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27 de enero de 2017

El Gibara Yacht Club, la historia.



Por Robustiano Verdecia 
      (revista de Gibara, 1953)
Antes de ser balneario de Holguín, los gibareños no sabían que el Verano era un tesoro.
Es que acostumbrados al comercio en grande durante todo el siglo XIX, ellos no se percataron que en sus blancos y calientes arenales había una riqueza por explotar y que los viejos y confortables palacios que habían levantado en la villa cuando el dinero corría por sus calles, podían servir de “hoteles” y, playas y casonas, podían traerle al pueblo las entradas económicas que ya el puerto les había dejado de dar después que en el XX los barcos crecieron y la bahía fue demasiado baja.
Es verdad que hubo gente inteligente que llegó a la Villa y lo aconsejó, pero a los gibareños le pareció una soberana locura, ¿cómo entregar las casonas señoriales a la turbamulta de bañistas? Eso era sacrílego, dijeron, orgullosos.
Más cierto día de sol intenso llegó al otrora riquísimo pueblo y entonces llamado en son de burla por sus enemigos, “La Villa de los Tubos”, porque “tuvo” de todo y ya no tenía de nada, llegó, se domicilió y ocupó un puesto en el Juzgado de Instrucción el Sr. Emiliano Danger.
El nuevo vecino muy pronto chocó con el ambiente monótono del pueblo y con el pensamiento arcaico y estrecho de los vecinos, cada uno de ellos atados a la forma de pensar de ricos venidos a menos. Dicen que por un tiempo don Emiliano miró el mar, las playas hermosas, la arena blanca y llegó a la conclusión que allí estaba lo que podía darle una sacudida a la tristeza de Gibara. De casa en casa fue el nuevo vecino, hablando como un iluminado, haciéndole ver a todos que tenían lo que no había en otro lugar a decenas de kilómetros a la redonda. Pero Nada consiguió. Todos fueron indiferentes a su propuesta. Los más se rieron y alguien pintó un cuadro trágico en el que se veía a una macha de tiburones comiéndose a un grupo de bañistas.
Pero Emiliano no abandonó su propósito porque él sabía que podía ser un éxito tremendo. Un domingo paró cuatro palos en un lugar del litoral y los cubrió con un encerado que le prestó un almacenista. Abajo colocó cuatro mesas para servir ron y comida y contrató un conjunto de cuerdas para que amenizaran el guateque. Es verdad que apenas hubo bailadoras, pero varios hombres comieron, bebieron y bailaron y eso dio tema para el comentario de los que miraron por las rendijas.
A Emiliano lo denunciaron ante las autoridades por perturbar la moral de la juventud. Y él desistió de su empeño.
Pero su idea se expandió. Llegaron al pueblo extraños que tenían capital y edificaron varios palacetes que miraban al mar. La brisa entró a las habitaciones adormeciendo a los veraneantes que muy pronto comenzaron a llegar desde todas partes. Y los inversionistas, que primero que los otros que después los imitaron, fueron Rafael Masferrer Landa y Juan Goiricelaya, adquirieron ganancias.
Verdad es que en la primera temporada, que fue en el año 1935, nada más fueron de visita a Gibara doce familias; pero en 1937 ya eran 102 familias. Desde entonces el verano nutrió la maltrecha economía de Gibara, refrescó la mente de los vecinos y la otrora villa marinera y comerciante comenzó a reír, orgullosa de sus encantos naturales.
Como casi siempre sucede, Emiliano no gozó de ver su idea realizada pues él pasó a prestar servicios al Juzgado de Palma Soriano y de allí se fue a su natal Santiago de Cuba, adonde le llegaron las noticias de que Gibara se convirtió en el lugar de veraneo preferido de los holguineros y de los pueblos comarcanos.
El Gibara Yacht Club
Gibara Yacht Club
En un principio el balneario fue una casa chica de piso de tierra propiedad de Juan Goiricelaya, pero al paso del tiempo se operó el milagro que su dueño vio donde otros ni siquiera lo imaginaron.
Para los “ciegos” era una locura y un fracaso seguro que Goiricelaya, por demás, representante en el Término Municipal de Holguín de la cerveza “Cristal”, levantara una edificación a un costo de miles de pesos en un lugar que no tenía valor alguno, pero el inversionista, testarudo, insistió y no solo eso, sino que su empeño fue agrandándose temporada tras temporada.
Según el edificio tomaba forma, Goiricelaya buscó colaboradores eficientes: Andrés Torres Ochoa, Amalio Méndez y al gran organizador Gabriel Terán que se convirtió en el administrador del balneario, y colaboró también Pelayo Hidalgo, encargado de la contabilidad.
Por su postura elegante y sus fiestas brillantes y alegrísimas, el balneario se convirtió en alma de Gibara y lugar natural para oír la  música rítmica de la Orquesta Villa Blanca.

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