1896,
Enero
“Un
oficial subalterno no puede pagar donde está un Mayor General. Entrégueme en
calidad de préstamo ese billete”.
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El
general García está en Nueva York, esperando la expedición que lo debe traer
a Cuba. Su casa siempre está copada de jóvenes que lo admiran. Un día uno de
esos jóvenes, orgulloso de su cercanía con el héroe, y deseoso de que los
demás lo vieran con él, lo invita a comer a un buen restaurante (y enseguida
avisa a los demás, para que vayan a admirarle, pero el general se entera).
Almuerzan
y terminado llega la hora de pagar, el joven saca un billete de mucho valor;
entonces Calixto, poniendo en sus palabras entonación severa, dice: “un oficial subalterno no puede pagar
donde está un Mayor General. Entrégueme en calidad de préstamo ese billete”.
El joven, rendido por el respeto, entrega el billete y el general paga.
Después le traen el vuelto y el general lo guarda hasta el día siguiente en
que lo entrega a los fondos de la revolución.
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1896,
Enero 25
Partida.
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En
un depósito de mármol, que da la impresión de que están en un cementerio, a
la orilla del Hudson, se congregan 100 cubanos dispuestos a partir para la
manigua. Destaca entre ellos el general Calixto García Iñiguez, de pie
siempre, grave, silencioso, tal vez conocedor de anteriores expediciones que
terminaron en fracaso.
Sus
hombres visten de negro, llevan sombreros de castor y se mueven silenciosos,
entre las sombras de la noche neoyorquina. A las diez y veintiocho embarcan
en un remolcador. En tierra quedan algunos miembros de la Delegación Cubana
y Enrique Trujillo, director del periódico “El Porvenir”.
Mar
afuera los expedicionarios abordan el “Hawkins”, para entonces repleto del
precioso material de guerra. Son en total, 107 hombres.
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1896,
Enero 26
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Amanece.
Los patriotas, que no han dormido, rodean al General, quien, en gesto
nervioso, en él característico, se toca la frente donde tiene la herida
gloriosa.
A
las siete de la mañana se llama a los nuevos soldados y a los antiguos
veteranos: se va a organizar el mando. Mateo Fiol, secretario general;
general Miguel Betancourt, jefe de Estado Mayor; Dr. Ramón Negra, jefe de
sanidad; teniente coronel J. Rodríguez, intendente general: brigadier Juan
Fernández Ruz, teniente coronel Cebreco y general Avelino Rosas, jefes de
grupo; Dr. Mariano Alberich, abanderado.
A
las once se le entrega a cada hombre un morral con pantalón de dril y
chamarreta, ambos de color sepia, botines de cuero inglés, una hamaca y un
cobertor.
Al
mediodía almuerzan y el barco, de muy poco andar, apenas se aleja de las
costas norteamericanas.
La
tarde va cayendo lentamente. El frío cala los huesos de la tropa
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Alta
mar
Fracaso
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A las once de la noche un expedicionario en
alta voz se dirige a los patriotas que charlan animosamente: “Señores, el barco hace mucho agua” y
para colmo desde las ocho de la noche se había descompuesto la bomba…
A
las doce, y visto el peligro de hundimiento, el general ordenó botar el
cargamento y poner proa a tierra. Primero se botaron los víveres, después el
carbón y luego, cuando el agua subía, las monturas, los machetes, los
revólveres, los fusiles, el parque, el cañón.
A
las tres y cuarenta y cinco de la madrugada se desencadenó un viento
tormentoso. El agua que subía incesantemente apagó las calderas. Se rompió el
timón. Con el buque paralizado quedaron al garete. Con lo que encontraron los
hombres botaban el agua, pero era mucho más la que entraba.
A
las cuatro de la madrugada se improvisó una antorcha sobre la casilla del
timón: en medio de la noche lóbrega, era aquella luz una llamada de auxilio.
A
las seis de la mañana, la espesa niebla no permite ver a cien metros. Los
patriotas continúan su estéril labor de sacar el agua, mientras cantan la Marsellesa. Luego
Bernardo Bonne toma una flauta y entona el vals de Juventino Rosas. Calixto
se mantiene en medio del puente: lleva capote militar. Ahora se quita el
sombrero y habla a sus acompañantes: “Compañeros,
vamos a morir, pero, morir luchando sobre los campos de la Patria o desapareciendo
aquí, todo es igual. ¡Hemos cumplido con nuestro deber!”. Todos dan un
viva a Cuba y continúan sacando agua.
De
pronto se oye un grito que sale de los labios del muy joven Alfredo Rego,
vigía de proa: Una embarcación. Es verdad, tres goletas americanas se
acercan.
“Arriar botes al agua y embarco por
secciones”, es la orden que da el general por conducto
de un ayudante.
Dijo
Carlos García Vélez que desde el barco salvavidas se les aproximó un bote en
el que viajaba: “un mocetón alto y
fuerte que aprovechaba las gigantescas olas provocadas por la tormenta, y
cuando aquellas estaban en su cresta, extendía sus largos brazos y tomaba a
los tripulantes del Hawkin por los fondillos del pantalón y el cuello dé la
chaqueta y los pasaba a su lado. Cuando este rescató a mi padre este pensó yo
aún quedaba en el barco que en esos momentos estaba por desaparecer, y
entonces gritó: Se queda mi hijo (...) Fue un grito desgarrador que me llegó
al alma, dándome cuenta del dolor que experimentó al creer que yo había sido
abandonado a mi suerte”.
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