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6 de octubre de 2014

Ajos gibareños



Por: Enrique Doimeadios Cuenca (lector de papeles viejos)

Durante el mes de marzo se transforma la monótona vida de los  pueblos rurales de las inmediaciones de Gibara, el ajo lo  invade  todo.  Cualquier pequeño asentamiento, llámese Iberia, Candelaria, Limones o Cupeycillos pueden competir con los principales cosecheros de cualquier parte del mundo. La gente de allí piensa en términos de ristras, hacen cálculos sobre la base de precios de mercado y especulan sobre posibles alzas o bajas de precios a corto y a largo plazo.

Es entonces cuando el ajo acentúa las diferencias entre los pobladores, que al menos durante esta etapa se dividen en dos categorías: los que lo siembran y producen, y por tanto pueden venderlo, y los que se ven obligados a comprar si desean consumir, (entre estos algunos lo logran solo a duras penas). 

Tal es la furia del ajo que se trabaja de noche gracias a la electricidad que llevan sujetando los cables a los árboles o a improvisados postes. Se trabaja intensamente los días del ajo mientras los perros insomnes ladran infinitamente hasta a su propia sombra, convirtiéndose en excelentes vigilantes de las propiedades de sus amos. El ladrido despierta a los vecinos cuando llegan los integrantes del tercer grupo humano que vive del ajo, los ladrones que huyen ante la algazara pero que volverán irremediablemente.
Cuando la cosecha está en su punto, sobrevuelan por allí, como insectos, lo que tanto se asemeja a una colmena de trabajadores eventuales. El alza de los salarios, que llega a ser el doble, o incluso el triple del cotidiano incentiva hasta a los que son remisos a "doblar el lomo" en tiempos normales.

Carretones tirados por caballos, y carretas de las que tiran bueyes o tractores, dan múltiples viajes desde los campos donde se recogen los ajos  hasta las casas de los dueños del tesoro blanco. Se inicia entonces la carrera maratónica del secado, la clasificación y el enristrado, que es donde entra la mano de obra femenina, amas de casa, obreras, jubiladas y hasta profesionales realizan estas labores por pago a destajo: tantas ristras, tanto ganas.

Más tarde se abren los telones de boca de los mercados al por mayor. En dependencia de las posibilidades económicas de los productores, así será la prisa o no por vender las cosechas, pero todos, los que venden de inmediato o los que esperan a que la cantidad de ajo en el mercado comience a decaer, todos como ha quedado dicho, tendrán que obtener los permisos de traslado para llevar las ristras a pueblos y ciudades de casi todo el país, cobrando, reuniendo los dineros que unos gastarán a manos llenas gracias a las oportunidades que le ofrecen los que ganan de las ganancias de los ajeros, mientras que otros guardarán con tacañería hasta los últimos centavos que deja la cosecha, y a pesar de que estén viviendo en la octava década de la vida, lo designan para tener dinero durante su vejez. Estos últimos finalmente se mueren y el dinero sirve para tejer rencillas entre los herederos ambiciosos.


El ajo que se comercia en los mercados de esta Isla es un producto blanco en el mercado negro cubano. Necesario en cualquier cocina e imprescindible en la nuestra hasta categorizar como especia nacional el ajo revive viejas relaciones de explotación, estas, por supuesto que ocultas y bajo palabra. Para sembrarlo se “arriendan” tierras sin mediación de documentos oficiales, porque los viejos poseedores no son generalmente quienes tienen dinero y para sembrar ajo se requiere poderío económico. Igual hay tierras "prestadas" o más bien "facilitadas" para hacer la  siembra con el convenio previo de que se le entregue al dueño del predio una parte de los productos de la cosecha, que en el caso específico del ajo suele establecerse alrededor de un 10% de la misma. ¿Relación semifeudal de aparcería?, al menos ese es un buen tema de estudio para la historia económica de los tiempos actuales.

Luego viene el necesario incentivo para los trabajadores fijos del dueño del sembradío, que consiste, muchas veces, en marcarles una pequeña área dentro del campo y sembrarle allí tres o cuatro ristras a cada uno como forma de atarlos al cultivo. Así muchos correrán el grave riesgo de cargar sobre sus espaldas, las más de las veces sin los necesarios equipos de protección, unas mochilas llenas de mortales productos con que se fumigan los ajos; salud a cambio de la esperanza de obtener una pequeña tajada del botín al final de la campaña.

Y si peligroso es aplicarle los químicos al ajo, tanto o más es conseguir el producto sin el que no se garantiza un feliz término para la cosecha. (De lo que hablamos es de los diversos tipos de abonos, insecticidas, fungicidas, etc., que no están a la venta en ninguna de las redes comerciales, pero que llegan como por arte de birlibirloque cuando el cosechero los necesita). 

Igual, el ajo requiere de constantes riegos, muchas veces realizados con bombas que trabajan con petróleo, pero esto tampoco es un problema, aunque en Gibara haya muchos pozos de agua dulce y ninguno de petróleo. El oro negro aparece siempre que se tenga dinero.

Finalmente, culminada la cosecha, el ajo llega a casi todos los lugares donde es necesario, ya sea trasladado sobre la cama de camiones, autorizados o no para esos fines, o sobre los hombros de comerciantes furtivos que lo distribuyen al menudeo, cabeza a cabeza y casa por casa.

En cuanto al volumen total de la producción sólo se tienen estimados: las estadísticas no pueden llevarse porque el bulbo dentado crece bajo la tierra y alrededor de él casi todo se mueve subrepticiamente. Es, ya lo dijimos y lo sufrimos, porque en nuestro paladar cubano, el ajo es la especia nacional, un producto blanco en el mercado negro.

Gibara, y abril 30 de 2003.

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