Prensa desde 1900

15 de junio de 2010

Un pájaro ansioso de lejanías al que habían atado las alas

Cuando yo nací, en lugar
de un juguete, pusieron una
pluma entre mis manos.
El destino dijo: esa te
servirá de arma.
He cantado
al amor en diversos matices
He cantado al dolor…
¡He cantado a la vida!.

Marilola X (noviembre de 1984)
 
A los cinco años (1910), la niña vivaz comienza sus estudios en una modesta escuela de barrio, contigua a su casa. La maestra es Tina González, alguien especial para Marilola porque aquella es hija de Juana González, una negra a la que la niña llama mamá y a quien quiere porque era quien elaboraba las mejores golosinas que alguien haya probado jamás. En sus memorias la escritora recuerda a Juana siempre ataviada con sencillez y pulcritud. La niña de la mano de la negra. Recorrían las calles de la ciudad para vender dulces. “De ella y de mi madre, dijo la poeta, aprendí a mirar la vida de frente”.
 
Tina dramatiza lecturas. Y a la pequeña se le trocan en pajaritos y mariposas las letras que con delectación dibuja. La escuela es una fiesta pero muy pronto la trasladaban para una escuela superior. La niña se opone pero Tina la convence y personalmente se encarga de ataviarla de manera especial. Frente al aula la espera Rosario García Iñiguez, hermana del General Calixto García y notable pedagoga de la comarca.
 
La nueva maestra siempre la llamó Loló y se percata que la niña inventa fabulosas historias para sus compañeros. Doña Rosario estimula las dotes que van saliendo a la luz de la alumna nueva; es ella quien primero le habla de escribir lo que llevaba en el alma. Ella averigua en la familia. Le dicen que su padre escribía emocionados versos, que el bisabuelo materno cultivaba formas de la poesía popular y cada acción de los de su casa, los hermanos sobre todo, por su sensibilidad, estaban muy cerca del acto patriótico.
 
Y mientras, como siempre ocurre, la niña hermosa crece bajo la tutela de sus generosos padrinos y con la protección de los antiguos compañeros de armas de su padre. Los demás se empeñan en paliar un tanto la difícil situación económica que por entonces sufría la familia. Y si a los otros no le pueden esconder la realidad cruda, a la niña sí que la alejan del lado duro de la vida y ella es feliz.
 
De uno va a otro colegio. Sus maestros son generosos y gente sabia. La Academia de Ezequiela Ochoa, el colegio Sagrado Corazón de Jesús, el Instituto Holguín, dirigido por don Manuel Silva. Hereda los libros del coronel difunto, los hermanos la alientan, Horacio, Homero, Ovidio, Virgilio. Ella se aficiona a Shakespeare y disfruta las emociones de los personajes. A los maestros y sobre todo a sus hermanos la poetiza agradece porque fueron ellos quienes le imprimieron el espíritu de la preparación autodidacta. Marilola jamás traspasó la enseñanza que se recibe en la niñez.
 
Y sufre, quizás ahora por primera vez conscientemente. Sus hermanos, hombres instruidos a los que recorre la poesía por las venas y sin embargo tienen que realizar trabajos rudos. La adolescente sufre y sueña. Se enamora de los galanes de cine y después de los amigos de sus hermanos, pero, por supuesto, dentro de los marcos que permitía la educación recibida en un ambiente de marcado asento provinciano. Sobre esos años la poeta escribió en sus memorias: “(...) mi corazón era un pájaro ansioso de lejanías al que habían atado las alas y no podía ir en pos de nada ni nadie”.
 
Y llega el amor carnal, el único que al parecer disfrutó a pesar de que para muchos ella era de enamoramientos fáciles. Fue en los días de mayor intensidad en su formación espiritual. Era un italiano joven y comerciante que por razones de trabajo visitó Holguín: Guido Carmenatti Pennino. Él solo estuvo en la ciudad algunos días. Pero desde La Habana le escribía una carta diariamente. Ella, con fiebres permanentes lo deseaba, lo acostaba encima de su cuerpo, los dos desnudos. Fueron aquellas imágenes solo soñadas las que permitieron a la poeta, posteriormente, escribir las prosas eróticas que la singularizaron. Entre sus manuscritos, como escondiéndose avergonzadamente, ella confesó que era en Guido en quien pensaba. Fue en Guido en quien siempre pensó hasta el final.
 
Guido le regala un libro que la impresiona: El Principito. Y en sus cartas la llama “vida”, “amor”, “flor”. Y ella sigue reelaborándolo: él es solo un hombre, ella una mujer que lo desea. Pero desde la primera ojeada lo supo, su familia no admitiría un matrimonio así. Ella sería para algún amigo de sus hermanos sin importar cuánto de deseo dejara satisfecho en ella. Ay, como se murió la niña y muerta tuvo que vivir. En sus memorias todavía llora: “No me dejaron encontrarme a mí misma. Quisieron hacerme de hierro, mientras que mi formación era de gasas suaves que al agitarlas al viento semejaban gaviotas liberadas”.
 
Por esa época, en un local cercano a la casa familiar, un joven de buena presencia y modales educados, instala un comercio. Se llamó Enrique García y vivía al cuidado de sus tutores, unos tíos españoles.
 
Enrique es amigo de los hermanos de María Dolores. Se conocen. Muy pronto él muestra interés por la muchacha hermosa. Ella lo rechaza y la familia lo acepta. Desde La Habana le llega una carta más de Guido, dice que se va a Italia y promete regresar para casarse. Pero en casos así el tiempo trascurre lento. No llegan noticias del que se marchó y el dolor va dejando paso a la decepción. Todo lo hubiera perdonado menos el olvido. Y sus mayores insistiendo para que acepte al que la pretende.
 
Enrique es inteligente y tiene encantos: en una ocasión se le presenta con un libro de Rubén Darío. Mañana confiesa que sueña con ser periodista y que adora a Martí. Son afinidades que comparten. Cuando cumple quince años María Dolores, quien todavía no es Marilola, aunque se acerca a serlo, se casa con Enrique García. Abandona los estudios el día antes y hoy la familia ilumina la casa para brindar por la felicidad de los novios. De esa unión nacen tres hijos: Enrique Segundo, Henry, (14 de mayo de 1923), Carlos Ariel (4 de noviembre de 1924) y Pedro Facundo (23 de febrero de 1928).
 
La casa de los recién casados acoge a amigos poetas. El clima es propicio para leer o para comentar lo leído. Homero y Horacio presiden las veladas hasta que llega el autor que todos prefieren y que ya no abandonan jamás, José Martí. Los concurrentes a las tertulias las llaman “Un himno al Parnaso”.
 
Una inteligencia natural como la de María Dolores aprovecha cuanto puede: aprende de unos y de otros rechaza sus modos. Ella prefiere a Manuel Martínez de las Casas. Pero a todos agradece que hayan encendido su necesidad de escribir poesía. Asistían, dicen, Miguel Ángel Ponce de León, Ibrahín Urbino, Antonio Luciano Torres, de quien la escritora recoraba como un ser taciturno, de voz lenta y cansada y extremadamente pobre. Asistían también mujeres interesadas por la literatura, entre ellas Mariblanca Sabas Alomá. Más tarde llegó Manuel Navarro Luna durante una de las visitas que hizo a Holguín.
 
Poco después del nacimiento de su primer hijo, con él en brazos, se dirige a la Iglesia a bautizarlo. En el camino se encuentra con Guido Carmenatti que acaba de regresar para cumplir su promesa. Ya era muy tarde pese a los sentimientos vividos. Era otro el rumbo que ella había escogido, ni siquiera quiso escuchar por qué el regreso se había dilatado tanto ni por qué no llegaban las cartas.

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