muy serio por un momento; pero enseguida doy un salto, suelto la carcajada, y, encaramán¬dome sobre una nube, le digo a Celestino: «Bueno, ya te contaré cómo va la fiesta, y te traeré dulces y todo».

Los lechones ya están en las púas. Abuela asa los tres al mismo tiempo, pues abuelo no ha podido levantarse de la cama (aunque yo creo que él brincó por la ventana y cogió el monte) y mis tías y mis primos están bailando en la sala. ¡Qué linda está hoy mi madre! Ella también está bailando en la sala. ¡Qué linda está hoy mi madre! Se ha quitado ese carapacho negro que siempre lleva a cuestas, y se ha puesto un vestido de flores muy grandes, que parecen hojas de crotos, y baila, mientras un grupo de primos toca en el fondo de un taburete y canta cosas muy alegres. Celestino, algunas veces, se baja del nido, y viene revoloteando hasta mí. Yo soy el único que lo veo llegar, y enseguida lo veo volver a irse, muy serio, y quedo algo preocupado. Pero es tan grande la fiesta, y tanta la algarabía y la risa y el escándalo, que ya casi ol¬vido a Celestino; y solamente cuando lo veo venir sobre el aire, muy silencioso, y posarse sobre uno de mis hom¬bros, me doy cuenta de que él existe, y que está allá arriba, entre las espinas de la mata de ceiba, calentando unos huevos que ni siquiera son suyos... Al fin abuela saca los lechones de las púas, y los pone sobre una yagua. Nosotros nos abalanzamos a ellos. Pero abuela nos sitúa a raya, cogiendo un palo, y nos dice:

-¡Ordénense, si quieren que les dé un pellejo!

Mis tías dejan de bailar. ¡Qué cómico!, todas mis tías bailan solas porque ninguna tiene marido. Es que a ellas no hay hombre que las resista, y las pocas que se casaron, lo hicieron de puro milagro; pero en cuanto los maridos se dieron cuenta de la clase de mujeres que habían cargado: desaparecieron y no dejaron ni el rastro... Aunque, según mi abuela, mis tías están desmaridadas por una maldición que les echó Toña la lavandera, que vivió siempre enamo¬rada de abuelo, y abuela le dio a tomar café embrujado. Y la mujer estiró las patas. Pero antes de morirse, dijo: «Que en tus hijas se ensuelva, desgraciada, este mal que me echaste». Y bien parece que se ensolvió, porque todas andan al garete, sin nadie que las quiera ni mirar.

Ahora están sentados a la mesa. Ya te sirven la co¬mida. Tu madre te quiere mucho, busca la mejor posta para ti. Pero tú no debes comer tanto. Acuérdate que hoy es el Gran Día.

Ahora están todos sentados a la mesa, la hora del gran día ha llegado.

El coro de tías entra, vestido de harapos.

Los duendes han venido en grupos. Y tus primos muertos ya resplandecen, y cobran su forma de siempre.

Tu madre viene peleando desde la cocina, y dice: «Él se comió todo el lechón».

La abuela, que había bebido demasiado vino tinto, se come ahora un trozo de plátano hervido, y cada vez que te mira escupe en el suelo.

Momentos antes de que lleguen las brujas, entra el abuelo, con un pájaro muerto entre las manos.

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