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24 de septiembre de 2011

Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (IV)


Y abuela salió con el cubo en la vara, la vara en el hombro, y las manos puestas en el cuello. Y lo único que oímos fue el «puss» que hizo cuando cayó en el pozo. Pero nada más oímos. Ni siquiera un grito ni nada. Y a mí me mortifica mucho eso de que abuela no gritara antes de estrellarse en el fondo, porque ahora pienso que a lo mejor lo que ella tiró fue una piedra, y anda escondida por ahí en cualquier cueva, y nada más está esperando el momento en que nos quedemos todos dormidos, para venir y cortarnos la ca¬beza. Eso es lo que yo pienso, y ya se lo dije a Celestino, pero él me dijo que no pensara más en esa tontería, y que abuela seguramente estaba en el fondo. Pero yo sigo con mis dudas y cualquier día seco el pozo para ver si es verdad que ella está en el fondo. Por ahora me embrollo siempre la cabeza con las sábanas, aunque haga un calor del diablo y me empape en sudor. Pero muchas veces no me queda tiempo para pensar en que si abuela está viva o está muerta, pues mamá y abuelo (que sí están muy vivos) son más peligrosos que ella, y se pasan el día tratándonos de matar de veinte maneras distintas. Ya ni Celestino ni yo pegamos los ojos en toda la noche, y estamos siempre pen¬sando que en cualquier momento se nos aparece en la puerta abuelo, con el hacha en alto, y nos hace pedacitos.

En estos días ha vuelto de nuevo la gran neblina. Y abuela también ha vuelto. Se nos apareció una tarde, cuando estábamos comiendo; y abuelo al verla dio un grito enorme, como un gato cuando le echan agua hir-viendo en el lomo. Pero abuela le dijo: «No te asustes, cabrón, que sólo soy un espíritu». Y se sentó a la mesa. Y parece que era verdad que era un espíritu, pues no probó ni un bocado de comida. ¡Con lo glotona que era en vida!, tenía que estar bien muerta para no atragantarse de líos de maíz y de plátano hervido. Mi madre no le hizo ni pizca de caso y ni la miró siquiera. «Ni muerta me perdona esta desgraciada», dijo abuela, y salió hecha un humo por la puerta de la cocina. Nosotros seguimos» comiendo. Y abuelo, que ya se había serenado un poco, dijo que era una gran desgracia y que esa mujer no lo de¬jaba tranquilo ni ahora que ya estaba muerta. Después se hizo de noche, y mi madre me obligó a ir al pozo para traer agua y regar las flores.

Todo el mundo ya sabe que Celestino es poeta. La noticia ha corrido por el barrio completo, y ya lo sabe todo el mundo. Mi madre dice que se muere de ver¬güenza y que no saldrá más nunca de la casa, Adolfina dice que ésa era la causa por la que no puede encontrar un marido, y hasta mi abuela-muerta se ha encerrado en la prensa de maíz y dice que de ahí no saldrá ni aunque vuelva a vivir. Al abuelo ya los lecheros no le compran la leche que dan las vacas, y cuando los lecheros pasan por frente a la casa nos tiran piedras y dicen: «Ahí viene la fa¬milia del poeta». Y se van riendo a grandes carcajadas.

Por toda la casa nada más que se oye el mormolleo de mi familia, que confabula y busca la manera de que Ce¬lestino desaparezca.

-Tenemos que matarlo -dice abuelo.

-¡Bestias! -le responde abuela- muerta, solamente por llevarle la contraria, pues enseguida se ríe de medio labio, y dice-: Déjame eso a mí, que yo soy la que tengo más experiencia...

-Tírenlo al pozo -dice mi madre. Y, de pronto, lo único que se oye es su voz que va creciendo y creciendo, y ya nos deja sordos-: Tírenlo al pozo, tírenlo al pozo, ¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

¡Tírenlo al pozo!

Celestino también ha oído esa voz, que no parece que saliera de la garganta de gente alguna, sino de una bestia horrible, que por mucho que yo imagino su forma, no doy con ella. Y sigo imaginando. Y vuelvo a imaginar. Pero nada... «Tírenlo al pozo.»

«Tírenlo al pozo.»

«Tírenlo al pozo.»

«Tírenlo al pozo.»

Aserrín aserrán

las maderas de san Juan;

los de Juan piden pan,

los de Enrique, alfeñique...

Ya se me olvidó esa canción. Iré hasta donde está mi madre, tejiendo el fondo de un balance, para decirle que me la cuente.

-Mamá, ya se me olvidó el canto del «Aserrín». ¿Por qué no me lo vuelves a contar?

-iQué muchacho!, otra vez con sus ñoñerías. La cul¬pa la tengo yo por haberlo engreído tanto. Ven, sube a mis piernas.

Mamá me ha sentado en sus piernas. Y ha empezado a cantar. Qué buena es mi madre. Todavía a mí me gus¬ta mucho que ella me cante y me cargue, aunque mamá siempre tiene que estar trabajando. Pero, por las noches, yo le echo un lloriqueo, y entonces ella viene hasta donde yo estoy, me pregunta qué me pasa, y, cargán¬dome, me lleva hasta el balance que se mece; y empieza a contarme un cuento... Mientras mamá me balancea en el asiento, y me canta el «Aserrín aserrán», Celestino se va poniendo muy serio, sin levantarse del quicio que está en la puerta de la sala. ¡Pobre Celestino! Él no tie¬ne a nadie que le cante siquiera un «Materilerón», y siempre tiene que dormirse solo, y sin que nadie le pase la mano.

-¿Por qué no cargas a Celestino también, mamá?

-Es que ya él está muy grande.

-No, si todavía es tan chiquito como yo. Míralo.

-Es grandísimo. Duérmete, que ya es tarde.

Según dice la gente, nosotros nos estamos volviendo locos. La única que no cree eso que dicen los demás es mi madre, que todavía me carga de vez en cuando y me hace un cuento y todo. Aunque casi siempre ella se queda dormida antes que yo.

Abuelo ha descubierto algunos troncos de árboles escritos, y se ha puesto muy bravo. «Pamplinas», dice, «al¬gún sanaco ya está escribiendo pamplinas.» Yo no sé, pero debe de haber algo que viene de atrás para que abuelo se ponga tan bravo al ver los árboles garabateados. Si no, ¿por qué se iba a poner así? Sí, debe de haber algo que yo no sé.

-Cárgame -le dije yo a mi madre.

Y entonces ella dijo:

-Vete al diablo, y déjame tranquila.

Yo la miré bien, porque no pensé que ésa fuera mi madre. Y en verdad no era ella, aunque su voz y su cara y su cuerpo eran los mismos. Pero sus pies se habían vuelto dos digas grandes como de alacrán, y de sus ojos salían dos culebras ciegas que me enseñaban la lengua.

-Mamá -dije yo, y las culebras escondieron la lengua pero no dejaron de mirarme.

Celestino está llorando detrás del excusado. Yo voy y le pregunto por qué llora, pero no me responde, y entonces yo no sé qué hacer, y me pongo a llorar también, hasta que abuelo nos descubre y nos dice: «Cabrones, ya están llo¬rando otra vez, ¡si los cojo los voy a colgar!». Celestino y yo echamos a correr, y nos encaramamos en el capullo de la mata de ceiba. Y allá, entre las hojas, nos quedamos muy tranquilos y seguros de que abuelo no nos ha de descu¬brir. Y seguimos llorando bajito, para que nadie se entere.

Del monte vienen las vacas, vestidas de blanco. De blanco las vacas del monte. Vienen.

Hemos dormido la siesta debajo de las yagrumas. Nos despertamos y volvemos a quedarnos dormidos. Así todas las mañanas, las tardes y las noches. Y ahora, que amanece, volvemos a recostarnos. Y ya dormitamos de nuevo.

Cuando estábamos dormidos vino una bruja y nos pinchó con un palo de la escoba. La bruja dijo: «Ya es tarde», y salió volando, montada en su escoba. Yo llamé a Celestino para preguntarle si la había visto, pero cuan-do abrí los ojos, me di cuenta que aún yo estaba dor¬mido, y no pude preguntarle nada.

Vestidas de blanco, todas las vacas en largas hileras, en largas hileras, en largas hileras...

Entonces miré para arriba, y vi a Celestino allá, muy alto, galopando detrás de la bruja. Enjorquetado también en la escoba.

Del monte, del monte...

Todo esto lo sé por un pájaro carpintero que vive en uno de los huecos de la mata de yagruma, y que me lo ha contado todo. Que si no, no me hubiera enterado de nada. El pájaro carpintero me dijo también que pensaba hacer¬le tantos huecos a la mata de yagruma, que iba a llegar un momento en que la mata desaparecería, y entonces él tendría un hueco tan grande que nadie podría ver, y todo el mundo pensaría que él estaba viviendo en el aire.

Yo no supe qué hacer, el pájaro carpintero terminó de hablar. Entonces le pregunté a Celestino qué podría ha¬cer. Y él me dijo: «Mátalo, que lo que ha dicho es malo».

Y matamos al pájaro. Aunque el hueco ya estaba he¬cho antes de que el pájaro nos lo dijera, y no era él quien lo había hecho, ni cosa que se parezca.

«Mañana te compraremos un par de zapatos», dijo mi madre, antes de taparme con las sábanas. Luego estuvo un rato más conmigo, y, al fin, yo me fui quedando dormido, y vi cómo ella se me iba borrando poco a poco de entre los ojos. Entonces se me apareció mi abuela, y me dijo: «Vejigo mal criado, vives como si fueras el Rey de la casa. ¡Ya está bueno!, desde mañana te levantarás bien temprano y saldrás con tu abuelo a buscar los terneros y le ayudarás a ordeñar las vacas, ya que la damisela de tu primo no sirve para nada, y cuando no es una lombriz que vomita, es una diarrea o una fiebre, pero el caso es que nunca puede hacer lo que uno le manda. ¡Desgraciada familia la de nosotros: todos son unos inútiles! La culpa la tuve yo por casarme con el enclenque de tu abuelo.

Y sabes, mañana bien temprano te voy a llamar. ¡Ya está bueno de haraganerías! Si no trabajas no te vamos a dar comida, ni a ti ni a tu madre».

Bien temprano mi madre vino hasta donde yo estaba medio dormido, y me dijo bajito: «Levántate, que ya tu abuelo está preguntando por ti». Entonces yo me le¬vanté y la abracé. Y sentí cómo ella temblaba por den-tro. Pero no le dije nada porque creo que yo también estaba temblando, y si se lo hubiera dicho a lo mejor ella hubiera empezado a llorar. Porque últimamente a mi madre le ha dado por lloriquear. Ahora mismo, que es-toy buscando a un condenado ternero por entre estos derriscaderos, yo sé que mi madre está llorando detrás de la prensa de maíz o recostada al brocal del pozo. Llora mi madre, y yo no sé qué decirle ni qué hacer.

Y lo peor es que si mi abuelo la ve llorar la coge con ella y, hecho una furia, le empieza a dar trompadas en la cara. ¡Condenado ternero, deja que lo encuentre que lo voy a matar a pedradas!

-Mira, mamá, he recogido estos caimitos del monte y te los traigo.

-Qué bueno. Están muy sabrosos.

-Ahí está el comemierda de tu hijo otra vez con esa porquería de frutas. Lo único que haces es llenar la casa de basura. Dile que las bote ahora mismo.

-¡Bótalos!

-No, cómetelos.

-Bota esos caimitos, que ahí viene tu abuelo.

Esta noche no puedo dormir aunque cierre los ojos, y algunas veces hasta me los estrujo con los dedos. Mamá se me ha acercado muchas veces, y me ha dicho: «Bota los caimitos», «bota los caimitos». Luego llega mi abuelo con una soga, y me dice: «Llegó la hora de ahorcar a tu madre. Ven, para que le hagas el nudo».

«Hazme el nudo», dijo mi madre, apareciéndose en el lecho. Ya colgando de la cumbrera.

Luego entró abuelo, con un orinal en la mano. «Bebe, hijo de matojo», dijo.

Y yo bebí.

Abracé entonces a Celestino, y al fin pude quedarme dormido, según cuenta la bruja, que ahora anda conmigo para arriba y para abajo.

-Tú eres lo único que tengo, hijo mío.

-Sí, mamá.

-Debes quererme siempre.

-Sí, mamá.

-Si tú me dejas, no sé qué sería de mí.

-Sí, mamá.

-Tú eres lo único que tengo...

-¡Qué picazón donde no puedo rascarme!...

Ya solamente faltan unos días para las pascuas. Unos días nada más. Entonces vendrán todos mis primos y mis tías. ¡Qué fiesta tan grande! Ese día yo no pienso ir a bus¬car los terneros, aunque abuelo me rompa el lomo a cintazos... La bruja que anda conmigo me ha despertado de un manotazo, y riéndose se ha encaramado en la baranda de la cama. Celestino sigue durmiendo. El pobre. Según parece, anoche estaba muy enfermo, pues no hizo más que quejarse y fue al excusado como seis veces. ¡Qué tris¬teza tan grande me da ver lo flaco que se ha puesto Ce-lestino! Se le pueden contar hasta las costillas. Y eso que algunas veces, por la noche, yo me levanto y robo algo de comer en la cocina, y se lo traigo. Pero nada, él sigue cada día más flaco. ¡Qué tristeza tan grande me da verlo! Ya está en el hueso pelado. La culpa de eso la tiene abuelo, que no lo deja probar ni un bocado, con las mi¬radas que le echa en cuanto él se sienta a la mesa. Sí, por¬que aunque abuelo no le dice a las claras que se vaya y no coma, en cuanto Celestino viene a la mesa él empieza a ponerse furioso. Y tira las cucharas, y deja caer la sopa, y empieza a mirar con rabia a Celestino, como si él tu¬viese la culpa de algo. Y el pobre Celestino, que no sabe nada del mundo, cree que es verdad que él tiene la cul¬pa de algo, y se va llorando para la cocina. Y entonces abuelo dice que ya no aguanta más a «ese muchacho» que no come nada más que para mortificarlo, y con el pre¬texto de que lo hace para que coma, va hasta la cocina y le cae a patadas a Celestino. Mientras abuelo le da pata¬das a Celestino en la cocina, Adolfina canta con la boca cerrada, dice que para que no le salgan arrugas; mi madre llora muy bajo, sin dejar de comer, y abuela pelea con ella y le dice: «Boba, so boba». Entonces yo me quedo muy tranquilo, y oigo de vez en cuando los resoplidos del pobre Celestino, que rueda por el suelo, mientras abuelo lo acribilla a patadas... Siempre que pasa esto (y es todos los días) mis primos muertos comienzan a bajar por el techo; y se sientan a la mesa, y comen mucho, pues dicen que tienen que comerse ahora todo lo que no les dejó comer el abuelo cuando ellos estaban vivos y eran pateados.

El ruido de las patadas de abuelo se confunde con los resoplidos de Celestino.

Ya bajan mis primos muertos.

Abuela le da una trompada a mamá y le dice boba más de cien veces, hasta que, furiosa, le rompe un plato en la cabeza y le tira un poco de harina caliente en los ojos.

La bruja se fue, asustada. Y al verla irse yo sentí un miedo horrible, pues pienso que a lo mejor no vuelve nunca.

Yo creo que lo que tiene Celestino es una tripa reven¬tada por una de las patadas del abuelo, sí, debe de ser esa su enfermedad.

Otra vez la comida y otra vez las patadas. Uno de mis primos muertos me ha mirado, lloriqueando, y me ha di¬cho: «Verraco».

Luego desaparecen todos a una señal. Pero la palabra verraco se ha quedado rascándome los oídos. Verraco. Verraco. Verraco. Verraco. Verraco. Verraco.

Verraco.

Verraco.

Verraco.

Verraco.

Ya sé lo que mi primo quiso decirme con la palabra verraco. Mañana, a la hora de la comida, me pondré de acuerdo con ellos... Celestino se queja esta noche más que nunca. Mañana hablaré con mis primos muertos.

¡Qué alegría!: la bruja me despertó hoy por la mañana con la misma bofetada de siempre.

He descubierto que mi madre ha dejado de hablarme; según me dice la bruja, es que está celosa de Celestino. -Mentira -le digo yo a la bruja. -Sabes que es verdad. -Yo la quiero a ella. -Ella también a ti. -Entonces, ¿por qué no me habla? -Porque sabe que tú quieres más a Celestino.

Ahora, después de tanto tiempo, me doy cuenta que mi madre estaba más loca que una cabra. La pobre, sería por el hambre que pasó, o quizás por la falta de marido; según me ha dicho la bruja, en la mujer eso es terrible. ¡Qué suerte no ser mujer!

Estamos ya en el comedor. Celestino, como siempre, es el último en llegar a la mesa. Abuelo, en cuanto lo ve, empieza a refunfuñar. Celestino se sienta, y abuelo mal¬dice y tira un grajo en mitad de la mesa. Celestino no se atreve a servirse. Abuelo deja caer el plato en el suelo y empieza a pelear con Celestino, porque dice que él tiene la culpa. «¡Condenado muchacho, siempre me confunde!» Celestino se acerca temblando, y recoge los vidrios del suelo. Abuelo le empieza a dar trompadas en la cara. Mi madre está ya con los ojos anegados en lágrimas. Adolfina empieza a cantar. La bruja, como siempre, sale hu¬yendo por el techo. ¡Y ya llegan mis primos muertos!...

Hambrientos más que nunca, revuelven toda la mesa y se lo comen todo, hasta el grajo de abuelo.

Abuelo arrastra, golpeando, a Celestino hasta la co¬cina, y allí le empieza a dar patadas.

El primo que ayer me dijo verraco se me acerca y me lo vuelve a repetir.

-No -digo entonces yo.

-¿Por qué no? -me dicen todos mis primos muertos.

-Porque quiero matar al abuelo.

Todos mis primos dejan de comer, y de un salto co¬gen la gran fuente de barro y me la ponen en la cabeza.

-Coronado estás -dicen, y salen huyendo por el te¬cho-. Esta noche nos veremos.

La fuente de barro cae al suelo y se hace añicos. Abuela empieza a pelearme:

-¡Cómo se te ocurre ponerte una fuente en la cabeza! ¡Puerco! Eso no es ningún sombrero. Ahora nos servire¬mos la comida en un orinal. So comemierda. ¡Si lo que mereces es que te estrelle a golpes!

Y empieza a darme trompadas, sin dejar de maldecir, mientras yo me río y me río a carcajadas.

A cualquiera le daría grima ver la neblina que hay hoy. Desde que amaneció no he podido verme ni las ma¬nos siquiera, y ya horita llega el mediodía. ¡Qué barbari¬dad! Estos tiempos son siempre así. Pero, de todos mo¬dos, a mí me encanta que sean así. Entre la neblina todas las cosas se ponen blancas. Entre esa blancura del aire, Celestino y yo andamos dando tropiezos y nos sujetamos uno de otro para no despeyucarnos contra algún troncón. Hoy será un día de mucho trabajo para Celestino, que cuando hay neblina él escribe más de la cuenta; y algunas veces nos coge la noche en mitad del monte, pues la fie¬bre de la escribidera no lo suelta hasta que ya todo está oscuro y se ha dado dos o tres pinchazos en los dedos con el punzón de garabatear los árboles... También me gusta la neblina porque de esta forma el condenado de mi abuelo no nos puede encontrar tan fácil, como cuando todo está claro, y por lo menos podemos respirar tranquilos, pensando que no tenemos al viejo, hecho una furia, corriendo detrás de nosotros.

Yo, igual que siempre, me he parado en el camino a vi¬gilar, aunque nada vigilo, porque nada veo. Ni siquiera a mí mismo. Y sólo tanteo una gran neblina que algunas ve¬ces chispetea, para volver a cerrarse enseguida, más espesa en toda su blancura. Y sólo oigo el ruido de los pájaros, que cantan a tientas, y se pierden sabrá Dios por qué rum¬bos... El ruido de los pájaros, y el golpear de Celestino en el tronco de las matas. Y ya no me preocupa lo que pueda tardar en escribir esa poesía. Y algunas veces deseo que no termine nunca. Que nos muriéramos los dos y la poesía si-guiera sin terminar. Pienso en eso porque si algún día él termina, no sé qué íbamos a hacer ya, y yo no tendría por qué pararme en mitad del camino, agazapado entre la ne¬blina y cuidándolo. No, ojalá no termines nunca. No te apures, bien suave. Golpea bien suave... Despacio, bien despacio, que ya horita somos unos viejitos y hacemos «zassss». Despacio... Despacio... despacio...

Por fin abuelo nos ha descubierto; veo entre la ne¬blina su hacha echando chispas. Voceo a Celestino para que deje de escribir y salga corriendo. La bruja también echa a correr detrás de mí. Y los tres nos escondemos en¬tre las piedras grandes, que están siempre más allá del río... El sol, que ya se deja entrever, hace que la bruja de¬saparezca poco a poco. ¡Adolfina!, le grito, pues por un momento veo que ella es la bruja y que me ha mirado hasta con un poco de tristeza. Pero ya se disuelve entre la blancura y no sabré nunca si realmente era Adolfina... Abuelo se ve ahora más claro que nunca, encorvado so¬bre los troncos donde Celestino estuvo garabateando. El ruido del hacha es ahora lo único que se oye, hasta que abuelo, muy cansado, se tira sobre un palo y empieza a llorar con grandes gritos, que parecen bufidos... A Celes¬tino también se le salen las lágrimas, y yo miro para arriba, porque quizás esté cayendo un aguacero y no nos hayamos dado cuenta. Si yo pudiera, me acercaría hasta donde se encuentra abuelo y le pasaría la mano por el lomo, pero ¡qué va!, este viejo es más arisco que un perro jíbaro, y nada más hace verme y ya está refunfuñando y peleando. Yo no sé por qué este desgraciado, que parece una ciruela pasa, me tiene tanto odio. Total, yo no tengo la culpa de que Celestino escriba poesías, y no veo nada malo en eso. A lo mejor el viejo lo que tiene es envidia. Pero no. Yo sé que no es envidia, lo que él nos tiene a Celestino y a mí es odio. Sí, yo sé que es odio, odio, por¬que aunque ya somos unos viejitos seguimos teniendo los mismos años que cuando llegamos a la casa, y, como él dice, «no servimos ni para limpiarnos el culo». Sí, eso es lo que pasa: aspiró a que nosotros nos hiciéramos ca¬ballos como él, y nos quedamos potricos... ¡Viejo mal¬dito!, no pienses que nos vas a poner herraduras.

El hacha de abuelo ha alzado el vuelo y se ha clava¬do en la frente de Celestino. Yo trato de zafársela, pero no puedo. Abuelo suelta la carcajada y dice: «O te dejas herrar o no le saco el hacha a ese comemierda». Yo no sé qué hacer, pero al fin digo que sí, me dejo herrar.

Hemos regresado de la siembra del maíz, abuelo nos cargó a Celestino y a mí, y nos trae en sus hombros, mientras nosotros lo pinchamos con una espuela y le da¬mos fuetazos y patadas. Abuelo no dijo nada en todo el camino, y nosotros lo hicimos correr mucho y luego le dijimos que se subiera en lo más alto del cerro de los muertos. Y allá fue con nosotros encima. Luego yo le dije: «Ahora tienes que brincar con nosotros a tu espalda, desde este cerro hasta el otro, y si no lo haces yo te saco los ojos». Abuelo brincó, pero cuando llegó al otro cerro dio un resbalón y se cayó, con nosotros a la espalda. En¬tonces lo amarramos de un almácigo, y con la estrella de la espuela le hicimos «páfata» y le vaciamos los dos ojos. Él no dijo ni ay, y yo le dije canta y él cantó. Luego nos aburrimos y nos fuimos sin hacer ruido. El abuelo, ciego, no pensó que lo habíamos dejado solo, y siguió cantando y cantando... Y dicen que todavía hoy se le oye cantar, mientras camina de una punta del cerro a la otra punta, sin atreverse nunca a cerrar la boca.

-No juegues con las tusas, que son para atizar el fogón.

-Pero si estas tusas están verdes.

-¡Te he dicho que dejes esas tusas ahí!

-Si no juego con las tusas, ¿con qué voy a jugar?

-Con nada. ¡Bobo! No ves que ya eres un viejo para ser tan comemierda.

Soy un viejo. Me han dicho «eres un viejo», y ya soy un viejo. Desde lo más alto de la mata de higuillos las cencerenicas se tiran de cabeza, y, picoteándome, me di¬cen: «Eres viejo», «eres viejo».

¡Soy viejo, qué maravilla, soy un viejo! ¡Viejo!

¡Qué viejo tan viejo, viejo!

Qué viejo viejo viejo viejo...

Qué viejo... Viejo. Qué viejo...

Me fui a bañar en el arroyo y entonces me di cuenta que estaba soñando, y que no era un viejo. Pero al des¬pertar, abuela me clavó un cuchillo en el cuello, y me dijo: «Muérete, viejo, qué esperas».

¡Viejo!

¡Viejo!

¡Viejo!

¡Viejo!

¡Viejo!

Viejo... Soy un viejo, qué alegría tan triste.

Me dieron la noticia ayer por la noche y yo no la quise creer. Esperé a que se hiciera de día; y todavía no había amanecido cuando salí corriendo para el pozo, y a él me asomé, asustado, para ver si era verdad que ya era un viejo. Y en vez de mi cara arrugada y toda llena de huesos, lo que vi fue a un muchacho muy chiquito, que nadaba junto con los guayacones y los pitises, y me lla¬maba muy contento. Pero no me asusté. Me grité de nue-vo, pero tampoco me respondí, y, al fin, me fui poniendo cada vez más pequeño, hasta que me puse del tamaño de las hormigas, y seguí disminuyendo, hasta que me per¬dí en el fondo, y, aunque mucho me asomé desde el bro¬cal, no pude verme... Llegué a la casa y comencé a dar gritos, parado en el fanguero que hacen las aguas que abuela tira desde el fregadero. Mi madre salió corriendo, muy asustada, desde la cocina, y me preguntó:

-¡Quién fue el que te mató ahora! Anda, dime, aun¬que sea una vez, quién fue el que te mató.

-Tú -dije yo entonces para mortificarla-. Tú fuiste, mamá.

Ella me miró, y luego empezó a rezar y a pedir perdón.

-No le hagas caso a ese maldito -dijo entonces mi abuela, que salía del fregadero, con un poco de agua su¬cia para tirarla en el fanguero-. No le hagas caso a ese maldito mentiroso, pues quien lo mató fui yo.

Mi madre se serenó un poco. Y entramos en su cuarto. Es muy raro el cuarto de mi madre. ¡Si ustedes lo vieran!: en él no hay cama ni ventanas. Sólo una piedra, donde mamá tiene siempre una vela encendida, que no alumbra a nadie. Mi madre duerme echada a un rincón junto con un pollo, dos gallos y las gallinas, que la llenan de mierda por la noche, encaramándose sobre ella y todo. Algunas veces, por la noche, cuando salgo corriendo rumbo al excusado, he oído dentro del cuarto de mi ma-dre un grito muy alto, y el escarceo de todos los gallos y las gallinas. He oído esos gritos y esos escarceos, y una vez, nada más, me atreví a asomarme, para ver qué pa¬saba dentro. Me asomé, y miré: mi madre colgaba de lo alto de la cumbrera, y las gallinas, los pollos y los gallos daban saltos y revuelos, tratando de llegar hasta la soga que sujetaba a mi madre por el pescuezo, pero nada, na¬die pudo treparse hasta donde mi madre se balanceaba, toda morada y con los ojos muy abiertos... Yo salí, hecho una centella, para mi cuarto, donde estaba acostado Ce¬lestino, y, de un salto, me tiré en la cama.

-¿Qué pasa? -dijo Celestino.

-¡Mi madre está guindando de la cumbrera!

-¿Qué madre?

-La mía...

-Tendré que despertarte para que te des cuenta que estás soñando.

-Sí, despiértame...

Pero no pudo despertarme. Celestino me golpeó y me volvió a golpear, y nada, yo seguía durmiendo. Y desde entonces creo que no me he vuelto a despertar, porque todavía, por las noches, cuando voy al excusado, siento el grito en el cuarto de mi madre, y aunque muchas veces he tenido deseos de asomarme, el revoloteo de los gallos y las gallinas me dice que para qué, que si me asomo veré lo que ya vi. Entonces salgo corriendo para el cuarto. Y me digo: quién sabe si esta noche Celestino me puede despertar. Pero no lo consigue, le digo que estoy so¬ñando, y él me sacude lo más que puede. Y yo sigo diciéndole que estoy soñando.

Abuela y abuelo han metido todos los trastos en el baúl grande que está detrás de la prensa de maíz. Ahora le pasan una gran cadena al baúl y obligan a mi madre a que lo arrastre. Mi madre delante puja y tira. Abuelo y abuela, detrás, empujan el baúl. Pero mi abuela, siempre tramposa, se encarama a cada rato encima y mi madre tiene que pujar más todavía. Así pasan ya por detrás de la casa, dejan el pozo -donde Adolfina canta con la boca cerrada- y se pierden por todo el sao.

Yo trato de alcanzarlos, pero cada vez están más lejos. Atraviesan las lomas de La Perrera, las sabanas de Aguas Claras; se encaraman ya en los cerros de Gibara... Mien¬tras desaparecen sigo oyendo el humm hummm de Adolfina, que se hace cada vez más alto y claro y que a mí me parece triste.

Regreso guiado por ese sonido.

Adolfina, detrás del pozo, canta, como siempre, con la boca cerrada. Ha preparado una gran mezcla de tierra blanca, agua y limón y se cubre con ella toda la cara.

-¡Adolfina! ¡Adolfina!

Ella no responde. Sin dejar de cantar se cambia ahora de cara con los dedos.

-¡Adolfina! -grito.

Ella se mete los dedos en la mezcla y se hace una boca grande, con un lunar al costado.

-¡Adolfina! ¡Adolfina!

Se vuelve a borrar la cara y se hace una boca chiquita y unos ojos y unas cejas que le cogen toda la frente.

Me acerco.

-Adolfina -digo, tocándola.

Sin dejar de cantar con los labios cerrados, ella se pone ahora una nariz recta y larga y unas orejas de ratón.

Como no me hace caso, meto mis manos en su cara. Mis dedos se hunden en la costra de tierra blanca que se va desmoronando sin que detrás quede nada.

-¡Adolfina! ¡Adolfina!

Pero estoy solo sobre un pequeño fanguero blancuzco que ya ni suena.

Después que todo el mundo desapareció y queda¬mos Celestino y yo solamente en la casa, me ha venido entrando un miedo muy grande. ¡Qué se hicieron la gente! ¡Dónde está todo el mundo! Algunas veces yo me paro en la mitad del camino y espero a que alguien pase para preguntarle por el rumbo que cogió la gente de mi casa. Pero por estos caminos no pasa nadie ya; y cuando pasa alguien no me hace ni gota de caso. ¡Bestias que son todos los que viven en este barrio desgraciado! Ni porque les hablo en buena forma me hacen el menor caso. En¬tonces yo me planto delante del primero que pasa, y le digo: «Oiga, ¿pero usted es sordo?». Pero también tiene que estar ciego, porque yo me revuelco en el suelo y hago mil maromas, para que vea que estoy interesado por algo. Y algunas veces me pongo furioso y les caigo a golpes a los que pasan (que ya cada vez son menos), pero tam¬poco me ponen atención. Y yo grito, brinco y pataleo, y le tiro las piedras a la gente. Pero todavía nadie me ha mi¬rado siquiera. Pero de todos modos yo no pierdo las es¬peranzas. Y sigo vigilando, acá, en mitad del camino, sen¬tado sobre una piedra molestísima, mientras un gran silencio va envolviendo el monte. Sigo esperando a que alguien pase, y aunque no me diga nada de mi familia, por lo menos me mande a la porra, pero que me haga algo.


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