Prensa desde 1900

28 de abril de 2011

¿Quién es Emerio Medina?


Por Carlos Amilcar Moreno

“Si no te lees a Salgari a los 12 años, no serás un carajo”, dice Emerio Medina entre un trago de ron y una cachada de Monterrey. Acaba de ganar el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2009, y está ahora sentado en la acera del Centro de Promoción Literaria Pedro Ortiz. Esta noche pernoctará en Holguín y mañana regresará a Mayarí, de donde salió en botella hace cuatro días rumbo a la ceremonia de premiación en Ciudad de la Habana. Hemos concertado esta entrevista de manera inesperada, Emerio ha dicho algo que quizá sea cierto: “no importa, con dos tragos soy más sincero”.
  --¿Cómo te fue el viaje?
  --Entretenido. No tuve paciencia para mosquearme en la terminal. Fui directo a los amarillos, me gusta la acción.
  --¿Y en la carretera...?
  --Agarré siete cosas, de todo, desde un buldózer hasta una concretera. Lo más importante fue estar a tiempo para recibir el premio.

Emerio tiene la piel maltratada por el sol, el cuello de un toro y las manos de un herrero, como si pasase todo el día escribiendo en medio de un desierto de gravilla y polvo.

  --¿Cómo comenzó esto de escribir?
  --Leyendo. De los once a los doce me leí a Salgari, si no te lees a Salgari cuando tienes doce años no serás un carajo, estás jodido. Un niño busca precisamente eso que le da Salgari, sentirse dueño del mundo.
  --¿En qué parte de Mayarí vives?
  --En un poblado que se llama Valle Dos.
  --¿En tu casa se leía?, ¿había una biblioteca?
  --En mi casa se leía normal. Mi padre era obrero y mi madre ama de casa, yo iba a la librería porque la palabra “biblioteca” no existía. Allí compré “El Corsario negro”, es muy importante, lo repito, que un niño se lea a Salgari; ah, y por supuesto, a Verne. Por ahí comencé yo. Tuve una influencia fundamental de Yolanda Delgado, quien me abre los ojos a la fábula, recuerdo aquellos libros que se abrían y de pronto se armaba un castillo y los personajes se ponían de pie. Era una semilla que se sembraba en la tierra. Luego viene Pilar Chacón, mi maestra de primaria. Ella me enseñó el mundo antiguo, los griegos, me mostró la historia.
Es como una medicina, cuando uno es niño se toman dosis de una medicina que te curará algún día, y esas dos mujeres me la proporcionaron a tiempo. Creo que si hubiese vivido en el Vedado en Ciudad de la Habana, no las hubiese tenido. En los años setenta los maestros eran inmensos, creo que estaremos salvados si nuestra educación vuelve a lo que fue en aquella época.
  --¿Luego a quién te lees?
  --En la secundaria me leo a Dumas, a “Los tres mosqueteros”. Entonces es lo que te digo. La pastilla a tiempo. Dumas se disfruta a los trece, no antes ni después, el honor, la gloria, el compromiso, eso lo aprendí ahí, después deja de tener valor. Hay un libro esencial en la adolescencia temprana, la “Iliada”, que es un libro angular, luego viene la versión martiana, muy limpia, de esta obra, hay que leérselas, me parece que sería sano para un escritor. Yo la tenía de cabecera. Pero también hay que leer a H. G. Wells; es un tipo fundamental.
  --¿Y en Rusia qué leíste?
  --A los clásicos.
  --¿En español?
  --No. Leí muy pocas cosas en español. Dominaba el ruso a la perfección, porque además me encanta el ruso, y el pueblo ruso. El pueblo ruso es como el nuestro, en el cuento que ganó el Cortázar, Los días del juego, lo pongo: admiro al ruso de a pie, a ese ruso comunista de los ochenta, del pueblo, de la esquina, el cigarro, el trago, ese es mi hombre ruso. En el cuento intenté establecer un paralelo entre ellos y el cubano, eso está ahí, y bueno, de hecho me casé con una rusa y la traje a vivir para Cuba.
  --¿Todavía vives con ella?
  --No, mi mujer es del mismo Mayarí.
  --¿Y la rusa?
  --Se fue en el noventa y tres, no aguantó la crisis y se fue.
  --En tu cuento hablas de Uzbequistán como un sitio multicultural. ¿Cómo era tu relación con los uzbecos?
  --Los uzbecos, por lo general, eran recelosos, musulmanes, ya sabes. Las uzbecas, por ejemplo, eran inaccesibles, estaban todas cubiertas y era imposible verles las piernas. Pero sí te puedo hablar de las tártaras, que eran mujeres monumentales, una mezcla entre asiática y rusa… hay que tener a una tártara desnuda frente a ti para saber de qué hablo. Había coreanos, afganos, rusos, mucha mezcla, una mezcla incluso peligrosa.
  --¿Había violencia?
  --Mucha, en el cuento está. Había mucha violencia en la calle, sectarismos.
  --¿Qué estudiabas tú?
  --Ingeniería mecánica.
  --Y tu mujer también estudiaba.
  --No, ella era peluquera, pero tenía en su casa una biblioteca enorme, ahí leí cosas muy buenas, “El hombre invisible”, “Espartaco”, “Gengis Khan” y otras que no recuerdo. Guardo recuerdos de esa época en que caminaba bajo los cipreses acompañado de gente natural como yo, gente simple. Coño, por eso siempre digo que me hubiese gustado escribir “Los de abajo”, una novela de Mariano Azuela, me atrae la gente sencilla.

Escuche la entrevista que Emerio Medina concedió a la Radio de la Aldea

   
La noticia de que a Emerio le han dado el Julio Cortázar ha corrido por la ciudad. Un setenta por ciento de sus habitantes seguro se morirá sin saberlo, por supuesto, pero los del mundillo intelectual y algunos trabajadores de cultura, lo saben. De pronto pasa una cuarentona cuyos ojos azules y nariz fina hacen recordar a una Liz Taylor.
Fidel Fidalgo, su editor, le presenta a la recién llegada.
  --¿Ustedes se conocen?
  --No tengo el gusto --dice Emerio de pie y sacudiéndose el pantalón.
  --Él acaba de ganar el Premio Julio Cortázar y lo estamos festejando…
  --Ah, felicidades --dice Liz Taylor-- yo estoy a fin de mes. ¿Saliste en el periódico?
  --Sí, salí en el Granma.
  --Felicidades entonces.
  --¿Un trago?
Liz Taylor toma un trago e intercambia un par de palabras amables con el escritor.


--¿Dónde nos quedamos?
--Me decías que leíste a los clásicos en ruso.
--Sí, allí hice una parte importante de mis lecturas. Y fueron en ruso. Domino muy bien el ruso, no tengo una falta de ortografía en ninguna de las tres lenguas que conozco, inglés, ruso y español. Recuerdo a Pushkin, el poeta del mundo; sí, digamos, con él tuve el acierto de descubrir la poesía. Él es mi ideal de la palabra poética. El alma. Pero también está León Tolstói, Chejov, Blok, Turgueniev, y fundamentalmente Alexéi Tolstói, respeto mucho su trilogía sobre la guerra civil, estos fueron mis libros de cabecera por mucho tiempo.
--¿Haz escrito algo en ruso?
--No, pero hace algún tiempo hice un experimento, escribí un cuento como si fuera una traducción del ruso… cosas mías.
--¿Cómo se llama ese cuento?
--Búscalo, se llama Los Tikrits, se trata de unos tipos que salen a matar tikrits, una criatura que inventé. La sangre del tikrit se cotiza muy cara y el tipo con ese dinero quiere comprarse un Mercedes Benz, pero el tikrit vive enterrado en la nieve y para encontrarlo hay que meterle dinamita.
--Ponme un ejemplo de frase traída del ruso.
--Sídorov, skatina, ruki boliát (Sídorov, bestia, las manos me duelen).


El poeta Delfín Prats pasa frente a nuestras narices distraído como siempre. Emerio, levanta un vasito con ron y exclama:
    --¡Maestro!, venga acá, un trago.
    --Felicidades, muchacho --dice el poeta, un poco fuera de ambiente.
Desentonar es algo natural en Delfín, su mirada es la de una criatura que mira desde fondo de un refugio de silencio y contemplación budista, disciplina que practica y explora desde hace algunos años. Tanto Emerio como él estudiaron algunos años en la desaparecida URSS.
    --Delfín Prats, te puse en una novela que estoy escribiendo. En un pasaje aparecen unos tipos que gritan en medio de la calle ¡Delfín Prats! ¡Delfín Prats! Quería pedirte permiso para eso. Tú eres dueño de una vida para contar, deberías escribirla.
    --Yo te la cuento y tú la escribes, muchacho. Todavía no es el momento.
Delfín Prats hizo una estancia breve. En la primera oportunidad se levantó y se fue quién sabe a dónde.

   --¿No leías en español?
  --Muy poco. Por ejemplo, leí Cien años de soledad, pero por una editorial que no era cubana. Luego llego a Cuba y me desconecto por completo de la literatura. Creo que no leí con la misma sistematicidad hasta el año 2000 cuando descubro a Cortázar, Borges, Carpentier, Maupassant, y O´Henry. Fue un año importante para mí. También recuerdo que leí a Poe y a Mark Twain, aunque tardíamente, ya yo era lo que se dice “un puro”.
  --¿Qué leíste de Cortázar?
  --Primero, lecturas de libros de texto: La puerta condenada, Casa tomada, La noche boca arriba, esas cosas que se estudian en la secundaria y el preuniversitario. Recuerdo que todavía yo ni pensaba que iba a escribir. Luego me leí todo lo que de él han publicado en Cuba.
--¿Cuándo comienzas a escribir?
--Cuando trabajaba en las minas de Pinares de Mayarí, tenía 35 años. Estuve también en un contingente de la construcción en Ciudad Habana, cemento, camiones, polvo, mierda. Primero escribí poesía pero no me funcionaba, no era bueno.
--¿Cómo supiste que no eras bueno?
--No era bueno. Uno sabe cuando no es bueno en algo. Luego paso al cuento y es ahí donde me hallo. Comencé a escribir sobre cualquier tema aunque siempre sentí inclinación hacia la forma del realismo mágico, lo encuentro muy americano. Me siento muy identificado con la realidad americana, puedo sentirla. Incluso, cuando en el 2007 gané el Premio de la Ciudad de Literatura Infantil, lo hice con una novela muy ambiciosa, una fantasía épica, que por demás transcurre en un paisaje americano muy parecido al cubano. Es decir, los árboles son cubanos, las criaturas que inventé, los rafos, los guáramos, son cubanos.
  --¿De qué hablas cuando dices fantasía épica?
  --El tiempo se dilata, tomo muchos elementos que desarrolló la literatura inglesa, criaturas ficticias, varias generaciones, y los traslado a un ambiente mesoamericano. Es una fantasía heroica, pero los héroes son animales y seres cubanos, de aquí, de la isla. Me invento un mundo paralelo, le doy vida a los personajes en un ambiente bucólico que sólo puede ser Cuba, o algo que se parece a Cuba, qué sé yo.
  --¿Parecido a Tolkien?
  --No sólo está la sombra de Tolkien, hay algo de la picaresca, Tristán e Isolda, Los Nibelungos, El Mío Cid, Don Quijote, toda la fantasía heroica inglesa, por supuesto, todo ese mundo fascinante. ¡Qué sé yo! No soy literato, soy ingeniero. En esa novela, que es una primera de cinco, quise hacer un homenaje a esas lecturas verdaderamente descojonantes. Y creo que son poco frecuentes las fantasías épicas en la literatura cubana.
  --¿Sigues trabajando como ingeniero?
  --No, dejé las minas en el 2006.
  --Me parece que has vivido mucho.
  --Sí, he andado, he andado.
  --Tienes materia para escribir.
  --Sírvete --dice Emerio.
  --Era un buen trabajo, pagaban bien, ¿por qué lo hiciste, qué te dio coraje?
  --Ese mismo año gané dos premios importantes, el Regino Boti por “Las formas de la sangre” y el Premio de la Ciudad de Holguín, por “Rendez-vous nocturno para espacios abiertos” y me dije: hasta aquí, al carajo la ingeniería. Lo dejé porque quería escribir, caminar, fumar, escribir; escribía a mano, lápiz, cuchilla, hoja, goma, cigarros y si es posible un vaso de ron. Me pasaba cinco, siete horas. Comenzaba por la tarde y terminaba a las tres de la mañana. De mañana dormía y al otro día, lo mismo. Después gané una mención en el Premio Oriente. Escribí veinte libros en cinco años. ¡Veinte libros en cinco años!, se dice fácil. Algunas novelas para adultos y algo también para niños y jóvenes. Lo que más escribí fueron cuentos. Unos cien para adultos y otros veinte para niños y jóvenes. El cuento es mi género.
  --¿Cómo llegas a un cuento?
  --Bueno, el cuento no se me ocurre, no invento. Escribo el cuento que veo, que huelo, que oigo. Miro a una persona y sé qué come, qué le gusta, qué espera de la vida, la medí, la olí. Las historias llegan de esa forma, un olor es un cuento. Está ahí, y puedo estar una hora, un día, un mes, un año con el cuento en la cabeza hasta que un buen día lo escribo. Uno que escribí, Las luces, por ejemplo, que va a salir pronto por la Editorial Oriente, fue un relato instantáneo. Estaba en la calle, no había corriente en Mayarí y un carro alumbró desde lejos. Ahí mismo estaba el cuento. Lo vi, me senté y lo escribí. Oye, creo que ya hemos hablado suficiente. Por qué no me preguntas qué me parece el Julio Cortázar.
  --¿Qué te parece el Julio Cortázar?
  --El nombre es abrumador. Para cualquier escritor, de China, Ecuador, Pakistán, Nueva York, es abrumador lo que Cortázar aportó para el cuento. Abrió puertas. Para mí el cuento es el género literario por excelencia. Es un reto. El cuento es un reto. Y yo me digo, mira, nosotros los latinoamericanos tenemos a Cortázar ¿no? Claro, está Chéjov, Hemingway, Rulfo; son las clases que uno debe tomar. Pero Cortázar a mí me dio la enseñaza del absurdo, su lugar en la literatura, y Rulfo la estirpe popular, siento que con él habla el pueblo. Son dos latinoamericanos de los que he aprendido mucho. No ha sido fácil, uno no aprende en la primera lección. No entiendes ahora, está bien, vuelve de nuevo. Uno debe perseverar.
  --¿Sientes lo mismo por algún cubano?
  --Ángel Santiesteban. Él es el gran cuentista cubano. Escribe muy sencillo. También me interesa Ernesto Pérez Chang, que tiene una forma de escribir diferente, pero igualmente efectiva. Y en Holguín está Mariela Varona, ella fue la que me puso el apodo del “mulo”, porque dice que trabajo mucho; me gustan sus cuentos. Y el otro es Rubén Rodríguez, creo que su relato El Polaco, que ganó el Premio César Galeano, está entre los mejores que he leído dentro de la actual literatura cubana.
  --¿Crees que vivir en el interior del país te ha jodido en algo?
  --Creo que eso es falso. El escritor escribe donde se le da. A mí se me da en mi barrio oscuro pasando por las cosas que se dan todos los días, ponlo en inglés que tiene más fuerza: every fucking day, así son las palabras. Mira, debo ir a almorzar, ¿algo más…? ¿Planes futuros?
  --¿Qué planes futuros tienes?
  --Seguir escribiendo.

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