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13 de enero de 2015

Primer encuentro

      Por Pedro Ortiz.
      (Donde se narra cómo supone el escritor que fue de drámatico el primer encuentro entre aborigenes y conquistadores españoles)

Pedro Ortiz
Vi muchas cosas, sí, señoría, pero a mi lo que más se me quedó en el seso de mis andanzas por las tierras nuevas que descubrió para nuestras serenísimas majestades el señor Almirante don Cristóbal Colón, fueron sus naturales llenos de inocencia, sin maldad, como pequeñuelos a quienes había que conducir de la mano; las arboledas y verduras como en el Paraíso antes del pecado original y los perros que nunca ladraron. Fui de marino y lengua en la nao capitana desde que salimos de Palos en el viaje hacia lo desconocido. En la primera isla vista, cuando ya nos creíamos perdidos, no bajé ni en otras más pequeñas que topamos porque no me tentó la curiosidad, sino en la de Cuba. Allí, entre un río y la playa, en la tierra fertilísima que se levanta desde la misma orilla de la mar, ordenó el Almirante extirpar la hierba y talar los árboles, plantó la Santa Cruz y también las horcas y el pendón de Castilla y Aragón, y encomendándose a Dios la bautizó con el nombre de Juana, y tomó posesión de ella para nuestros Reyes Católicos.



Días después, estando surtos en una abrigada bahía, torné a bajar por indicación del Almirante. Fuimos Rodrigo Jerez de Ayamonte y yo, Luis Torres de Murcia, judío converso porque mi padre así lo prefirió cuando el edicto de expulsión, para no dejar la tierra donde nuestra generación se había asentado desde hacia siglos. Salimos de la carabela al alborear, con otras dos lenguas indias, y yo preparado, pues sé hebraico, caldeo y aun algo de arábigo, además de la lengua castellana que es la de mi niñez.



Seguimos primero el curso del río que en aquella ensenada desaguaba, que los naturales llamaban Gibara. Caminamos por la margen izquierda hasta un cerro largo y de poca altura a cuya vera surgía un manantial hediondo de aguas clarísimas donde había muchos indios, así hombres como mujeres, mancebos y rapazuelos, todos los cuales se embadurnaban los cuerpos con el lodo ceniciento de aquel charco que por su olor a azufre me pareció a ni ser la morada del de las pezuñas de cabra y alas de murciélago. Ellos se fregaban con él pechos y espaldas, brazos y piernas y tragaba buches de agua, creo que para medicinarse. Los miembros no tenían ni blancos ni negros, ni loros, sino como atiriciados o membrillos cochos. Luego se lanzaban al río limpio como una fuente de montaña para enjuagarse. Nos hicieron reverencias y siguieron en su juego y otro de ellos nos llevó en su barquichuela al lado derecho.



Tomamos un sendero ancho y de tierra dura, como muy frecuentado, guardado por árboles muy frondosos, con una sombra y un fresco pastoriles, y el cielo azulísimo y despejado y el sol, que casi no se veía por el follaje como tejido. D estos algunos árboles con frutos, de ellos otros en flor, así que todo era verde. Vimos otros muchos indios con sus artes de pesca al hombro, hachas y cuchillos que eran hechos de piedras filosas con mangos, tan gentiles y bien labradas, señor, que era maravilla ver cómo sin hierro las podían hacer y en qué tiempo. Les dábamos de las cuentecillas que nos entregara el Almirante para rescate y ellos de sus vituallas para confortarnos y agua para beber, que no tenían otra cosa, y de los idolillos que traían colgados en collares, y pedazos de oro que se ponían en las narices y orejas.



Anduvimos en la jornada unas doce leguas hasta una población de cincuenta o sesenta casas amplias y de gran cantidad de vecinos. Estaba, como todos sus pueblos que vi, en la corona de un cerro de mediana altura, quizás cuidándose de los diluvios que por esas islas llueven, de cara al valle de muchos ríos y arroyos. Fue de maravilla ver la fiesta que formaron y oír las gritas y placeres que hacían, y los principales nos cargaron y llevaron a una de sus enormes cabañas y nos dieron asientos hechos de un solo tronco, como animalejos infernales de cuatro patas, labrados y pulidos. Vinieron primero los hombres a vernos y a conversar en su lengua con los de Guanahaní que llevábamos, asombrados, y después entraron las mujeres y sonreían y nos tocaban para ver si éramos como ellas, de carne y huesos, y nos besaban, y el Rodrigo les palpaba las tetas paradas y las naturas de pelillos bien dispuestos, renegridos y brillantes como frotados con algún ungüento oloroso, porque en su mayoría andaban desnudas como las parieron sus madres, y eran muy galanas, y el cuerpo de fina hechura, de bellísimas piernas, piel dura y desbarrigadas, al igual que los hombres. No había sin pelos en la cabeza, aunque sí eran desbarbados los hombres, todos con los dientes completos, blancos, parejos. Las mujeres, vuesa merced, aún me estremezco, si las hubiese visto entonces lo creería, de senos duros y redondos, muy bien hechos, y aún las recién paridas los tenían tiesos y el vientre sin arrugas, que yo las vi con estos ojos que se ha de comer la tierra. Y todos con las orejas y el tabique de la nariz horadados, como ya le conté a vuesa señoría, de los que pendían figuras de animales, caratonas y de hombres en cuclillas, que era la manera que tenían de acomodarse para hablar largo entre ellos, y también de mujeres con la fruta abultada, que debían ser amuletos para que parieran mucho, como los que venden las encantadoras, que Dios condene, en Castilla y en Guinea. De hueso y conchas eran aquellas diabluras, y de piedras negras y verdes bien pulidas, de las mismas con que hacían sus herramientas, y pedazos de oro que creo sólo tenían por cosa gentil, no de riqueza, sino por buen parecer, porque se los pedíamos y nos lo daban de grado y por las contezuelas que nos dio el Almirante para comprar comida, que nunca nos la cobraron, y así pudimos sisar para nosotros algunos trozos del dorado.



Salimos de la casa de noche, y a la luz de la luna y de sus candelas, nos sentamos en la plazuela que era de arcilla bien apisonada y barrida, con las moradas alrededor formando un círculo. Nos dieron de unas raíces grandes y blanquísimas, cocidas unas y otras hechas a manera de pan liso y sabroso, y pescados asados y aves con guisos agradables, y al final los hombres sacaron unas yerbas secas envueltas en otras hojas secas que dijeron tabacos en su lengua, como mosquetes de los que hacen los muchachos la Pascua del Espíritu Santo, y encendido por una parte de él, por la otra chupaban, sorbían o recibían con el resuello para adentro su humo. No sé qué dicha o provecho sacaban de ello. Yo no quise probar, pero el Rodrigo sí, y dijo que se le adormecieron las carnes y casi se emborrachó como si se hubiera empinado una bota entera y le entraron bascas, y tambaleándose, fue motivo de gran regocijo para los del pueblo que lo vieron regurgitar los manjares que había tragado.



Otros días, que estuvimos cuatro con tres noches allí en Mayabe, que era el nombre que le daban a su caserío, rescatamos oro, y nos regalaron y descansamos en sus camas colgantes. Vimos y probamos otros ricos frutos del país y animaluchos que comían y perros que criaban, creo que para comer también, que no ladraban, señoría, aunque los azuzaran, muy dóciles, como sus dueños, la hechura como unos gozques, pero más grandecillos, meneaban lindo sus rabos y yo les abría la boca para ver si les cortaban la lengua, pero las tenían. Cogíamos sus lanzas, azagayas y largas y agudas flechas de madera, con las puntas tostadas al fuego, muy endurecidas, como hierros, y les mostrábamos nuestras espadas, hachas y lanzas y los inocentes las agarraban por el filo tajándose las manos. Vimos también la manera en que sembraban sus nabos y otros frutos, pues eran labriegos muy diestros, aunque solo removían la tierra con sus palos y hacían unos montículos en los cuales plantaban.



Por el Rodrigo, al cuarto día, fuimos a una casa que señalaron y dijeron bahareque, algo apartada del pueblo, pero en el mismo promontorio, con sus maderos apoyados en la tierra y el techo cobijado de las hojas de sus altas palmeras. Creo que lo tenían como lugar de adoración o santuario para reverenciar a sus dioses, porque estaba llena de imágenes feas y ojudas hechas de troncos de árboles o en bloques de piedra que sahumaban con grandes hojas que por su fuerte olor debían ser las mismas con que hacían sus dichos tabacos. Estaba allí una mujer muy hermosa que seguro era la ensalmadora que atendía el templete y que nos recibió como lo hacían todos los indios.



Atabeira, diosa madre en el panteón de los aborigenes del Caribe

Nada más mirarla el Rodrigo Jerez de Ayamonte y empieza a murmurarme, con los ojos encendidos, que desde que salimos de las islas no veía mujer y que se le habían abierto las ganas de holgar con ella, de verle la cara a Dios o de afilar la espada, como dicen los de baja condición en su germanía. Yo, que la última vez lo había hechos con una mozalbilla andaluza allá en Palos, no quise de principio por respeto a las órdenes del señor Almirante que eran las de no tomarle nada por fuerza ni de enfurecerlos ocupándonos de sus mujeres. Pero él respondió que éramos dos y podíamos domeñarla fácil y así seríamos los primeros de la marinería en probar aquellas hembras semejantes a las canarias, porque de seguro ya los señores lo habían hecho y que cuando empezaran a tomarlas nos dejarían a las más ancianas, sin dientes y arrugadas. Yo no quería, al Altísimo pongo de testigo de mis palabras y arrepentimiento, pero la serpiente de la tentación trabó mi lengua.



Ella estaba confiada y a su lado tenía un perro de aquellos mudos que el Rodrigo, por maldad y amedrentarla, decapitó de un tajo sin un gemido de la bestezuela, y luego empujó a la mujer al interior de la choza y la tiró en el piso, y yo le sujeté los brazos y él le rasgó la fina telilla que la cubría del vientre a las rodillas, y le abrió las piernas y se le tiró encima. Arriba de ella le mordió las tetas paraditas y yo la solté porque no hacía falta ninguna, porque no hacía resistencia. Estaba quieta, igual que un animalito casero, indefensa como una ovejilla enferma, nada más con ronquidos, como si la aquejara una enorme pena, y no cerraba sus grandes ojos negros que se le saltaban de las cuencas.



Cuando él terminó me dijo que ahora tú y se apartó y yo me subí en ella y ella siguió sin moverse. Tenía la güeba cubierta de un velloncito áspero como crines de yegua y el coño estrecho, apretado, como de virgen recién rehecha por alguna diestra alcahueta cosedora de virgos y no hubiera soportado un momento antes la verga del Rodrigo, larga como de un codo y gruesa, y que para diversión de la marinería usaba a veces en la nao para redoblar en un tambor.



Yo, señor, que el Supremo juzgue y perdone mis pecados, por lástima a la pobrecilla, le tocaba suave la cara y olía su olor a yerbas aromáticas de la tierra, mezclado a los hedores terribles del Rodrigo y a los de mi propio cuerpo, pero me refocilé con su angostura caliente que me entibiaba el miembro y todo el cuerpo hasta que con el movimiento de un enfermo del mal de San Vito la regué con mi semilla.



El me apartó embrujado y se encaramó de nuevo, como un loco, y le clavaba las uñas en la espala y se convulsionaba poseso, y de sendas mordidas le arrancó los pezones y se bañó el rostro con su sangre y luego le empezó a apretar el pescuezo. Buscando el alma que se le escapaba, ¿la tendrían los indios en realidad, señor, o como no estaban bautizados en la verdadera fe carecerían de ella?, en su pataleo agónico la maga derribó uno de aquellos grandes bloques de piedra de figura horrible que le cayó por la parte del rostro en el tobillo derecho al Rodrigo, en el mismo momento en que él se vaciaba y la hechicera daba su última boqueada. Su bramido de angustia y despedida fue parejo al ronco alarido, casi relincho de placer y de dolor que dijo él bajo el pesado pedrusco, y yo se lo quité de encima y lo puse en pie, tambaleante, como un borracho.



Huimos de allí por temor a lo que nos pudieran hacer los indios, dejando a nuestras dos lenguas. El camino de vuelta lo hicimos temerosos de los ruidos y de que sus perros mudos nos olieran y encontraran. Nos escondíamos entre las arboledas, lejos de los senderos, yo con el Rodrigo y todas las armas a cuestas, porque él no podía apoyar el pie herido. Perdidos de día y por las noches mirando por la estrella para tornar a los bajeles. Me preguntaba el Rodrigo por qué los perros no ladraban si eran iguales a los de Castilla. Yo le contestaba que porque sus amos no tenían riquezas que guardar ni había fieras en el país de las cuales proteger o prevenir al pueblo ni otras gentes que ambicionaran convertirse en dueños de las cosas porque me pareció que todo era de todos y lo usaban y repartían en buena voluntad, como en la edad dorada, que ninguna persona sabía decir esto es mío. Por eso, pensaba yo, no habían sido enseñados a ladrar. Pero el Rodrigo blasfemaba y decía que mis razones eran imaginarias de cantador de romances y escribidor de novelas de caballería.



Por el río, junto al manantial fétido, el Rodrigo tomó de la lama verdiblanca que cubría el agua y se la puso como compresa en la herida y en la pierna y decía que la humedad de aquella manteca lo refrescaba, que ardía como si el verdugo lo tostase a fuego lento en una parrilla. Escapamos de la ira de los naturales a uña de buen caballo y, con el favor de Dios, después de muchas fatigas y desvelos regresamos salvos y encontramos a todos los nuestros que tenían un gran temor por nosotros, pensando que habíamos muerto.



A bordo lo tentó al Rodrigo el cirujano de la armada y lo sangró, dijo que para extraerle los malos humores. Cuando lo punzó en la oreja izquierda, para hacerle la sangría, el Rodrigo protestó porque dijo que de ahí lo dejaba sin fuerza en su natura y lo iba a agujerar, y es cierto, según lo cuenta el sabio Galeno, que a los naturales de Scythia para curarlos e la cojedad por andar siempre a caballo, sángranlos de ambas dos venas detrás de las orejas. Sucédeles flaqueza y cuando quieren tener secreta conversación con sus mujeres, se hallan estériles. Inhábiles para ser casados toman hábitos de mujer, así en hablas como en obras, y hacen los femeniles oficios, no por el vicio nefando, sino d honestidad. Pero en el Rodrigo era de ver cómo su natural lascivo y desenfrenado se imponía a su cuerpo maltrecho y doliente, todavía en su lamentable estado, abrumado de desdichas. Luego de sangrarlo, le echó el físico vinagre y sal en la herida y se la cubrió con un unto más pestilente que el lodo del charco de Satanás y mandó a guardarlo bien arropado porque dijo que las enfermedades se agravaban con el aire.



Yo, como buen cristiano nuevo, celoso observador de mis deberes y mandamientos de la Santa Madre Iglesia, al otro día fui a confesarme con fray Jerónimo Monso de Cieza, nuestro padre, y le conté lo de la india. Dijo él que habíamos tenido comercio carnal con un súcubo, el Maligno bajo presencia de hembra. Yo callé contrito y él me dio la absolución y mandóme decenas de rosarios como penitencia, pero a ellos los había oído hablar mientras tomaban vino y decían al Almirante que las indias en el hecho parecían amaestradas en la mejor de las escuelas para rameras de Nápoles. Aunque el Almirante era piadosísimo y cumplidor de todos los católicos preceptos, un ajustado varón de virtudes, y de él no se podía decir nada más que nunca había nacido hombre tan magnánimo e inteligente en cuanto a navegación, ya que tan solo al ver una nube o una estrella o mirando el vuelo de las aves, como los augures de la antigüedad, sabía lo que debía seguir o si debía de haber mal tiempo; él mismo daba órdenes y estaba al timón, y tan pronto pasaba la tempestad, él izaba las velas y los demás dormían. Tuvimos la vida en sus manos y él nos la conservó, y no le quedaban horas sino para aquellos negocios y no para refocilarse con aquellas idólatras. Puedo decirle que a pesar del temor de todo nosotros y de las bravatas de los deslenguados marineros cántabros que se amotinaron en la Santa María, alarmados y clamando por el retorno, poniendo en peligro el descubrimiento él condujo la armadilla a las Indias con una seguridad tal que nos pareció que antes había hecho el mismo viaje o tuviese el derrotero a seguir pintado con ate en sus cartas de marear. Don Martín Alonso Pinzón lo ayudó mucho en aquel trance y le gritaba desde su barca que colgase del palo mayor a tres o cuatro de los más alborotadores. Le dieron tres días de prórroga para hallar sus islas y él solo necesitó dos, pues el doce de octubre avistábamos la primera tierra y de rodillas, llenos de lágrimas de agradecimiento, cantamos a coro en las tres barcas gloria in excelsis Deo.



Decía el cojuelo Rodrigo que aquel demontre de la casucha lo perseguía acompañado del perro que no ladraba y él degolló, que le enseñaba los dientes albos y no lo dejaba ni de día ni de noche, y que el luzbel le abría su horrenda boca de piedra y le pedía el alma, que él no se la había vendido, y lo amenazaba con masticarlo igual que si hubiera sido cecina. Fray Jerónimo, que fue exorcista de la Suprema en Toledo, lo rociaba con agua bendita cuando él comenzaba a blasfemar, rezaba y gritaba más que el Rodrigo para obligar al del horrible nombre, al Mono de Dios, a que abandonara el cuerpo de aquel cristiano viejo que se mofaba sacrílegamente del servicio divino, escupía la Santa Cruz y la pisoteaba. Aunque yo sigo creyendo, aún ahora, vuesa merced, y Dios quiera que la Hermandad no lo tome a mal, que no era el demonio, sino el lodo apestoso que le emponzoñó la herida, que la tenía bermeja, y la pierna hinchada , ajamonada y hedionda como pescado podrido, y se le iba subiendo la color, y todo su cuerpo ardía no con el fuego del de los cuernos y el rabo largos, sino por las fiebres que lo abrasaban y lo iban sacando de sus cabales.



Me interrogó el buen padre y me preguntaba que si el Rodrigo había manifestado que el Gran Velludo le había pedido que le besase el culo, que según él es la forma en que sellan los pactos los hechiceros cuando le entregan su alma a Lucifer. El sí besó aquí, allá y acullá, pero a la india, no al lascivo y feo, al astuto y cruel, al despiadado. Quiso el fraile hacer un auto de fe y el Almirante lo autorizó porque decía que si declaraban al Rodrigo hereje impenitente lo esperarían la excomunión y la hoguera en aquellas tierras que se recuperaran para el Señor, porque él era el representante de la Santa Inquisición y quería ser un bálsamo contra las lacras espirituales, la voz que salvaba y reconquistaba, no la que perseguía, vengaba y castigaba, sino curaba las almas atrapadas por el de los ojos de brasa, para volver a los posesos a su cordura, a la sumisión, a la gratitud y obediencia a la iglesia.



Una mañana, con el Rodrigo vestido con un sambenito de estrecho atado al palo mayor de la Santa María, con la pierna destilando humor y el mal que se le había corrido ya para la pierna izquierda, el padre Jerónimo, delante de las tripulaciones de las tres carabelas, dio un sermón y gritó en romance el exorcismo para expulsar al Demonio.



¡Vete, decía, espíritu malo, lleno de falacia y desafueros; vete, engendro de la mentira, proscrito por los ángeles; vete, serpiente, encarnación de la astucia y la rebeldía; vete, expulsado del paraíso, indigno de la gracia divina; vete, hijo de las tinieblas y del fuego subterráneo que jamás se apaga; vete, lobo rapaz y supino, colmado de ignorancia; vete, demonio negro; vete, espíritu de herejía, aborto del infierno, condenado al fuego eterno; vete, animal ruín, el peor de todos los existentes; vete, ladrón y rapiñador, rebosante de voluptuosidad y codicia; vete, jabalí salvaje, espíritu malo, condenado al suplicio sin fin; vete, sucio seductor y borracho; vete, origen de todos los males y crímenes; vete, monstruo del género humano!.



Pero terminó y no surtió efecto el exorcismo y el padre Jerónimo, furioso, con el crucifijo en alto, le gritó que Dios se apiadara de él porque Satanás había poseído su alma en la tierra como la poseería cuando muriese. Con esa fuerza extraordinaria de los endemoniados, partió una mediodía los cabos que lo ligaban el Rodrigo y se lanzó a la mar lleno de tiburones que lo sumieron en las profundidades e hicieron festín de su cuerpo infecto, de sus piernas podridas hasta la ingle, y no se vio más ni un hueso ni uno solo de sus cabellos, para consternación del fraile que no le pudo arrancar su arrepentimiento.



No, no señor. Gente que tenía un solo ojos en la frente y hocico de perro, que se decía habitaban por esas islas y tierra firme no los vi yo, ni tampoco los puercos del Darién, que tienen el ombligo en el espinazos y por allí mean, que oí decir al piadosísimo don fray Bartolomé de las Casas, sí, el que defendía sin disimulo a los indios y hartos enemigos tuvo por esa razón. Sí vi a otros que llamaban caníbales y caribes y eran los más feroces de dichos indios, y asaltaban las islas en sus canoas, y se llevaban cautivos y a los hombres los castraban, que yo los vi sin sus naturas y las heridas aún verdes, para engordarlos y después comérselos en sus convites. Por esa gran herejía teníamos licencia para capturarlos o matarlos si se resistían. Los herrábamos en la frente y los traíamos a España para venderlos como esclavos, aunque no servían para trabajos pesados, y cuando entrábamos en las aguas éstas, el frío los empezaba a matar y muchos cadáveres que lanzamos al mar.



Gracias vuesa merced por el vino. Sí, di varios viajes y estuve de nuevo en Cuba, en La Española y en México con Garcí Dolguín cuando enviaron por el señor Cortés, pero envejecido y perdido en los dados hasta el último maravedí de los muchos castellanos de oro que me correspondieron en los repartos, me vine definitivamente para la tierra. Aquí los que no me conocen y que oyeren estas cosas, me tendrán por prolijo y por hombre que he alargado algo, pero a Dios pongo por testigo que no he traspasado una jota los términos de la verdad de lo ocurrido del primero al seis de noviembre del año del Señor de 1492 en mi primer encuentro con los naturales y en las jornadas siguientes. Aunque a veces no sé si es por el vino o porque la sangre se me ha enfriado en este cuerpo viejo, que me parece que yo soy yo y también soy el Rodrigo, y que un perro me muerde la ingle en silencio, mientras una caratona abre sus fauces de piedra y amenaza con triturarme los huesos. 

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