Prensa desde 1900

24 de septiembre de 2011

Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (II)


-Abuela, me dijo que dejara las hendijas abiertas por¬que su madre venía todas las noches en cuanto empezaba a soplar el aire.

-¡Virgen santísima! ¡Tenemos que ver cómo nos des¬hacemos de ese muchacho!

-¿Y tu madre por qué se ahorcó?...

-No sé. Pero esa tarde se le habían quemado dos bo¬niatos que puso a asar, y se molestó mucho, y en todo el día no volvió a hablar más, y cuando yo le pregunté que qué le pasaba, dijo que me fuera al carajo; y ya por la noche tem¬pranito estaba guindando de la mata de guásima boba...

-Tápame también la cabeza que tengo miedo.

-Yo estoy lavado en sudor...

-Si mi madre se ahorcara podríamos los dos contar las mismas cosas...

-¡Qué frío tan grande!

-¡Me aso de calor!

-¿Por qué no nos ahorcamos nosotros también?...

-Mañana lo haremos.

-No. Mejor es hacerlo ahora mismo.

-No. Te digo que mañana es mejor.

-Tienes la cara llena de agua.

-Es que estoy llorando.

-Este muchacho no sirve ni para freír tusas: ¡a media siembra soltó la jaba de maíz y se puso a llorar en mitad del paño! ¡Qué pelma!

-¡Cómo nos podremos desprender de esta bazofia!

-Su madre también -que Dios la perdone- fue una inútil.

-¡Qué desgraciada!: hacer eso y dejar a su hijo rodan¬do por el mundo. ¡Yo no le veo ningún mérito! Lo que merece es que la desenterremos y le digamos: «Cabrona», cómo te atreves a matarte si tienes un hijo. ¡Cabrona!».

-Es verdad: nosotros no tenemos derecho ni a ahor¬carnos...

-Ya que lo hizo, mejor hubiera sido que se lo hubiera llevado a él también.

-Cállense, que nos está oyendo.

-Ya empezó de nuevo a prempujiar.

-¡Qué desgracia!

-¿Tú no sabes rezar?

-No.

-Yo tampoco... Abuela siempre empieza a rezar y se queda dormida. ¿Pero nosotros qué haremos para dor¬mirnos si no tenemos sueño y no sabemos rezar?

-Empecemos a contar jicoteas.

-Mejor contemos totises, que andan más rápidos.

-Quisiera ir al excusado, pero tengo miedo.

-Yo no tengo.

-Vamos los dos.

-Vamos.

Ahora estamos en la época del desyerbe del maíz. Ce¬lestino y yo nos hemos hecho hermanos. Y -como en un cuento que una vez oí- nos hemos cortado en los dedos y nos hemos cambiado un poco de sangre. Aunque a la verdad: yo me di un pinchazo tan flojito que no solté ni una gota de sangre. Celestino cada día habla menos, y con abuela y abuelo no bostica ni media palabra. Abuela y abuelo dicen que él es como el gato, que cierra los ojos cuando le dan la comida para no agradecerla. Pero yo no lo creo.

Celestino y yo procuramos trabajar lo menos posi¬ble, pero en cuanto abuelo se da cuenta que estamos va¬gueando, viene hasta donde estamos nosotros y nos da un fustazo. A Celestino él siempre le pega más fuerte que a mí, y ayer en vez de pegarle con la fusta le dio con el cabo del azadón. ¡Al pobre Celestino se le aguaron los ojos! Pero no lloró.

Yo creo que la cosecha de este año va a ser de muy poco rendimiento: una gusanera enorme le ha caído a todo el maizal, y ya la yerba está que lo ahoga.

Abuela, mamá y mi tía Adolfina también se han puesto a desyerbar. Aunque ellas no querían hacerlo el abuelo las obligó. Y ellas dicen, entre dientes, que les da lo mismo que el maíz se goce o no se goce, y que ellas es¬tán acostumbradas a pasar más hambre que una puerca a soga. Pero todavía le tienen un poco de respeto al viejo. Y es que cuando él se pone furioso no cree ni en la ma¬dre que lo parió. Ayer mismo: cuando fuimos a tomar el café con leche se ardió los labios, pues abuela (y yo creo que lo hizo adrede) se lo dio que echaba chispas; enton¬ces él cogió el jarro de café con leche hirviendo y se lo hizo tragar a la abuela, así, encendido, y sin parar. ¡La po¬bre abuela!, yo la veo ahora desyerbando y me digo: debe de estar con las tripas achicharradas.

Hace un sol que raja las piedras y da grima. Y todavía abuelo no nos da permiso para que vayamos a la casa. Mi madre se ha puesto morada, pues ella no puede casi aguantar el sol, y la sangre se le sube a la cabeza. A mí me da mucha pena ver a mi madre trabajando como una ye¬gua, y algunas veces quisiera ayudarla.

-Mamá, déjame ayudarte un rato con el azadón.

-¡Déjame tranquila si no quieres que te abra la cabeza de un azadonazo!

Mamá es mala, según oí decir el año pasado en la fiesta de Navidad; pero yo creo que no, lo que pasa es (y esto también lo oí decir en la fiesta de Navidad) que está aburrida del mundo. Sí, eso fue lo que oí decir el año pa¬sado el día de Nochebuena en que mamá cogió una borrachera tan grande que empezó a dar brincos y gritos. Entonces mis tías, muy serias, dijeron que eso era un es¬píritu y cogieron un mazo de hojas de jubabán y empe¬zaron a darle mazazos por la espalda. Pero ella, borracha y todo, dijo que la dejaran tranquila, que no tenía ningún espíritu, ni creía en esas guanajeras. Y que lo único que quería era morirse. «Yo lo que quiero es morirme», decía y se revolcaba en el suelo. Y yo oía que las demás gentes comentaban por los rincones, y decían: «Pobre mujer, nada más tuvo marido una sola noche. Eso sí que es triste».

«Aburrida del mundo tiene que estar, y viviendo con sus padres que son unos salvajes.»

«Mejor estuviera muerta.»

«No digas esas cosas.»

«Y con un hijo medio bobo. Porque es bobo el mu¬chacho.»

-Mamá, dice la gente que yo soy bobo.

-No le hagas caso a la gente. Anda, trae otro viaje de agua para llenar las tinajas.

Desde entonces yo le tengo mucha lástima a mamá. Yo sé que en el fondo ella es buena. Y el día de mi cumple¬años siempre se acuerda de darme un beso y todo. Por eso casi nunca yo me pongo bravo con ella, porque yo sé que esa mujer peleona no es mi madre. Mi madre es otra que siempre está escondida en el pellejo de la peleona, y que no hace más que sonreírme, y decirme: «Ven, que te voy a hacer el cuento de las Siete Cabrillas».

-Ven, que te voy a hacer el cuento de las Siete Ca¬brillas...

Yo creo que a abuelo se le olvidó que nosotros tenía¬mos que almorzar hoy, ya que el sol pasó de la mitad del cielo, y va echando una carrera hacia abajo, y todavía el viejo ni siquiera ha levantado la cabeza del suelo... Abuela yo creo que es la más furiosa de todos nosotros. ¡Qué vieja y qué flaca está abuela! Parece un cuje de jurgar los gatos. Yo creo que si sigue una hora más con este sol, la pobre no va a poder levantarse de la cama ni en un mes.

-Abuela, ¿quieres que te ayude un rato?

-¡Ve a hacer lo tuyo y déjame a mí tranquila!

A esa mujer no hay quien la comprenda: está con la lengua afuera, y cuando le digo que si quiere que la ayude, me dice que la deje tranquila... Bueno, será mejor que siga trabajando antes de que abuelo me dé otro fustazo. ¡Que ya van cuatro!...

Ya sé por qué abuela no quiere que yo la ayude: ella no está limpiando nada, sino que lo que hace es arran¬car las matas de maíz. Sí, ya me he dado cuenta del truco: abuela coge y arranca la mata, trozándola por el tallo, y luego hace como si la sembrara de nuevo. La mata se queda muy parada y cualquiera diría que está bien sem¬brada, pero por debajo está trozada y en cuanto le den dos o tres soles se seca... Luego ella coge y arranca la yerba de la orilla y ya. ¡Y miren qué trabajadora parece!... ¡Vaya con abuelo!, no sabe el pájaro que tiene encima.

Celestino ha tropezado con una piedra y ha estropea¬do unas matas de maíz. Abuelo se da cuenta y viene corriendo hasta donde él está, en el suelo, y le cae a azadonazos. Al fin lo deja tranquilo y vuelve para el surco que estaba limpiando. Yo siento una rabia muy grande por dentro, pero no me atrevo a decir nada, porque abuelo también me caería a azadonazos, y yo sé que eso duele mucho. Yo sé que eso duele mucho, aunque Celes¬tino no haya protestado y ya, de pie, siga deservando, sin levantar siquiera la cabeza.. Mientras tanto el sol va cre¬ciendo y creciendo, y ya por fin nos derrite. Mi madre se ha vuelto una mata de maíz muy grande, y todos empe¬zamos a comer de sus mazorcas. Cada vez que yo le arranco una mazorca, ella da un pujido, y grita, pero muy bajo. ¡Qué sabroso es el maíz crudo! A mí me encanta. Yo le arranco unas cuantas mazorcas a mi madre y me las llevo para asarlas en el fogón. Abuelo ha terminado de sembrar a Celestino y me dice que ya podemos mar¬charnos.

-¡Cómo hemos trabajado hoy! -le digo, sonriendo y sin dejar de comer la mazorca.

-¡Mucho! ¡Mucho! Pero al fin hemos terminado de enterrar a Celestino. Vamos a ver qué clase de cosecha me da. ¡Ojalá y llueva!

Cantando, dando saltos y corriendo, abuelo y yo nos vamos, mientras nos damos la mano y les tiramos piedras a los totises. Brincando y riendo a más no poder, mien¬tras el sol brilla y brilla, y las matas de maíz parpadean y vuelven a parpadear, bajo el resplandor del mediodía. Así vamos, hasta que empiezan a caer los primeros gote¬rones fuertes, y entonces echamos a correr, desmandados por todo el paño, hasta llegar a la casa, donde abuela, amarrada por el cuello al fogón, nos tiene ya preparado el almuerzo.

Celestino y yo nos hemos escapado del maizal y he¬mos venido hasta el río, para bañarnos. El río está casi completamente seco, y donde único uno se puede bañar es en el charco prieto, donde van a beber todas las reses. Estas aguas dicen que están podridas. Pero si fuera verdad todas las vacas se hubieran muerto.

Yo soy el primero en tirarme al charco.

El agua se revuelve mucho y hay que estar tranquilo un rato para que se asiente y se vuelva a ver el fondo. Ce¬lestino todavía se está quitando la ropa. Cuando el agua ya está tranquila, yo me deslizo, muy despacio, por el fondo del río y, sin dejar de nadar, abro los ojos. ¡Cuán¬tas cosas se ven en el fondo de un río con los ojos abier¬tos! Si uno pudiera estar aquí siempre. En el fondo de un río, y nadando muy despacio, sin rumbo, y con los ojos abiertos... Las piedras son blancas. Tan blancas que cual¬quiera diría que no son piedras. Y hasta los peces se ven diferentes y más brillantes. El fondo sí es un poco oscuro, porque no hay casi arena y las hojas tapan la poca que hay, pero yo procuro nadar lo más despacio posible y trato de no arañar el fondo, para que no se revuelva. Mientras me quede respiración estaré aquí abajo, sin sa¬car la cabeza, igual que hacen las jicoteas... Un grupo de biajacas muy pequeñas pasan rozándome los pies. Luego parece que se asustan y se van nadando muy rápido. Des¬pués desfilan los guayacones. Los guayacones sí son cu¬riosos, y me huelen hasta la punta de las orejas. Debe de ser que tienen hambre. Yo lanzo un pestañazo y ense¬guida desaparecen, pero pronto vuelven y empiezan a mortificarme. Yo no quiero espantarlos, porque sé que si lo hago, el agua se volverá sucia y prieta, tan prieta que entonces no sabría si estaba en un río o en un fanguero, como el que se hace junto al fregadero de mi casa, donde antes nos bañábamos Celestino y yo, cuando no nos de-jaban venir al río. Abuela nos decía que esas aguas de fan¬guero mataban a todo el que se bañara en ellas, pero no¬sotros nos zambullíamos muchas veces, y nunca nos pasó nada. Y una vez trajimos un pití del arroyo, y lo echamos al fanguero, para que allí se criara. Yo le daba comida al pití todos los días. Pero a la semana ya estaba muerto. Aunque yo no sé, y algunas veces creo que fue abuela la que lo mató, pues ella siempre nos está llevando la con¬traria. Y cada vez que puede hacernos algo malo nos lo hace. El caso es que el fanguero cogió una peste horrible, con el pití muerto adentro, y por una semana no tuvimos donde bañarnos. Hasta que un día nos escapamos y vini¬mos al río. Y desde entonces nos llegamos cada vez que podemos... Un pití enorme acaba de cruzar por debajo de mí, con la abuela entre las digas. ¡Qué colores más lindos tiene ese pití! Mi abuela no forcejea, y el pití se la em¬pieza a tragar poco a poco, pero entonces llegan los de¬más pitises, y le arrebatan a la abuela. Y todos empiezan a fajarse. Y al fin la devoran. El grupo de pitises me mira, como si acabaran de descubrirme, y dice: «A él, a él, que también es de la familia». Yo trato de salir a flote antes de que me devoren. Pero ya me agarran. Ya me halan, y ya empiezan a comerme vivo... Celestino se ha lanzado al charco. El agua se ennegrece, y los dos echamos a nadar hasta la orilla.

-¡Qué churrero tan grande!

-Mejor esperamos a que se asiente.

-Mientras tanto yo voy a dormir.

-Y yo.

Hemos llegado al río. En el camino yo descubrí un nido de pitirres. Me subí a la mata donde estaba el nido que tenía cuatro pichones. Celestino no quería que yo cogiera los pichones. Pero yo le dije que íbamos a coger uno nada más y que lo íbamos a criar como si fuera un hijo. Él entonces dijo que estaba bien, que cogiera uno y le dejara los demás a los padres para que se conformaran y no se murieran de tristeza. «¡Qué tristeza! ¡Como si los pájaros se murieran de tristeza!», dije yo y me reí. Y él me dijo que no me riera porque «eso era lo que yo no sabía». Y se puso muy serio.

Y, con el pichón chillando y revoloteando, llegamos a la casa.

-¡Suelta ese pájaro! -me dijo mi madre cuando me vio entrar con el pichón de pitirre entre las manos.

-¡No! Celestino y yo lo vamos a criar como si fuera hijo nuestro.

-¡Eso es lo que faltaba!... -me contestó. Pero luego se puso muy seria, y no volvió a abrir la boca en todo el día y la noche.

Nosotros salimos a buscarle papitas y semillas de higuillos al pichón de pitirre.



Hoy es el último día de la limpia de maíz. Menos mal, porque yo creo que ya no aguanto ni un día más.

-Si esto sigue -le digo a Celestino, muy bajito, para que nadie me oiga-, me meto abajo de la cama y no salgo más nunca.

El no me hace caso y sigue limpiando y arrancando yerba... Abuela es la más atareada: arrancando y vol¬viendo a sembrar las matas ya sin raíces. Deja que abuelo la coja. Yo no quiero ver eso: ese día la mata. En cuanto terminemos aquí, Celestino y yo vamos a ir al monte para cortar un palo de úpito y hacerle una jaula al pitirre. Ya está echando plumas. El pobre, nosotros lo cuidamos lo más que podemos, y yo algunas veces hasta lo acuesto en la cama; pero de todos modos a mí me parece que casi nunca come. Y por eso es que yo lo embuto. Cojo un poco de papitas cimarronas y se las echo, de un viaje, en la boca y, con el dedo, se las hago rodar por la garganta hasta el buche.



-¡Maldita; con que estás arrancando las matas! ¡Espé¬rate, que te voy a cortar la cabezal ¡Desgraciada! ¡Puta! ¡Salvaje! ¡Hoy te voy a matar!

Yo sabía que eso iba a suceder. Abuela cree que es muy bicha, pero en definitiva es boba... Allá va, corrien¬do a más no poder. Y abuelo tras ella, que casi la alcanza. Si la coge le clava el azadón en la cabeza y se la abre en dos partes, como si fuera un coco zarazo. Abuela se ha metido corriendo en la casa, y, dando gritos, ha trancado todas las puertas. Celestino y yo nos quedamos lelos en medio del paño de maíz y mamá y Adolfina echan a correr detrás del abuelo, con una estaca entre las manos. La gente que cruza por el camino ni siquiera se para para ver lo que pasa: es que ya en el barrio todo el mundo nos conoce y saben qué clase de gente somos nosotros. A mí nadie me habla, y eso que todavía yo soy chiquito. ¡Deja que crezca!, que entonces me prepararán trampas, como se las preparan al abuelo, y me picarán la cerca para que el ganado de los vecinos entre en mi estancia y se coma todas las siembras, como también se lo hacen al abuelo. Pero él tiene mucha culpa de que la gente nos trate así, por ser un huraño, que si fuera más cariñoso con la gente no le pasara eso. Pero es bruto a más no poder, y una vez mató a estacazos a una vaca de Baudilio porque estaba tratando de entrar en la estancia. Baudilio vino ese día, hecho una furia, a pedirle cuentas a abuelo. Pero abuelo lo cogió por el pescuezo, y si no llega la mujer de Bau¬dilio y empieza a dar gritos, ya su marido estuviera más que muerto... ¡Pero, qué escarceo tan grande ha formado abuela! ¡Qué alboroto! ¡Parece una gallina cuando no quiere que el gallo la cubra y el gallo le cae atrás y por fin la agarra!... El único que está asustado es Celestino, que todavía no está acostumbrado a estas cosas. Yo ya no me asusto, y casi hasta me divierto, y mamá tampoco se asusta ya, pues ella está acostumbrada a pelear, y el día que no lo hace se siente molesta. Y yo creo que si ella co¬gió la estaca fue para darle un estacazo a abuela y no al abuelo, o quizás a los dos. Porque ella no sabe a quién odiar más. Pero a mí me parece que en esta bronca el es¬tacazo de mamá es para la vieja.

Abuelo le ha caído a patadas a la puerta, pero como no puede abrirla ni romperla: se encarama al techo y se lanza para adentro por el hueco que yo he abierto entre las pencas. Entonces abuela sale, hecha una flecha, por la puerta de la sala, y, dando berridos, corre rumbo a la casa de Baudilio, donde parece que va a pedir ayuda. Vemos la figura de abuelo, con el azadón a cuestas, a mi madre, con la estaca en alto, y a Adolfina desatizacada, con las tijeras...

Los dos se pierden corriendo detrás de abuela, que ya se perdió. Y ya desde aquí, Celestino y yo no podemos oír más que los gritos de abuela y ver la polvasera que va dejando atrás.

Se nos está muriendo el pichón de pitirre. Yo sé que se nos está muriendo.

Se nos muere.

Se nos muere.

Se nos muere.

Ya le di agua, pero nada. Le di papitas bien maduras, pero nada. Le di pan con leche, pero nada.

Se nos muere.

Se nos muere.

Se nos muere.

Ahora preparo una cajita de dulces de guayaba para enterrar al pichón. Pero todavía está vivo... ¡Se nos está muriendo! ¡Pero todavía está vivo!

Se nos está muriendo. ¡Pero todavía está vivo! ¡Qué tristeza! Ay, que el pichón no vea que yo le estoy ha¬ciendo la caja, que no vea que estando vivo ya pensamos en su muerte. Pero hay que pensar en ella, porque si lo dejamos en la jaula, se pudrirá y las hormigas se lo co¬merán.

-Ya está hecha la caja.

-Todavía está vivo.

-No llores, todavía está vivo.

-Vivo...

-No grites.

-No grites.

Se está muriendo. Yo lo veo, ya temblando en una de las esquinas de la jaula, y sé que está muriendo de tristeza. ¡Y yo que pensé que los pájaros no sentían tristeza!... ¡Pues sí la sienten!, porque si no fuera de tristeza, ¿de qué otra cosa se podría estar muriendo?, si le di leche, le di agua, lo puse al sol, lo acosté en la cama, le pasé la mano, le recé un padrenuestro, lo puse cerca del fogón, lo santi¬güé, le di papitas, le sobé el empacho, le froté las patas; y luego quise darle un purgante, pero no se lo di porque, se¬gún la abuela, eso era una burrada.

-¿Quién ha visto un pitirre tomando purgante? ¡Deja que se muera tranquilo, que tú tienes la culpa por ha¬berlo cogido del nido!

-¡Qué cosa me falta por hacerle antes de que se mue¬ra! ¿¡Qué cosa me falta por hacerle!?...

«Déjalo que se muera en paz.»

Ya le di agua fría, ahora le daré agua caliente. ¡Qué otra cosa me falta por hacerle!... Lo santigüaré de nuevo: Padre Nuestro que estás en los cielos que estás en los cie¬los que... ¿qué palabra vendrá después de ésa? Ya no sé rezar. Pero, bueno, de todos modos, moveré los labios, como hace la mayoría de la gente que no sabe rezar y se las da de médium. Moveré los labios. Moveré los labios...

¡Que se salve!

-Mummmmmmmm mmmmmmmmmmmmmmmm mmmmm mmmmmmmmmmmmmmmmrnmmmmm mmmmmmmmrnmmmmm m m mrnmrnmmrnmmm mm mmmmmmm. Debo seguir moviendo los labios has¬ta que haya pasado la cantidad de tiempo que dura una oración. Pero, ¿qué tiempo dura una oración? De todos modos los seguiré moviendo otro rato más, por si aca¬so. MMMMmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm

mmmmmmm

mmmmmmmmmmmmmmmmmmmm

m mmmmmmmmmmm...

-¡Celestino! ¡Celestino! ¿Qué tiempo dura una ora¬ción?

-Mmmmmmm mm m mmmmm m mmmmmmmm.

-Mmmmmmmm mmm mmm.

-Mmmmmm.

-Mmmmmmmmmm.

-MMMMMM MMMM mmmmmmmmmmmm...

«¡Déjalo que descanse en paz!»

-¡Se está muriendo!... Mmmmmmmmmmmmmm mmmmmmmmmmmmm ...Pero, ¿qué tiempo dura una oración? Mmmmmmmmmmm. Contaremos hasta cien. Contaremos hasta mil. ¿Tú sabes contar? Yo nada más llego hasta el diez. ¡Cuenta! ¡Cuenta! Mmmmmmmm mmmm... uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho... Mmmmmmmm mmm mmmmm mm mmmmmmmm

mmmmmmmmmmmmm m mm mmmmmmmmmm...

¡Qué día tan bonito! -dijo mi madre, y me enjorquetó en su cintura, y empezó a caminar por todo el campo sem¬brado de clavelones recién abiertos.

-¿Quiénes siembran esos clavelones, mamá?

-Nadie. Ellos se nacen solos.

-¡Solos!... Tan lindos que son y se dan solos. Y ¿quién los riega?

-Nadie. Nadie los riega. Ellos deben sostenerse con el agua de lluvia.

Entonces mamá se puso en el suelo, y los dos co¬menzamos a arrancar clavelones, hasta que no nos cabían en las manos, y empezamos a hacer una montaña de cla¬velones. Tan grande estaba ya la montaña que llegaba al cielo y le abría un boquete...

-¡Celestino! ¡Celestino! ¡El pichón de pitirre ya está muerto!...


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