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1897, Enero 
Detener el tránsito español por el río
  Cauto era esencial 
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Llega
  el invierno. Una sequía intensa provoca que las enfermedades infecciosas y el
  hambre atacaran inmisericordemente a la tropa y a la desvalida población
  civil. Calixto está en el valle del Cauto. Se mueve de uno a otro lugar,
  buscando algo para darle de comer a los soldados y a  los civiles que le acompañan. Arrebatarle
  la comida a los convoyes de abastecimiento español podía ser la solución,
  pero los españoles, que tantas vidas y tesoros habían perdido en su afán de
  abastecer a Bayamo, necesitaron acortar las distancias y para ello se
  aprovecharon del río Cauto. Ahora las distancias por tierra serían,
  solamente, las ocho leguas que separaban a Cauto Embarcadero y la ciudad de
  Bayamo. Y para transitarlas crearon un tramo de vía férrea. Fue ese el motivo
  por el que el General ideó detener el tránsito por el Cauto. 
A
  varios de sus más experimentados oficiales mandó Calixto a detener el
  tránsito español por el Cauto. Uno de ellos fue el tan estimado por Calixto,
  Brigadier Enrique Collazo, hombre aquel que había recibido instrucción
  militar de academia. Pero Collazo igual fracasó. 
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A quien lo consiga el General prometió
  darle dos ascensos 
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“Al recibir la mala nueva, cuenta
  Carlos García Vélez, el General García
  sufrió un gran disgusto y entonces, al borde de un ataque de cólera, tronando
  como era su costumbre y dando zancadas frente a su tienda de campaña, dijo:
  ¿Será posible que no haya un jefe o un oficial que tenga el concepto de
  cumplir una orden? ¿No cuento yo aunque sea con uno que me haga esta
  operación? ¡Le daría dos ascensos al que lo hiciera!”.  
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Carlos García Vélez se ofreció para
  cerrarle el paso a los españoles 
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La
  tropa, que bien sabía que cuando el general se encolerizaba por algo que
  había salido mal, mejor era esperar a que se calmara, guardó un silencio
  sepulcral. Pero en eso su hijo, Carlos García Vélez se adelantó y cuadrándose
  militarmente ante el padre y jefe, se ofreció para cerrarle el paso a los
  españoles por el Cauto.  
En
  sus Memorias confiesa Carlos que si hubiera caído un rayo en medio del
  campamento, este no hubiera provocado el efecto que provocaron sus palabras,
  porque nadie se atrevía a interrumpir al general en sus momentos de cólera ni
  para brindarse como voluntario a cumplir una orden suya. Por eso, después que
  el jovencito dijo lo que hubo dicho, el silencio de todos fue aún más
  profundo. El general, mientras, continuó dando su paseo con el semblante
  mucho más enrojecido que antes. 
Nadie
  sabe el tiempo que medió entre la propuesta de Carlos, quien seguía
  rígidamente en atención, y el momento en que Calixto se detuvo delante de él. 
“Mi padre me echó una ojeada que iba
  desde la extrañeza hasta la incredulidad”… y de repente llamó
  a su Jefe de Estado Mayor y le ordenó que expidiera una orden escrita a favor
  del comandante Carlos García Vélez, encargándole de las operaciones en el río
  Cauto y dándole plena autoridad para seleccionar el personal que necesitase,
  para requisar los materiales preciso para tal fin, y, finalmente, para que
  las fuerzas mambisas atrincheradas en el dicho río fueran puestas bajo sus
  órdenes.  
Terminado
  de hablar con el Jefe del Estado Mayor, el general se volvió a su hijo y con
  voz enérgica le ordenó: “¡Salga usted
  inmediatamente y recuerde lo que se ha comprometido a hacer”. 
Carlos
  respondió: “¡Sus órdenes serán
  cumplidas, mi general”; saludó militarmente y, corriendo, fue a ensillar
  su caballo y a aparejar la mula en que cargaba sus libros e instrumentos
  médicos, de los que nunca se separaba. (Carlos era dentista) 
Cuando
  lo tuvo todo listo y con la única compañía de su asistente, dispuesto a
  partir, Carlos regresó a la tienda del General y cuadrándose de nuevo, le
  dijo: “¡A sus órdenes!”, dio media
  vuelta y montó, dispuesto a emprender la marcha.  
El
  general no se volvió, sino que continuó en lo que lo ocupaba. Pero unos
  segundos después sus sentimientos le hicieron regresar a su condición de
  padre. Entonces poniéndose en pie y acercándose al hijo que ya estaba sobre
  el caballo, le dijo: “Oye, Carlos, se
  acerca la noche. Hoy es nochebuena… quédate para que comamos lechón asado con
  tostones, que aquí tenemos. Lo mismo da que salgas mañana que pasado… quédate
  y me acompañas hoy…” Pero Carlos, heredero del carácter fuerte de su
  progenitor, con tono seco, y como para señalarle al padre el instante de
  debilidad paternal que se adivinaban en sus palabras, le respondió: “General, perdone que insista en salir
  ahora, pero es que hay mucho que hacer y preparar, además de que tengo que
  organizar a la gente…” 
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“Pues lárguese, y no vuelva sin cumplir mis
  instrucciones” 
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Visiblemente
  contrariado, Calixto se repuso y volviendo a ser el General, le respondió al
  hijo con voz áspera: “¡Pues lárguese, y
  no vuelva sin cumplir mis instrucciones!”. 
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No
  se dieron las manos, no hubo entre ellos el más mínimo roce, con la sola
  excepción de las miradas que intercambiaban. Carlos lo saludó militarmente,
  como corresponde hacer a un militar que se encuentra ante un jefe superior, y
  al trote ligero salió del campamento seguido de su ayudante, adentrándose
  ambos en un trayecto muy peligroso porque aparecían por allí, regularmente,
  las guerrillas de asesinos al servicio de España.  
Cumplida
  su misión, Carlos redactó un lacónico parte militar relatando los hechos y
  mandó que llevaran el escrito a su padre, el general. 
En
  su tienda Calixto leyó la información y luego, levantándose jubilosamente,
  nada más dijo: “¡Ese es mi hijo!”.
  Acto seguido dio órdenes para que Carlos se presentara inmediatamente en el
  campamento. 
Cuando
  Carlos llegó, el general lo abrazó jubilosamente y le entregó el diploma con
  el ascenso a teniente coronel. Entonces Carlos le recordó que el General
  había prometido dos ascensos a quien cerrara el río Cauto, por lo que le correspondía
  el grado de Coronel. Calixto lo miró muy serio y en tono conciliador le dijo:
  “Tienes razón, pero tú eres mi hijo y
  no puedo ascender a mi hijo como si se tratara de otro oficial cualquiera.
  Además, fíjate que también te nombro Jefe de la Brigada de Las Tunas y
  conservas la jefatura de la
   Brigada del Cauto”. 
Como
  respuesta, el ya Teniente Coronel Carlos García Vélez miró a su padre… y
  sonrió. Ambos se fundieron en un abrazo apretado. 
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Con
  el río Cauto cerrado al tránsito de las embarcaciones españolas, aquellos
  estaban obligados a conducir sus convoyes por tierra, a merced de las tropas
  libertadoras que al mando del incansable Jesús Rabí debía  impedirle el abastecimiento.  
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