Memorias de José Juan Arrom, Profesor Emérito de la Universidad de Yale y Doctor Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Académico, etnólogo, hispanista, historiador y divulgador
de la cultura cubana. En su obra se mezcla lo erudito y lo popular en
un cubanísimo estilo.
Mi madre, como toda señora de su
clase, se ocupaba de hacer obras de caridad. Tenía una comadre, una amiga
íntima, llamada Celia Sigarreta. Celia era la presidente de la Asociación de
Damas Católicas y mamá la tesorera. Y quien le llevaba los libros con una letra
muy fina, para que no tuviera dificultades, era mi padre. Así que se trataba de
un proyecto matrimonial.
Mamá y Celia iban juntas a visitar a
la gente pobre que estaba enferma y no tenía con qué pagar las medicinas o le
faltaba algo para su comida. Averiguaban lo que sucedía y entonces aprobaban
darle limosna. Y eran muy generosas. Por eso a mi madre, que era la que daba el
dinero y llevaba las cuentas, la querían muchísimo. Siempre le decían doña
Marina, y doña Marina era muy amable con todos. Pero mamá nunca salía sola,
porque en esa época las damas no andaban solas por las calles, sino con su
criada, o con su marido, o con un hijo o una compañera. Y por eso el día que
Panchito murió, me pidió que la acompañara, pues ya yo tendría como diez o doce
años.
También recuerdo que en cierta
ocasión una pobre campesina, por desdén del novio o por otra razón, se prendió
fuego para matarse. Pero en lugar de matarse lo que recibió fue unas quemaduras
horribles y la trajeron al pequeño hospitalito, o salón de emergencia que había
en el Ayuntamiento. La pobre muchacha vino envuelta en una sábana porque se le
había quemado toda la ropa y estaba dando unos gritos tremendos. El médico
municipal, que dirigía ese saloncito de primera ayuda, era el doctor José
Vinardel, de ascendencia catalana, amigo también de mi familia. Como vivíamos
frente al Ayuntamiento, le dijo a mamá: “Mire doña Marina, todo lo que pasa.
Esta muchacha está desesperada del dolor y no tiene ni cosa que comer”.
Entonces mi madre dijo: “Bueno, yo la voy a ayudar”. Y mandó a la criada que le
llevara sábanas limpias y platos para comer, en fin, como a tratarían en un
buen hospital. Y Pepe Vinardel muy agradecido. Mi madre fue a ver a la
muchacha, habló con ella y le dijo: “Hija, ¿cómo tú has hecho eso? Hay que
respetar el cuerpo humano”. Entonces la muchacha le contó todos sus problemas.
Mi madre la aconsejó y se hicieron buenas amigas. Así fue curándose y cuando ya
estaba repuesta de las quemaduras vino a despedirse. Y yo recuerdo que mi madre
la recibió en la sala de espera y la muchacha e lágrimas le daba las gracias y
le decía que contara con ella para todo en lo que pudiera ayudarla. Fue una
escena muy conmovedora. Y ésa era una de las cosas que hacía mi madre.
Sociable, amistosa, generosa, y siempre muy de su casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario