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La aldea a la mano (Holguín, Cuba)

15 de enero de 2010

Narración donde se cuenta el intento del robo de la mitra de oro de San Isidoro

Se asegura que, en la visita que hiciera a Holguín, en 1752, el Mariscal de Campo de los Reales Ejércitos Españoles, don Alonso de Arcos y Moreno, en ocasión de otorgarle su Majestad el título de Ciudad y, para la creación del Cabildo, siguiendo la costumbre de la época, dejó como ofrenda valiosa una mitra de oro, dedicada uno de los Patronos de la ciudad, la que le fue colocada en solemne ceremonia religiosa.




Cuenta la leyenda que ese año llegó a la ciudad un individuo nombrado Francisco Caro, al que la costumbre de los vecinos llamaba El gaditano porque labraba las tierras del hacendado don José Salvador Cisneros, que era natural de Cádiz, Andalucía y que, asimismo, era pariente de don Lorenzo Castellano Cisneros, Escribano Público del recien creado Ayuntamiento de Holguín.



No tardó mucho El gaditano en demostrar que era un bandolero. Para robarle unos centenes y unas onzas, mató a su amo y luego se dedicó a atacar a cuanto ser viviente hubiese en los antiguos feudos del Bayamo.



Cuando El Gaditano se enteró de la mitra de oro colocada a San Isidoro, preparó un asalto a la Iglesia Parroquial. Para ello, el 22 de enero de 1752, exactamente en horas de la noche, le dio muerte a dos guardias municipales que encontró a su paso y luego consiguió que le abrieran la puerta de la sacristía, donde amordazó y amarró al sacristán y párroco. Acto seguido entró en la iglesia donde encontró la mitra de oro sobre la cabeza de la imagen del santo.



Ya la va a tomar cuando, ¡oh, milagro!, el rostro de San Isidoro se transforma en la cara de uno de los guardias municipales asesinados poco antes. Al ver tal cosa, El Gaditano cae desmayado al suelo…





Al amanecer, cuando llegan los primeros feligreses allí encuentran al asesino a quien tratan de reanimar sin saber quién es. Cuando El Gaditano recobra el conocimiento cuenta lo sucedido y pide los auxilios de un confesor. Liberan al sacristán don Cristóbal Rodríguez, que había pasado buena parte de la noche amarrado y amordazado. El sacerdote confiesa al bandido y lo reconcilia con Dios.


Un mes después, el 27 de febrero de 1752, El Gaditano subió a la horca en San Salvador de Bayamo, pagando de esa forma por los muchos crímenes y pillajes que había cometido.




Esta leyenda fue escrita por Juan Rafael Albanés peña y aparece recogida en el libro inédito del Dr. Oscar Albanés Carballo, “Narraciones”, exactamente en el capítulo “Tradiciones Holguineras”, p. 369 y rememora el momento en que Holguín recibió el título de Ciudad por el Gobernador de Santiago de Cuba don Alonso de Arcos y Moreno, el 18 de enero de 1752.


Juan Albanés Martínez, nieto de Juan Rafael reescribió la leyenda y la tituló “La Imagen de San Isidoro”, siendo su versión mucho más rica literariamente. Esa versión aparece en el libro “Conozca Holguín Actual”, publicado en Holguín en 1947.

Aldea Cotidiana la toma el libro: “Pasajes Holguineros”, publicado en 2010 por Angela Peña Obregón y María Julia Guerra.

La obra abolicionista de un cónsul inglés en Cuba

Autor: Jorge Karel Leyva Rodríguez
Fuente: CUBARTE

En los inicios del siglo XIX Inglaterra necesitaba expandir los mercados de su producción industrial. En 1807 había eliminado la trata de negros en sus colonias americanas; diez años después obliga a firmar un tratado a España para que hiciera lo mismo en las suyas a partir de 1820; incumplido este último, impone otro con cláusulas más rigurosas en 1835 y ya en 1838 abole la esclavitud en sus propias posesiones.


Por entonces en Cuba hormigueaban las conspiraciones antiesclavistas. Cuando en 1837 el barco “Romney” tripulado por negros libres llegaba a La Habana procedente de Inglaterra y se encendieron aún más los ánimos entre los conspiradores cubanos, era sabido que algunos agentes ingleses alentaban la insurrección abolicionista. (1)


Pero ninguno de estos agentes sería tan mal recibido por el gobierno español como lo fue David Turnbull, quien llegara a La Habana en calidad de cónsul en 1940, con el propósito de velar por el cumplimiento de los tratados antes mencionados. En Cuba no sólo realizaría una extensa investigación sobre la introducción de esclavos desde 1920, sino que alentaría el abolicionismo y hasta se pondría en colaboración con un grupo de criollos influyentes para lograr la independencia de la Isla.


Sin embargo, el ambicioso proyecto emancipatorio de Turnbull no estuvo apoyado por el gobierno británico; ni siquiera por la British and Foreign Antislavery Society. De hecho, a Inglaterra no parecía convenirle que Cuba se independizara de España; lo cual se hizo evidente una década después cuando el auge de las corrientes anexionistas, que abogaban por la unión de la Isla a los Estados Unidos, condicionó las presiones de los ingleses sobre los españoles con respecto al abolicionismo. (2)


Es necesario destacar que la antipatía que provocó David Turnbull entre los esclavistas criollos y españoles no comenzó con su actividad como funcionario en la Isla. Turnbull había sido acogido favorablemente a finales de la década del treinta durante su primera visita a Cuba. En esta ocasión ganó el reconocimiento de los miembros de la Sociedad Económica Amigos del País y la membresía, pues fue nombrado socio-corresponsal. Pero lo más importante de esta primera estancia fue la detallada información que obtuvo sobre el funcionamiento del macabro sistema que mantenía viva la trata de negros, y sobre el modo de vida de los esclavos en los ingenios. Los datos recogidos le permitieron escribir un interesante libro, que retrata y condena el sistema esclavista en Cuba, titulado Travels in West, Cuba; with notices of Porto Rico, and the slave trade (Cuba, viajes al oeste: con notas de Puerto Rico y el comercio de esclavos) Es por ello que durante su segundo viaje, ya todos sabían de los objetivos de Turnbull y muchos de los que antes le estrecharon la mano, debieron miarle ahora con recelo.


El libro en cuestión, escrito entre 1837 y 1839, fue publicado en Londres en 1840. Está estructurado en 25 capítulos, 24 de los cuales se dedican a Cuba mientras que sólo el último se refiere a la situación de Puerto Rico. Documentos históricos, obras de viajeros de paso en nuestro país, diálogos con hacendados, textos de historiadores cubanos y vivencias personales son las fuentes que nutren su obra. El tercer capítulo, dedicado sobre todo al estado de la esclavitud, a los postes de castigo, así como a establecer la diferencia entre esclavos rurales y domésticos, resulta particularmente interesante. (3)


El tercer capítulo del libro comienza caracterizando a los colonos de Cuba y a los de las colonias británicas. Mientras que los ingleses no residían en sus propiedades y permanecían en Europa hasta verse obligados a regresar para recuperarse económicamente, el propietario en Cuba carecía del más mínimo interés por regresar a su patria. Por el contrario, afirma Turnbull, sus lazos afectivos con la madre patria se debilitaban paulatinamente.


Sin embargo, los colonos españoles no residían en sus plantaciones; solían instalarse en La Habana, en Santiago, en Matanzas u otras ciudades, a cientos de millas de sus haciendas; esta distancia justificaba menos sus viajes que la ausencia de carreteras seguras para transitarla. De modo que, a los efectos prácticos, el colono se encontraba tan lejos de sus haciendas como lo estaría un plantador jamaicano residente en Italia.


El autor confiesa que antes de visitar La Habana tenía a los españoles por personas nobles y a los dueños de esclavos en esta ciudad como los más indulgentes del mundo. Ahora, para su sorpresa, se sabía “engañado miserablemente” y dispuesto a afirmar que, con la excepción de Brasil, país aun no visitado por él, en los campos de Cuba reinaba la esclavitud más cruel y despreciable del mundo. Para contribuir a eliminar los prejuicios que, como era su caso antes de su visita, tenían aun quienes no habían visitado los campos de Cuba, es que decide realizar su investigación.


En la vivienda de un hacendado de la capital era posible encontrar esclavos con diversas tonalidades de piel, la mayoría nacidos en la casa y crecidos también allí. Estos esclavos, afirma Turnbull, suelen ser bien tratados. Y como era la costumbre que el primer propietario diera a su esclavo un nombre cristiano y un patronímico durante la ceremonia de bautizo, era también común encontrar dueños encariñados con los esclavos que vieron nacer y criarse junto a sus hijos, y por lo cual ni siquiera pensaban deshacerse de ellos.


Turnbull percibe una perfecta estratificación de clases en la sociedad cubana de la época. Primero estaban los alrededor de 30 nobles españoles y los hacendados. Luego los empleados y funcionarios civiles (1000 aproximadamente, según su cuenta), los oficiales del ejército y de la marina. En un tercer lugar Turnbull ubica a los comerciantes, fueran estos españoles, criollos o de otro país. Un escaño más abajo los dependientes franceses, ingleses, alemanes o americanos. Aun en un plano inferior los comerciantes al por menor y los tenderos, provenientes en su mayoría de Canarias, Vizcaya, Cataluña, o Norteamérica. El último nivel lo ocupaban los gallegos; los esclavos ni siquiera tenían un lugar: eran considerados tabú.


Un dato curioso que aporta Turnbull a continuación tiene que ver con ciertos “negocios” entre los amos y los esclavos domésticos cuando, con el paso del tiempo, el número de estos últimos aumentaba, y solían ser empleados en actividades fuera del hogar. Así, era común encontrar en las grandes casas de La Habana esclavos zapateros, modistas o sastres, a quienes se les permitía alquilarse en otros lugares, siempre que le trajeran al amo parte de sus ganancias. Este “impuesto” no solía ser alto, de modo que un esclavo podía ser capaz de comprar su propia libertad en unos pocos años.


Pero en los campos de Cuba la situación era bien distinta. Piénsese en el hecho según el cual era frecuente “aterrorizar” a un sirviente doméstico al sólo amenazarle con enviarlo a la hacienda de su amo; dado el caso un esclavo sabría, desde antes de salir de La Habana, que el único aliciente que tendría cada noche después de trabajar inhumanamente y sufrir hambriento los latigazos del mayoral, sería esperar su propia muerte.


Otro de los temas que registra Turnbull está relacionado con los castigos sufridos por los esclavos. Incluso en La Habana podían hallarse “cientos de indicios palpables de la miseria que acompaña la maldición de la esclavitud, completamente independientes de los horrores mayores que acarrea la trata de esclavos”.


En la alameda, por ejemplo, se alzaba un edificio que aunque estaba protegido de las miradas por altos parapetos de madera, ocultaba en su interior los postes de azote adonde eran enviados los negros desobedientes. Si bien la sangre y las carnes laceradas no se veían desde afuera, sí se escuchaban los lamentos, los terribles gritos, “los chillidos lastimeros pidiendo clemencia”.


Pero este tipo de crueldades era ignorado por los visitantes que tanto elogiaban las comodidades de los esclavos en La Habana, hasta el punto de celebrar su suerte en comparación con la de los obreros irlandeses o los de la misma Inglaterra. Tales visitantes no conocían una de las máximas habaneras en boga: “el espíritu de un esclavo, a quien se ha mimado excesivamente, ha de ser quebrantado periódica y sistemáticamente”. Tampoco habían escuchado decir a una de las tantas “señoras” de las grandes casas de la Habana, que la inclinación del esclavo hacia el vicio y la ociosidad debía ser corregida enviándolos una vez por mes al azote, a modo de advertencia y como método profiláctico contra su futura ingobernabilidad.


Turnbull también dedica algunos párrafos al sistema penitenciario en la Isla. Una nueva prisión cercana a la fortaleza de la punta era una de las obras públicas que había comenzado el gobierno de Tacón, si bien este último no pudo presenciar su terminación. En efecto, Turnbull destaca a este gobernante como más elogiado y a la vez más censurado que todos sus predecesores. Elogiado por las obras públicas construidas y por el férreo sistema policiaco que mantuvo limpia de malhechores las calles de La Habana durante su mandato; criticado por la no menos dura tiranía implantada y que afectaba sobre todo a los criollos. Alrededor de 200 personas, entre las cuales se hallaban distinguidos hombres de letras pertenecientes a clases respetables habían sido deportados sin siquiera hacerles juicio. En palabras del propio Turnbull: “El mismo vigor que utilizó para limpiar las calles de malhechores lo aplicó para restringir la más leve expresión de sentimientos políticos”.


No había sido terminada la nueva prisión y ya contaba con más de cien reclusos. En su interior los reclusos negros estaban separados de los blancos. En las “Salas de Distinción” se alojaban aquellos que podían pagar sin importar la causa de su encierro. La parte superior del edificio daba cobijo a las tropas españolas mientras que la planta baja encerraba a los prisioneros.


Muy cerca de la prisión se encontraba la obra más elogiada al gobierno de Tacón: el nuevo Paseo. Turnbull celebra su belleza a la vez que advierte a los transeúntes que esta obra no estaba diseñada para andar a pie. La falta de aceras hacía posible que la humilde gente de a pie pereciera aplastada contra la pared por un carruaje furiosamente conducido. Aunque oficialmente el nombre era Paseo Tacón, en los informes se le nombraba como Camino Militar, tal vez para justificar que sus constructores fueran militares y reclusos.


Al final de este Paseo se habían creado dos grandes barracones para la venta de esclavos. El primero, con capacidad para 1000 negros y el segundo para 1500. Ambos, que según relata Turnbull permanecieron llenos durante su estancia en La Habana, servían como depósito y como prisión. Ubicados en el punto de mayor atracción muy cerca de por donde pasaba el nuevo ferrocarril, los pasajeros podían ver desde los vagones la desesperación de los negros que sacaban piernas y brazos dando gritos, lamentándose, llorando.


El interior de los barracones era, según Turnbull, diferente de lo que cabría esperar. Con el propósito de poner pronto en forma a los esclavos y de evitar la nostalgia, los importadores los alimentaban bien, los vestían, les permitían “el lujo de fumar tabaco” y los animaban a divertirse en el amplio patio del edificio. Incluso, una vez que salían a sus respectivos destinos los primeros meses de estancia en los campos, los mayorales los adiestraban lentamente al ritmo de trabajo y evitaban emplear el látigo con tal de conseguir una mejor adaptación.


La edad de los negros apresados fluctuaba entre los 12 y los 18 años. Por cada tres hombres había una mujer. Era más barato comprar esclavos jóvenes que depender de su reproducción. En las haciendas la proporción era la misma. Había amos despiadados que tenían sólo hombres en sus plantaciones y luego del trabajo los encerraban juntos en los barracones de sus haciendas con tal de evitar que tuvieran relaciones sexuales.


Era entendido que 8 negros liberados producían lo mismo que 12 obreros criollos. Por ello, un negro bozal africano costaba 24 onzas de oro mientras que uno criollo podía ser comprado por 20. Este fue uno de los argumentos que esgrimió el propietario de un barracón a favor de la perpetuidad de la trata, durante una conversación con David Turnbull.


El abolicionista inglés cifra entre 300 y 320 dólares el precio de un esclavo vendido en La Habana al por mayor. Si en esta ciudad los esclavos eran vendidos dentro de recintos, en otras ciudades como Virginia la venta se realizaba sin pudor alguno en el medio de las calles.


Antes de finalizar el capítulo, el autor se refiere al comercio de esclavos en los Estados Unidos. Por una parte, en este país se hacía un esfuerzo por mantener las costas limpias de tráfico de negros, mientras que por otra éstos últimos se vendían libremente en las calles con el pretexto de que la venta ocurre en tierra y por tanto no quiebra la ley norteamericana contra la piratería. En ciudades como Maryland y Virginia, destaca Turnbull, hasta “se llegan a criar negros” para reproducirlos y venderlos.


Si en La Habana se decía que la diferencia de 68 dólares existente entre un negro africano y otro nativo era suficiente para garantizar la continuidad de la trata negrera, ¿por qué no suponer que además del comercio en tierra realizado en los Estados Unidos no existía otro en las costas de Alabama, Florida o Lousiana? ¿Sentirían remordimientos por violar una ley débilmente administrada aquellos que no los sentían para comprar niños, mujeres y hombres separados de sus familias para someterlos a todo tipo de trabajo? Turnbull confiesa que no puede probar que esto ocurra realmente así, pero existían razones muy fuertes para suponerlo.







Notas:


(1) Para una exposición de las diversas corrientes políticas de este período y otros posteriores véase el Perfil histórico de las letras cubanas desde los orígenes hasta 1868, publicado por la editorial Félix Varela en La Habana, 2004.


(2) Esto es lo que aclara David Murray en su libro Odious Commerce. Britain, Spain and the Abolition of the Slave Trade. Para una reseña de esta obra véase Roldán de Montaud, Inés: La diplomacia británica y la abolición del tráfico de esclavos cubano: una nueva aportación, En Quinto centenario, ISSN 0211-6111, Nº 2, 1981 , pp. 219-250.


(3) Este capítulo ha sido recogido como parte de la Antología crítica de la historiografía cubana, realizada por Carmen Almodóvar Muñoz, editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1986, pp. 278-288.


Tomado de: http://www.cubarte.cu

La triste historia vivida en Cuba por el muy infeliz James Thompson

Es esta la historia horrible de James Thompson contada por James Thompson a su paso por Gibara, Holguín, Cuba casi toda y su huida definitiva para no regresar jamás.



Por: César Hidalgo Torres
       (Información Rodolfo Sarracino)


El 3 de mayo de 1843 en el Anti-Slavery Reporter de Londres apareció su autobiografía: “(…) Mi nombre es James Thopson. Nací en Nassau, New Providence, en el año 1812. Mi padre, Jon Thopson, nativo de Irlanda, se dedicaba al trabajo de la sal en Ragged Island donde esposó a una señora blanca llamada Fisher, oriunda de Habour Island y con ella tuvo varios hijos, Sara entre ellos. Casó Sarah con una persona llamada Jonh Norris, un norteamericano establecido en Gibara, en la isla de Cuba. Mi madre era esclava de mi padre. Dos hijos tuvieron, uno fui yo y la otra una hermana que murió joven. Antes de morir, mi padre concedió la libertad a mi madre y a mí, dándonos un pedazo de tierra para nuestra manutención”.

Cuando Thopson tenía unos 8 años de su edad, el citado Norris les hizo una visita familiar y literalmente lo secuestró, llevándoselo a Gibara. Norris dijo al niño que se lo había llevado para que viera a su hermana Sarah, que era (ya está dicho), la esposa de Norris.

Cuando Sarah se enteró de las verdaderas circunstancias en que su medio hermano había llegado a Cuba y los planes que para él tenía Norris (que todavía el autor de este artículo no ha dicho y que ya dirá), se sucedieron varias discusiones familiares en el curso de las cuales Norris golpeó a su esposa y al propio Thompson. Por decisión de su cuñado, Thompson serviría de esclavo a la familia, sin que todavía el esclavito supiera cuál era su condición en Cuba. Pero un mal día Norris vendió a Thompson a un hombre llamado Uela, que residía en la ciudad de Holguín y con él se fue el muchacho sin que nunca más pudiera ver a Sarah.

De tan corta edad y vista era el niño que aquel ignoraba que había sido vendido y sin saberlo aprendió el oficio de tabaquero. Cuando un día Thompson le dijo a su amo Uela que quería viajara a Nassau a ver a su madre, éste le dijo que era esclavo suyo desde que pagó a Norris 300 dólares. La reacción de Thompson fue rebelarse, y como era uso de la época, Uela le propinó una fuerte paliza de la que salió con la cabeza rota. Luego Thompson acudió a un amigo de Nassau residente en esta ciudad y aquel lo llevó a ver al Gobernador. Sin embargo Uela poseía todos los documentos de la operación de compra en orden, por lo tanto pudo llevarse a Thompson a su casa donde le puso grillos y lo envió a trabajar en una plantación.

Algún tiempo después Uela murió y su hijo vendióa Thompson a un panadero francés domiciliado en Puerto Príncipe (Camaguey), llamado Bateaule. Bateaule se llevó a Thompson de Holguín y en Camaguey lo tuvo por 7 años durante los cuales tuvo tiempote aprender el oficio de panadero.

Refiere Thompson que Bateaule lo trató mejor, que lo alimentaba y vestía bien, sin que el trabajo fuese excesivo. Incluso, el panadero francés le permitía los domingos hacer pan para venderlo por su cuenta. Y también el esclavo comerciaba con cuero, cera y madera. Al cabo de los 7 años Thompson había ahorrado 300 pesos. Dinero que puso en manos de su dueño para comenzar a pagar la libertad que, le costaría, 500. Pero aconteció que Bateaule hizo sociedad con otro francés que resultó ser un bebedor empedernido, desorganizado y deshonesto, por lo que al poco tiempo la panadería quebró.

Poco antes de huir de sus acreedores, el dueño de Thompson le entregó un papel en el que certificaba que había dado la libertad al esclavo, pero de poco le sirvió el escrito al pobre negro que tuvo que acudir a la fuerza a una subasta donde fue vendido junto al resto de las propiedades del panadero francés. Thompson fue a parar a manos de uno de los acreedores, don Pancho, quien se lo llevó a La Habana y lo vendió a un tal señor Maqueta por 400 dólares.

Maqueta envió a Thompson a su plantación de café que estaba ubicada a unas 14 leguas de la ciudad. Allí, durante unos 2 meses, Thompson fungió como cocinero de la familia y después se ocupó del jardín por unos 4 meses hasta que lo retornaron a su tarea original de cocinero.

En el relato de su vida que Thompson publicó en el Anti-Slavery Reporter de Londres este habla de la envidia que le tenía la señora de la casa, mulata como él y de las palizas que recibí por las causas más mínimas. Otra forma de castigo era enviarlo a trabajar en las labores de cultivo, pero siempre terminaban por reintegrarlo a sus labores originales por su excelente calificación. En estas condiciones de trabajo, claro está, Thompson no tenía posibilidades de ahorro: al final de la jornada en la cocina le exigían que recogiese medio barril de café, cortara madera y realizara otras tareas.

La muerte de la dueña no mejoró su condición, sino que más bien la empeoró porque las golpizas aumentaron. Frecuentemente los hijos, que lo heredaron, le partían un palo sacado del fuego, en la cabeza, y en una ocasión lo azotaron con el manatí, látigo hecho con la piel de ese mamífero. El resultado fue: ingreso en un hospital por varias semanas.

A la postre, Thompson se enamoró de Juana, otra esclava de la dotación y pensaba casarse con ella con los únicos 8 pesos que había reunido con mucho sacrificio. Cuando los herederos se enteraron de propósito, premiaron a la pareja con un bocabajo simultáneo y la destrucción de sus pocas pertenencias: vuelta de Thompson al hospital por tres meses y después grillos para ambos enamorados y trabajo en la plantación por más de dos años y medio en que no se les permitió retirar los hierros ni una sola vez. No es raro que durante este periodo ambos soñaran con el regreso a la amada patria por vía del suicidio.

Cuando a la postre permitieron a Thompson regresar a la casa, los amantes acordaron que él escaparía. Una mañana bien temprano Thompson tomó un pedazo de carne hervida y una lata de café, y, evitando los caminos, siguió la línea del ferrocarril hacia La Habana.



No había avanzado mucho cuando cuatro emancipados que trabajaban en la vía “lo apresaron para cobrar los 4 pesos que normalmente pagaban por entregar a negros cimarrones” (la cita es del propio Thomson). Lo llevaron a un bohío donde lo ataron de pies y manos y lo colocaron entre dos de ellos. Mientras uno dormía el otro vigilaba. Pero, en la noche los dos se durmieron y Thompson logró romper la cuerda con sus dientes poderosos. Libre, se lanzó como un bólido por la puerta mientras, detrás de él, venían sus apresadores pisándole los talones. Uno de ellos, el más joven, logró acercársele bastante, pero Thompson lo paró el seco, lo tumbó al suelo y lo liquidó con un fuerte golpe en la cabeza. Los otros quedaron a la zaga.

Al siguiente día un rancheador con un par de perros logró localizarlo. Thompson se lanzó a un río cercano pero los perros lo siguieron por el agua. Al animal que más se le acercó el cimarrón lo degolló con un cuchillo que llevaba. Al segundo, justo cuando estaba a punto de alcanzarlo, el negro huido lo liquidó de una puñalada y luego retó al rancheador, que estaba al otro lado del río, pero el cazador de cimarrones, “apencado” se alejó del lugar y se escondió en un campo de caña.

Por la noche Thompson siguió su camino y por la mañana llegó a La Habana. Lo primero que hizo fue dirigirse a los muelles. Allí se encontró con un jamaicano que conocía. Este aconsejó a Thompson que se entrevistara con el cónsul británico, Mr. David Turnbull, incluso, se ofreció a llevarlo a su oficina. Fueron, pero el funcionario británico no se encontraba: debieron marcharse hasta el día siguiente. Oculto en los muelles del puerto de La Habana pasó el cimarrón el día. Por la noche pudo hacer contacto con una pareja de libertos oriundos de Nassau, quienes le dinero albergue y comida. Al día siguiente sus hospederos lo llevaron al consulado y lo identificaron ante Turnbull.

Mientras el cónsul discutía con las autoridades coloniales cubanas y se decidía el caso, Thompson debió permanecer cinco meses en los barracones. Y al final, la ansiada libertad.

Libre, Thompson tuvo que guarecerse en el “Rommey”, que era un barco inglés que por acuerdo de ambos gobierno sirvió de albergue o barracón flotante de los emancipados mientras aguardaban transporte a las colonias británicas. Diez meses pasó Thompson en el buque, durante los cuales trabajó como cocinero del capitán, hasta que el sucesor de Turnbull pudo enviarlo de regreso a Nassau y al encuentro con su familia.


En Nassau, Thompson se encontró con Turnbull, quien, retirado de su cargo de cónsul, regresaba a Inglaterra. Con él viajó el emancipado y en Londres publicó el relato de su vida. Posiblemente después Thompson fue a vivir a Sierra Leona. Thompson era el tipo que hombre que los ingleses deseaban para repoblar la costa de África: hablaba fluidamente el inglés y el español, era tabaquero, panadero, cocinero y había sobrevivido la dura experiencia de la esclavitud hispana. Pero, sobre todo, sería leal al imperio británico toda la vida.


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Información complementaria:

En los inicios del siglo XIX Inglaterra necesitaba expandir los mercados de su producción industrial. En 1807 había eliminado la trata de negros en sus colonias americanas; diez años después obliga a firmar un tratado a España para que hiciera lo mismo en las suyas a partir de 1820; incumplido este último, impone otro con cláusulas más rigurosas en 1835 y ya en 1838 abole la esclavitud en sus propias posesiones.

Por entonces en Cuba hormigueaban las conspiraciones antiesclavistas. Cuando en 1837 el barco “Romney” tripulado por negros libres llegaba a La Habana procedente de Inglaterra y se encendieron aún más los ánimos entre los conspiradores cubanos, era sabido que algunos agentes ingleses alentaban la insurrección abolicionista.  

Pero ninguno de estos agentes sería tan mal recibido por el gobierno español como lo fue David Turnbull, quien llegara a La Habana en calidad de cónsul en 1940, con el propósito de velar por el cumplimiento de los tratados antes mencionados. En Cuba no sólo realizaría una extensa investigación sobre la introducción de esclavos desde 1920, sino que alentaría el abolicionismo y hasta se pondría en colaboración con un grupo de criollos influyentes para lograr la independencia de la Isla. (Leer más)


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