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29 de abril de 2011

La Salida - Emerio Medina


El cuento pertenece a su libro inédito La Grand Havana o el tiempo perdido.

Entonces había mucha gente tratando de irse. Mucha gente haciendo sus planes y sus cálculos. Se inclinaban de noche sobre los mapas y trazaban rutas en el agua. Gastaban el dinero en cualquier embarcación. Vendían las reliquias y las joyas para comprar un bote que pudiera sacarlos de la isla. Todos los ahorros se entregaban por un bote que aguantara bien el mar. Por una lancha vieja, o por cualquier cosa con motor. Por cualquier cascarón sin pintura y sin nombre que pudiera flotar sobre las olas y se dejara empujar por el viento.

De noche se quedaba la gente mirando el mar. Hasta muy tarde se quedaban en la costa. Miraban las olas que se rompían contra el muro con espuma abundante. Con el brillo de las fosforescencias marinas. Se rompían las olas con un bramido de agua que decía de otra vida en ciudades lejanas. De otra vida y otra gente. De otras cosas y de otras maneras, y la gente lo creía. Lo comentaban entre sí. Decían que pronto cambiaría todo. Que todo sería mejor en el futuro.

La gente miraba las olas y el horizonte. Más allá del horizonte y de las olas estaba la otra vida. La gente hacía sus planes de irse. Las familias enteras. Los padres con los hijos. Las novias con los novios. Encendían velas a los santos y prometían portarse bien. Prometían estudiar y prepararse para la vida nueva que los esperaba detrás de las olas, sobre el horizonte, en algún sitio lejano, en algún lugar desconocido.

Las familias enteras miraban el mar. Los jóvenes y los viejos miraban. Los que aún crecían miraban también. Lo aprendieron de los padres y de los abuelos. Lo aprendieron en la calle y en el patio de la casa. Lo aprendieron en los parques de la ciudad.

Y mirar el mar se les hizo costumbre.

La ciudad se quedaba vacía por las noches. La ciudad entera se mudaba a la costa.

La gente no podía hablar de otra cosa que no fuera el mar. Conocían los caminos en el agua como las calles de la ciudad. Cocinaban en fogones improvisados en la costa. Comían hablando del mar. Hacían el amor y esperaban su momento.

Y hubo mares tranquilos y mares revueltos. Hubo mares tan profundos como el gran océano, y mares con el fondo claro y cercano. Y hubo mares perfectos para irse.

Pero el momento nunca llegó.

Esperaron mucho tiempo, y se cansaron de esperar. Regresaron a sus casas y siguieron viviendo como antes. Con sus problemas grandes y sus problemas pequeños. Con sus alegrías y sus escaseces. Con sus cosas de a diario y sus cosas de siempre. Con sus nostalgias por la otra vida y sus planes guardados en secreto. Con sus ilusiones quebradas y sus esperanzas muertas.

Entonces alguien habló de La Nada.

Lo supieron por un mensaje cifrado.

Alguien que tenía sus primos del otro lado del mar.

Alguien dijo que las lanchas llegarían a La Nada. 

Y La Nada estaba lejos de la ciudad.

Estaba lejos La Nada, y no estaba en los mapas.

Sólo los santos sabían dónde estaba.

Y los santos hablaron.

En algún punto de la costa estaba La Nada. Detrás de los montes secos y de los charrascos. 


Detrás de los peligros y las plantas de guao. Pero el guao y los peligros no pudieron aguantar a la gente. Fueron pocos los que lo supieron porque todo se mantuvo en secreto. Del otro lado del mar recomendaban discreción. Sólo se podía correr la voz entre los más cercanos. Se podía hablar de los planes sin revelar el lugar. Sin decir la ruta precisa. Sin mencionar los nombres de los guías y de los contactos.

Se les podía decir a los hermanos porque eran hermanos. A los primos buenos si lo merecían. A los padres y a los hijos. A las novias y a las esposas se les podía decir.
Las familias enteras tomaron el camino de La Nada.

Las familias se fueron con sus niños y sus viejos. Pero pocas familias, porque alguien aconsejó discreción. Se marchaban de noche para no revelar el secreto. Anunciaban que se iban a pasar unos días en el campo y desaparecían de la ciudad. Amanecían las casas vacías. Las casas sin los ruidos de siempre. Sin la risa de los niños ni la discusión de los mayores. Sin el quejido de los viejos ni el ladrido de los perros. Con el tiempo quedaron las casas silenciosas y vacías. Con el tiempo quedó vacía la ciudad.

Las familias enteras tomaron el camino de La Nada. Las familias se fueron con sus niños y sus viejos. Pero pocas familias, porque alguien aconsejó discreción. Se marchaban de noche para no revelar el secreto. Anunciaban que se iban a pasar unos días en el campo y desaparecían de la ciudad. Amanecían las casas vacías. Las casas sin los ruidos de siempre. Sin la risa de los niños ni la discusión de los mayores. Sin el quejido de los viejos ni el ladrido de los perros. Con el tiempo quedaron las casas silenciosas y vacías. Con el tiempo quedó vacía la ciudad.

Algo en él no encajaba con la idea general que teníamos de un guía. De momento no pudimos adivinar lo que era, y nos sentimos incómodos. Estuvimos un poco nerviosos. Un poco con miedo. Estábamos lejos de la ciudad. Cualquier cosa podía parecernos extraña. Cualquier cosa podía ser un peligro. Conocíamos un montón de historias de gente que se iba y las pasó muy mal. Y en el monte podía pasar cualquier cosa. No estábamos acostumbrados a las sorpresas que podía guardarnos el monte.

Cuando el hombre se acercó, descubrimos que tenía los ojos demasiado grandes.

Era un hombre no demasiado viejo con los ojos demasiado grandes.

Tenía unos ojos como almendras, o como pelotas brillantes. Unos ojos como los ojos de un ciervo. Unos ojos redondos y brillantes como debían ser los ojos de un ciervo. No habíamos visto nunca un ciervo de cerca, pero había en los ojos demasiado grandes del hombre algo de animal salvaje. Algo como enormes ventanas abiertas, como sólo podían ser los grandes ojos de un ciervo.

El hombre nos miró de cerca con sus ojos enormes. Nos miró las mochilas y la ropa. Nos miró los zapatos y las manos. Nos miró la piel. Nos olió de cerca. Nos tocó la cara.

Debía ser el hombre que buscábamos. Tenía que ser él. Nos habían alertado sobre el tamaño de sus ojos. Nos habían dado sus señas y su nombre. Pero no esperábamos encontrar un hombre con los ojos tan grandes, como almendras, o como pelotas brillantes.
Le extendimos el papel.

El hombre hizo un gesto para darnos a entender que el papel no hacía falta.

─ Los estaba esperando ─ dijo, y se metió en el monte.

Se movía con agilidad entre la vegetación. Esquivaba las zarzas y la sombra de los guaos. Nos pedía hacer lo mismo. Indicaba la forma de saltar las zanjas profundas, los declives y los barrancos. Saltaba sobre las zanjas con la soltura de un ciervo. Con la ligereza de los animales salvajes. Pero todo el tiempo nos daba la espalda. Sólo se volvía cuando nos quedábamos muy atrás. Cuando nos quedábamos enganchados en las espinas de las zarzas.

Se detenía y esperaba por nosotros cuando las zanjas eran demasiado profundas y nos tardábamos mucho tiempo saltándolas. Decidiéndonos. Escogiendo el momento del salto. Aguantando la respiración en el segundo final. El hombre se detenía y nos miraba. Sólo nos miraba. Se volvía y nos mostraba sus ojos. Sus ojos demasiado grandes. Sus enormes ojos de ciervo. Brillaban bajo el sol como linternas opacas. Como ventanales, o como trampas de luz que se abrían o cerraban cuando el hombre parpadeaba.

Y lo seguimos aunque nos resultara difícil. Aunque nos diera trabajo avanzar entre las zarzas. Aunque temiéramos partirnos un pie cuando saltábamos sobre las zanjas. Aunque nos asustara la sombra tenebrosa de los guaos y sintiéramos en la piel un roce inexistente.

Conocíamos todas esas historias terribles. Sabíamos de gente que se llenó de quemaduras porque no se cuidó de la sombra. Porque no sabían del peligro anidado en las plantas. Era gente que no sabía esos secretos. Gente fina de ciudad que había quedado con las marcas para siempre. Habían tenido que desistir del viaje por la hinchazón en la cara y los brazos. Por una pierna que se les partió en una zanja camuflada en el suelo. Entre las hierbas secas se escondían las zanjas. A veces eran zanjas profundas. Y a veces se detenía la gente a descansar a la sombra de un guao sin saber que la sombra quemaba.

Pero eso no pasó con nosotros.

Caminábamos con cuidado porque el hombre indicó la forma de hacerlo. Indicó la forma de apartarse del guao y las sombras. Tal vez el hombre lo hizo porque nos veía demasiado jóvenes. Tal vez lo hizo así por eso. Porque éramos gente de ciudad. Porque éramos demasiado jóvenes y no conocíamos los peligros del monte.

Éramos Lizandra y yo. Éramos muy jóvenes entonces. Demasiado jóvenes. Vivíamos con las prisas y las presiones del momento. Vivíamos en la ciudad y no nos conocíamos. Yo no podía imaginar que Lizandra existiera, y Lizandra no podía imaginar que existiera yo.

Nos habíamos conocido por casualidad. Fue una de esas tardes en que llovía bastante en la calle. La gente escapaba de la lluvia en cualquier sitio con techo. Yo creo que ese día llovió para que nos conociéramos. Ahora creo que esa tarde llovió para eso. Ahora puedo creer cualquier cosa. Ahora ya estamos aquí y no nos preocupan las cosas de antes. No nos interesan las cosas de aquel tiempo. Las cosas de cuando andábamos solos por los parques y las calles y vivíamos en la ciudad sin conocernos.

Bajo el rincón techado estaba Lizandra esa tarde. Se rió de mí porque llegué con la ropa mojada. Me chorreaba la lluvia desde la cabeza, y eso le gustó a Lizandra. Me corría el agua por la cara, y Lizandra se rió de eso. Se rió con esa risa que la hacía parecer tan especial. 

Poca gente podía reír de esa forma, pero así se rió Lizandra de mí. Y yo me reí un poco también. Me reí de mí mismo, y a Lizandra le gustó que lo hiciera.

Nos hicimos amigos.

Empezamos a salir juntos a la ciudad. A los muchos lugares que la ciudad ofrecía. A los parques llenos de gente y a las discotecas donde los jóvenes bailaban. A las fiestas y a la costa íbamos también. A los desfiles y a los velorios. A las plazas y a las tiendas. A donde hubiera gente íbamos nosotros.

Nos gustaba oír las discusiones en los parques. El canturreo de los pregoneros que anunciaban sus escobas y su agua. Los gritos de los maridos celosos en los solares. Las noticias de un robo. El número de víctimas de un accidente. Los partes del tiempo anunciando ciclones y lluvia. La agonía de las guaguas y las colas y las fajazones en las bodegas.

Nos gustaba mirar a la gente. Los oíamos hablar de fugas y de planes. Oíamos a los padres que reclamaban a los hijos por los zapatos rotos antes de tiempo. Por el dinero gastado en peces de colores y abalorios de santos que alguien vendía en las escuelas. Por las virginidades perdidas sin aviso previo. Por los tatuajes que se habían hecho en la piel sin estar autorizados. Por la novia que se fue con otro. Por la música tan alta en las horas altas de la noche. Por las palabras extrañas que habían aprendido en un concierto.

Cuando se fue la tarde, el hombre preguntó si estábamos cansados. Nos ayudó a descargar las mochilas y a disponer las cosas. Nos sugirió cortar el pan y la carne en pedazos pequeños. Recomendó tomar poca agua para que el cuerpo se acostumbrara a la abstinencia. Pero no quiso comer con nosotros.

Se apartó hacia una poza del monte y se quedó lejos. Nos miraba con su forma extraña. Nos encandilaba con sus ojos de ciervo. Los veíamos brillar en la oscuridad y pensábamos cosas terribles. Unos ojos tan grandes brillando en la noche nos hacían pensar en lo malo. Unos ojos tan grandes sólo podían presagiar el desastre. Conocíamos las historias que se contaban en la ciudad. Sabíamos de cuerpos mutilados por los guías en el monte. Y esa noche no pudimos dormir pensando en los ojos del guía. Pensábamos en el mal que los ojos ocultaban. En lo que podía pasar con Lizandra y conmigo. En lo que podía pasar con los dos en el monte desierto.

Pero pasó la noche y no pasó nada malo. Sólo el sueño velado en los ojos y el cansancio en las piernas y en la espalda. El hombre aconsejó masajear los muslos y los hombros. Aconsejó desayunar bien y bañarnos en la poza para eliminar el cansancio. Dijo que sería bueno bañarnos a esa hora aunque nos pareciera extraño. Aunque nos pareciera el agua demasiado fría y nos asustara el fondo oscuro de la poza. Nos dijo que teníamos tiempo. Que teníamos todo el tiempo. Podíamos nadar y relajarnos. Podíamos dejar que el agua nos penetrara bien para que la piel se mantuviera fresca.

─ Claro que no es la piscina de un hotel ─ dijo. ─ Cuando lleguen allá estarán mucho mejor.

─ Falta mucho ─ pregunté.

─ Son tres días de camino hasta el punto. Tres días con tres noches ─ dijo cuando se alejaba.

Fue Lizandra quien habló primero del punto.

Cuando estábamos en la calle habló del punto.

Cuando regresábamos de una fiesta que no se dio por falta de gente.

Cuando nos sentíamos cansados de caminar por la ciudad.

Cuando buscábamos desesperadamente un lugar a donde ir.

Cuando ya no tuvimos con quién hablar porque la ciudad se había quedado vacía.

Cuando sólo hablábamos de la gente que se fue y de los amigos que no vimos más.

Cuando nos hastiamos de recorrer las calles y las tiendas y las plazas desiertas y nos parecía escuchar alguna risa de niño. O algún quejido de viejo. O el grito de un marido celoso en algún solar donde ya no vivía nadie. O la simple voz de un pregonero anunciando sus dulces y sus escobas y su agua. O los padres reclamando por los zapatos rotos.

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