Prensa desde 1900

24 de septiembre de 2011

Celestino antes del alba - Reinaldo Arenas (I)


Mi madre acaba de salir corriendo de la casa. Y como una loca iba gritando que se tiraría al pozo. Veo a mi ma¬dre en el fondo del pozo. La veo flotar sobre las aguas verdosas y llenas de hojarasca. Y salgo corriendo hacia el patio, donde se encuentra el pozo, con su brocal casi ca¬yéndose, hecho de palos de almácigo.

Corriendo llego y me asomo. Pero, como siempre: so¬lamente estoy yo allá abajo. Yo desde abajo, reflejándome arriba. Yo, que desaparezco con sólo tirarle un escupitajo a las aguas verduscas.

Madre mía, ésta no es la primera vez que me engañas: todos los días dices que te vas a tirar de cabeza al pozo, y nada. Nunca lo haces. Crees que me vas a tener como un loco, dando carreras de la casa al pozo y del pozo a la casa. No. Ya estoy cansado. No te tires si no quieres. Pero tampoco digas que lo vas a hacer si no lo harás.

Lloramos detrás del mayal viejo. Mi madre y yo, llo¬ramos. Las lagartijas son muy grandes en este mayal. ¡Si tú las vieras! Las lagartijas tienen aquí distintas formas. Yo acabo de ver una con dos cabezas. Dos cabezas tiene esa lagartija que se arrastra.

La mayoría de estas lagartijas me conocen y me odian. Yo sé que me odian, y que esperan el día... «¡Cabronas!», les digo, y me seco los ojos. Entonces cojo un palo y las caigo atrás. Pero ellas saben más de la cuenta, y enseguida que me ven dejan de llorar, se meten entre las mayas, y desaparecen. La rabia que a mí me da es que yo sé que ellas me están mirando mientras yo no las puedo ver y las busco sin encontrarlas. A lo mejor se están riendo de mí.

Al fin doy con una. Le descargo el palo, y la trozo en dos. Pero se queda viva, y una mitad sale corriendo y la otra empieza a dar brincos delante de mí, como diciéndome: no creas, verraco, que a mí se me mata tan fácil.

«¡Animal!», me dice mi madre, y me tira una piedra en la cabeza. «¡Deja a las pobres lagartijas que vivan en paz!» Mi cabeza se ha abierto en dos mitades, y una ha salido corriendo. La otra se queda frente a mi madre. Bai¬lando. Bailando. Bailando.

Bailando estamos todos ahora sobre el techo de la casa. ¡Qué de gente sobre el techo! A mí me encanta en¬caramarme en las pencas de guano, y siempre encuentro algún que otro nido de totises acá arriba. Yo no me como los huevos de los totises, porque dicen que siempre están podridos, y entonces lo que hago es que se los tiro a la cabeza a mi abuelo, que siempre que me ve arriba de la casa, coge la vara larga de desmochar palmas y empieza a juzgarme como si yo fuera un racimo de palmiches. Uno de los huevos se le ha reventado a mi abuelo en un ojo, y yo no sé por qué, pero a mí me parece que se ha quedado tuerto. Pero no: a ese viejo hay que sacarle los ojos con una garrocha, porque lo que tiene ahí es más duro que el fondo de una caneca.

Bailando yo solo sobre el techo. A mis primos ya los he hecho bajar y están durmiendo entre los pinos. Dentro del cercado de ladrillos blancos. Y cruces. Y cruces. Y cruces.

«Para qué tantas cruces», le pregunté a mamá el día que fuimos a ver a mis primos.

«Es para que descansen en paz y vayan al cielo», me dijo mi madre, mientras lloraba a lágrima viva y se ro¬baba una corona fresca de una cruz más lejana. Yo arran¬qué entonces siete cruces y cargué con ellas bajo el brazo. Y las guardé en mi cama, para así poder descansar cuan¬do me acostara y no sentir siquiera a los mosquitos, que aquí tienen unas digas peores que las de los alacranes.

«Estas cruces son para poder descansar», le dije a mi abuela, cuando entró en el cuarto. Mi abuela es una mujer muy vieja, pensé, mientras me agachaba bajo la cama. «Toma estas dos cruces para ti», le dije a abuela, dándole las cruces. Y ella cargó con todas. «Hoy hay escasez de leña», dijo. Y cuando llegó al fogón las hizo astillas y las echó en la candela.

«¡Qué has hecho con mis cruces, desgraciada!», le dije yo, y, cogiendo un pedazo de cruz encendida, le fui arriba para sacarle los ojos. Pero con esta vieja no se puede jugar, y cuando yo tomé el palo encendido, ella cogió la olla de agua hirviendo que estaba en el fogón y me la tiró arriba. Que si no me aparto ahora estuviera en carne viva. «Conmigo no juegues», dijo abuela, y luego me dio un boniato asado para que me lo comiera. Yo salí para el guaninas, con el boniato a medio comer, y allí hice un hoyo y lo enterré. Luego inventé una cruz con una mata de guanina seca, y también la enterré junto al boniato muerto.

Pero ahora debo dejar de pensar en esas cosas y ver cómo me bajo del techo sin que abuelo me ensarte con el palo. Ya sé: iré por entre las canales de zinc como si fue¬ra un gato, y cuando él menos se lo piense, me tiro de una canal y salgo corriendo. ¡Ah, si pudiera caerle encima a mi abuelo y aplastarlo! Él es el único culpable. Él. Por eso nos reunimos aquí yo y todos mis primos. Aquí, en el techo de la casa, como lo hemos hecho ya tantas veces: tenemos que planear la forma de que abuelo se muera an¬tes de que le llegue la hora.

Esta casa siempre ha sido un infierno. Antes de que todo el mundo se muriera ya aquí solamente se hablaba de muertos y más muertos. Y abuela era la primera en es¬tar haciendo cruces en todos los rincones. Pero cuando las cosas se pusieron malas de verdad fue cuando a Ce¬lestino le dio por hacer poesías. ¡Pobre Celestino! Yo lo veo ahora, sentado sobre el quicio de la sala y arrancán¬dose los brazos.

¡Pobre Celestino! Escribiendo. Escribiendo sin cesar, hasta en los respaldos de las libretas donde el abuelo anota las fechas en que salieron preñadas las vacas. En las hojas de maguey y hasta en los lomos de las yaguas, que los caballos no llegaron a tiempo para comérselas.

Escribiendo. Escribiendo. Y cuando no queda ni una hoja de maguey por enmarañar. Ni el lomo de una yagua. Ni las libretas de anotaciones del abuelo: Celestino co¬mienza a escribir entonces en los troncos de las matas.

«Eso es mariconería», dijo mi madre cuando se enteró de la escribidera de Celestino. Y ésa fue la primera vez que se tiró al pozo.

«Antes de tener un hijo así, prefiero la muerte.» Y el agua del pozo subió de nivel.

¡Qué gorda era entonces mamá! Sí que era gorda. Y el agua, al ella zambullirse, subía y subía. ¡Si tú hubieras visto!: yo fui corriendo al pozo y pude lavarme las manos en el agua, y, sin inclinarme casi, bebí, estirando un poco el cuello. Y luego empecé a beber utilizando las manos como si fueran jarros. ¡Qué fresca y qué clara estaba el agua! A mí me encanta mojarme las manos y beber en ellas. Igual que hacen los pájaros. Aunque claro, como los pájaros no tienen manos, se la toman con el pico... ¿Y si tuvieran manos y fuéramos nosotros los equivoca¬dos?... Yo no sé ni qué decir. Como las cosas en esta casa andan tan mal: yo no sé, a la verdad, ni en qué pensar. Pero, de todos modos, pienso. Pienso. Pienso... Y ya Ce-lestino se me acerca de nuevo, con todas las yaguas escri¬tas bajo el brazo, y los lápices de carpintería clavados en mitad del estómago.

-¡Celestino! ¡Celestino!

-¡El hijo de Carmelina se ha vuelto loco!

-¡Se ha vuelto loco! ¡Se ha vuelto loco!

-Está haciendo garabatos en los troncos de las matas.

-¡Está loco de remate!

-¡Qué vergüenza! ¡Dios mío! ¡A mí nada más me pa¬san estas cosas!

-¡Qué vergüenza!

Fuimos al río. Las voces de los muchachos se fueron ha¬ciendo cada vez más gritonas. A él lo sacaron del agua y le dijeron que se fuera a bañar con las mujeres. Yo salí también detrás de Celestino y entonces los muchachos me cogieron y me dieron ocho patadas contadas: cuatro en cada nalga. Yo tenía deseos de llorar. Pero él lloró también por mí.

Y nos cogió la noche en mitad del potrero. Así, de pronto, llega la noche en estos lugares. Cuando menos uno se lo imagina, nos sorprende. Nos envuelve, y luego no se va. Casi nunca aquí amanece. Aunque, desde luego, mucha gente dice que sale el sol. Yo también lo digo de vez en cuando. De vez en cuando. De vez en cuando. De...

«Que en la casa no se enteren de lo que han hecho los muchachos», me dijo Celestino, y se secó los ojos con una hoja de guayaba. Pero al llegar a la casa, ya ellos nos estaban esperando en la puerta. Nadie dijo nada. Ni me¬dia palabra. Llegamos. Entramos en el comedor y ella sa¬lió por la puerta de la cocina. Dio un grito detrás del fo¬gón y echó a correr por todo el patio, lanzándose de nuevo al pozo... Cuando yo era más chiquito, abuela me dio una gallina y me dijo: «Síguela hasta que encuentres su nido, y no vuelvas a la casa si no traes los bolsillos lle¬nos de huevos». Yo solté la gallina en mitad del patio. Sa¬lió corriendo. Dio tres revoloteos en el aire. Y desapareció, cacareando por entre las mayas y las espinas.

-Se me ha perdido la gallina, abuela.

-¡Desgraciado! ¡Mejor sería que te murieras!

Celestino se me acercó y me puso la mano en la ca¬beza. Yo estaba triste. Era la primera vez que me habían echado una maldición. Yo estaba triste y empecé a llorar. Celestino me levantó en alto, y me dijo: «Qué tontería..., debes ir acostumbrándote». Yo miré entonces a Celestino y me di cuenta que él también estaba llorando, aunque tra¬taba de disimularlo. Y entonces comprendí que él todavía no se había acostumbrado. Por un momento yo dejé de llorar. Y los dos salimos al patio. Todavía era de día.

Todavía era de día.

Había caído un aguacero. Y los relámpagos, que no se habían satisfecho con el agua, pestañeaban y volvían a pestañear detrás de las nubes y entre las hojas altas de las matas de cañafístulas. Qué olor tan agradable queda des¬pués de un aguacero... Yo nunca antes me había dado cuenta de esas cosas. Me di entonces. Y tragué aire con la nariz y con la boca. Y volví a llenarme la barriga de olor y de aire. Ya el sol no saldría, porque había demasiadas nubes. Pero aún todo estaba claro. Caminamos por de¬bajo de las matas de anones y yo sentía el fango mez¬clado con las hojas, traspasando los huecos de mis zapa¬tos. El fango estaba frío, y a mí se me ocurrió pensar que estaba caminando por entre la nieve y que las matas de anones eran pinos de Navidad, y que toda la familia es¬taba en la casa, entre un no sé qué tipo de abejeo y bulla, que hasta entonces no había yo oído. «Qué lástima que en este lugar no haya nieve», le dije a Celestino. Pero ya él no estaba conmigo. «¡Celestino! ¡Celestino!», grité yo, muy bajo, como si no quisiera despertarme y encon¬trarme en mitad de un fanguero.

¡Celestino! ¡Celestino!...

De nuevo volvieron los relámpagos. Mi madre cruzó corriendo la nieve y me abrazó muy fuerte. Y me dijo «hijo». Y me dijo «hijo». Yo le sonreí a mi madre, y luego, de un salto, le abracé el cuello. Y los dos comenzamos a bailar sobre la tierra vestida toda de blanco. En eso los ruidos de las gentes que cantaban y alborotaban en la casa se nos fueron haciendo más cercanos: venían hasta nosotros con un lechón asado en púa y sin dejar de can¬tar. Todos los primos nos hicieron un coro y comenzaron a darnos vueltas. Mamá me levantó muy alto. Lo más alto que pudieron sus brazos. Y yo vi desde arriba cómo el cielo se iba poniendo más morado, y un aguacero más grande y más blanco que el que había caído comenzaba a zafarse de las nubes. Entonces yo me solté de los brazos de mi madre y corrí hacia donde estaban mis primos, y allí, todos comenzaron a dar unos saltos altísimos sobre la nieve y a cantar y a cantar y a cantar, mientras nos íba¬mos poniendo transparentes, tan transparentes como el suelo donde no quedaban garabateados nuestros brincos. Por un momento se escuchó un relampaguear muy fuerte. Vi al rayo derritiendo toda la nieve en menos de un segundo. Y antes de dar un grito y cerrar los ojos me vi a mí: caminando por sobre un fanguero y vi a Celesti¬no escribiendo poesías sobre las durísimas cáscaras de los troncos de anones. Mi abuelo salió, con un hacha, de la cocina y empezó a tumbar todos los árboles donde Celes-tino había escrito aunque fuera solamente una palabra.

Yo lo vi así: con el hacha, dándole golpes y más gol¬pes a los troncos de los árboles y me dije: «Ésta es la hora: voy a darle una pedrada en la espalda». Pero no lo hice. ¿Y si fallo y no lo mato? Si no le doy bien con la piedra entonces me desgracio, porque abuelo, hecho una furia, me caería encima y me haría picadillo con el hacha.

Yo solo no puedo hacer nada. Aunque algunas veces quisiera hacer tantas cosas. Pero en definitiva nada hago. Un día me dije que le iba a pegar fuego a la casa: me tre¬pé por un horcón hasta el techo y ya cuando había ralla¬do el fósforo y solamente tenía que coger y pegárselo al guano para que todo ardiera como pólvora y no quedara ni un cisco prieto de lo que había sido la casa, me acor¬dé de los pichones de totises, recién salidos del casca¬rón, que dormían muy tranquilos en el nido, cerca de las canales. Me acordé de ellos y me dio mucha pena.

Y no hice nada. Y me bajé del techo diciéndome: «Bue¬no, cuando crezcan los pichones y salgan volando por ahí, entonces le pegaré fuego a la casa sin tener proble¬mas de ninguna clase». Y cuando estaba en el suelo sentí un cujazo enorme que me hacía pedazos la espalda y que casi me traqueteaba las costillas.

-¡Desgraciado! ¡Te he dicho que no te encarames en el techo de la casa, que ya escampa más rápido afuera que adentro, por los juracos que tú le has abierto, de andar caminando siempre por sobre las pencas de guano y las canales! ¡So faino! ¡Ponte a trabajar!

Y otro cujazo. Y otro. Y otro, del abuelo, que me es¬taba esperando, muy tranquilo, debajo de las canales y que había cogido tanta puntería mientras yo bajaba que ahora me enredaba y me volvía a enredar entre el cuje, que hacía «fuzzz» en el aire, de la furia con que abuelo lo impulsaba para estrellármelo en el lomo. ¡El muy mal¬dito! Me cogió de sorpresa y no supe ni qué hacer al verme con los cujazos encima. Inclusive me dio mucho sentimiento y hasta tuve ganas de llorar. Pero luego me fue entrando una rabia tan grande por dentro que creo que hasta cambié de color y todo. Y luego di un grito grandísimo y salí rumbo al sao a todo correr, con el vie¬jo detrás, echándonos maldiciones y tropezando con los troncones de las matas que él había tumbado. ¡Qué bo¬nito es el sao! A mí me encanta.

Llegué a él y me tiré sobre el primer yerbazal que en¬contré, y no sentí siquiera ni los pinchazos de los abujes, ni los de las chinches de monte. Yo me acomodé lo me¬jor que pude, de espaldas a la yerba y mirando las nubes.

Y comencé a comer papitas cimarronas de una mata que estaba al alcance de mi mano. Dos nubes muy grandes chocaron una con la otra y se hicieron añicos.

Los pedazos cayeron sobre mi casa y la tiraron al suelo. Nunca pensé que los pedazos de nubes fueran tan pesados y grandes. Cortan como si tuvieran filos y uno de ellos se llevó en claro la cabeza de mi abuelo. Mis pri¬mos andaban por el río y se pudieron salvar. A mi abuela no hay dios que la encuentre, y al parecer las nubes la hi¬cieron añicos y las hormigas se llevaron los pedazos. Yo echo a correr desde el sao hasta la casa, sepultada por el nuberío, y al llegar sólo puedo ver un brazo de mi madre y un brazo de Celestino. El brazo de mi madre se mueve algo entre los escombros y los tiznes. (Porque en esta casa el humo del fogón no tiene por donde salir, pues sola¬mente hay una ventana en el comedor y por eso toda la casa estaba siempre tan negra como el fondo de un cal¬dero.)

-¡Sácame, que ya me ahogo! -me dice la voz de mi madre, y su brazo se agita y da saltos y más saltos.

A Celestino no lo oigo decir ni media palabra. Su brazo, que casi no sobresale entre el tiznero y los palos, está muy quieto y su mano casi parece acariciar las vigas y las pencas de yarey negro que lo van asfi-xiando.

-¡Sácame! ¡Coño!, ¡que soy tu madre!

-Voy ahora mismo. ¡Voy ahora mismo!

Y, sonriente, me acerco hasta donde se encuentra la mano tranquila y fría de Celestino, y empiezo a levan¬tarle los escombros de encima. Hasta que ya, casi oscure¬ciendo, logro rescatarlo.

La tormenta de nubes se ha calmado un poco, y un aguacero muy fino lo va poniendo todo de un color casi transparente y blanquísimo. De entre esa neblina de agua que casi no llega a caer, veo a mi madre que se me acerca con una garrocha entre las manos.

Los abujes me han picado en toda la espalda, pero yo no sentí cuando me picaron. Estaba tan embelesado. Mi madre pasa por encima del mayal sin cuidarse de las es¬pinas, y luego alza el vuelo.

Ya está frente a mí. En mitad del sao y apuntándome con la garrocha a la garganta.

-¿Por qué no me salvaste? ¡Desgraciado! -Mamá aprie¬ta más la garrocha y yo siento un cosquilleo frío, que ya me va traspasando el pellejo del cuello-. Yo soy tu madre.

En este sao se perdió una vez mi prima Eulogia. ¡La pobre Eulogia!, salió a buscar leña y no volvió más nunca a la casa. Ni con la leña ni sin ella.

-Contesta: ¿por qué no me salvaste si yo soy la mujer que te ha parido?

Algo debe de haberle pasado a la prima Eulogia que no ha regresado todavía. Todos la esperamos en el come¬dor, sin decirnos ni media palabra: mirando para el suelo o para la única ventana. Pero sin decirnos nada.

-¡Eulogia!

-¡Eulogia!

Abuela llora porque ella sabe que si Eulogia se pierde abuelo se ahorca. Yo lo siento por Eulogia. Pero por abue¬lo me alegraría que se perdiera.

-¡Yo no tengo hijo! ¡Y lo que tengo es una bestia!

Dios te salve María, llena eres de gracia. Bendito sea el fruto de tu vientre, Virgen María, que aparezca Eulo¬gia, porque si no te echo a la candela...

Padre Nuestro que estás en los cielos...

-¡Bestia! ¡Bestia! En vez de salvar a tu madre, dejas que se asfixie en el tiznero.

Pobre Eulogia... Cuando salió para el monte yo vi que iba llorando. Había acabado de salir del cuarto de abuelo y yo vi que iba llorando. ¡Pobre Eulogia! Si ella no fuera tan boba como es no hubiera dejado que abuelo se le encaramase encima como lo hizo. Pero ella es la es¬clava de esta casa y todo el mundo se le encarama en¬cima. Y hacen de ella lo que les da la gana. Hasta yo una tarde tumbé a Eulogia detrás del guaninas y me le enca¬ramé arriba. Ella no dijo ni pizca de palabra: rebuznó como una mula cuando le dan cuatro estacazos, y co¬menzó a sudar gordo.

¡Pobre Eulogia! Se fue llorando de la casa, mientras abuela le peleaba a más no poder y mamá le tiraba el agua sucia del fregadero en la cabeza.

-¡Condenado! El único hijo que tengo y que me haya salido un caballo. ¡Qué destino tan triste el mío! ¡Si debí haberme muerto antes de venir al mundo!

Yo sé bien que Eulogia no se perdió en el monte, como quiere hacérmelo creer toda mi familia. Y si no ya verán como cualquier día la encontramos, amarrada del cuello por un bejuco: guindando tan alto casi como las mismas cencerenicas, que no bajan a la tierra nada más que a beber agua, y eso cuando no encuentran alguna gota entre las hojas de las matas, y tienen tanta sed que no pueden ni alzar el vuelo. ¡Que si no fuera por eso no bajaran nunca!

¡Quién fuera una cencerenica!... Yo no tomaría agua ni aunque la garganta se me secara como una piedra.

El filo de la garrocha penetra muy fresco por entre mi cuello. Yo me arreguindo con las manos a las piedras y las yerbas, y siento ese frescor que ya me va llegando hasta la campanilla.

Quisiera poder escaparme.

Aunque a la verdad no sé si lo quisiera. Y creo que si me dejaran libre le diría a mamá que me volviera a pin¬char con la garrocha. Se lo diría y hasta me arrodillaría delante de ella para que lo hiciera; y también le diría que le sacara más filo a la garrocha.

-¡Maldito! ¡Maldito!

A medida que el frescor va cogiendo toda mi garganta me voy dando cuenta de que mi madre no es mala. La veo así, enorme sobre mí, y se me parece a un tronco de úpito, de esos que la gente coge para amarrar las bestias. Sin darse cuenta nunca que el úpito se ha ido secando de tantas amarras y sogazos que lo han cruzado.

Mi madre se va volviendo hermosa. ¡Qué hermosa! Qué linda con su falda de saco y la blusa grande que le robó a Eulogia. Yo quiero a mi madre y yo sé que ella es buena y me quiere. Yo nunca he visto a mi madre. Pero siempre me la imagino así como ahora: llorando y acari¬ciándome el cuello en un no sé qué tipo de cosquilleo fresco y agradable.

Debo imaginarla de esa forma y no de la otra.

-¡Desgraciado muchacho! ¡Si yo lo que debía hacer era ahorcarme ahora mismo!

Tengo deseos de levantarme y abrazarla. De pedirle perdón y llevármela lejos donde ni abuela ni abuelo nos mortifiquen. Tengo deseos de decirle: «Madre mía, madre mía, ¡qué bonita estás hoy con tantas campanillas en el pelo! Te pareces a una de esas mujeres que solamente sa¬len en las postales de Navidad. Vámonos de aquí ahora mismo. Recojamos las cosas y larguémonos ya. No este¬mos ni un segundo más en esta casa horrible, que se pa¬rece al fondo de un caldero. Vámonos ahora, antes de que el condenado de abuelo se despierte y nos haga le¬vantar para que ordeñemos las vacas.

«Vámonos ahora mismo porque de día no podremos salir».

-¡Madre mía! ¡Madre mía!...

Y no dije más nada. Lo que tenía pensado se me hizo un rollo en la garganta. Chocó con la punta de la garro¬cha que ya me traspasaba. Y no salió por la boca. Por un momento mi madre se quedó paralizada: escuchándome. Todo el sao sabe que yo le he dicho madre mía. Todo el cerro también lo sabe y ahora lo repite lo repite lo repite en un no sé qué tipo de eco casi tan cercano como mi propia voz.

Mamá se queda lela. Me saca la garrocha del cuello. La tira sobre la yerba. Se lleva las manos a la cara y da un grito enorme.

Enorme.

Enorme.

Enorme.

Y echa a volar, cruzando ya el mayal viejo y entrando en la casa por los huecos tan grandes que yo he abierto en el techo con mis subidas y bajadas, buscando los pichones de totises o reuniéndome con mis primos muertos.

Yo no sé qué hacer. El cuello me arde mucho. Me paso la mano por él y resulta que no tengo nada. Ni un rasguño siquiera. Las hormigas bravas me han comido toda la espalda y los abujes ya empiezan a treparme por la cara. Mi madre ha desaparecido y es casi ya de noche. Si pudiera llegar a la casa sin que nadie me viera y sin que ella me empezara de nuevo a jurgar con la garrocha, o abuela me echase un poco de agua caliente en el lomo.

-Sí, puedes. Esta noche sí puedes -me dice una ban¬dada de totises, que pasan volando muy alto y todos en filas, uno tras el otro. Pero, ¡cómo es posible que esos to¬tises me hayan hablado! No lo creo. Vuelvo a mirar al cielo y la línea negra de sus alas es recta y perfecta: el viaje de los pájaros ha continuado y ya yo nunca podré saber la verdad.

Entonces empiezo a llorar.

Me gusta pasear de noche, cuando nadie me ve. Sí. Me gusta porque ahora puedo caminar en un solo pie. Desparramarme en la punta de un tronco y bailar sobre él, haciendo equilibrios. Hacer veinte murumacas, todas distintas. Revolcarme en el suelo y echar a correr de nuevo, hasta perderme entre la neblina y entre los gajos de la mata de higuillos, que aún se mantiene en pie. Me gusta estar solo y empezar a cantar. Celestino se me ha acercado y me ha pedido un trago de agua. «De dónde.» «De dónde», le digo yo y le enseño mis manos vacías. Aunque a la verdad es que yo tengo muy mala memoria y nunca puedo aprenderme bien una canción. Pero no importa: yo las invento. Casi me gusta más inventarlas que aprendérmelas de memoria.

Ya estoy inventándola.

Que nadie me oiga, porque no sé si esta canción ser¬virá para algo. Que nadie me oiga, porque me daría mu¬cha pena que me oyeran. ¡Qué pena si mis primos me sorprenden cantando cosas inventadas y caminando en un solo pie por entre los troncones de las matas! ¡Qué vergüenza si me oye alguien! ¡Qué vergüenza!

Luego fue mi madre la que vino a pedirme agua. Me dijo: «El pozo se ha secado. Qué voy a hacer ahora: me estoy muriendo de sed». Yo no le respondí. Le enseñé mis manos húmedas y me las metí en los bolsillos del panta¬lón. Ahora todo se ha puesto transparente. Esta noche veo las cosas muy bonitas. ¿Será que son así? O es que yo las veo diferente a todos los demás. No sé. Pero de todos modos, y aunque, según mi madre, éste es el lugar más feo del mundo, yo no lo creo así y hay muchas cosas que son muy lindas. La misma casa -que algunas veces qui¬siera pegarle candela- yo sé que no es fea, y aunque se está cayendo y las gallinas la cagan todas las noches (por¬que la mayoría de las condenadas gallinas duermen en el techo de la casa), hay lugares donde no cae ni una pizca de mierda, y todo luce bien. Aunque la gente dice que es mentira y que en esta casa no hay ni un rincón donde se pueda respirar. Pero sí lo hay: yo me voy algunas veces, cuando estoy muy furioso, para la esquina del corredor, donde en un tiempo hubo una ventana grande con rejas de hierro y ahora solamente quedan las rejas pegadas a la pared. Me voy para esa esquina, debajo del panal de avis¬pas bravas. Y me siento en el quicio del corredor. Yo me quedo allí sin hacer bulla y sin moverme casi para no en¬furecer a las avispas. Y empiezo a sentirme muy tran¬quilo. Yo no sé por qué será. Quizá sea porque es un lugar lleno de hojas verdes. Pues la enredadera de yucayedra, que está en ese rincón, ha crecido bastante y la mata de pensamiento chino ya está más grande que yo. Sí: debe de ser porque hay muchas matas y uno casi se confunde entre tantas hojas y tallos y se va sintiendo me¬jor. Y cuando llueve, ese rincón del corredor es más bo¬nito todavía porque los capullos de los tulipanes se lle¬nan de agua y cuando se les sacude el agua le cae a uno arriba, tan fría y fresca que cualquiera diría que son pe¬dazos de granizo. Una vez, abuela se metió debajo de los capullos de tulipanes y yo los sacudí. Y le cayó un cha¬parrón congelado en la cabeza. Menos mal que yo eché a correr, porque si no, la muy desgraciada y mal agrade¬cida me hubiera sembrado junto con los tulipanes... Se puso tan brava que quería cortar las matas arrente al suelo. Pero en ese momento llegaba abuelo del monte. Y, por llevarle la contraria a abuela (ya que a él no le im¬portan las matas y le da lo mismo que en el corredor haya una de tulipán o una de guao), le dijo: «Cuidado con tocar una de esas matas». Y por ahí empezó la bronca. Y desde entonces abuela le ha cogido un odio a las matas del corredor que no las puede ver. Y un día yo vi cómo ella le echaba agua hirviendo al tronco de los tu¬lipanes para que se secaran. Entonces yo fui corriendo y se lo dije a abuelo; y él la cogió por el moño y la llevó hasta el fogón, y agarrándole las dos manos, se las zam¬bulló entre el agua que borbotoneaba en la olla. Abuela se quejó con un resoplido fuerte, como una vaca cuan¬do le dan una pedrada en el pecho. Pero no volvió a echarle agua hirviendo a las matas del corredor. Y ahora yo me revuelco tranquilo entre las hojas, y algunas veces me siento tan bien allí que empiezo a escarbar y a co¬merme las raíces de los tulipanes. ¡Qué sabrosas son las raíces de los tulipanes! Siempre están frías y tienen un sa¬bor a mermelada amarga, que a mí me emborracha y me deja tan alegre que al poco rato ya estoy durmiendo entre la hojarasca. Aunque algunas veces las avispas se en¬furecen allá arriba, en el panal, y me caen, enrolladas, en la cara y hasta me dan dos o tres picotazos y todo. Pero eso es algunas veces. Las más no me pasa nada y yo puedo dormir muy tranquilo durante una o dos horas... ¡Sí que este lugar tiene cosas muy lindas! Y la misma gente no es tan fea como dicen. Mi propia madre, que al¬gunas veces se porta tan furiosa, hay algunos momentos en que parece distinta... Y todavía me acuerdo que un día, cuando yo venía del pozo con las dos latas de agua al hombro, ya casi llegando a la casa, di un resbalón y me caí. Entonces me entró una tristeza tan grande que lo úni¬co que pude hacer fue revolcarme contra el charco de fango que se había hecho en el suelo, y empezar a llorar. Y mi madre, que me estaba mirando desde la puerta de la co¬cina, vino caminando hasta mí y yo me dije: «Ahora seguro que me cae a trompadas». Pero no lo hizo. Sino que se agachó sobre el fanguero y me pasó la mano por sobre la cabeza muy despacio como si quisiera alisarme el pelo -que siempre lo tengo tan revuelto, que abuelo dice que parezco una escoba al revés-. Yo me quedé muy sor¬prendido. Miré a mi madre, y, no sé, porque todavía era muy temprano y había mucha neblina, pero me pareció como si estuviera llorando... Desde entonces, cuando me caigo con las latas de agua en mitad del patio, me quedo muy tranquilo, esperándola. Aunque algunas veces me equivoco y en vez de pasarme la mano por la cabeza lo que me pasa es un garrote. Pero de todos modos ya yo no podré sacármela de la memoria así corrió así. Y siempre me la imagino agachada junto a mí en el fanguero y pa¬sándome la mano por la cabeza, mientras sus ojos co-mienzan a brillar y a brillar a través de la neblina enorme que cubre todos estos lugares por las mañanas... Eso es otra de las cosas que me gusta de este barrio: la neblina. Tan blanca... Estirar las manos y no vérselas casi... Y si me las veo, me las veo tan blancas que no parece que fue¬sen mis manos... El mismo abuelo, que está tan negro de tanto sol que aguanta, cuando es de mañana yo lo veo ca¬minar por el potrero y parece un poco gigante, de lo blanco que se ve detrás de la neblina. Por eso yo todas las mañanas me levanto bien temprano y me vengo para acá y me subo hasta lo más alto del potrero, donde están las matas de mango, y me quedo horas y horas embelesado, mirando qué linda se ve la casa llena de neblinas, pues es casi como una casa de esas de cuentos. De esas que sola-mente salen en los libros como el que traía Celestino el día en que apareció por primera vez en la casa, asustado, y del brazo de su madre muerta... Y hasta que el sol no está así de grande y empieza entonces a achicharrarlo a uno, las cosas no dejan de verse bonitas. Es una lástima, a la verdad, que no se pueda vivir siempre entre este neblinal, porque así las cosas serían diferentes siempre y mi abuelo fuera siempre un viejito muy blanco. Alegre y hú¬medo. Caminando por sobre la yerba también blanca. Y la casa -si nunca saliera el sol- fuera también una casa de cuentos como la de la portada del libro de Celestino, y quién sabe si hasta mi madre, en vez de darme un janazo de vez en cuando, lo que hiciera siempre fuera pa¬sarme la mano por la cabeza, pues hay que tener en cuenta que el día en que lo hizo de verdad había mucha neblina... Sí. Yo creo que es el sol, con este resplandor tan enorme, quien siempre tiene la culpa de que las cosas se pongan tan feas y de que la gente se enfurezca por cual¬quier bobería. Por eso es que tengo muchos deseos de que llegue ya el invierno. Aunque aquí es tan corto que pasa y casi ni nos damos cuenta. Pero que llegue, aunque sea por un día; para dejar caer de nuevo las latas de agua...

Es ya de medianoche. Posiblemente mañana sea un día de mucha neblina.

-¡No tumbes la mata de higuillos que en ella tengo preparado un resguardo! -le grita mi abuela a abuelo, que ya ha tumbado casi todas las matas donde Celestino ha hecho algún que otro garabato.

-¡Cómo que no la tumbe! ¡Si el muy condenado la ha llenado de palabras raras!

-¡Deja! ¡Deja esa mata, que ella es la que impide que le caiga un rayo a la casa!

-¡Si supieras leer, no dirías que no la tumbara!

-¡Que no la tumbes te digo! ¡Suelta esa hacha!

-¡Estáte tranquila si no quieres que te abra la cabeza de un hachazo!

Abuela y abuelo han empezado otra vez a fajarse. Los dos se agarran del hacha y ninguno quiere darse por ven¬cido. ¡Condenados viejos! ¡Ojalá que el hacha se le entierre a alguno en la barriga! Pero, ¡qué va!: estos viejos son más duros que una piedra de esmeril. «Cien años pienso vivir», dice abuelo todas las noches para quitarnos la esperanza a los demás. «Y yo te he de enterrar», le con¬testa abuela entonces. Y mamá y yo quedamos desilusio¬nados. Y lo más triste es que es verdad: lo mismo abuela que abuelo tienen más salud que un burro cerrero y yo creo que no se mueren ni aunque les caiga un rayo en¬cima. ¡Viejos condenados! Se arreguindan hasta de un clavo ardiendo. Pero no se dan por vencidos.

-Comiendo boniato crudo estuve más de dos meses.

-A mi segunda hija la parí en el río. A ella se la llevó la creciente, pero a mí sí que no hay baliza que me enrolle.

-De los doce que bajamos a la mina el único que sa¬lió fui yo. Los demás me ayudaron a salir. Pero en cuanto estuve fuera eché a correr. ÍTú no sabes lo peligroso que es ayudar a alguien que está perdido! Casi siempre ter-mina uno perdiéndose también. Pero yo pensé las cosas y eché a correr. ¡Y aquí me ves!

Un caballo ha salido corriendo de atrás de la casa y corriendo se ha perdido entre la neblina. Yo lo veo con¬fundirse entre el blanquizal y una alegría muy grande me va entrando poco a poco. Aunque no puedo decir por qué.

Cómo ha hecho garabatos en los trozos. Si yo supiera leer, sabría qué es lo que ha puesto en todas esas matas. Debe de ser algo muy importante. Debe de ser algo muy importante porque mientras escribe no le hace caso ni a los truenos, que le revientan en su cabeza.

-¿Adónde vas con ese muchacho?

-A la escuela. Él no será salvaje como ustedes ni pa¬sará el hambre que yo he pasado.

-¡A la escuela con el burro, a ver si toca la flauta!

-Mira que la gente es mala: no quieren que uno pros¬pere. Pero tú vas a estudiar. ¡Me oíste!, a estudiar o te abro la cabeza y te meto las letras adentro.

Qué de muchachos hay en esta escuela. Y el único que viene con la madre a cuestas soy yo. ¡Qué vergüenza!...

-Miren. Ése trajo a la madre de banderola. -¡Parece un sijú platanero! -¡Y la madre tiene cara de lagartija! -El hijo de la lagartija. ¡El hijo de la lagartija! -Aquí te dejo con la maestra. Ya sabes: haz lo que ella te indique.

-¡Pégale ahora que lo tienes abajo! ¡Pégale ahora! -¡Maten al sijú platanero!... -¡Maten al sijú platanero!... -¡Llora como una mujer!

-¡El hijo de la lagartija está llorando como una mujer! -Es de la misma calaña que Celestino: ¡pantalones por fuera, pero sayas por dentro!

-¡Es el primo de Celestino! -¡El primo! ¡El primo! -¡Pégale ahora! -¡Abre la boca!

-¡Métanle este mojón de caballo en la garganta! -¡El primo de Celestino el loco! ¡El primo de Celes¬tino, el que escribe poesías en los troncos de las matas!... -¡Los dos son mariquitas! -¡Mariquitas! ¡Mariquitas! -¡Hazle comer el mojón de caballo! -¡Ciérrense las portañuelas!...

-¡Otra vez te han vuelto a pegar los muchachos de la escuela! ¡Comemierda! ¿Es que tú no tienes brazos para defenderte? ¡Tan grande y tan bobo! ¡La próxima vez que vengas lleno de golpes y con la ropa cagada soy yo la que te voy a dar el remate, para que no seas sanaco!

-Ahí viene otra vez el primo de Celestino. Vamos a caerle a patadas...

-Pero qué te pasó. ¡En qué fanguero te has revolcado! ¡Y esa peste a mierda de gente! ¿Quién fue el que te cagó la cabeza? ¡Contéstame si no quieres que te saque las pa¬labras con la funda del machete! ¿Quién fue el que te hizo eso?... ¡Desgraciada de mí! ¡Si yo siempre dije que debe¬ría haberme muerto antes de nacer en este maldito lugar! ¡Coño! ¡Qué cansada estoy! ¡Cualquier día cojo un lazo y me lo pego al cuello! ¡Ve al palanganero y lávate la cabeza!

La casa se ha quedado pelada en mitad del potrero, sin otro árbol que no sea la mata de higuillos que abuela no dejó que se la tumbaran. ¡Qué fea es la casa sin nin¬gún árbol! Está tan jorobada que casi las paredes se arras-tran por el suelo. Y yo pienso que cuando llegue el tiempo de los ciclones esta casa no va a aguantar ni las primeras brisas. Entonces la casa se nos caerá encima y correremos empapados a meternos debajo de las matas, pero como ya no hay matas: ¿dónde nos meteremos cuando llegue el ciclón y tumbe la casa...?

Celestino está llorando detrás del mayal. Si a Celes¬tino le da por escribir poesías en las hojas de las mayas, abuelo seguro que le pega candela al mayal.

El mayal está ardiendo por los cuatro costados, y un pichón de aura salió volando con las alas encendidas y se tiró sobre el techo de la casa. El techo cogió candela y ahora toda la casa está ardiendo también. El pichón de aura cae achicharrado en mitad de la sala...

-Padre nuestro que estás en los cielos...

Abuela cae de rodillas y levanta al pichón.

-¡Agua!, ¡traigan agua para apagar el fuego!

Mi madre es la bestia de carga: corre del pozo a la casa y de la casa al pozo con los catauros al hombro, lle¬nos de agua, y pujando a más no poder.

Abuela se arrodilla en el patio y levanta el pichón de aura lo más que puede, estirando bien alto las manos. Luego empieza a bailar y a dar brincos, y sale corriendo como una centella hacia la mata de higuillos. Allí da un salto muy grande y, de pronto, se convierte en un pá¬jaro muy raro, que da gritos como si fuera una mujer. El pájaro se queda quieto en el capullo altísimo de la mata de higuillos, y yo le caigo a pedradas. Pero tengo tan mala puntería que lo único que hago es espantarlo.

Y volando se pierde por el aire, confundiéndose con las auras.

-El fuego se ha apagado; y Celestino todavía está llo¬rando detrás del mayal. ¡Pobre Celestino! Yo le tengo tanta lástima, y él también me la tiene a mí.

Yo sé que él me la tiene a mí aunque nunca me lo ha dicho. Yo sé que él me la tiene desde el día en que abuelo me levantó por el cuello y me dijo: «Hijo de puta y de matojo; aquí tú comes porque yo quiero. Así que ve a buscar los terneros si no quieres que te saque a ti y a tu madre a patadas de esta casa».

¡Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo! ¡Hijo de matojo! ¡Hijo de matojo! ¡Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo!

-Condenados terneros. Hoy no aparece ninguno. ¡

Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo!

-¡Desgraciados! ¡Caminen si no quieren que les rom¬pa las patas a pedradas!...

¡Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo!

¡Hijo de matojo!

-Desgraciados. ¡Caminen!... Lo de puta no me importa porque lo sé. Pero eso de «matojo». ¿Qué querrá decir eso de «matojo»?

-Mamá. ¿Qué quiere decir hijo de matojo?

-Sácate el dedo de la boca, ¡comemierda!

-Mamá. ¿Qué...?

-Que te saques el dedo de la boca. ¡Coño!

Qué tristeza tan grande traigo esta noche yo a cuestas y no sé ni a quién decírsela. Ya sé: se la diré a Celestino... Pero no: el pobre ya tiene bastante con sus problemas.

Qué tristeza tan grande. En el potrero di un resbalón y me partí una rodilla. De veras que me la partí y eché muchísima sangre. Los terneros se me fueron corriendo y uno se perdió más abajo del río. Cuando le dije a abuelo lo del ternero perdido, él no me dijo nada: fue hasta el manigual. Sacó el machete de la funda y cortó un gajo largo y fino de una mata de tribulillo. Peló despacio el gajo. Lo adobó bien. Luego lo batió en el aire y me dijo: ven acá.

Yo fui.

-Párate y quédate quieto.

Y yo me paré junto a él y me quedé muy quieto. En¬tonces él empezó a darme fuetazos. Primero en la es¬palda. Luego en el cuello. Después en la cabeza y por úl¬timo en la cara y cuatro en las manos.

Yo no dije nada ni lloré, y esto parece que lo enfure¬ció, pues me dio dos fuetazos, de contra, en la punta de la nariz; y yo pensé: «Con tal de que no me coja los ojos no hay problemas». Y no me cogió los ojos.

Luego parece que se cansó. Tiró el fuete roto al suelo y salió a buscar el ternero extraviado. Yo lo vi alejarse y sentí primero un alivio y luego una rabia muy grande. Muy grande. Tan grande, que pensé arrancar una estaca y clavársela en la espalda. Sentí deseos de eso. Pero no lo hice: abuelo es muy bicho y hubiera adivinado hasta mis pensamientos si llego a coger la estaca, y en estos mo¬mentos sería yo el que la tuviera clavada en mitad del pe¬cho. «Ya me la pagarás», dije. Y empecé a llorar de rabia. Y mientras lloraba me acordé que todavía no sabía si¬quiera lo que quería decir «hijo de matojo».

El mayal terminaba de arder. Por sobre las cenizas, donde todavía chispea alguna que otra brasa, cruza Ce¬lestino, con una estaca clavada en el pecho.

-¿Qué te han hecho?

Le pregunté a Celestino mientras trataba de sacarle la estaca del pecho.

-Déjala -me dijo él sonriendo-. Déjala, que ya saldrá por su cuenta.

Y siguió caminando por sobre la tierra chamuscada y llena de tizones encendidos que chisporroteaban y es¬tallaban como si fueran cohetes. Sí. Como si fueran co¬hetes y estuviéramos ya en las fiestas de Año Nuevo. Yo traté de seguir caminando al lado de Celestino, para ver si lo convencía y dejaba que le quitara la estaca. Pero, ¡qué va!: yo no tengo las patas de hierro para caminar así como si nada por arriba de un brasal al rojo vivo. Y de¬sistí de la idea. Entonces me quedé solo y la tristeza grande volvió a traquetearme en el estómago. «Hijo de matojo», me dijo una lagartija, mientras se achicharraba, y me lo dijo en un tono muy burlón. Yo le fui a dar una patada, pero el pie se me asó, casi, antes de haberla to¬cado. Y seguí cojo durante todo el camino que va hasta el río. ¡Qué ardor tan grande en el pie! Si pudiera me lo cortara. Pero no: ya estoy casi llegando al río. Si no fuera porque ya lloré hace un rato, empezaría a llorar de nuevo. De pronto me acuerdo que por primera vez Ce¬lestino me ha hablado. Sí: ¡me habló cuando yo traté de arrancarle la estaca del pecho! ¡Me habló! ¡Me habló!

Y ya se me han quitado las ganas de dar gritos.

Y casi es de madrugada. Otra vez de madrugada. Y detrás de las nubes va apareciendo un resplandor casi blanco que me hace distinguir los troncos de los árboles y me impide tropezar con ellos. Yo empiezo a correr y siento como si un granizal se me viniera encima y me fuera refrescando la frente y los ojos.

-¡Apúrate con esas latas de agua! ¡Muchacho!

-¡Ya voy! ¡Ya voy! Con este sol que raja las piedras y yo cargando agua como si fuera un mulo.

-¡Que camines! ¡No me estás oyendo!

-¡Espérate que tengo que descansar!

-¡Eres más haragán que un horcón! Yo no sé por qué no me partió un rayo antes de tener un hijo así.

-Ya voy te dije -como si no pesaran estas latas llenas de agua. ¡Y ya con éste es el quinto viaje que doy al río! Sí. Al río, porque el pozo en los tiempos de seca no tiene ni una gota de agua. Y ahora yo soy el que tiene que joderse cargando agua en vara desde el río hasta la casa.

-¡Apúrate que las matas de sandoval se están achu¬rrando!

-¡Ya voy! ¡No ves que estoy descansando!

-¡No le contestes a tu madre! ¡Vejigo malcriado!

Y estoy más aburrido que el carajo. Tengo que cargar agua para que abuelo se lave las patas. Para que abuela se enjuague el moño -aunque menos mal que abuela só¬lo se lava la cabeza una vez al mes-. Pero de todos modos el agua tengo que cargarla yo. Y también tengo que cargar agua para que mi madre se bañe y riegue las matas. Por¬que ella tiene la manía de regar todas las matas que están enfrente de la casa. ¡Yo tengo que reventarme para que ella le eche agua hasta a las matas de apasote! Con éste van cinco viajes, y todavía tengo que llenar el barril y las tinajas. Y lo peor es que las tinajas se salen y nunca puedo terminar de llenarlas...

-¡Pero es que no piensas llegar con el agua!...

En el tinajero hay un sapo...

-¡Muchacho!

Siempre hay un sapo en el tinajero y yo sé bien que es el mismo sapo el que está allí todos los días. Dicen que si uno pincha a un sapo con un palo, el sapo le echa leche en los ojos y uno se queda ciego. Pero eso es mentira, por¬que a ese sapo yo lo he zarandeado hasta con las manos, y yo veo todavía más de la cuenta...

-Camina con las latas de agua si no quieres que te dé un estacazo.

-¡Ya voy! ¡Ya voy! -cómo pesan estas latas. Deja ver si puedo levantar la vara con las dos latas en una sola punta... ¡Pas!, allá van rodando las dos latas de agua. Ahora mi madre me sacará los ojos como si ella fuera el sapo.

-¡Ya botaste el agua! ¡Prepárate, porque voy a llenar las latas con el zumo que te saque de las costillas! ¡Prepá¬rate, desgraciado!

Huyéndole al sapo me he encaramado en lo más alto de la mata de higuillos. Pero el sapo ha venido detrás de mí y me grita: «¡Deja que te coja que te voy a sacar el agua de las costillas!». Pero ya yo estoy muy alto y no creo que él se pueda trepar hasta acá arriba. De todos mo¬dos sigo encaramándome hasta el capullo. Ya estoy en lo más fino y alto de la mata. El sapo ha comenzado a tre¬parse despacio, pero seguro, por el tronco del higuillo.

-¡Deja que te coja que te voy a dejar ciego!...

Este gajo casi ni me sostiene, y si caigo al suelo me hago picadillo, y si bajo de la mata, el sapo me sacará los ojos.

-¡Deja que te coja para que aprendas a respetar a tu madre! ¡Vejigo malcriado!

El sapo se ha empezado a inflar y ya es enorme. Yo no sé ahora qué hacer. El sapo da un salto y me coge por el cuello.

-¡Te sacaré los ojos!

Abre la boca enorme y me tira un poco de leche ar¬diendo, que comienza a achicharrarme la cara y me deja ciego. Yo trato de zafarme de sus patas pegajosas, y, enre¬dados, vamos cayendo al suelo.

Quisiera saber dónde ha pasado la noche Celestino. Y dónde ha dormido si es que ha dormido. Y si ha podido sacarse la estaca del pecho. Ojalá no le haya dado por se¬guir escribiendo poesías en los troncos de las matas, pues nos vamos a quedar viviendo en medio de un desierto.

Llego a la casa saltando de tronco en tronco, y lo pri¬mero que veo es el techo blanco entre la neblina y a todos mis primos encaramados en él, dándome gritos y más gritos, mientras cantan canciones mudas que solamente ellos y yo podemos entender. De un salto me llego hasta las canales y me encaramo en el techo. El coro de primos se me acerca sin dejar de brincar y todos a un tiempo me dicen:

-¿Por qué nos has hecho esperar tanto? Bien sabes que desaparecemos en cuanto sale el sol. ¡Qué desconsi¬deración! Esta neblina es lo único que nos protege contra la gente. ¿Es que ya no quieres matar a tu abuelo?

-¡Sí, quiero! ¡Sí, quiero!...

-Entonces por lo menos debes ser puntual a la cita que tú mismo nos diste.

-Es que Celestino está perdido en el monte y me he pasado toda la noche buscándolo...

-¡Mentira! Celestino duerme detrás del cocal y tú no lo andabas buscando ni cabeza de un pato. Sino que te has pasado la noche brincando de un tronco para otro y dando maullidos como un perro desconsolado...

-De todos modos no dejé de pensar en él.

-Ahora es el momento de que lo salves.

-Dígame: ¿cuándo puedo matar a abuelo?

-Cuando puedan pensar que tú no lo has matado.

-¿Cuándo?

-Cuando haya mucha gente en la casa.

-¿Solamente en la fiesta de Navidad?

-Solamente en la fiesta de Navidad.

-Entonces, ¿ni siquiera ese día podré emborracharme?

-Ese día no. Pero todos los demás podrás.

-¿Y mi madre?

-Dios la tenga en la gloria.

-¿Y mi abuela?

-Ahora es mejor que dejes tranquila tu imaginación, pues en cuanto dejes de soñar y duermas más, ellos no te habrán de molestar. No pienses, o piensa menos: Celes¬tino es el único que queda aún vivo y nosotros tenemos que protegerlo. Tú eres el elegido: sálvalo. Pero mejor será que nos vayamos antes que el condenado sol nos derrita. ¡Qué lástima que para nosotros sea tan corta la noche! Ya sabes: piensa menos, sueña más, y duerme, y duerme, y duerme, y duerme, y duerme, y duer...

-¡Duérmete! -dijo mi madre y comenzó a balancear¬me en el sillón del fondo descosido. ¡Pobre mamá!, siem¬pre meciéndome para que yo me pueda dormir tranquilo. ¡Pero que no se piense que con cuatro mecidas en el si¬llón yo me voy a quedar dormido! ¡De eso nada!: a mí tienen que cantarme la Aceitera vinagrera y hacerme por



Deseo, cuando recibas esta carta, te encuentres bien. Yo estoy bien. Te mando una lata de jamoneta china. No dejes de comértela. Es de la buena...

Mi madre



lo menos dos o tres cuentos, pero que no sean los mis¬mos de siempre ni los que ya he oído alguna vez. No: tie¬nen que ser cuentos distintos siempre. Otros cuentos di¬ferentes a los que siempre me cuenta abuela.

Aserrín aserrán

las maderas de san Juan

los de Juan piden pan

los de Enrique alfeñique...

-¡No, ése no, que ya yo me lo sé!

-Aceitera vinagrera pellizquito mágico...

-¡Tampoco! Ése me lo has hecho muchas veces ya.

-Eran tres hormigas que vivían en una jicotea...

-¡Tampoco! ¡Tampoco!...

-¡Dale cuatro trompadas a ese muchacho para que se acabe de dormir! ¡Tan grande y tan sinvergüenza! ¡Qué cuentos ni cuentos: cuatro trompadas!

-A Carmelina la volvió a dejar el marido y se pegó candela. ¡Ay, pobre de mi hermana! Que en paz descanse. Todos los hombres abusaron de ella. Cuando íbamos a la feria la arrinconaban para lo oscuro, y ya...

-¡Carmelina! ¡Carmelina! ¡Mi hija Carmelina! ¡La po¬bre! ¡Que Dios la perdone! ¡Y ahora qué será del mu¬chacho!

¡Ay, del muchacho! ¡Ay, del muchacho! ¡Ay, del muchacho!

-Figúrate, no nos queda más remedio que traerlo para acá y terminar de criarlo nosotras.

-¡Qué desgracia!, ¡no sé qué le vamos a dar de comer! Con la seca que está haciendo. ¡Ay! Qué comida le dare¬mos qué comida le daremos qué comida le daremos...

-¡Le daremos mierda!

-No hables así. Como quiera que sea es tu nieto. El hijo de tu hija...

-Qué hija ni qué carajo, si la pobre -que Dios la ben¬diga- era tan puta. Ay, tan puta. Ay, tan puta; ay, tan puta; ¡ay, tan puta!

-¡Cállate!

-Y del muchacho no sé siquiera ni el nombre. ¡Pobre criatura!...

-¡Celestino! Celestino se llama. Al menos eso fue lo que me dijo el que trajo la noticia del ahorcamiento de Carmelina, porque no solamente se dio candela sino que cuando estaba ya con la soga al cuello, cogió una botella de alcohol y se la roció. ¡La pobre! No me explico cómo es posible que una persona se ahorque y se dé candela al mismo tiempo... Eso sí que está raro. ¿No sería que al¬guien después que ella se ahorcó le pegó candela por ha¬cer la maldad?...

-¡Celestino! ¡Dime tú qué nombre más feo le pusie¬ron al desgraciado!

-¡Ay, Carmelina! ¡Ay, pobre Carmelina! Yo también pensé un día ahorcarme. Pero siempre iba aplazando y aplazando el ahorcamiento. ¡Y mírame aquí!: qué poca fuerza de voluntad he tenido. ¡Qué poca fuerza!...

-Dios te perdone...

-¡Vaya Dios a la mierda!

-Dios mío. No tengo a una hija sino a una yegua.

-Los hijos salen a sus padres...

-¡Fresca!

-¡Burra!

-¡Burra serás tú, perjura y loca!

-Padre mío. Padre mío: otra vez mi madre me ha di¬cho loca. Ay, me ha dicho loca...

-No llores, boba, que yo me las arreglaré con tu madre.

-Hazme ese cuento. ¡Mamá! ¡Síguelo haciendo! Y tú: abuela. ¡Sigue, sigue también! ¡Ése sí que me gusta! ¡Vaya, al fin me han contado algo distinto a la Aceitera vinagrera! ¡Sigan! ¡Sigan!...

-Te has vuelto a orinar en la cama. ¡Qué te has creí¬do! ¡Ya no estás tan chiquito para eso! ¡Procura que tu abuelo no se llegue a enterar porque te dará un fuetazo!

-Es que me da miedo salir por la noche al patio para ir al excusado.

-¿Miedo a qué?

-A los muertos. Dicen que este lugar está lleno de muertos...

-¡Qué gallina eres!... Ayúdame a poner la colchoneta al sol.

Las otras noches salí porque ya me estaba cagando y vi a un bulto blanco corriendo detrás de la cocina. Me asusté tanto que hasta se me quitaron las ganas de ir al excusado. Entonces se lo conté a abuela, y dice ella que ése es el espíritu de la Vieja Rosa, que anda arrastrando cadenas porque no le deshierban el panteón y también porque no le rezaron el novenario cuando ella se murió.

-Mamá está loca. Es ella misma la que sale para ir al excusado todas las noches, pues se pasa el día comiendo in¬mundicias, y en cuanto se acuesta, las tripas no hacen más que empezar a traquearle -¡como si yo no la oyera!-. ¡Coge la colchoneta por aquella esquina!... ¡Qué peste! Como te vuelvas a orinar se lo digo a tu abuelo para que te dé cua¬tro fuetazos. Tenemos que ver cómo arreglamos este cuar¬to: hoy llega el hijo de Carmelina, y va a dormir contigo.

-Ahí llega el hijo de Carmelina.

-El pobre tiene la misma cara que la ahorcada.

-No le mencionen a su madre...

-Ni a su padre.

-Déjenlo tranquilo.

-Denle un poco de café claro y ve a ver si quedó al¬gún pedazo de boniato hervido del almuerzo.

-No lo apergulles de inmundicias, para que después se pase la noche dando vueltas al excusado, igual que tú.

-¡Fresca!

-¡Bruta!

-¡Yegua!

-¡Burra!

-¡Yegua!

-¡Burraaa!

-¡Permita Dios que te mueras!

-¡Dios no le hace caso a las bestias!

-¡Desgraciada!

-¡Vieja cagalosa!

-Éste es el cuarto de nosotros.

-Tiene peste a miao.

-Aquí de noche salen fantasmas.

-En mi casa todas las noches salían siete fantasmas de distintos colores... ¡Foss!

-Abuela: ayer me dijo que en su casa salían todas las noches siete fantasmas de muchos colores...

-¡Virgen santísima! ¡Qué arrastre tan grande trae esa criatura a cuestas!...

-Ay, y también me dijo que usted tenía peste a miao.

-¡Virgen santísima!

-El tal Celestino es el muchacho más haragán del mundo. Nada de lo que le mando a hacer lo hace. Y cuando le digo «respeta a tu abuelo porque él es quien te da la comida», se pone a escarbar en el suelo y empieza a silbar como si con él no fuera la cosa. ¡Buena pelma nos hemos echado a cuestas!

-Antes de acostarnos será mejor que tape las hendijas, pues por ahí se puede colar algún muerto.

-No. Déjalas así, que mi madre decía que era mejor que se quedaran las hendijas abiertas para que entrara el aire.


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